Confesión

Me considero el más miserable de todos los hombres, lleno de llagas y corrupción, entregado a cometer todo tipo de crímenes contra el Rey. Con profundo pesar, le confieso a él toda mi impiedad, le pido su perdón, me echo en sus manos para que haga conmigo como le plazca. Este Rey, lleno de misericordia y bondad, lejos de castigarme, me abraza con amor, me hace comer a su mesa, me sirve con sus propias manos, me entrega la llave de sus tesoros; conversa y se deleita conmigo sin cesar, y de mil maneras distintas me trata como su favorito. Es así que de tiempo en tiempo me veo a mí mismo en su santa presencia.

Muy a menudo, cuando el pecador mira la grandeza y multitud de sus culpas, se avergüenza de confesar lo que ha hecho, y aunque él puede llorar profundamente por sus pecados, tontamente los esconde en su propia conciencia y se avergüenza de revelarlos a quien debe. ¡Necio! ¿Por qué tener vergüenza de decir al hombre lo que no se avergüenza de hacer en presencia del Señor? Lejos con esa vergüenza. Ve rápido a buscar al sacerdote, revela tu secreto y confiesa tus pecados, de lo contrario, la contrición del corazón es en vano cuando hay una oportunidad no seguida de la confesión con la boca.

Profundiza en tu corazón, arrebátale las llaves y saquea sus armarios privados, y observa estrictamente en torno a qué desperdicios ha vivido hasta hoy. Se ha escondido detrás de la puerta y allí, en secreto y con resolución, se ha alimentado de ellos. Los deleites son cosas secretas, cual tesoros. Al igual que los perros … cuando esconden sus huesos y roban secretamente para mordisquear, así los seres humanos tienen pecados que ocultan bajo sus lenguas cual dulces bocados.