Más grande que mi aflicción
No hay nada imposible para Dios
INTRODUCCIÓN
UN AMIGO QUE DURA
Jn. 14:1.
Una señorita tenía un perro al que quería mucho; pero un día el animal enfermó y al poco tiempo murió.
La muchacha se puso muy triste; se sentía muy sola sin su perro; pero en eso llegó una amiga a quien ella amaba con todo su corazón, y en su compañía se sintió contenta; se consoló de la pérdida del perro que había sido su fiel guardián; pero la amiga contrajo una grave enfermedad que le costó la vida, y la aflicción de la muchacha fue tan grande que no hallaba consuelo.
Para distraerse un poco salía a su jardín donde tenía un rosal muy hermoso, pero para colmo de su tristeza notó que la planta estaba marchita y seca.
Entonces, casi con desesperación lloraba y se quejaba de su triste suerte diciendo: “Nada me dura; se murió mi perro fiel, mi amada amiga se fue al viaje de donde no se vuelve, y ahora mi bello rosal se ha secado.”
En una de tantas veces un señor que la oyó quejarse de su mala suerte le dijo: “Señorita, usted no conoce a Jesucristo, un amigo que nunca muere; en su compañía hay placeres que nunca se acaban.
Es verdad que todas las cosas de esta vida son pasajeras; pero las cosas del Señor Jesús duran para siempre.”
14Y él le mandó que no lo dijese a nadie; sino ve, le dijo, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación, según mandó Moisés, para testimonio a ellos. 15Pero su fama se extendía más y más; y se reunía mucha gente para oírle, y para que les sanase de sus enfermedades.
Recordamos las deplorables condiciones de hambre, enfermedad y muerte a que estuvieron sometidos los patriotas húngaros en los meses de octubre y noviembre de 1956, porque deseaban su libertad y porque el gobierno ruso los subyugó por la fuerza de las armas. Entonces miles y miles de húngaros lograron salir de su país y refugiarse en Austria. Como el gobierno y el pueblo austriacos, aunque muy hospitalarios, no podían sostener a todos los refugiados, entonces el gobierno y el pueblo de los Estados Unidos de América, Inglaterra, Argentina y otros países, por conducto de la Cruz Roja Internacional y de instituciones religiosas, enviaron dinero, medicinas, ropa y alimentos para los húngaros necesitados y los invitaron a refugiarse en sus respectivos países. Muchos pudieron llegar a esos países sin que les costara el transporte en aeroplano o en barco o en ferrocarril; recibieron facilidades para ser considerados como inmigrantes; y en las ciudades donde se establecieron recibieron demostraciones de simpatía y pronto consiguieron trabajo para sostenerse honrada y decentemente.