Para Que Vuestra Alegría Sea Completa

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Hace un par de domingos estuvimos hablando de la alegría de los primeros cristianos. Alegría de contemplar al Maestro-Amigo resucitado; alegría porque la resurrección de Jesús supone el triunfo de Dios sobre todo lo que se le opone; alegría por participar en la predicación de la buena noticia, y por la conversión de los no creyentes; alegría por la vida y la misión de la comunidad; alegría que permite superar los conflictos; alegría en la esperanza de la vida definitiva.

Pero dijimos también que aquellos primeros cristianos llegaron a descubrir la fuente de la alegría: El amor. El amor entre el Padre y el Hijo. Un amor del que somos invitados a participar. Leímos entonces un fragmento de nuestra lectura de hoy en Juan: “Si obedecéis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo obedezco los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os hablo así para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa. Mi mandamiento es este: Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,10-12)

1. La imagen de la vid, el viñador y los sarmientos

Para describir su relación con la comunidad de sus discípulos, Jesús utiliza en este pasaje una metáfora. No se trata de una parábola, porque en las parábolas hay un relato, se narra una pequeña historia, con unos personajes que hacen o a los que les suceden cosas. En el evangelio de Juan no hay ninguna parábola. Aquí sólo hay una comparación. Jesús se compara con una vid, compara a Dios con el viñador y a los discípulos con los sarmientos, las pequeñas ramitas de la vid en las que se forma el racimo con las uvas, los “pámpanos” de los que habla la versión Reina-Valera. Así como la rama necesita permanecer unida a la planta para producir fruto, los discípulos hemos de permanecer unidos a Cristo. Así como el viñador limpia la planta de las ramas improductivas, así Dios va apartando de la comunión a quienes no producen fruto. Y de la misma manera en que el viñador limpia las ramas productivas para que produzcan aún más fruto, Dios nos va transformando para que nuestro fruto sea cada vez más abundante.

Ya está. El evangelio de Juan parece muy sencillo, ¿verdad? Sin embargo, es un evangelio que encierra grandes sorpresas, cuando tenemos el cuidado de leer por detrás de los textos y encontramos el significado profundo que el evangelista esconde por debajo de la superficie.

2. La viña de Dios es Israel. Los frutos que Dios esperaba de Israel

¿Os acordáis del canto de la viña, en el libro de Isaías? “Voy a entonar en nombre de mi mejor amigo el canto dedicado a su viña. Mi amigo tenía una viña en un terreno muy fértil. Removió la tierra, la limpió de piedras y plantó cepas de la mejor calidad; en medio de ella levantó una torre, y preparó también un lagar. Mi amigo esperaba uvas dulces de la viña, pero las uvas que dio fueron agraces […] La viña del Señor todopoderoso, su plantación preferida, es el país de Israel, el pueblo de Judá. El Señor esperaba de ellos respeto a su ley, y solo ve asesinatos; esperaba justicia, y solo escucha gritos de dolor” (Is 5,1-2.7).

La imagen de la viña y de la vid aparece a lo largo del AT, sobre todo en los Salmos y en los profetas. Era uno de los tres productos básicos de la economía de Israel: el trigo, el vino y el aceite, que menciona ya Oseas en el s. VIII a.C. al reprochar la idolatría de Israel. Cualquier israelita sabía cómo había que cuidar una planta capaz de aguantar los rigores del duro clima invernal del interior del país, pero que, al mismo tiempo, necesita muchos cuidados por parte del agricultor.

Israel es la viña de Dios, que Él sacó de Egipto y la plantó en la tierra de Canaán: “De Egipto sacaste una vid; arrojaste a los paganos y la plantaste. Limpiaste el terreno para ella, y la vid echó raíces y llenó el país” (Sal 80,8-9). Dios había hecho un pacto con Israel, y le había dado su palabra para que viviera conforme a su voluntad. Pero el pueblo de Israel había sido infiel a la alianza con su Dios, y había seguido sus propios caminos, apartado de la voluntad de Dios, multiplicando sus idolatrías y sus injusticias. A lo largo de los siglos, muchas “ramas secas” se habían desgajado de la vid. Muchos israelitas se habían apartado de la fe, habían perdido su identidad, y se habían mezclado con los otros pueblos.

¿Recordáis también la versión que da Jesús de la parábola de la viña? Cuando el hijo del dueño de la viña va a reclamar a los labradores la parte de cosecha que le correspondía por el arrendamiento, aquellos labradores lo mataron para quedarse como dueños absolutos de la viña (Mc 12,1-8).

3. La auténtica vid de Dios es Jesús. Los frutos que Dios ha encontrado en Jesús. El secreto de los frutos de Jesús

Jesús dice: “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15,1). El es la auténtica vid de Dios. De toda la viña que daba frutos amargos, frutos de inmisericordia, ha quedado una sola cepa. La auténtica, la buena, la que da buenos frutos al agricultor. Jesús ha sido el único que ha cumplido fielmente la voluntad de Dios. De él ha brotado la vida del mismo Dios. Él ha anunciado el reinado de Dios, y ha hecho llegar el amor del Padre a los que más lo necesitaban. Con la vida de Dios, Jesús ha sanado enfermos, limpiado leprosos, perdonado pecadores. Con la vida de Dios, la vida eterna, Jesús ha dado fruto abundante y dulce, bueno para comer.

Jesús ha sido fiel a Dios hasta el final, hasta la muerte, y ha sido resucitado por el Padre para crear en él un nuevo pueblo para una nueva alianza. Porque Dios ha aceptado los frutos de su Hijo, tanto los frutos de su vida como los de su muerte. La vida y la muerte de Jesús han sido una entrega al servicio de la voluntad del Padre, es decir, al servicio del mundo tan amado por el Padre (Jn 3,16).

¿Cuál es el secreto de los frutos de Jesús? ¿Por qué Jesús pudo dar los frutos que Israel fue incapaz de dar en toda su historia? Porque Jesús permaneció en el amor de Dios. Jesús había conocido el amor del Padre hacia él y se había dejado amar por él intensamente.  Jesús había conocido el amor del Padre por el mundo, y se había entregado a amar al mundo intensamente, hasta la muerte de cruz. Él había dedicado su vida a cumplir la voluntad de Dios, y había “permanecido” en el amor de Dios, unido a Dios, como una sola cosa con el Padre, de modo que en Jesús se había hecho carne, realidad totalmente humana, el verbo de Dios, la palabra creadora de Dios, la voluntad eterna de Dios, el proyecto que Dios tenía al crear la humanidad.

Por eso Jesús es “la vid verdadera”, “auténtica”, la única según lo que Dios quería. Y también es el pan vivo, que da la vida porque procede de Dios (Jn 6,41.48.51). Y la auténtica luz del mundo, porque viene de Dios para sacar de la oscuridad a quienes creen en él (Jn 8,12.23; 12,46). Y la puerta por donde entran las ovejas para encontrar comida abundante, comida que sacia (Jn 10,7.9). Y es el pastor bueno, el que es capaz de dar la vida por sus ovejas porque las conoce una por una (Jn 10,11.14). Y es la resurrección y la vida, el que hace vivir a quienes creen en él aunque estén muertos (Jn 11,25). Jesús es el camino, la verdad y la vida, el que nos ha dado a conocer verdaderamente a Dios (Jn 14,6; cf. 1,18).

Cuando Moisés preguntó a Dios cuál era su nombre, “Dios le contestó: –YO SOY EL QUE SOY. Tú, pues, dirás a los israelitas: YO SOY me ha enviado a vosotros” (Éx 3,13-14). Jesús no sólo es vid, pan, luz, puerta, pastor y todo lo demás. Jesús es todo eso, y más, porque Jesús es “YO SOY”. En la última cena, Jesús dice a sus discípulos: “Os digo esto de antemano, para que, cuando suceda, creáis que yo soy” (Jn 13,19). Jesús es Dios hecho carne, Dios en medio de los hombres y mujeres, Dios en medio del mundo, para darse al mundo, para salvar el mundo y ofrecerle una vida nueva y eterna, para convertirlo en su Reino.

4. Jesús y sus discípulos. Para ser auténticos discípulos, permaneced en mi amor

Porque Jesús es YO SOY, Jesús es la vid auténtica. La viña que Dios quería, la que se ajusta plenamente a la voluntad del Padre. Porque Jesús es la vid que hunde sus raíces en el Padre, que está en plena comunión con el Padre, que es una sola cosa con el Padre, y por eso está en disposición de dar el auténtico fruto: la vida auténtica, la vida de calidad, la vida eterna, la que procede de Dios y conduce a Dios, la vida del amor de Dios y que conduce al amor entre los hombres y mujeres. Jesús ha obedecido el mandamiento de su Padre, es decir, ha ajustado su vida a la voluntad de Dios, ha sido él mismo Palabra de Dios hecha carne, hecha hombre, vida humana, historia humana.

Por medio de su palabra, Jesús, el que es la Palabra, ha congregado una comunidad nueva, y la ha unido a sí mismo por su muerte y la ha transformado por su resurrección. Jesús es la auténtica vid de Dios, y sus discípulos, los que el Padre ha limpiado por su Palabra, que es su Hijo Jesucristo, son los sarmientos.

Los sarmientos forman parte de la planta, son la misma planta, una sola cosa con ella. Porque reciben la vida de la planta, del que es la Vid, del que es la Vida, del que es YO SOY junto con el Padre. Y porque forman parte de la planta, y son una sola cosa con ella, existen para dar fruto. No son ellos realmente quienes dan fruto. No podrían dar fruto si no fueran una sola cosa con la planta. Es la planta la que da fruto por medio de los sarmientos. Los sarmientos dan los frutos de la vid.

Aquellos que han sido limpiados por la Palabra, y están unidos a Jesucristo, tan unidos a él como él lo está con el Padre, quieren lo mismo que él: dar mucho fruto. Aquellos frutos de justicia y misericordia que Dios había esperado de Israel en el pasado. Los frutos de vida, de vida eterna, que Cristo ha entregado al Padre con su entrega en la cruz. Los discípulos, unidos así a su Maestro, el que es la vid verdadera, se convierten en auténticos discípulos, capaces de hacer lo mismo que el Maestro: dar la vida. Los que han sido limpiados por la Palabra son hechos capaces de ofrecer a los demás una vida limpia, capaces de hacer posible que los demás encuentren en ellos a Cristo dándoles la vida.

Permanecer unidos a Cristo es ser fieles a sus enseñanzas, es obedecer sus mandamientos, es decir, es hacer con agrado lo que le agrada a Jesús, que es lo mismo que le agrada a Dios. Querer lo que quiere Jesús, que es lo mismo que quiere Dios.

5. Para que vuestra alegría sea completa

Ahora viene la pregunta “del millón”: ¿Y qué es lo que quiere Dios? Que el mundo sea salvo por su Hijo. Que es decir que la humanidad sea transformada por la vida de Cristo. Que no se pierda ninguno de los que el Padre le ha dado. Porque el Padre ha amado tanto al mundo, a este mundo, que le ha dado a su Hijo. El viñador ha plantado su vid en medio del mundo. Para que la vid dé frutos de vida. Dios quiere que todos los hombres y mujeres encuentren en Jesús la vida eterna, la vida que viene de Dios y que transforma en hijos de Dios, porque nos une al Hijo de Dios.

Dios es amor. Lo que une a Jesús, el Hijo de Dios, con su Padre, es el amor. Por eso, el mandamiento de Jesús, que se revela al final del pasaje, es el mandamiento del amor: “Mi mandamiento es este: Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Ése era el secreto de Jesús: su unión íntima con el Padre. Y éste es el secreto de los auténticos discípulos de Jesús: su unión íntima con Jesús. Los auténticos discípulos de Jesús son los que permanecen unidos a él y, por medio de él, unidos a Dios. Los auténticos discípulos de Jesús son los que han descubierto el amor de Dios que se nos ha entregado en la entrega de Jesús en la cruz. Los que han descubierto el amor de Dios que nos ha mostrado su poder al resucitar a Jesús de entre los muertos. El mismo amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones, que hemos descubierto en lo más profundo de nosotros.

Los auténticos discípulos de Jesús son los que viven del amor de Dios manifestado en Cristo, y para amar como Cristo, en el nombre de Cristo, con el mismo amor de Cristo que se nos derrama desde dentro, porque nos llena. No como una obra nuestra, sino como un fruto que nos nace desde dentro, desde la planta, desde la auténtica vid a la que estamos unidos. Los auténticos discípulos de Jesús son los que ofrecen al mundo una vida como la de Cristo, una vida derramada, una vida de entrega, una vida que es capaz de dar vida a los demás, de dar sentido a la vida de los demás.

Los auténticos discípulos de Jesús son los que se alegran con él. Son los que viven ya en esta vida la alegría de Dios, quien se alegra ya de antemano por la realización final de su proyecto, que se alegra ya por cada hombre y cada mujer que vuelven a él, que se dejan abrazar por su amor, que son incorporados a su vid, a su rebaño, a su familia.

Esa es la finalidad de la palabra de Jesús: “Os hablo así para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11). Dios quiere la felicidad de sus criaturas humanas. Nos ha creado expresamente para eso, para ser felices, para vivir en la alegría. Por eso somos tan desgraciados cuando no somos felices, cuando la alegría no llega a todos los rincones de nuestro cuerpo. Pero sólo podemos encontrar esa vida de alegría en el amor. En el amor de verdad, que se hace pan para el hambre de los demás, y vino para la alegría de los demás, y luz para iluminar la vida de los demás, y puerta y camino que conducen hasta Dios, y vida que viene de Dios y fecunda las vidas de los hombres.

Y sólo podemos dar frutos, los frutos de la vid, si permanecemos unidos por el amor a la fuente del amor, a Cristo, el Hijo de Dios, el Hombre nuevo, la vid, el camino, la verdad y la vida, el que es YO SOY hecho YO ESTOY CON VOSOTROS, EN VOSOTROS Y ENTRE VOSOTROS.

6. Para la gloria de Dios

Unidos a Cristo, querer lo que él quiere, amar lo que él ama, desear lo que él desea, pedir al Padre lo que el mismo Jesús le pide. Que se santifique su nombre, que venga su reino, que se haga su voluntad en toda la tierra. Los auténticos discípulos de Jesús, los que permanecen unidos a él, es decir, los que son fieles a sus enseñanzas, quieren lo mismo que él y piden lo mismo que él, y por eso Dios contesta sus oraciones, porque es la misma oración de Cristo en esta tierra. La oración del Hijo a su Padre. Nuestra oración de hijos adoptivos unidos al Hijo mayor, nuestro hermano.

Para la gloria de Dios: “Mi Padre recibe honor cuando vosotros dais mucho fruto y llegáis así a ser verdaderos discípulos míos” (Jn 15,8). Porque la gloria de Dios es la salvación del mundo. Porque la alegría de Dios es la alegría de los hombres y las mujeres. Y nuestra alegría sólo se realiza ofreciendo a los demás la alegría de Dios y de Jesucristo. Y nuestra alegría solo será completa cuando sea completa la alegría de Dios y de su Cristo.

Dios habita aquí con los hombres. Vivirá con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo que antes existía ha dejado de existir.” El que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,3-5a)

AMÉN

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