Sermón sin título (11)

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Siempre que las epístolas del Nuevo Testamento hablan de los dones espirituales,
el énfasis está en mostrarse amor los unos a los otros, nunca en la gratificación
propia o la autopromoción (Romanos 12; 1 Corintios 13). Como Pablo les
dijo a los corintios de manera precisa: «A cada uno le es dada la manifestación del
Espíritu para provecho» de los demás (1 Corintios 12.7). A pesar de que la señal de
los dones espectaculares no continuó más allá de la época fundacional de la iglesia
(un asunto que establecimos en los capítulos 5 al 8), los creyentes hoy están siendo
dotados por el Espíritu Santo con el propósito de edificar el cuerpo de Cristo
mediante los dones de la enseñanza, el liderazgo, la administración y otros. Al
ministrar a los demás, utilizando sus dones para edificar a la iglesia mediante el
poder del Espíritu, los creyentes se convierten en una influencia santificadora en
la vida de sus hermanos en Cristo (Efesios 4.11–13; Hebreos 10.24–25).
Andar en el Espíritu
El Nuevo Testamento describe la vida llena del Espíritu Santo mediante la analogía
de caminar en el Espíritu. Pablo lo expresó de esta manera en Gálatas 5.25: «Si
vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu». Así como caminar
requiere dar un paso a la vez, ser llenos del Espíritu consiste en vivir bajo el control
del Espíritu pensamiento a pensamiento, decisión a decisión. Los que están verdaderamente
llenos del Espíritu dan cada paso con él.
Una encuesta del Nuevo Testamento revela que, como creyentes, se nos manda
a caminar en novedad de vida, pureza, contentamiento, fe, buenas obras, una
manera digna del evangelio, amor, luz, sabiduría, de modo semejante a Cristo y en
la verdad.24 Sin embargo, para tener estas cualidades que caracterizan la forma de
caminar, primero tenemos que caminar en el Espíritu. Él es el que produce el
fruto de justicia en y a través de nosotros.
Tal como Pablo explicó: «Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de
la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra
la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (Gálatas
5.16–17). El concepto de andar se refiere al modo normal de vida de una
persona. Aquellos cuyas vidas se caracterizan por andar en la carne demuestran
que aún no son salvos. Por el contrario, los que andan en el Espíritu dan evidencia
de que pertenecen a Cristo.
En Romanos 8.2–4, el apóstol Pablo se refirió a este mismo tema: «Porque
la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y
de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por
la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa
del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese
en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al
Espíritu».
Debido a que el poder del pecado ha sido roto para los creyentes, ellos tienen
la capacidad de cumplir con la ley de Dios mediante el poder del Espíritu Santo.
Los que andan según el Espíritu son capaces de hacer las cosas que agradan a
Dios. El irredento, por el contrario, está enemistado con Dios y dominado por las
obras carnales (cp. vv. 5–9).
El Señor se deleita en la excelencia moral y espiritual de los que le pertenecen
(cp. Tito 2.14). Como Pablo dijo a los efesios: «Porque somos hechura suya, creados
en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para
que anduviésemos en ellas» (Efesios 2.10). Pedro reiteró esta verdad con las
siguientes palabras: «Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros
santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo
soy santo» (1 Pedro 1.15–16; cp. Hebreos 12.14). Después de haber sido regenerados
por la gracia aparte de las obras, los creyentes procuran seguir a Cristo (1 Tesalonicenses
1.6) y el Espíritu Santo les permite precisamente hacerlo. Por lo tanto,
es la profunda alegría de ellos que, mediante el poder del Espíritu, «renunciando a
la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente»
(Tito 2.12).
Por supuesto, esto no significa que los cristianos ya no lucharán más contra el
pecado y la tentación. Aunque hemos sido hechos nuevas criaturas en Cristo
(2 Corintios 5.17), todos los creyentes todavía batallamos contra la carne pecadora,
esa parte aún no redimida de nuestra humanidad caída que nos tienta a pecar.
La carne es el enemigo interno, el remanente del viejo hombre que pelea contra los
deseos piadosos y justos (Romanos 7.23). Ser presa de la carne es entristecer al
Espíritu Santo (Efesios 4.28–31).
Por el contrario, si los creyentes precisan obtener la victoria sobre los deseos
de su carne y crecer en santidad, deben actuar en el poder del Espíritu. Resulta
imperativo vestirse «de toda la armadura de Dios» (Efesios 6.11), incluyendo «la
espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (v. 17), con el fin de defenderse de
los fieros ataques del maligno y mortificar la carne. Como Pablo explica en Romanos
8.13–14: «Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios».
La única defensa del creyente contra el asalto constante del pecado es la protección
proporcionada por el Espíritu Santo, quien arma a sus santos con la verdad de
las Escrituras. Por otro lado, el poder individual del creyente para el crecimiento
espiritual está en la obra santificadora del Espíritu, mientras él hace crecer y fortalece
a su pueblo mediante la leche pura de la Palabra (1 Pedro 2.1–3; cp. Efesios 3.16).
Aunque la vida cristiana requiere disciplina espiritual personal (1 Timoteo 4.7), es
vital recordar que no podemos santificarnos a través de nuestros propios esfuerzos
(Gálatas 3.3; Filipenses 2.12–13). Fue el Espíritu Santo quien nos apartó del pecado
en el momento de la salvación (2 Tesalonicenses 2.13). Y a medida que nos sometemos
a su influencia cada día, nos da poder para lograr nuestra victoria sobre la carne.
Por lo tanto, andar en el Espíritu mediante la influencia intrínseca de la Palabra
es cumplir con la capacidad y el potencial supremos de nuestra vida en este
mundo como hijos de Dios.
Ser semejantes a la imagen de Cristo
Si queremos saber cómo es una vida llena del Espíritu, no necesitamos mirar más
allá de nuestro Señor Jesucristo. Él se destaca como el principal ejemplo de alguien
que actuó plena y perfectamente bajo el control del Espíritu.25 Durante el ministerio
terrenal de Jesús, el Espíritu fue su compañero inseparable. En su encarnación,
el Hijo de Dios se despojó voluntariamente, poniendo a un lado el uso independiente
de sus atributos divinos (Filipenses 2.7–8). Él se hizo carne y se sometió por
completo a la voluntad de su Padre y al poder del Espíritu Santo (cp. Juan 4.34).
Como les dijo a los líderes religiosos en Mateo 12.28: «Yo por el Espíritu de Dios
echo fuera los demonios». Sin embargo, ellos negaron la verdadera fuente de su
poder, insistiendo en que en realidad era Satanás el que estaba obrando por medio
de él. En respuesta, el Señor les advirtió que semejante blasfemia tiene consecuencias
eternas: «Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los
hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada» (v. 31). El
Espíritu Santo facultó tan evidentemente cada aspecto del ministerio de Jesús, que
negarlo como la fuente del poder de Cristo era cometer un pecado imperdonable,
muestra de un corazón duro y no arrepentido, lleno de incredulidad.
El Espíritu Santo estuvo activo en el nacimiento virginal, como el ángel
Gabriel le explicó a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será
llamado Hijo de Dios» (Lucas 1.35). El Espíritu estuvo activo en la tentación de
Jesús al llevarlo al desierto (Marcos 1.12) y en la preparación de Jesús para usar la
espada del Espíritu y defenderse de los ataques del diablo (Mateo 4.4, 7, 10). El
Espíritu estuvo activo en el lanzamiento del ministerio público de Jesús (Lucas
4.14), facultándolo para echar fuera demonios y hacer milagros de sanidad
(Hechos 10.38). Al final del ministerio de Jesús, el Espíritu Santo estuvo todavía
en acción, facultando al Cordero perfecto de Dios para soportar la cruz (Hebreos
9.14). Incluso después de la muerte de Cristo, el Espíritu estuvo íntimamente
involucrado en la resurrección de nuestro Señor (Romanos 8.11).
En todo momento, la vida de nuestro Señor estuvo bajo el poder del Espíritu
Santo. Jesucristo fue perfectamente lleno del Espíritu Santo, actuando siempre
bajo el control total del Espíritu. Su vida de obediencia absoluta y perfecta conformidad
a la voluntad del Padre es un testimonio del hecho de que nunca hubo un
tiempo en que no anduviera por el Espíritu. Por lo tanto, el Señor Jesús es el prototipo
perfecto de lo que significa vivir una vida llena del Espíritu: en plena obediencia
y en conformidad completa a la voluntad de Dios.26
¿Es de extrañar, entonces, que el Espíritu Santo trabaje activamente en los
corazones de sus santos para hacerlos semejantes a la imagen de Jesucristo? Para el
Espíritu es un gran deleite dar testimonio del Hijo de Dios (Juan 15.26). El Espíritu
glorifica a Cristo, guiando a las personas hacia él (Juan 16.14) y compeliéndolas
a someterse gozosamente a su señorío (1 Corintios 12.3). Esto es lo que le
interesa al Santo Espíritu, no golpear a las personas, lanzándolas por el suelo,
haciendo cosas sin sentido y provocándoles una agitación emocional. El circo
carismático de confusión no conforma a nadie a la imagen de Cristo, quien refleja
a la perfección la imagen de su Padre (Colosenses 1.15). Por lo tanto, este es un
modelo totalmente falso de la santificación.
Pablo se explayó sobre este aspecto del ministerio enfocado en Cristo del
Espíritu en 2 Corintios 3.18. Allí escribió: «Por tanto, nosotros todos, mirando a
cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de
gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor». Aun cuando
como creyentes somos expuestos a la gloria de Cristo según se revela en su Palabra
—reflejando su vida perfecta de obediencia y descansando en su sacrificio perfecto
por el pecado— el Espíritu nos transforma cada vez más a la imagen de nuestro
Salvador.
La santificación es la obra del Espíritu mediante la cual nos muestra a Cristo,
en su Palabra, y luego progresivamente nos moldea según esa misma imagen. De
modo que, mediante el poder del Espíritu, contemplamos la gloria del Salvador y
nos volvemos más y más como él. El Espíritu Santo no solo les presenta a los creyentes
al Señor Jesucristo en el momento de su salvación, energizando su fe en el
evangelio, sino también continúa revelándoles la gloria de Cristo al iluminar la
Palabra en sus corazones. De este modo, hace que ellos crezcan progresivamente
en la semejanza de Cristo durante toda la vida.
En Romanos 8.28–29, en medio de un profundo discurso de Pablo sobre el
ministerio del Espíritu, el apóstol escribió: «Y sabemos que a los que aman a Dios,
todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son
llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen
hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito [o el
preeminente] entre muchos hermanos». Estos versículos familiares subrayan el
gran propósito de nuestra salvación, que es conformarnos a la imagen de Jesucristo
para que sea eternamente glorificado como el preeminente entre los muchos
que han sido hechos semejantes a él.
Los versículos anteriores en Romanos 8 subrayan el hecho de que el Espíritu
Santo libera a los creyentes del poder de la ley (vv. 2–3), mora en ellos (v. 9), los
santifica (vv. 12–13), los adopta en la familia de Dios (vv. 14–16), los ayuda en sus
debilidades (v. 26) e intercede en su favor (v. 27). El propósito de todo esto es
hacernos semejantes a la imagen de Jesucristo. Esta semejanza solo se realizará
plenamente en la vida venidera (Filipenses 3.21; 1 Juan 3.2). Sin embargo, en este
lado del cielo, el Espíritu nos ayuda a crecer en la semejanza de Cristo, llegando a
ser más y más como el Señor al que amamos (cp. Gálatas 4.19). Por lo tanto, para
los que se preguntan si están en realidad llenos del Espíritu Santo, la pregunta
correcta no es: «¿He tenido una experiencia de éxtasis?», sino: «¿Estoy volviéndome
cada vez más como Cristo?».
En todo esto, el propósito de Dios es hacer que los creyentes sean como su
Hijo a fin de crear una gran multitud de la humanidad redimida y glorificada
sobre la cual el Señor Jesucristo reinará con preeminencia eterna. Para siempre, los
redimidos glorificarán al Salvador a cuya semejanza han sido hechos. Para siempre,
se unirán a los ángeles en el cielo y exclamarán:
"El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría,
la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está
en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas
que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la
alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos". (Apocalipsis
5.12–13)
La obra santificadora del Espíritu
En el Nuevo Testamento queda claro que ser un cristiano «lleno del Espíritu» no
tiene nada que ver con hablar galimatías sin sentido, caerse al suelo en un trance
hipnótico, o cualquier otro encuentro místico de supuesto poder extático. Más
bien, se relaciona con la sumisión de nuestros corazones y mentes a la Palabra de
Cristo, andando en el Espíritu y no en la carne, y creciendo día a día en amor y
afecto por el Señor Jesús en el servicio de todo su cuerpo, que es la iglesia.
En verdad, la vida cristiana en toda su plenitud es una vida que desea ser
vivida en el poder del Espíritu Santo. Él debe ser la influencia dominante en nuestros
corazones y vidas. Solo él nos capacita para vivir victoriosamente sobre el
pecado, satisfacer las justas demandas de la ley y agradar a nuestro Padre celestial.
Es el Espíritu Santo el que nos lleva a una mayor intimidad con Dios. Él ilumina
las Escrituras, glorifica a Cristo en nosotros y para nosotros, nos guía a la voluntad
de Dios, nos fortalece y también nos ministra por medio de otros creyentes. El
Espíritu intercede por nosotros constantemente y sin cesar delante del Padre, de
acuerdo siempre con la perfecta voluntad de Dios. Y hace todo esto para conformarnos
a la imagen de nuestro Señor y Salvador, lo que garantiza que un día
seremos totalmente perfeccionados cuando veamos a Cristo cara a cara.
En lugar de estar irremediablemente distraídos por las falsificaciones carismáticas,
los creyentes necesitan redescubrir el verdadero ministerio del Espíritu Santo,
el cual es activar su poder en nosotros mediante su Palabra, a fin de que en
realidad podamos vencer el pecado para gloria de Cristo, bendición de su iglesia y
beneficio de los perdidos.
MacArthur, John. Fuego Extraño: El Peligro de Ofender al Espíritu Santo con una Adoración Falsa. Nashville, TN: Grupo Nelson, 2014.
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