El creyente y el pecado que mora en él - Romanos (7:14-25)

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La lucha entre la carne y el espíritu

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Romanos 7:14–25 RVR60
14 Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. 15 Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. 16 Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. 17 De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. 18 Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. 19 Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. 20 Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. 21 Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. 22 Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; 23 pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. 24 ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? 25 Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.
Este pasaje corresponde obviamente al punzante relato del conflicto interno de un hombre consigo mismo, en el que una parte de él empuja en una dirección y la otra parte lo hace en la dirección completamente opuesta.
El conflicto es real y es intenso. Sin embargo, quizás durante todo el tiempo que la iglesia ha conocido este texto, los intérpretes han estado en desacuerdo alrededor de la cuestión de si la persona que se describe aquí es un cristiano o un no cristiano.
Han surgido movimientos dedicados exclusivamente a promover alguna de esas dos perspectivas. Por un lado se sostiene que la persona está demasiado atada al pecado como para ser un creyente, mientras que los del otro lado sostienen que la persona tiene demasiado amor por las cosas de Dios y demasiada aversión al pecado como para ser un incrédulo.
Por lo tanto, resulta obvia la importancia que tiene determinar de qué clase de persona está hablando aquí Pablo, antes de intentar cualquier interpretación del pasaje. También resulta de importancia determinar si el uso que Pablo hace de la primera persona en singular es para referirse a él mismo, o si sencillamente se trata de un recurso literario que utiliza para identificarse de manera más personal con sus lectores. La respuesta a esas dos preguntas responderá automáticamente una tercera: Si Pablo está hablando de sí mismo, ¿está hablando acerca de su condición antes o después de su conversión?
Quienes creen que Pablo está hablando acerca de un incrédulo señalan que él describe a esa persona como alguien “carnal, vendido al pecado” (v. 14), como alguien en cuyo interior no mora ninguna cosa buena (v. 18), y como un “miserable” atrapado en un “cuerpo de muerte” (v. 24).
Ellos se preguntan entonces: ¿cómo es posible que una persona así corresponda al cristiano que Pablo describe en el capítulo 6 como alguien que ha muerto al pecado (v. 2), cuyo viejo hombre ha sido crucificado y quien ya no es esclavo del pecado (v. 6), sino que ha sido “justificado del pecado” y “libertado del pecado” (vv. 7, 18, 22), que se considera a sí mismo muerto al pecado (v. 11), y que obedece de corazón la Palabra de Dios (v. 17)?
ES UNA PERSONA QUE ES UN CREYENTE
Los que contienden que Pablo está hablando acerca de un creyente en el capítulo 7 señalan que esta persona desea obedecer la ley de Dios y detesta hacer lo malo (vv. 5, 19, 21), que es humilde ante Dios y se da cuenta de que en su condición humana no mora lo bueno (v. 18), y que ve el pecado como algo que está en él, pero que no es todo lo que hay en él (vv. 17, 20-22).
Además esa persona da gracias a Jesucristo como su Señor y le sirve con su mente (v. 25).
El apóstol ya ha establecido que ninguna de esas cosas caracterizan a los no salvos. El incrédulo no solamente odia la verdad y la justicia de Dios, sino que trata de detenerlas y suprimirlas con su injusticia, rechaza de manera consciente y voluntaria la evidencia natural de Dios, no honra ni da gracias a Dios, y está totalmente dominado por el pecado de tal modo que con arrogancia desobedece la ley de Dios y alienta a otros a hacer lo mismo (1:18-21, 32).
En Romanos 6, Pablo empezó su discusión acerca de la santificación enfocándose en el creyente como una nueva criatura, una persona nueva por completo en Cristo. El énfasis se hace por ende en la santidad y la justicia del creyente, las cuales son por igual imputadas e impartidas.
Por las razones dadas en el párrafo anterior, así como por otras razones de las que se hará mención más adelante, parece cierto que en el capítulo 7 el apóstol todavía está hablando acerca del creyente.
ES UN CREYENTE Y PABLO LO AMONESTA A MORTIFICAR EL PECADO
Sin embargo, aquí el enfoque está centrado en el conflicto que un creyente continúa teniendo con el pecado. Incluso en el capítulo 6, Pablo indica que los creyentes aún deben seguir batallando con el pecado en sus vidas. Por lo tanto, él los amonesta: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad” (Ro. 6:12-13).
Algunos intérpretes creen que el capítulo 7 describe al cristiano carnal, aquel que está viviendo en un nivel muy bajo de espiritualidad. Muchos sugieren que esta persona es un cristiano legalista y frustrado que trata de agradar a Dios por sus propias fuerzas viviendo de conformidad con la ley mosaica.
No obstante, la actitud expresada en el capítulo 7 no es típica de los legalistas, quienes tienden a sentirse satisfechos con su cumplimiento de la ley. La mayoría de las personas se sienten atraídas hacia el legalismo desde un principio, porque les ofrece el proyecto imaginario de poder vivir a la altura de las normas de Dios en sus propias fuerzas.
Parece más bien que Pablo está describiendo aquí a los cristianos más espirituales y maduros, los que entre más se miden con honestidad frente a las normas de justicia de Dios, más cuenta se dan de lo lejos que se encuentran de alcanzarlos. Entre más nos acercamos a Dios, más podemos ver nuestro propio pecado.
De modo que son las personas inmaduras, carnales y legalistas, las que tienden a vivir bajo la ilusión de que son espirituales y que mantienen un buen desempeño en comparación a las normas de Dios.
ESTE ES UN CRISTIANO ESPIRITUAL Y MADURO
El nivel de conocimiento espiritual, quebrantamiento, contrición y humildad que caracterizan a la persona representada en Romanos 7, constituyen marcas que corresponden a un creyente espiritual y maduro, el cual no tiene delante de Dios confianza en absoluto en su propia bondad y en sus logros individuales.
También parece, como uno podría suponer naturalmente dado el uso de la primera persona singular (que ocurre cuarenta y seis veces en Ro. 7:7-25), que Pablo está hablando acerca de él mismo. Aquí él no está plasmado solamente como el sujeto y tema central de este pasaje, sino también como el apóstol maduro y experimentado que era en ese momento.
Únicamente un cristiano que se encuentra muy cerca a la cúspide de la madurez espiritual, estaría dispuesto a experimentar o a sentir interés o preocupación con respecto a unas luchas de corazón, mente y conciencia tan profundas. Entre más veía con claridad y plenitud cada vez mayores la santidad y la bondad de Dios, más reconocía Pablo su propia pecaminosidad y mayor era su aflicción con respecto a ella.
Pablo refleja esa misma humildad en muchos apartes de sus escritos. En su primera carta a la iglesia en Corinto él confesó: “Yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1 Co. 15:9). Aunque él se refiere allí a su actitud y a sus acciones antes de su conversión, habla de su apostolado en tiempo presente y se sigue considerando a sí mismo indigno de haber recibido ese supremo llamamiento. A los creyentes efesios les habló acerca de sí mismo como alguien que era “menos que el más pequeño de todos los santos” (Ef. 3:8), y con Timoteo se maravillaba de que el Señor le hubiera tenido por fiel para ponerlo en el ministerio, y se refiere a sí mismo como el primero de los pecadores (1 Ti. 1:12, 15). Él sabía y confesaba que todo lo que había llegado a ser en Cristo se debía totalmente a la gracia de Dios (1 Co. 15:10).
LA TENSION ENTRE EL PECADO Y LA JUSTICIA SIEMPRE EXISTIRAN EN UN CREYENTE VERDADERO
Únicamente alguien que sea una nueva criatura en Cristo vive con tal nivel de tensión entre pecado y justicia, porque únicamente un cristiano tiene la naturaleza divina de Dios dentro de él. Puesto que ya no está en Adán sino que ahora está en Cristo, posee el deseo dado por el Espíritu de ser conformado a la imagen de Cristo mismo y de ser hecho perfecto en justicia.
EL PROBLEMA ES EL PECADO
El problema es que el pecado sigue tratando de aferrarse a su condición humana, aunque en su ser interior lo aborrece y lo desprecia.
Ha pasado de las tinieblas a la luz y ahora se ha hecho partícipe de la muerte, sepultura, resurrección y vida eterna de Cristo, pero a medida que crece en su semejanza a Cristo también es cada vez mas consciente de la presencia y el poder continuos del pecado que mora en su ser, el cual aborrece y del cual anhela verse librado definitivamente.
Esa clase de sensibilidad es lo que llevó a Juan Crisóstomo, padre de la iglesia del siglo cuarto, a decir en su Segunda homilía sobre Eutropio, que no tenía temor de nada fuera del pecado.
La persona que se describe en Romanos 7 tiene una profunda percepción de su propio pecado y un deseo igualmente profundo de agradar al Señor en todas las cosas. Únicamente un cristiano maduro podría caracterizarse por estos rasgos de carácter.
THOMAS WATSON
El escritor puritano Thomas Watson observó que una de las señales indefectibles de “la santificación es una apatía contra el pecado ... Un hipócrita puede dejar el pecado, pero seguirlo amando; es como una serpiente que se quita la piel pero conserva los colmillos; en cambio la persona santificada puede decir que no solamente deja el pecado, sino que lo aborrece”.
Él continúa diciendo al cristiano: “Dios ... no solamente dejó encadenado el pecado, sino que cambió tu naturaleza, y te ha convertido en la hija de un rey, toda llena de gloria por dentro. Él ha colocado sobre ti la coraza de la santidad, contra la cual puede hacerse fuego, pero que jamás podrá ser perforada” (A Body of Divinity [Londres: Banner of Truth, ed. rev., 1965], pp. 246, 250).
El creyente espiritual es sensible al pecado porque:
Sabe que contrista al Espíritu Santo (Ef. 4:30),
porque deshonra a Dios (1 Co. 6:19-20),
porque el pecado impide que sus oraciones sean contestadas (1 P. 3:12),
y porque el pecado hace que su vida carezca de poder espiritual (1 Co. 9:27).
El creyente espiritual es sensible al pecado porque es un estorbo para las cosas buenas que vienen de parte de Dios (Jer. 5:25),
porque le quita el gozo de la salvación (Sal. 51:12),
porque inhibe el crecimiento espiritual (1 Co. 3:19),
porque atrae disciplina y azote de parte del Señor (He. 12:5-7),
y porque le impide que se convierta en un instrumento honroso y útil en las manos del Señor (2 Ti. 2:21).
El creyente espiritual es sensible al pecado porque contamina el compañerismo cristiano (1 Co. 10:21),
porque impide su participación apropiada en la Cena del Señor (1 Co. 11:28-29),
y porque incluso puede acarrear peligros en su vida y salud físicas (1 Co. 11:30; 1 Jn. 5:16).
PABLO HABLA EN PASADO AL PRINCIPIO AHORA ESTA HABLANDO EN PRESENTE
Como se indicó en el capítulo anterior de este comentario, Pablo utiliza el tiempo pasado en los verbos de Romanos 7:7-13, lo cual indica sin duda alguna que estaba hablando de su vida anterior a la conversión.
Sin embargo, empezando a partir del versículo 14 y de manera continua en el resto del capítulo, él emplea el tiempo presente para hacer referencia exclusiva a él mismo.
PABLO ESTA DESCRIBIENDO SU VIDA COMO CRISTIANO MADURO
Ese cambio abrupto, obvio e invariable de tiempos verbales constituye un respaldo consistente a la idea de que en los versículos 14-25 Pablo está describiendo su vida como cristiano. A partir del versículo 14 también se da un cambio obvio en las circunstancias del sujeto con relación al pecado.
En los versículos ROMANOS 7:7-13 Pablo habla del pecado como algo que le engaña y le mata.
Da la impresión de estar a merced del pecado y de ser totalmente incapaz de librarse de su agarre mortal.
Pero en los versículos 14-25 él habla de una batalla consciente y resoluta en contra del pecado, el cual sigue siendo un enemigo poderoso pero que ya no es su amo.
LOS BENEFICIOS DE LA LEY
En esta segunda parte del capítulo, Pablo continúa defendiendo la justicia de la ley de Dios y se regocija en los beneficios de su ley, porque así no se pueda salvar del pecado, de todas maneras sigue obrando en la vida del creyente revelando el pecado y convenciendo de pecado, tal como lo hizo antes de la salvación.
Siempre y cuando un creyente permanezca en la tierra en su cuerpo mortal y corruptible, la ley seguirá siendo su aliado espiritual.
Por lo tanto, el creyente obediente y lleno del Espíritu valora y honra en gran manera todos los mandamientos morales y espirituales de Dios. Él continúa declarando con el salmista: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11), y esa Palabra es más que nunca una lámpara a sus pies y lumbrera a su camino (Sal. 119:105).
La Palabra de Dios es más valiosa para los creyentes bajo el nuevo pacto de lo que fue para quienes estuvieron bajo el viejo pacto, no solamente porque el Señor nos ha revelado más de su verdad en el Nuevo Testamento, sino también porque los creyentes ahora tienen la plenitud del Espíritu Santo que mora en ellos para iluminar y aplicar su verdad. Por lo tanto, aunque la ley no puede salvar ni santificar, sigue siendo santa, justa y buena (Ro. 7:12), y la obediencia a ella ofrece grandes beneficios, tanto a creyentes como a incrédulos.
RESUMEN DE ROMANOS 5, 6 Y 7.
Pablo todavía sigue enseñando aquí acerca del tema más amplio de la justificación por gracia a través de la fe.
Él ha establecido que la justificación trae como resultado la seguridad y certidumbre plenas del creyente (cap. 5), su santidad (cap. 6), y su libertad del yugo a la ley (7:1-6).
A esa lista de beneficios el apóstol añade ahora la sensibilidad frente al pecado y el aborrecimiento del pecado.
En Romanos 7:14-25 Pablo da una serie de lamentos acerca de su penosa situación espiritual con todas sus dificultades.
Los primeros tres lamentos (vv. 14-17, 18-20, 21-23) siguen el mismo patrón.
Pablo describe primero la condición espiritual de la que se lamenta, luego da una prueba de su realidad, y por último revela la fuente del problema.
El lamento final (vv. 24-25) también incluye una bella exultación de gratitud a Dios por su Hijo Jesucristo, porque gracias a su sacrificio de amor y gracia, los creyentes en Él ya no están bajo condenación a pesar del poder residual del pecado (8:1).
EL PRIMER LAMENTO
Romanos 7:14–17 RVR60
14 Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. 15 Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. 16 Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. 17 De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.
LA CONDICIÓN
Romanos 7:1414 Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.”
La conjunción porque indica que Pablo no está entrando a un nuevo tema sino que está dando una defensa de lo que acaba de decir. Él empieza afirmando nuevamente que la ley NO es el problema, porque la ley es espiritual.
La salvación por gracia a través de la fe no reemplaza ni devalúa la ley, porque la ley nunca ha sido un medio de salvación.
Como se observó previamente, Hebreos 11 y muchos otros pasajes de las Escrituras dejan en claro que el único medio de salvación siempre ha sido la provisión y el poder de la gracia de Dios obrando a través del canal de la fe del hombre.
¿QUE QUIERE DECIR CON SOY CARNAL?
Mas yo”, continúa Pablo, “todavía soy carnal, todavía soy de la tierra y soy mortal”. Es importante advertir que el apóstol NO dice que todavía esté en la carne sino que la carne sigue siendo parte de él.
Él ha explicado que los creyentes ya no están “en la carne” (Romanos 7:5; Romanos 8:8), no están más ligados y esclavizados a su pecaminosidad como lo estuvieron en el pasado.
La idea es que, aunque los creyentes ya no están en la carne, la carne todavía está en ellos.
En su primera carta a la iglesia de Corinto, Pablo describe a los cristianos allí como “carnales, como ... niños en Cristo” (1 Co. 3:1).
Como el apóstol confiesa más adelante en el pasaje presente, haciendo uso del tiempo presente: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18). Aun siendo un apóstol de Jesucristo él poseía un residuo de la pecaminosidad que caracteriza a todos los seres humanos, incluso los que, en Cristo, son salvados de su dominación total y de su condenación eterna.
No obstante, el espíritu del cristiano, su hombre interior, ha sido limpiado de pecado por completo y para siempre. Es por esa razón que en el momento de la muerte, el cristiano se encuentra preparado para entrar a la presencia de Dios en perfecta santidad y pureza.
Debido a que su nuevo nacimiento espiritual ya ha tenido lugar, en el momento de la muerte su carne al lado de todos sus residuos de pecado es dejada atrás definitivamente.
Todo cristiano honesto y bien enseñado está al tanto de que su vida está muy alejada del estándar perfecto de justicia de Dios y que retrocede y cae en pecado con frecuencia perturbadora.
Él ya no pertenece a su padre anterior, el diablo (Jn. 8:44), ya no ama al mundo (1 Jn. 2:15), y para siempre ha dejado de ser un esclavo del pecado, pero todavía sigue sujeto a su capacidad de engaño y se ve atraído hacia muchos de sus encantos, por así decirlo.
De todas maneras, el cristiano NO puede sentirse feliz con su pecado, porque es algo contrario a su nueva naturaleza y porque él sabe que aflige a su Señor así como a su propia conciencia.
Se cuenta la historia de un incrédulo que cuando escuchó el evangelio de salvación por gracia solamente, hizo este comentario: “Si yo pudiera creer que la salvación es gratuita y se recibe por fe únicamente, entonces yo creería y después me embutiría de pecado”. La persona que le estaba testificando contestó con sabiduría: “¿Cuánto pecado cree usted que se necesitaría para atiborrar a un cristiano verdadero y dejarlo satisfecho?” Lo que quiso dar a entender fue que una persona que no ha perdido su apetito por el pecado no puede haberse convertido de verdad.
La expresión vendido al pecado
Ha ocasionado que muchos intérpretes no capten el punto que Pablo quiere mostrar, y esto les ha llevado a tomar esas palabras como evidencia de que la persona de la cual se está hablando aquí no es un cristiano.
Sin embargo, Pablo emplea una frase similar en el versículo Romanos 7:23 , donde aclara que solamente sus miembros, esto es, su cuerpo carnal es “cautivo a la ley del pecado.
Esa parte residual de su condición humana NO redimida sigue siendo pecaminosa y en consecuencia está en guerra cruenta en contra de la parte nueva y redimida de su ser, la cual ya no es cautiva del pecado sino que se ha convertido en su enemigo declarado.
Las palabras fuertes de Pablo acerca de su condición no indican que él fuera salvo en aquel entonces de una manera parcial únicamente, sino que más bien destacan el hecho de que el pecado puede seguir teniendo un poder terrible en la vida de una cristiano y que esto no es algo que pueda tomarse a la ligera.
La batalla del creyente contra el pecado es extenuante y dura toda la vida, y como Pablo señala más adelante en este capítulo, incluso cualquier cristiano honesto puede decir en verdad: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Ro. 7:18).
En él mismo, es decir, en lo que queda de su ser carnal, un cristiano no es más santo o más libre de pecado de lo que era antes de la salvación.
DAVID
Probablemente muchos años después de convertirse en un creyente, David oró: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (Sal. 51:1-3).
La traducción en la Nueva Versión Internacional del versículo 5 de ese salmo ofrece una útil elucidación: “Yo sé que soy malo de nacimiento; pecador me concibió mi madre”.
David entendió bien la verdad que el apóstol Juan proclamaría más tarde a los creyentes: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Jn. 1:8-10).
Fue en ese espíritu humilde que Isaías, aunque era un profeta de Dios, confesó al estar de pie ante el trono celestial: “[Soy un] hombre inmundo de labios” (Is. 6:5).
Al igual que Isaías, entre más se acerca un cristiano a Dios, puede percibir con mayor claridad la santidad del Señor por un lado y su propia pecaminosidad por el otro.
El comentarista C. E. B. Cranfield observó: “Entre mayor es la seriedad con que un cristiano se empeña en vivir con base en la gracia y someterse a la disciplina del evangelio, más sensible se torna en cuanto al hecho de que incluso sus mejores actos y actividades son desfigurados por el egoísmo que sigue teniendo fuerza en su interior, y el cual no deja de ser un mal porque se disfrace ahora más sutilmente que en su vida vieja” (A Critical and Exegetical Commentary on the Epistle to the Romans Edinburgh: T & T Clark, 1975], 1:358).
Thomas Scott, un predicador evangélico de la iglesia anglicana a finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve, escribió que cuando un creyente “compara sus logros actuales con la espiritualidad de la ley, y con su propio deseo e intención de obedecerla, se da cuenta de que sigue siendo carnal a un alto grado en el estado de su mente, y que continúa bajo el poder de las propensiones a la maldad, de las cuales (como si fuera un hombre vendido para ser esclavo) no puede emanciparse por completo a sí mismo. Él es carnal en proporción exacta al grado en que se aleja de una conformidad perfecta a la ley de Dios” (citado por Geoffrey B. Wilson en Romans: A Digest of Reformed Comment [Londres: Banner of Truth, 1969], p. 121).
El pecado es tan perverso y poderoso, que incluso se aferra a una persona redimida y contamina su vida diaria frustrando así su deseo interno de obedecer la voluntad de Dios.
LA PRUEBA
Romanos 7:15 RVR60
15 Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.
La prueba que Pablo presenta para demostrar que el pecado seguía morando en él se basa en la realidad de su situación: lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.
Ginōskō (entiendo) tiene el significado básico de adquirir conocimiento con relación a algo o alguien, un conocimiento que va más allá de los hechos concretos. Por extensión, el término se empleaba con frecuencia para aludir a la relación especial entre la persona que conoce y el objeto de conocimiento. Se empleaba normalmente para referirse a la relación íntima entre esposo y esposa, y entre Dios y su pueblo. Pablo utiliza el término en ese sentido para representar la relación entre la persona salva y el Salvador. “Mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo es que os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos, a los cuales os queréis volver a esclavizar?” (Gá. 4:9). Por vía de una extensión adicional, la palabra se utilizaba en el sentido de aprobar o aceptar algo o a alguien. “Pero si alguno ama a Dios”, dice Pablo, “es conocido [aceptado] por él” (1 Co. 8:3).
Ese parece ser el significado de la palabra aquí, y es compatible con la segunda mitad de la frase. Pablo se encontró a sí mismo haciendo cosas que no aprobaba. No era que él fuese incapaz de hacer una cosa buena en particular, sino que cuando vio la plenitud y grandeza de la ley de Dios, no fue capaz de responder por completo a la altura de sus demandas perfectas.
No era que él nunca pudiera hacer cualquier cosa buena en absoluto, ni que fuese incapaz de obedecer fielmente a Dios. El apóstol más bien estaba expresando un conflicto interno del tipo más profundo que existe, en el que su deseo sincero y de todo corazón era cumplir el espíritu así como la letra de la ley (ROMANOS 7:6 ), pero dándose cuenta de que era incapaz de vivir a la altura de las normas perfectas del Señor y del propio deseo de su corazón.
No era la conciencia de Pablo lo que le estaba perturbando a causa de algún pecado no perdonado o de una vacilación pecaminosa en seguir al Señor. Era su hombre interno, creado de nuevo a semejanza de Cristo y habitado por su Espíritu, el que ahora podía ver algo de la santidad, la bondad y la gloria verdaderas de la ley de Dios, y se sentía afligido con la más mínima infracción o insuficiencia en su cumplimiento personal de esa ley perfecta.
En un contraste rotundo frente a la satisfacción individual que tenía antes de su conversión, cuando se consideraba a sí mismo libre de culpa ante la ley de Dios (Fil. 3:6), ahora Pablo se daba cuenta de cuán lejos estaba su vida de la ley perfecta de Dios, aun siendo él un creyente lleno del Espíritu y un apóstol de Jesucristo.
Ese espíritu de humilde contrición es una marca de todo discípulo espiritual de Cristo que clama: “Señor, no puedo ser todo lo que tú quieres que yo esa, soy incapaz de cumplir del todo tu ley perfecta, santa y gloriosa”.
En medio de una gran frustración y tristeza, el creyente confiesa con Pablo, no hago lo que quiero.
LA FUENTE
Romanos 7:16–17 RVR60
16 Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. 17 De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.
Ahora Pablo trata con la razón, o la fuente de su incapacidad para cumplir la ley a perfección, y empieza con una sólida defensa del estándar divino. “Sin importar cuál sea la razón por la cual lo que no quiero, esto hago”, dice él, “esto no es culpa de la ley. Yo estoy de acuerdo con la ley en todos sus detalles. Mi nuevo hombre, la nueva criatura donde ha sido implantada la semilla eterna e incorruptible de Dios, lo confiesa de todo corazón y por esta razón yo apruebo que la ley es buena. En mi ser redimido yo anhelo con toda sinceridad honrar la ley y cumplirla a perfección”
Todo cristiano verdadero tiene en su corazón una percepción consciente de la excelencia de la ley de Dios, y entre más vaya madurando en Cristo, mayor será su nivel de percepción y enaltecimiento de la bondad, la santidad y la gloria de la ley. Entre más profundo sea su compromiso con el Espíritu Santo para la dirección de su vida, su amor por el Señor Jesucristo será cada vez más profundo, su percepción de la santidad y la majestad de Dios será más profunda, y tanto mayor será su anhelo de cumplir cabalmente la ley de Dios.
Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Cuál es la fuente de nuestro fracaso en vivir conforme a las normas de Dios y a nuestros propios deseos internos de perfección?De manera que ya no soy yo quien hace aquello”, explica Pablo, “sino el pecado que mora en mí”.
Pablo no estaba tratando de escapar de su responsabilidad personal. No estaba mezclando el evangelio puro con el dualismo filosófico griego que posteriormente invadió a la iglesia primitiva y sigue siendo popular en algunos círculos eclesiásticos de la actualidad. El apóstol no estaba enseñando que el mundo del espíritu es todo bondad y que el mundo físico es totalmente maligno, como la influyente filosofía gnóstica de su tiempo lo argumentaba. Los proponentes de esa escuela profana de pensamiento desarrollan de forma invariable una gran insensibilidad moral. Ellos justifican su pecado afirmando que es enteramente el producto de sus cuerpos físicos que de todas maneras van a ser destruidos, mientras que la persona interna y espiritual conserva su bondad innata y permanece intacta, sin que importe en absoluto lo que se haga con el cuerpo y sin que le toque rendir cuentas por ello.
El apóstol ya había confesado su propia complicidad con el pecado. “Yo soy carnal, vendido al pecado” (ROMANOS 7:14).
Si el cristiano interno “real” NO fuera responsable por el pecado en su vida, NO tendría razón para confesarlo ni necesidad de ser limpiado y perdonado de pecado.
Como se indicó arriba, Juan deja claro que una pretensión de no pecaminosidad hace a Dios mentiroso y constituye la prueba de que su Palabra no está en nosotros (1 Jn. 1:10). Un creyente verdadero está reconociendo y confesando continuamente su pecado (1 Juan1: 9).
A lo largo de este capítulo Pablo ha hablado en términos personales y no técnicos. No ha estado trazando precisas distinciones teológicas entre la vieja vida previa a la conversión de un creyente y su nueva vida en Cristo.
Ciertamente NO estaba enseñando que un cristiano tenga dos naturalezas o dos personalidades. Solamente existe una persona salvada, de la misma forma que antes de su salvación solamente había una persona perdida.
En el versículo Romanos 7:17 , sin embargo, Pablo se torna más técnico y opta por una mayor precisión teológica en su terminología. Se había dado un cambio radical en su vida, como ha ocurrido en la vida de todo creyente.
Ouketi (ya no) es un adverbio negativo de tiempo que indica un cambio completo y permanente. El nuevo yo de Pablo, su nuevo hombre interno, ya no aprueba el pecado que todavía trata de aferrarse a él por medio de la carne.
Mientras que antes de su conversión su ser interior aprobaba el pecado que él cometía, ahora su ser interior, un hombre interior completamente nuevo, lo desaprueba enérgicamente.
Él explica la razón para este cambio en su carta a los Gálatas: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20).
Después de la salvación, el pecado, como si fuera un gobernante depuesto y exiliado, ya no reina en la vida de una persona pero se las arregla para sobrevivir. Ya no reside en el ser interior más profundo de la persona, pero encuentra su habitáculo residual en su carne, en la humanidad no redimida que permanece con el creyente hasta su encuentro con el Señor en el arrebatamiento o en la muerte. “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gá. 5:17).
En esta vida, los cristianos son en cierto sentido como un artista sin destreza que contempla una bella escena que quiere retratar, pero su falta de talento le impide hacer justicia al panorama. La falla no es del paisaje o la escena, ni del lienzo, los pinceles o la pintura, sino del pintor. Por eso es que necesitamos pedir al maestro pintor, Jesucristo, que ponga su mano sobre la nuestra a fin de poder pintar los trazos que, con independencia de Él, nosotros nunca podríamos producir.
Jesús dijo: “Separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5). La única manera como podemos vivir en victoria es andar por el mismo Espíritu de Cristo y en su poder, a fin de no satisfacer “los deseos de la carne” (Gá. 5:16).
EL SEGUNDO LAMENTO
Romanos 7:18–20 RVR60
18 Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. 19 Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. 20 Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.
El segundo lamento sigue el mismo patrón del primero: la condición, la prueba, y la fuente.
LA CONDICIÓN
Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; (Ro 7:18a) A fin de que sus lectores no lo entiendan mal, el apóstol explica que el en quien no mora el bien no corresponde al mismo “Yo” que acaba de mencionar en el versículo anterior, el cual hacía referencia a su nueva naturaleza redimida e incorruptible, semejante a Cristo. La parte de su ser actual en la cual todavía mora el pecado es su carne, su vieja condición humana que todavía no ha sido completamente transformada.
Él señala de nuevo (Romanos 7: 5, 14) que la única residencia del pecado en la vida de un creyente es su carne, la parte de su humanidad que no ha sido redimida. Como se indicó arriba, la carne en sí misma no es pecaminosa, pero sigue estando sujeta al pecado y le facilita al pecado un reducto desde el cual opera en la vida de un creyente.
LA PRUEBA
(Romanos 7:18-1918 Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. 19 Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Pablo tenía un profundo deseo de hacer únicamente el bien. El querer hacer la voluntad de Dios era algo que estaba muy presente en su ser redimido. El mí empleado aquí no corresponde al mí de la primera mitad de este versículo sino al yo del versículo 17. Sin embargo, desafortunadamente el hacerlo (el bien) que su corazón deseaba no estaba presente en su vida. Dicho de otro modo, Pablo expresó esta verdad de manera muy concreta y sencilla: Porque el bien que deseo hacer, no lo hago.
Como se advirtió en relación al versículo Romanos 7:15 , Pablo NO está diciendo que él fuera totalmente incapaz de hacer cualquier tipo de cosa buena y aceptable. Él está diciendo que era incapaz de cumplir cabalmente los requisitos de la santa ley de Dios. No que ... ya sea perfecto”, le explicó a la iglesia en Filipos; “sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:12-14).
A medida que un creyente crece en su vida espiritual, será inevitable que tenga un odio incrementado hacia el pecado y un amor creciente por la justicia.
A medida que se incrementa el deseo por la santidad, también lo hará la sensibilidad y la antipatía hacia el pecado.
El otro lado de la situación problemática, dice Pablo, es que no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. De nuevo, es importante entender que esta gran lucha interna con el pecado NO es experimentada por el creyente inmaduro y sin el suficiente desarrollo espiritual, sino por el hombre de Dios que ya ha madurado en la vida cristiana, como era el caso de Pablo.
David fue un hombre conforme al corazón de Dios (1 S. 13:14) y fue honrado por el hecho de que el Mesías mismo fue llamado el hijo de David. Sin embargo, ningún santo del Antiguo Testamento parece haber sido un peor pecador ni fue más consciente de su propio pecado que David. De manera especial en los salmos penitenciales 32, 38 y 51, pero también en muchos otros salmos, David agonizó cada vez al confesar su pecado ante Dios. Él estaba tan cerca al corazón de Dios que el pecado más ínfimo en su vida le acechaba como la ofensa más grave que podía existir.
LA FUENTE
Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. (Romanos 7:20 )
Pablo repite lo que dijo en los versículos 16-17, con una pequeña variación. Si hago lo que no quiero, argumenta el apóstol con una lógica simple, entonces se sigue que ya no lo hago yo. El apóstol usa de nuevo la frase ya no, refiriéndose al tiempo antes de su conversión. Antes de la salvación, era el yo interno el que estaba de acuerdo con el pecado. Una persona no salva no puede decir francamente que no lo está haciendo, puesto que no tiene un “ya no” moral o espiritual.
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EL TERCER LAMENTO
Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. (Rom 7:21-23) El tercer lamento es muy semejante a los dos primeros, tanto en substancia como en orden.
LA CONDICIÓN
Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. (Rom 7:21)
La presencia continua del mal en la vida de un creyente es tan universal que Pablo no se refiere a ella como una cosa excepcional sino como una realidad tan común que se le puede asignar el nombre de principio o ley espiritual operativo. El pecado residual batalla en contra de todo el bien que el creyente desea hacer, en contra de todo buen pensamiento, toda buena intención, todo buen motivo, toda buena palabra, toda buena obra.
El Señor advirtió a Caín cuando se enojó porque el sacrificio de Abel fue aceptado y el suyo no: “El pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él” (Gn. 4:7). El pecado sigue estando a la puerta, incluso en la vida de los creyentes, con el fin de llevar a las personas a la desobediencia.
LA PRUEBA
Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, (Rom 7:22-23 )
La primera parte de la prueba que Pablo da de que el pecado ya no es su amo y que sin lugar a dudas ha sido redimido por Dios y creado de nuevo en la semejanza de Cristo, consiste en que él se encuentra en capacidad de decir: según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios. En otras palabras, el hombre interior justificado del apóstol está del lado de la ley de Dios y ya no está en el lado del pecado, como es el caso cierto de las personas no salvas.
El Salmo 119 ofrece muchos paralelos asombrosos frente a Romanos 7. Una y otra vez de diversas maneras, el salmista alaba y exalta al Señor y su Palabra: “Me he gozado en el camino de tus testimonios más que de toda riqueza” (v. 14), “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado” (v. 47), “Tu ley es mi delicia” (v. 77), “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (v. 105), y “Sumamente pura es tu palabra, y la ama tu siervo” (v. 140). Siempre ha sido cierto para la persona piadosa: “que en la ley de Jehová está su delicia” (Sal. 1:2).
El hombre interior de Pablo, en lo más profundo de su persona redimida y en el fondo de su corazón, tiene hambre y sed de la justicia de Dios (véase Mt. 5:6), y busca primero su reino y su justicia (véase Mt. 6:33). “Aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando”, dijo Pablo a los creyentes corintios, “el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Co. 4:16). Él oraba pidiendo que los cristianos en Éfeso fueran “fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Ef. 3:16).
La segunda parte de la prueba que Pablo presenta de que el pecado ya no es su amo y que él sin duda ha sido redimido por Dios y hecho conforme a la semejanza de Cristo, involucra un principio correspondiente pero opuesto (cp. v. 21), otra ley que no opera en la persona interna sino en los miembros del cuerpo del creyente, esto es, en su humanidad no redimida y todavía pecaminosa.
Ese principio opuesto se rebela de manera continua en contra la ley de la mente del creyente. Aquí el término mente corresponde al hombre interior redimido acerca del cual Pablo ha venido hablando. Pablo no está estableciendo una dicotomía entre la mente y el cuerpo sino que está contrastando el hombre redimido o la “nueva criatura” redimida (cp. 2 Co. 5:17), con la “carne” (Ro. 7:25), ese remanente del viejo hombre que permanecerá con cada creyente hasta que recibamos nuestro cuerpo glorificado (8:23). Pablo no está diciendo que su mente sea siempre espiritual y que su cuerpo sea siempre pecaminoso. De hecho, él confiesa que trágicamente, el principio carnal menoscaba la ley de su mente y le hace temporalmente cautivo a la ley del pecado que está en sus miembros.
Como Pablo pasa a explicar en el capítulo siguiente, lo que él acaba de decir acerca de sí mismo no podría aplicarse a un incrédulo, quien tanto en su mente como en su carne tiene únicamente “enemistad contra Dios” (Ro. 8:7). Los incrédulos no quieren agradar a Dios y no le podrían agradar aun si quisieran hacerlo (v. 8). El Salmo 119 también presenta un paralelo con Romanos 7 por el lado negativo, con relación a la lucha constante del creyente con el pecado que tanto aborrece y del cual anhela verse librado. Como los creyentes de todas las épocas, el salmista en ocasiones se ve plagado por las fuerzas del mal y gente mala que son enemigos de Dios y de su propio ser interior. “quebrantada está mi alma de desear tus juicios en todo tiempo” (v. 40), se lamentaba, “abatida hasta el polvo está mi alma” (v. 25), y “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos” (v. 71). En repetidas ocasiones él ruega a Dios que lo vivifique (vv. 25, 88, 107, 149, 154). Con la profunda humildad que caracteriza a todo creyente maduro, el escritor termina confesando: “Yo anduve errante como oveja extraviada; busca a tu siervo, porque no me he olvidado de tus mandamientos” (v. 176).
LA FUENTE
y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. (Romanos 7:23)
Como Pablo ya ha mencionado en la primera parte de este versículo, la fuente de su pecado ya no es el hombre interior, que ya ha sido redimido y está siendo santificado. Como todos los creyentes mientras se encuentren en esta vida terrenal, Pablo en algunas ocasiones se encontraba como un cautivo a la ley del pecado, el principio de que el mal todavía estaba presente en él (7:21); pero ahora el pecado estaba únicamente en los miembros de su cuerpo, en su viejo hombre (Ef. 4:22) que todavía estaba “muerto a causa del pecado” (Ro. 8:10).
No es que la salvación de Pablo fuera imperfecta o deficiente en algún sentido. Desde el momento en que recibe a Jesucristo como Señor y Salvador, el creyente es aceptado completamente por Dios y está listo para encontrarse con Él, pero mientras permanezca en su cuerpo mortal, en su vieja condición humana no redimida, sigue estando sujeto a la tentación y al pecado. “Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne”, explicó Pablo a los cristianos corintios (la mayoría de los cuales eran inmaduros espiritualmente y seguían siendo muy carnales); “porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas” (2 Co. 10:3-4). En otras palabras, aunque un cristiano no puede evitar vivir en la carne, puede y debe evitar andar según la carne en sus hábitos pecaminosos.
EL LAMENTO FINAL
¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado. (Rom 7:24-25)
El lamento final de Pablo es todavía más intenso que los demás. Él clama con angustia y frustración absolutas: ¡Miserable de mí! Debido a que esta persona se describe a sí misma en términos tan negativos, muchos comentaristas creen que no pudo estar hablando como un cristiano, mucho menos como un apóstol. Si Pablo estaba hablando de él mismo, argumentan ellos, debió haber estado hablando acerca de su condición previa a la conversión.
Por otro lado, el comentarista escocés Robert Haldane observó con sabiduría que los hombres se perciben a sí mismos como pecadores en proporción directa al grado en que han descubierto previamente la santidad de Dios y de su ley. En uno de sus salmos penitenciales, David expresó la gran angustia que tenía en el alma, a causa de no ser todo lo que él sabía que el Señor quería que fuese: “Jehová, no me reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira. Porque tus saetas cayeron sobre mí, y sobre mí ha descendido tu mano. Nada hay sano en mi carne, a causa de tu ira; ni hay paz en mis huesos, a causa de mi pecado. Porque mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí” (Sal. 38:1-4).
Otro salmista expresó gran tristeza por su pecado en palabras que solamente una persona que conoce y ama a Dios podría decir en oración: “De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. Jah, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado. Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado” (Sal. 130:1-5).
Pablo pasa a continuación a hacer una pregunta cuya respuesta conoce muy bien: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Él deja en claro de nuevo que la causa de su frustración y tormento es el cuerpo de muerte en el que tenía que vivir temporalmente. Es únicamente el cuerpo de un creyente lo que sigue estando sujeto al pecado y a la muerte.
Rhuomai (librará) tiene la idea básica de rescatar de peligro y se empleaba para aludir a un soldado que iba hasta el lugar donde se encontraba un camarada herido en el campo de batalla, para luego llevarlo como fuera hasta un lugar seguro. Pablo anhelaba que llegara el día en que él habría de ser rescatado de este último vestigio de su vieja carne no redimida y pecaminosa.
Se ha informado que cerca de Tarso, donde nació Pablo (Hch. 22:3), cierta tribu antigua sentenció a algunos homicidas condenados a una ejecución muy horrenda. El cadáver de la persona asesinada fue atado con firmeza al cuerpo del asesino y se dejó allí hasta que el asesino mismo murió. En pocos días, que sin duda alguna parecieron una eternidad para el hombre sentenciado, la putrefacción de la persona a quien había asesinado le infectó y terminó matándole. Tal vez Pablo tenía en mente una tortura de esa clase cuando expresó su anhelo ferviente de ser librado de este cuerpo de muerte.
Sin titubear, el apóstol testifica sobre la certeza de su rescate futuro y da gracias a su Señor incluso antes de ser hecho libre. Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro, dice el apóstol con el gozo más grande. Más adelante en la epístola también testifica de esta certidumbre al decir: “Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comprables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18). Por frustrante y dolorosa que pueda ser la lucha presente de un creyente con el pecado, esa situación problemática temporal y terrenal no es nada comparada con la gloria eterna que le espera en el cielo.
Puesto que los cristianos pueden saborear algo de la justicia y la gloria de Dios mientras siguen estando en la tierra, su anhelo por el cielo es todavía más fuerte. “Nosotros mismos”, dice Pablo, “que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:23; cp. 2 Corintios. 5:4). En aquel día grandioso, aun nuestro cuerpo corruptible será redimido y hecho incorruptible. “En un momento, en un abrir y cerrar de ojos”, nos asegura Pablo, “los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad ... El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:52-53, 56-57).
Sin embargo, el énfasis primordial de Pablo en el presente pasaje no se hace en la liberación futura del creyente con respecto a la presencia del pecado, sino en el conflicto con el pecado que atormenta a todo hijo de Dios que tiene la suficiente sensibilidad espiritual para ser afligido por esa realidad. Por lo tanto, él termina con una síntesis de los dos lados de esa lucha terrible: Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.
En el poema Maud (x. 5), uno de los personajes de Tennyson clama suspirando: “Oh, si un nuevo hombre se levantara dentro de mí, ¡para que el hombre que ahora soy dejara de existir!” El cristiano puede decir que en su interior ya se ha levantado un nuevo hombre, pero también debe confesar que la parte pecaminosa de su viejo hombre todavía no ha dejado de existir.
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