La persona y obra del Espíritu Santo
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· 675 viewsLa persona y obra del Espíritu Santo. La dispensación del Espíritu Santo.
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El Espíritu Santo es el Administrador de la redención de Cristo.
El Espíritu Santo es el Administrador de la redención de Cristo.
Así como el Hijo encarnado es el Redentor de la humanidad en virtud de su obra expiatoria, de la misma manera el Espíritu Santo es el Administrador de esa redención.
Existen 4 propuestas respecto a la revelación del Espíritu Santo:
El Espíritu Santo es una persona. Por lo tanto, es la tercera persona de la Trinidad.
El Espíritu Santo se ha revelado progresivamente a la iglesia. El Espíritu Santo no se pudo revelar plenamente sino hasta después de la encarnación.
El Espíritu Santo no podría venir como administrador de la obra expiatoria de Cristo hasta que completara su ministerio terrenal.
El Espíritu Santo como persona se reveló plenamente en Pentecostés. Es por ello, que podemos considerar al Pentecostés como el día de la inauguración del Espíritu Santo, cuando Él vino personalmente como Abogado de la iglesia (el Paráclito o Consolador).
Por lo tanto amados hermanos, como dice el Credo del 369 d.C.: “De ninguna manera hemos de separar al Espíritu Santo, sino adorarlo, juntamente con el Padre y el Hijo, como perfecto en todo, en poder, honor, majestad y deidad”.
El Espíritu Santo como Persona. El Espíritu Santo no es un poder impersonal, sino una persona real con su propia personalidad.
El Espíritu no es un mero poder ni una expresión figurada de la energía divina, como lo pretenden, por ejemplo, los antitrinitarios. La Escritura le atribuye una personalidad distintiva, como también sucede con el Padre y con el Hijo. El Espíritu piensa, conoce el lenguaje, tiene voluntad. Se le puede tratar como una persona: se le puede mentir, se le puede probar, se le puede resistir, se le puede contristar, se le puede afrentar. Por otra parte también enseña, testifica, convence, conduce, entiende, habla, anuncia.
El Espíritu Santo en su dispensación preparatoria. Desde el inicio estuvo en acción tanto en la creación como en la providencia. Es el Espíritu quien se movía sobre las aguas y puso orden y belleza en el caos; y es el Espíritu quien sopló en el rostro del ser humano y lo convirtió en alma viviente. Él ha sido el agente en la producción de toda vida, y por anticipación profética es el Señor y Dador de vida.
El Espíritu, al igual que el Hijo, fue la promesa del Padre, y esto se dio de manera doble. Es decir, el Espíritu se concede como cumplimiento de la promesa y se concede también como arras (anticipo) de una promesa aún no cumplida.
La promesa perfecta del Padre fue el don del Espíritu Santo en Pentecostés.
Por otro lado, la obra del Espíritu Santo en su relación con la humanidad después de la caída asume cuatro formas principales.
Consiste en la lucha directa del Espíritu con la conciencia de los seres humanos, de una manera puramente personal y privada. Abel cedió a estas luchas y ofreció el sacrificio de fe, y por ello obtuvo el testimonio de que era justo. La maldad de los seres humanos aumentó la condenación de Dios, hasta el tiempo del diluvio y se expresó en estas palabras temibles: “No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; pero vivirá ciento veinte años” (Gn. 6:3). La familia de Noé vinculó al antiguo mundo con el nuevo, y el Espíritu continuó su lucha aun bajo las condiciones nuevas y menos degeneradas.
Se dio la operación del Espíritu mediante la familia. Dios hizo promesas a Abraham y a su simiente (Gl. 3:16). Abraham vio hacia adelante a la “Ciudad de Dios” (He. 11:8-10). La familia constituye un nuevo orden, una nueva localidad para las comunicaciones del Espíritu, e implica una influencia más definida sobre la raza. El éxito del Espíritu en la Familia Electa. La familia llamada fue la ecclesia o la iglesia en germen; y por ello el primer inicio histórico de una comunidad religiosa.
El Espíritu en la concesión de la ley. La ley moral dentro de la naturaleza del ser humano demandaba un estímulo objetivo para revivir sus operaciones y expresarla de una manera más clara. En el proceso de la historia, la luz interior se volvió débil y variable, y la Familia Electa se esclavizó y degradó. Por ello, Dios envió a Moisés para liberar a su pueblo de la esclavitud social y darles la guía de una ley escrita para colaborar con el trabajo interior de la conciencia, que ya no más operaba con fuerza y precisión. Esta ley fue moral, ceremonial y judicial.
Dios concedió la ley mediante su voz desde el cielo, el pecado no sólo se halla en conflicto con el sentido de justicia interior; sino también con la externa de la ley. El sentido de pecado del ser humano se ha entorpecido, Dios le dio en la ley una copia escrita de su propia naturaleza moral.
El Espíritu en la voz de los profetas, “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2P 1:21). La ley fue un instrumento fijo, al cual las personas pronto comenzaron a darle mayor atención a sus formas externas que a su espíritu interno.
El orden profético marcó un avance distinto al apelar a la ley, al aportar una literatura devocional y especialmente al dirigir la atención de los seres humanos al Redentor prometido. El orden llegó a ser permanente sólo en Cristo a quien señalaban todos los profetas y en quien se cumplieron todas las profecías (Lc. 1:70).
El Espíritu Santo y la encarnación. El Espíritu Santo llevó a cabo la encarnación. El misterio de la encarnación hizo posible la revelación del Espíritu Santo como la tercera persona de la Trinidad. El Espíritu Santo jamás se había revelado como un agente personal distinto. Jamás se le había mencionado antes por su nombre propio. Solo cuando Cristo había sido glorificado plenamente a la diestra del Padre pudo el Espíritu Santo venir en la plenitud de su gloria pentecostal.
El Espíritu Santo y el ministerio terrenal de Jesús. El Hijo no actuó solo mediante su humanidad. Esta humanidad también fue el templo del Espíritu Santo, que Dios le dio sin medida (Jn. 3:34). Cualquier cosa que perteneciera al Hijo en la encarnación como Representante de la deidad, fue acción de su propio Espíritu como Hijo; cualquier cosa que le perteneciera como representante del ser humano se hallaba bajo la dirección inmediata del Espíritu Santo.
Cristo era teantrópico o el Dios-hombre, hecho a semejanza de sus hermanos para llegar a ser misericordioso y fiel Sumo Sacerdote (He. 2:17); así el Espíritu Santo, que lo guió o sostuvo en cada una de las experiencias de su vida terrenal, se convirtió en un sentido peculiar en el Espíritu del Cristo encarnado.
El Hijo fue perfeccionado oficialmente para su ministerio como mediador mediante el sufrimiento (He. 2:10-13), así el Espíritu Santo llegó a ser el Agente preparado, que como Espíritu de Cristo fue capaz de afianzar la totalidad del ser del hombre “desde sus mismas raíces”.
El fue restaurado a su plena gloria que Él había tenido con el Padre antes que fuera el mundo (Jn. 17:5). Él recibió allí del Padre la promesa del Espíritu Santo; y por un reverso extraño, quien había sido presidido por el Espíritu durante su humillación, ahora en su exaltación llega a ser el Dador del mismo Espíritu a la iglesia (Hch. 2:33).
Es el Consolador o Paráclito, es el Espíritu de verdad. Él no hablará de lo suyo durante la era pentecostal, sino que glorificará sólo al Hijo, pues tomará las cosas de Cristo y las dará a conocer a la iglesia. Así como el Hijo vino a revelar al Padre, así el Espíritu Santo llega a revelar al Hijo.
La dispensación del Espíritu Santo
La dispensación del Espíritu Santo
El Pentecostés registra una nueva dispensación de la gracia, y precisamente la del Espíritu Santo.
Esta nueva economía (dispensación), no debe entenderse en ningún sentido como que viene a remplazar la obra de Cristo, sino más bien que administra y la completa.
Así como el Hijo reveló al Padre, así el Espíritu revela al Hijo y lo glorifica. “Nadie puede exclamar: ¡Jesús es el Señor!, sino por el Espíritu Santo (1 Corintios 12:3). El Espíritu Santo es el agente de Cristo, que lo representa en la salvación del alma individual, en la formación de la iglesia y en el poder del testimonio de la iglesia al mundo. Éste es el significado de la promesa: “No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros” (Jn. 14:18).
Así como en el Antiguo Testamento la pascua marcó la liberación de Israel de la esclavitud egipcia, y el Pentecostés celebraba el don de la ley cincuenta días después; así el Nuevo Testamento Cristo nuestra pascua fue sacrificada por nosotros, y el Pentecostés que le siguió marcó el inicio de una dispensación de la ley interna (He. 8:10; 10:16). El Don pentecostal fue el don de una Persona - el Paráclito o Consolador. Jesús prometió este don a sus discípulos como el agente mediante el cual Él continuaría su oficio y obra de una manera nueva y efectiva.
Las funciones del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es a la vez don y Dador. Él es el don del Cristo glorificado a la iglesia, y permanece dentro de ella como la Presencia que crea e imparte energía. Este centro de vida, luz y amor es el Paráclito o el Consolador constante. Después de su instalación en Pentecostés, el Espíritu Santo se convierte en el Ejecutivo de la deidad en la tierra.
El Espíritu Santo ahora es el Agente tanto del Padre como del Hijo, en quien pusieron su residencia (Juan 14:33), y por cuyo medio los seres humanos tienen acceso a Dios. El Hijo es el Abogado a la diestra del Padre; así el Espíritu Santo es el Abogado dentro de la iglesia.
El Espíritu Santo como Dador o Administrador de la redención ministra en dos campos distintos, pero relacionados el del fruto del Espíritu y el de los dones del Espíritu.
El fruto del Espíritu es la comunicación de las gracias que fluyen de la naturaleza divina al individuo, y logra resultados en el carácter y no en las cualidades para el servicio.
Pablo ofrece un catálogo de nueve gracias “una trinidad de trinidades” en el siguiente orden: (1) en relación con Dios: el amor, el gozo y la paz; (2) en relación con los demás: longanimidad, benignidad y bondad; y (3) en relación con nosotros mismos: fidelidad, mansedumbre y templanza (o auto-control).
El fruto es resultado del cultivo. Por lo tanto, las obras son el resultado del esfuerzo y de la lucha humana; así que el fruto es consecuencia de la permanencia del Espíritu.
Los dones del Espíritu son conocidos en la Escritura como carismata (χαρισµατα) o dones de la gracia. De ahí que exista una conexión interna entre las gracias y los dones en la administración del Espíritu. Los dones son medios y capacidades divinamente ordenados con los que Cristo dota a su iglesia para capacitarla a fin de que realice su tarea apropiadamente en la tierra.
Los dones del Espíritu deben distinguirse de los dones o talentos naturales, aunque se admite que existe una estrecha relación entre ellos.
La gracia aviva o acelera las facultades mentales, purifica los afectos y capacita a la voluntad para llenarla con nueva fuerza; y aun los dones del Espíritu trascienden incluso a las facultades humanas de los santificados.
La iglesia cuenta con una diversidad de dones. Pero no todos los miembros son dotados de manera similar.
Sin duda, el Espíritu toma en cuenta la habilidad de la naturaleza santificada y su capacidad para recibir y funcionar espiritualmente, pero el poder que capacita no es sólo un espíritu natural, es “el poder que obra en nosotros” (Efesios 1:19).
Así que amados hermanos, los dones del Espíritu son las dotaciones divinas sobre los miembros individuales que determinan sus funciones en el cuerpo de Cristo. Y los dones del Espíritu se ejercitan en armonía con el cuerpo de Cristo y no independientemente de él. Los verdaderos dones del Espíritu se ejercitan como funciones de un solo cuerpo, y bajo la administración de un solo Señor y Cabeza. Los dones del Espíritu son esenciales para el progreso espiritual de la iglesia.
Los dones amados hermanos, del Espíritu Santo están siempre latentes en la iglesia. No cesaron con los apóstoles, sino que están disponibles para la iglesia en cada generación.
La función soteriológica del Espíritu Santo. El Espíritu en la obra de salvación; lo podemos clasificar bajo dos encabezamientos generales, el Espíritu Santo como “el Señor y Dador de vida” y el Espíritu Santo como “la Presencia santificadora”.
El “nacimiento del Espíritu” o la experiencia inicial de salvación forma parte de la primera; el “bautismo con el Espíritu” forma parte de la última –una obra subsecuente por cuyo medio se santifica el alma.
A ésta se le conoce como la entera santificación, como lo establece nuestro credo en el artículo X: “Se obra por el bautismo con el Espíritu Santo y encierra en una sola experiencia la limpieza del corazón de pecado, y la presencia real y permanente del Espíritu Santo, dando al creyente el poder necesario para llevar una vida santa y servicial” (Artículo X).
Una triple operación del Espíritu en una sola experiencia del creyente: el bautismo, que en un sentido estricto hace referencia al acto de purificación o de hacer santo; la unción, o el Espíritu morador en su función de otorgar poder para la vida y el servicio; y el sello o la Presencia moradora misma en su capacidad de dar testimonio.
Por tanto, cuando hablamos del nacimiento, del bautismo, de la unción y del sello, como cuatro actos administrativos o funciones del Espíritu, nos estamos refiriendo a las dos obras de gracia.
Es decir; la primer obra de gracia, entendemos que hacen referencia al nacimiento del Espíritu como la donación de vida en la experiencia inicial de salvación, una experiencia que trae consigo la regeneración, la justificación y la adopción del creyente.
La segunda obra de gracia, y esta el Espíritu Santo como santificador, bajo los tres aspectos de el bautismo; la unción y el sello, una experiencia que conocemos como la “perfección cristiana” o la “entera santificación”.
Explicando un poco más sobre estos 4 actos administrativos o funciones del Espíritu Santo, en la obra de la salvación, tenemos lo siguiente:
El nacimiento del Espíritu es la impartición de vida divina al alma. No sólo es una reconstrucción o trabajo sobre la vida vieja; es la impartición al alma o la implantación dentro del alma de la nueva vida del Espíritu. Por tanto, es un “nacimiento de arriba”. Así como el nacimiento natural es una transición de la vida fetal a una vida plenamente individualizada, así el Espíritu Santo infunde vida en las almas muertas en delitos y pecados, y por ello las traslada como individuos distintos al reino espiritual. Estos individuos son hijos de Dios. A ellos se les concede el Espíritu de adopción por cuyo medio ellos son constituidos herederos de Dios y coherederos con Cristo (Romanos 8:15-17). Aunque el hijo de Dios como individuo posee vida en Cristo, también existe en él la “mente carnal” o el pecado innato, y esto impide que participe plenamente de los privilegios en Cristo del Nuevo Testamento. Jesús como “Cordero de Dios” vino a quitar “el pecado del mundo”. Por tanto, debe haber una purificación del pecado. Hasta entonces él “en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo, sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre” (Gálatas 4:1, 2). Es un heredero, pero todavía no ha participado de la herencia. El tiempo señalado del Padre es la hora de sumisión al bautismo de Jesús –el bautismo con el Espíritu Santo que purifica el corazón de todo pecado.11 Con la limpieza del corazón del pecado innato, se le permite al hijo participar plenamente de los privilegios del Nuevo Pacto; por medio de este bautismo él entra en la “plenitud de las bendiciones del evangelio de Cristo” (Romanos 15:29).
El bautismo con el Espíritu, es la instalación de los individuos nacidos de nuevo en los plenos privilegios del Nuevo Pacto. “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré’, y añade: ‘Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones’, pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado” (Hebreos 10:16-18). Están involucrados tanto el aspecto individual como el social de la personalidad. Así como cada individuo participa de una naturaleza común con los demás por medio del nacimiento natural, y por tanto llega a ser miembro de una raza de personas interrelacionadas; así también el individuo nacido del Espíritu tiene una nueva naturaleza que demanda un nuevo organismo espiritual como base del compañerismo santo.
El bautismo con el Espíritu, debe entenderse como la muerte a la naturaleza carnal, y como la plenitud de la vida en el Espíritu.
Por lo tanto amados hermanos, comprendamos que la entera santificación es el resultado del bautismo del Espíritu, pues es la limpieza de pecado y la plena y total consagración a Dios.
La unción con el Espíritu, se considera como la concesión (otorgamiento) de autoridad y poder. La fase positiva del Espíritu residente como “la llenura de poder de los creyentes para la vida y el servicio”. La purificación del pecado es preparación a la consagración plena del alma a Dios. Pero esta consagración no es sólo energía humana ejercitada hacia Dios. Es el poder incrustado del Espíritu Santo –la operación del Consolador permanente que habita dentro del corazón santo.
Aunque se registra que Juan bautizó a Jesús con agua, no se establece que Él fue bautizado con el Espíritu Santo. Esto es significativo. La razón es sencilla –el bautismo implica limpieza y Jesús no tenía pecado que limpiar; tampoco podría en este sentido ser lleno con el Espíritu, porque el Espíritu ya habitaba en Él sin medida.
Así como nos convertimos en hijos de Dios por la fe en Jesucristo, así también, debido a que somos hijos, Dios nos da el Espíritu Santo como la Presencia que nos santifica y llena de poder. Esta unción permanece en nosotros como Paráclito personal o Consolador, y por consecuencia está siempre presente para conferir autoridad y para suministrar el poder necesario para realizar todas las tareas divinamente encomendadas.
El sello con el Espíritu, es el sello de la propiedad y aprobación de Dios. Esta aprobación no es sólo una demanda de servicio de los santificados que involucraba la pertenencia, el sello de aprobación sobre ese servicio que se rinde mediante el Espíritu Santo. El sello es también la garantía de la plena redención del futuro. De ahí que el apóstol Pablo diga eso después “habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida,para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13, 14). El Espíritu Santo aquí no sólo es el Don prometido, sino el don de la promesa, que en conexión con las arras, es la garantía de la perfección futura. Las “arras” eran una porción de la herencia que se concedía por adelantado como un ejemplo y garantía de lo que se obtendría más tarde en su perfección –“porque si el primer fruto es santo, la totalidad también es santa” (Romanos 11:16).
El Espíritu Santo y el individuo. El Espíritu Santo llega a ser el intermediario entre Cristo y el alma humana. Por consiguiente, existen dos fuentes de vida en Cristo la plenitud del Espíritu y la naturaleza humana redimida de la cual el Espíritu es el mediador, y por cuyo medio Él se une personalmente con el alma individual.
Cristo pudo liberarse de la antigua raza con la que nació sólo por la muerte; y sólo por la resurrección de los muertos Él pudo establecer un pueblo nuevo, único y espiritual.
Cuando el ser humano consintió el pecado, Dios retiró la comunión de su presencia mediada por el Espíritu. Privado de la vida, sólo permaneció la corrupción y la impureza. Antes de la caída, el ser humano subsistía en la naturaleza humana santa; desde ese tiempo él subsiste en una naturaleza humana caída y depravada.
Cristo como Persona teantrópica aporta la fuente de vida tanto para la persona como para la raza. Toda vez que en Él la naturaleza humana se fundió en una unión vital con la divina, esta nueva vida se convierte en la administración del Espíritu Santo en el principio de regeneración respecto a la persona; y debido a que Cristo no sólo murió por el pecado, sino al pecado, su sangre derramada se convierte en el principio de santificación en lo que respecta a la naturaleza heredada de Adán.
El Espíritu Santo y la iglesia. El Pentecostés fue el nacimiento de la iglesia cristiana. Individuos redimidos por Cristo nuestra Pascua, El Espíritu Santo formó a la iglesia en Pentecostés. La concesión de la nueva ley escrita en los corazones y mentes de los redimidos completa este proceso.
El Espíritu Santo establece a los miembros en el cuerpo espiritual como el quiere, uniéndolos en un organismo único bajo Cristo su Cabeza viviente. Dios no crea a los seres humanos como un conjunto de almas aisladas, sino como una raza interrelacionada de individuos mutuamente dependientes; así también la intención de Cristo no es sólo la salvación del individuo, sino la edificación de un organismo espiritual de personas interrelacionadas y redimidas. Este nuevo organismo no destruye las relaciones naturales de la vida, sino que las eleva y glorifica.
El Espíritu Santo no sólo es el vínculo que une el alma humana con Cristo en una relación vital y santa, sino que Él constituye el vínculo común que une entre sí a los miembros del cuerpo, y a todos con su Cabeza viviente. El Espíritu es la vida del cuerpo, y desde la inauguración en Pentecostés, tiene su “sede” o asiento dentro de la iglesia.
Cristo es en virtud de su resurrección, un nuevo orden del ser, una humanidad santa, libre de toda mancha de pecado y contaminación. Esta nueva humanidad es el canal del descenso del Espíritu; y el velo desgarrado de la carne de Cristo constituye el nuevo y vivo camino a la presencia de Dios (Hebreos 10:19-22). Esta humanidad santa es la que llega a constituir el nexo en la vida corporativa de la iglesia.
El Espíritu Santo y el mundo. El Espíritu es el representante de Cristo ante el mundo. Pero debido a que el mundo no conoce al Espíritu Santo y no le puede recibir en la plenitud de su verdad dispensacional, por lo mismo, Cristo se ve limitado en sus operaciones a las etapas preliminares de la gracia. El Señor nos ofrece la naturaleza de esta obra en su discurso de despedida de la siguiente manera: “Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado y de justicia y de juicio: de pecado, porque no cree en mí; de justicia, porque yo voy a mi Padre, y vosotros ya no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado” (Juan 16:8-11). El pecado al que se hace referencia aquí es el rechazo formal de Jesucristo como Salvador; la justicia es su obra terminada de expiación como la única base de aceptación ante un Dios justo; en tanto que el juicio es el derrocamiento de Satán como príncipe de este mundo, y luego la separación final de los justos y de los malvados en el día final. Si el príncipe ha sido juzgado, entonces todos sus seguidores deben sufrir condenación.
La relación entre la iglesia y la eficiencia del Espíritu a través de la obra, halla su más elevada expresión en la gran comisión. Aquí el evangelio es la proclamación de la salvación, y conduce directamente a la vocación o llamado del Espíritu.