La Verdadera Identidad De Jesús
El centurión, que estaba frente a Jesús, al ver que había muerto, dijo: -Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios! (Mc 15,39)
¿Quién es éste? ¿Cuál es la verdadera identidad de Jesús de Nazaret? Ésta es la gran pregunta que está por detrás de todo el evangelio de Marcos. La respuesta parece obvia. Lo parecía para los primitivos lectores del evangelio, y lo parece para los cristianos que lo leemos hoy. Además, cualquier lector, por poco riguroso que sea, se habrá dado cuenta de que la respuesta está en el mismo título del evangelio: “Principio de la buena noticia de Jesucristo, el Hijo de Dios” (Mc 1,1). “Jesús es el Cristo, el Mesías, el Enviado por Dios para salvar”. Él es “el Hijo de Dios”. Está claro, ¿no?
Sin embargo, no estuvo tan claro durante el ministerio de Jesús. No llevaba coronita en la cabeza. Al menos, vemos que no lo tuvieron claro sus paisanos de Nazaret: “¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María…?” (Mc 6,2-3). Tampoco lo tuvieron claro sus familiares: “Al saber que estaba allí, los parientes de Jesús acudieron a llevárselo, pues decían que se había vuelto loco” (Mc 3,21). El mismo Pedro, el amigo cercano de Jesús, que lo había reconocido como Mesías, inmediatamente después le había reprendido por decir que lo iban a matar… (Mc 8,31-32). Si hablamos de los dirigentes religiosos, no sólo no lo habían reconocido, sino que habían visto en él un farsante y un impostor, un endemoniado y un blasfemo, y lo habían presentado a las autoridades militares de ocupación como un agitador político. Ahora había muerto abandonado por todos. Sólo habían quedado junto a él “algunas mujeres mirando de lejos” (Mc 15,40), detrás del cinturón de seguridad que formaba la guardia romana.
Junto a la guardia estaba el centurión. ¿Tenía que estar allí? ¿Tenía que haber allí un centurión? En un ejército de ocupación en territorio extranjero, un centurión era un oficial importante. Mandaba entre 80 y 160 soldados, más la tropa auxiliar. No hacía falta tanta gente para ajusticiar a tres delincuentes. Bastaba con un decurión y sus hombres. Es verdad que en Jerusalem, durante la Pascua, habría muchos más soldados preparados por si se producía una revuelta popular contra Roma. Pero todos esos soldados no tenían por qué estar allí, todos ellos, haciendo de verdugos junto a la cruz.
Sin embargo, hay un centurión, observando la escena. Se trata de un extranjero. De un pagano. Cuando Marcos escribe su evangelio, la Iglesia ya no está formada mayoritariamente por judíos. Gracias a la predicación de Pablo y de otros como él, la iglesia se ha llenado de personas extranjeras, procedentes del paganismo, que han creído lo que muchos judíos no pudieron o no quisieron aceptar: que Jesús era el Hijo de Dios. Pero, ¿qué clase de hijo de Dios era Jesús? ¿Era un héroe de la mitología griega y romana, un superhombre de esos de los que hablaban los sacerdotes paganos, como Hércules? Si Jesús hubiera sido un superhombre no habría estado allí, muriendo en la cruz como acababa de hacerlo Jesús. ¿Aquel crucificado era un hijo de un dios?
Los ojos del centurión estaban viendo un hombre que acababa de morir ajusticiado. Habían sido sus propios soldados quines lo habían sometido a la ejecución. Él era un militar, alguien acostumbrado a ver morir violentamente. A matar él mismo a otros. Habría visto a muchos otros crucificados, y habría pasado incluso a su lado sin tan siquiera mirarlos. Pero ahora ha estado observando la muerte de Jesús. No sabemos qué es lo que ha visto, pero algo le ha llevado a exclamar lo que sería más tarde la confesión de fe de los cristianos: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”.
Ahora ya nadie puede malinterpretar a Jesús. Está ya muerto. Ahora está claro que él no era un rey terreno. Que no era un mesías guerrero que expulsara a los romanos, como el que esperaban los zelotes. Tampoco era un gran maestro, como el que esperaban los esenios, ni un gran jefe religioso, como temían los sumos sacerdotes. Jesús era otra cosa. Y el centurión lo descubre en aquel hombre crucificado.
Jesús había sido el Hijo de Dios. En Jesús, Dios mismo había estado caminando entre los hombres y mujeres, hablándoles de la inminencia de un futuro de alegría para los pobres, los hambrientos y los tristes. En Jesús, Dios mismo había estado sanando a los enfermos, acogiendo a la gente despreciada precisamente por los “religiosos”, perdonando a los que se sentían culpables. En Jesús, Dios se había hecho hombre. Más aún. En Jesús, Dios se había hecho humano.
En Jesús, el Hijo de Dios abandonado por todos, Dios mismo está en la cruz muriendo como los hombres, con los hombres, por los hombres. Y las mujeres, claro. Por amor a los hombres y mujeres.
Sólo en el Dios de Jesús, en el Dios crucificado en el hombre Jesús, podemos encontrar toda la fuerza del amor de Dios que perdona a los pecadores, que consuela a los tristes, que sana a los enfermos, que da vida a los muertos (también a los muertos en vida), que abre el futuro a los pobres, que llama a todos a luchar por un mundo más justo, por un mundo más digno de ser el Reinado de Dios.
Sólo quien descubre al Dios crucificado en Jesús puede creer verdaderamente en el Dios que resucita a los muertos.
AMÉN