el espiritu santo y la escritura

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La Reforma Protestante es justamente considerada como el más grande avivamiento
en los últimos mil años de historia de la iglesia, un movimiento
tan masivo que alteró de forma radical el curso de la civilización occidental.
Nombres como Martín Lutero, Juan Calvino y John Knox todavía son bien
conocidos hoy, cinco siglos después de que vivieran. Y a través de sus escritos y
sermones, estos reformadores valientes, y otros como ellos, dejaron un legado perdurable
para las generaciones de creyentes que les han seguido.
Sin embargo, el verdadero poder detrás de la Reforma no fluyó de un solo
hombre o un grupo de hombres. Sin duda, los reformadores dieron pasos audaces
y se ofrecieron como sacrificio por la causa del evangelio, pero aun así, el triunfo
arrollador del avivamiento del siglo dieciséis no puede en última instancia ser
acreditado a sus increíbles actos de valor o sus brillantes obras de enseñanza. No,
la Reforma solo puede explicarse por algo mucho más profundo: una fuerza infinitamente
más potente que cualquiera que los simples mortales pudieran producir
por sí mismos.
Tal como todo verdadero avivamiento, la Reforma fue la consecuencia
inevitable y explosiva de la Palabra de Dios chocando como una ola masiva contra
las delgadas barricadas de la tradición humana y la religión hipócrita.
Cuando la gente común de Europa tuvo acceso a las Escrituras en su propio
idioma, el Espíritu de Dios usó esa verdad eterna para traer convicción a sus
corazones y convertir sus almas. El resultado fue totalmente transformador, no
solo para la vida de los pecadores individuales, sino para todo el continente en
el que residían.
El principio de la sola Scriptura (solo las Escrituras) fue la manera de los reformadores
de reconocer que el poder imparable tras el avance explosivo de la reforma
religiosa era la Palabra de Dios con el poder del Espíritu. Hablando de la
Reforma, un historiador observa:
"La historia de este cambio es contada a través de las vidas de aquellos que [participaron],
y en el centro estaba la Biblia. Una placa en la catedral de San Pedro
en Ginebra describe al reformador Juan Calvino simplemente como «siervo de la
Palabra de Dios». [Martín] Lutero dijo: «Todo lo que he hecho es exponer, predicar
y escribir la Palabra de Dios, y aparte de esto no he hecho nada [...] Es la
Palabra la que ha hecho grandes cosas [...] No he hecho nada, la Palabra ha
hecho y conseguido todo»."
Para los reformadores, sola Scriptura significaba que la Biblia era la única
palabra revelada de Dios y por lo tanto la verdadera autoridad del creyente para
la sana doctrina y una vida recta. Ellos entendieron que la Palabra de Dios es
poderosa, transformadora y totalmente suficiente «para enseñar, para redargüir,
para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto,
enteramente preparado para toda buena obra» (2 Timoteo 3.16–17). Al
igual que los padres de la iglesia que habían venido antes que ellos, estos hombres
consideraron de forma correcta a la Palabra de Dios como el fundamento
autoritativo de su fe cristiana. Ellos aceptaron la inerrancia, la infalibilidad y la
precisión histórica de la Biblia sin duda alguna, y con gusto se sometieron a su
verdad divina.
A pesar de que eran parte de una gran agitación social, los reformadores
entendieron que la verdadera batalla no era sobre política, dinero o tierras. Era una
lucha por la verdad bíblica. Y cuando la verdad del evangelio brilló, por el poder
del Espíritu Santo, se encendieron las llamas del avivamiento.
De la Reforma a la ruina
Al igual que una antorcha ardiendo a medianoche, la luz de la Reforma en verdad
brilló refulgente contra la oscuridad de la corrupción católica romana. Sin embargo,
con el paso de los siglos, los fuegos de la reforma religiosa comenzaron lentamente
a enfriarse en Europa. Tanto es así que el lugar de nacimiento del más
grande avivamiento de la historia con el tiempo dio lugar al falso evangelio del
liberalismo teológico. Doscientos veintidós años después de la muerte de Martín
Lutero, nació otro influyente teólogo alemán llamado Friedrich Schleiermacher.
No obstante, a diferencia de Lutero, Schleiermacher dejó que las dudas abrumaran
su alma y en consecuencia rechazó la verdad del evangelio que sus padres
luteranos le habían enseñado. La crisis de fe de Schleiermacher lo sumergió en las
profundidades siniestras de la incredulidad; y mientras se hundía, arrastró a otros
con él, creando una resaca de incredulidad que pronto cuestionó los fundamentos
del cristianismo bíblico. En realidad, con el tiempo se engulló todo el mundo de
la educación teológica y ahogó a las denominaciones con mentiras acerca de la
Biblia.
Mientras estudiaba en la Universidad de Halle, Schleiermacher fue expuesto
a los ataques antibíblicos de los pensadores de la Ilustración, incrédulos escépticos
que negaban la veracidad histórica de la Biblia y filósofos seculares que exaltaban
la razón humana por encima de la revelación divina. Tal asalto fue demasiado para
que el joven e impresionable Schleiermacher lo soportara. Su duda pronto dio paso
a la negación pura y simple. Su biógrafo relata la trágica historia:
"En una carta a su padre, Schleiermacher deja caer la insinuación leve de que sus
maestros no pueden hacerle frente a las dudas generalizadas que asedian a
muchos jóvenes en la actualidad. Su padre no se da cuenta de lo que quiere
decirle. Él mismo ha leído algo de la literatura escéptica, le comenta, y puede
asegurarle a Schleiermacher que no vale la pena perder el tiempo en eso. Durante
seis meses enteros no hay una palabra más de su hijo. Luego viene la bomba. En
una conmovedora carta del 21 de enero de 1787, Schleiermacher admite que las
dudas a las que alude son las suyas. Su padre ha dicho que la fe es «la prerrogativa
de la Deidad», es decir, el derecho real de Dios.
Schleiermacher confesó: «La fe es la prerrogativa de la Deidad, dice usted.
¡Ay! Querido padre, si cree que sin esta fe nadie puede alcanzar la salvación en
el otro mundo, ni tranquilidad en este —y tal, lo sé, es su creencia— ¡ah!,
entonces ore a Dios para que me la conceda, porque yo la he perdido. No puedo
creer que el que se llamaba a sí mismo el Hijo del Hombre sea el Dios verdadero
y eterno, no puedo creer que su muerte fue una expiación vicaria»."
Las palabras de Schleiermacher resuenan con dolor. Sin embargo, este probaría
ser simplemente el dolor del rechazo, no del arrepentimiento. Como un Judas
Iscariote del siglo dieciocho, Schleiermacher traicionó su patrimonio de fe, abandonó
los reclamos de verdad de las Escrituras y rechazó el evangelio, negando
tanto la deidad de Cristo como su obra vicaria en la cruz.
Sorprendentemente, a pesar de que le dio la espalda al evangelio bíblico,
Schleiermacher no deseaba abandonar la religión por completo. En cambio, buscó
una nueva autoridad en la que basar su «cristianismo». Si las Escrituras no eran
más su fundamento, Schleiermacher tendría que encontrar un nuevo fundamento.
Lo halló en el Romanticismo.
El Romanticismo —que hizo hincapié en la belleza, la emoción y la experiencia—
fue una respuesta filosófica al enfoque racionalista de la Ilustración sobre la
ciencia empírica y la razón humana. Fue el racionalismo de la Ilustración (y su antisobrenaturalismo
inherente) el que había causado en primer lugar que Schleiermacher
dudara de su fe cristiana. Ahora, en un esfuerzo por restaurar una apariencia de ese
cristianismo, él se dirigió a los principios filosóficos del Romanticismo. Su obra principal,
On Religion: Speeches to Its Cultured Despisers [Sobre la religión: discursos a sus
menospreciadores cultivados], fue publicada por primera vez en 1799. Esta sirvió de
base para su posterior tratado The Christian Faith [La fe cristiana], que fue publicado
entre los años 1821 y 1822, y luego revisado y reeditado entre los años 1830 y 1831.
En estas obras, Schleiermacher trató de defender la religión de los críticos de la
Ilustración argumentando que la base para creer en Dios no se encuentra en las pretensiones
de verdad objetiva de las Escrituras (el punto principal de ataque racionalista),
sino más bien en los sentimientos personales de la conciencia religiosa (un punto más
allá del alcance del Racionalismo).4
De forma irónica, al tratar de defender su fe mediante
la confirmación emocional, destruyó lo mismo que él estaba reclamando proteger.
Neciamente, Schleiermacher buscó reemplazar el fundamento sobre el cual
el cristianismo se basa intercambiando las verdades objetivas de las Escrituras por
las experiencias espirituales subjetivas. Ese tipo de manipulación teológica lleva
inevitablemente a consecuencias desastrosas (Salmo 11.3). En el caso de Schleiermacher,
la siembra de sus ideas venenosas llevó a la cosecha mortal del liberalismo
teológico, una forma de religión que se llamaba a sí misma «cristiana» y
negaba al mismo tiempo la exactitud, la autoridad y el carácter sobrenatural de
la Biblia.
Desde la época de Schleiermacher ha habido varias iteraciones de su idea pionera:
intentos de encontrar una base autorizada para el cristianismo en algo más
que la Palabra de Dios revelada. Más tarde, un alemán llamado Albrecht Ritschl,
por ejemplo, argumentó que el cristianismo debía definirse en términos de la conducta
ética en la sociedad. Las ideas de Ritschl dieron a luz al evangelio social, que
sustituyó al evangelio bíblico en muchas iglesias protestantes tradicionales, tanto
en Europa como en Norteamérica. En lugar de hacer hincapié en el pecado personal
y la salvación del juicio eterno, el evangelio social despojó a la Biblia de su
verdadero mensaje y se centró en cambio en un intento de moralismo impotente
para salvar a la sociedad de sus males culturales.
El evangelio social no salvó a nadie de la ira de Dios. No obstante, se convirtió
en la forma predominante del cristianismo liberal en el siglo veinte, haciendo
que la mayoría de las principales denominaciones naufragara en las afiladas rocas
de la incredulidad. Autores populares y pastores importantes arrojaron las ideas de
Ritschl a las masas. Sin embargo, la esencia del liberalismo volvió una vez más a
identificarse con Schleiermacher y su afirmación equivocada de que el cristianismo
se podría construir sobre una base distinta a la verdad bíblica.
Al igual que cualquier forma de religión falsa, el liberalismo teológico comenzó
como un abandono de la autoridad de la Palabra de Dios. Siglos antes, la iglesia
católica romana medieval había experimentado algo similar, aunque más gradual,
al intercambiar la autoridad de las Escrituras por la autoridad de la tradición eclesiástica
y el decreto papal. Es por ello que la Reforma era necesaria. Al apartarse
de la sola autoridad de las Escrituras, tanto el catolicismo romano como el liberalismo
teológico se convirtieron en enemigos del verdadero cristianismo, versiones
fraudulentas de la misma cosa que decían representar.
La moderna falsificación carismática ha seguido por ese mismo camino,
basando su sistema de creencias en algo que no es la sola autoridad de las Escrituras
y envenenando a la iglesia con una idea retorcida de la fe. Al igual que la iglesia
católica romana medieval, enturbia la clara enseñanza de las Escrituras y oscurece
el verdadero evangelio, y como Schleiermacher, eleva los sentimientos subjetivos y
las experiencias personales al lugar de mayor importancia. El daño que estos dos
sistemas corruptos han causado a las vidas de millones es semejante a la devastación
doctrinal por la propagación del error y la confusión carismáticos.
Aunque muchos carismáticos afirman de labios la primacía a las Escrituras,
en la práctica niegan tanto su autoridad como su suficiencia. Preocupados por los
encuentros místicos y los éxtasis emocionales, los carismáticos buscan una revelación
continua del cielo, lo que significa que para ellos la Biblia por sí sola no es
suficiente. Dentro de un modelo carismático, la revelación bíblica debe complementarse
con «palabras de Dios» personales, supuestas impresiones del Espíritu
Santo y otras experiencias religiosas subjetivas. Ese tipo de pensamiento es un
rechazo a la autoridad y la suficiencia de las Escrituras (2 Timoteo 3.16–17). Y
constituye una receta para el desastre teológico de gran alcance.
Honrar al Autor de la Palabra
Cualquier movimiento que no honra la Palabra de Dios no puede legítimamente
pretender honrar a Dios. Si vamos a reverenciar al Soberano omnipotente del universo,
debemos someternos por completo a lo que él ha hablado (Hebreos 1.1–2).
Cualquier otra cosa es tratarlo con desprecio y revelarse contra su señorío. No hay
nada más ofensivo para el Autor de las Escrituras que no tener en cuenta, negar o
distorsionar la verdad que ha revelado (Apocalipsis 22.18–19). Manipular la Palabra
de Dios significa tergiversar lo que él escribió. Rechazar sus exigencias es llamarlo
mentiroso. Ignorar su mensaje es hacerle un desaire al Espíritu Santo que lo inspiró.
Al ser la perfecta revelación de Dios, la Biblia refleja el glorioso carácter de su
Autor. Debido a que él es el Dios de la verdad, su Palabra es infalible. Debido a
que él no puede mentir, su Palabra es inerrante. Debido a que él es el Rey de reyes,
su Palabra es absoluta y suprema. Los que desean agradarlo deben obedecer su
Palabra. Por el contrario, los que dejan de darle honor a las Escrituras sobre cualquier
otra cosa que reclame ser verdad, deshonran a Dios mismo.
De vez en cuando alguien podría sugerir que una visión tan elevada de las
Escrituras hace de la Biblia misma un objeto de culto. No obstante, si usted
afirma que las Escrituras son muy superiores (e infinitamente más autoritativas)
que los sueños y visiones carismáticos contemporáneos, es prácticamente seguro
que será etiquetado como un bibliólatra.
Tal acusación malinterpreta por completo lo que significa honrar la Palabra
de Dios. No es el libro físico al que veneramos, sino a Dios, que se ha revelado a sí
mismo de manera infalible en él. Por otra parte, las Escrituras se representan en
2 Timoteo 3.16 como el aliento mismo de Dios, lo que significa que hablan con
su autoridad. No puede haber ninguna fuente más confiable de la verdad. Considerar
cualquier punto de vista inferior sobre las Escrituras (o dar a entender que
creer en la veracidad absoluta de la Biblia es un tipo de idolatría) es una grave
afrenta a Dios. Él mismo ha exaltado su Palabra el lugar más alto. David hizo
explícito esto en el Salmo 138.2. Hablándole a Dios, él exclamó: «Porque has
engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas».
Debido a que reconocieron a Jesucristo como la única cabeza de la iglesia, los
reformadores con mucho gusto se rindieron a su Palabra como la única autoridad
dentro de la misma. Es decir, reconocieron lo que todos los verdaderos creyentes a
lo largo de la historia han afirmado: que la Palabra de Dios sola es nuestra norma
suprema de doctrina y práctica. En consecuencia, también se enfrentaron a una
autoridad falsa que trataría de usurpar el lugar que le corresponde a las Escrituras,
y al hacerlo, expusieron la corrupción de todo el sistema católico romano.
Del mismo modo, los creyentes hoy están llamados a defender la verdad contra
todos los que buscan socavar la autoridad de las Escrituras. Como escribió Pablo: «Porque
las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción
de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el
conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo»
(2 Corintios 10.4–5). Judas instruyó igualmente a sus lectores a contender «ardientemente
por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (v. 3). Al hacer referencia a «la
fe», Judas no estaba apuntando a un cuerpo indefinible de doctrinas religiosas, sino
que hablaba de las verdades objetivas de las Escrituras que comprenden la fe cristiana
(cp. Hechos 2.42; 2 Timoteo 1.13–14). Como el resto del versículo deja claro:
"Judas define la fe en pocas palabras, con términos específicos como que ha
sido una vez dada a los santos. La frase «una vez dada» se refiere a algo que se
lleva a cabo o se completa de una vez por todas, con resultados duraderos y
sin necesidad de repetición. Mediante el Espíritu Santo, Dios reveló la fe
cristiana (cp. Romanos 16.26; 2 Timoteo 3.16) a los apóstoles y sus asociados
en el primer siglo. Sus enseñanzas, junto con las escrituras del Antiguo
Testamento, constituyen el «conocimiento verdadero» de Jesucristo, y son
todo lo que los creyentes necesitan para la vida y la santidad (2 Pedro 1.3; cp.
2 Timoteo 3.16–17).
Los escritores del Nuevo Testamento no descubrieron las verdades de la fe
cristiana mediante experiencias religiosas místicas. Más bien Dios, con determinación
y seguridad, entregó su cuerpo completo de revelación en las
Escrituras. Cualquier sistema que reclame una nueva revelación o una nueva
doctrina debe ser descartado como falso (Apocalipsis 22.18–19). La Palabra de
Dios es suficiente en sí misma, es todo lo que los creyentes necesitan para contender
por la fe y oponerse a la apostasía dentro de la iglesia."
Desde el mismo principio, la batalla entre el bien y el mal ha sido una batalla
por la verdad. La serpiente en el huerto del Edén comenzó su tentación cuestionando
la veracidad de la instrucción previa de Dios: «Pero la serpiente era astuta,
más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo
a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? [...]
Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día
que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el
bien y el mal» (Génesis 3.1, 4–5). Poner en duda la revelación directa de Dios ha
sido la táctica de Satanás desde siempre (cp. Juan 8.44; 2 Corintios 11.44).
Con la eternidad en juego, no es de extrañar que las Escrituras se reserven sus
palabras más duras de condenación para los que pusieran mentiras en la boca de
Dios, usurpando su Palabra con experiencias peligrosas que son insignificantes en
comparación. La serpiente fue maldecida en el huerto de Edén (Génesis 3.14) y a
Satanás se le comunicó su inevitable final (v. 15). En el Israel del Antiguo Testamento,
la falsa profecía era una ofensa capital (Deuteronomio 13.5, 10), un punto
claramente ilustrado por la masacre de Elías de los cuatrocientos cincuenta profetas
de Baal tras el enfrentamiento en el Monte Carmelo (1 Reyes 18.19, 40). Sin
embargo, los hijos de Israel casi nunca expulsaron a los falsos profetas, y al darle
la bienvenida al error en medio del pueblo, también invitaron al juicio de Dios
sobre ellos (Jeremías 5.29–31). Considere la actitud del Señor hacia los que intercambian
su Palabra verdadera por una falsificación:
"Porque este pueblo es rebelde, hijos mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley
de Jehová; que dicen a los videntes: No veáis; y a los profetas: No nos profeticéis
lo recto, decidnos cosas halagüeñas [...] Por tanto, el Santo de Israel dice así:
Porque desechasteis esta palabra, y confiasteis en violencia y en iniquidad, y en
ello os habéis apoyado; por tanto, os será este pecado como grieta que amenaza
ruina, extendiéndose en una pared elevada, cuya caída viene súbita y repentinamente".
(Isaías 30.9–13)
"¿No castigaré esto? dice Jehová; ¿y de tal gente no se vengará mi alma? Cosa
espantosa y fea es hecha en la tierra; los profetas profetizaron mentira, y los
sacerdotes dirigían por manos de ellos; y mi pueblo así lo quiso". (Jeremías
5.29–31)
"Me dijo entonces Jehová: Falsamente profetizan los profetas en mi nombre;
no los envié, ni les mandé, ni les hablé; visión mentirosa, adivinación,
vanidad y engaño de su corazón os profetizan. Por tanto, así ha dicho Jehová
sobre los profetas que profetizan en mi nombre, los cuales yo no envié, y que
dicen: Ni espada ni hambre habrá en esta tierra; con espada y con hambre
serán consumidos esos profetas. Y el pueblo a quien profetizan será echado
en las calles de Jerusalén por hambre y por espada, y no habrá quien los
entierre a ellos, a sus mujeres, a sus hijos y a sus hijas; y sobre ellos derramaré
su maldad". (Jeremías 14.14–16)
"Así ha dicho Jehová el Señor: ¡Ay de los profetas insensatos, que andan en
pos de su propio espíritu, y nada han visto! [...] Vieron vanidad y adivinación
mentirosa. Dicen: Ha dicho Jehová, y Jehová no los envió; con todo, esperan que
él confirme la palabra de ellos. ¿No habéis visto visión vana, y no habéis dicho
adivinación mentirosa, pues que decís: Dijo Jehová, no habiendo yo hablado?
Por tanto, así ha dicho Jehová el Señor: Por cuanto vosotros habéis hablado
vanidad, y habéis visto mentira, por tanto, he aquí yo estoy contra vosotros, dice
Jehová el Señor. Estará mi mano contra los profetas que ven vanidad y adivinan
mentira; no estarán en la congregación de mi pueblo, ni serán inscritos en el
libro de la casa de Israel, ni a la tierra de Israel volverán; y sabréis que yo soy
Jehová el Señor". (Ezequiel 13.3, 6–9)
El tema de estos pasajes es inequívoco: Dios aborrece a los que tergiversan
su Palabra o hablan mentira en su nombre. El Nuevo Testamento responde a
los falsos profetas con la misma severidad (cp. 1 Timoteo 6.3–5; 2 Timoteo
3.1–9; 1 Juan 4.1–3; 2 Juan 7–11). Dios no tolera a los que falsifican la revelación
divina. Es un delito que él trata personalmente y su castigo es rápido y
mortal. Sabotear la verdad bíblica de alguna manera, añadiéndole o restándole,
o mezclándola con el error, es invitar a la ira divina (Gálatas 1.9; 2 Juan
9–11). Cualquier distorsión de la Palabra es una afrenta contra la Trinidad y,
en especial, contra el Espíritu de Dios a causa de su íntima relación con las
Escrituras.
Martín Lutero lo expresó de esta manera: «Cada vez que escuche a alguien
presumir que ha recibido algo por inspiración del Espíritu Santo y esto no tiene
ningún fundamento en la Palabra de Dios, no importa lo que sea, dígale que es la
obra del diablo». Y en otro lugar dijo: «Lo que no tiene su origen en las Escrituras
es sin duda del mismo diablo».
En el resto de este capítulo, ya que consideramos el verdadero ministerio del
Espíritu Santo, vamos a tratar tres facetas de su obra en y por medio de las Escrituras:
inspiración, iluminación y capacitación.
El Espíritu Santo inspiró las Escrituras
Dentro de la Trinidad, el Espíritu Santo actúa como el agente divino de transmisión
y comunicación. Él es el Autor divino de las Escrituras, mediante el cual
Dios reveló su verdad (1 Corintios 2.10). Aunque el Espíritu trabajó por medio
de muchos escritores humanos, el mensaje resultante es enteramente suyo. Es la
Palabra perfecta y pura de Dios.
El proceso por el cual el Espíritu Santo transmitió la verdad divina a través de
agentes humanos se llama inspiración. El apóstol Pedro nos da una idea de ese proceso
en 2 Pedro 1.20–21: «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada,
porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres
de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo». El punto de vista de Pedro
es que la Biblia no es una colección falible de conocimientos humanos, sino que consiste
en la perfecta revelación de Dios mismo, ya que el Espíritu Santo obró a través de
hombres de Dios para comunicar la verdad divina. La palabra interpretación traduce el
término griego epilusis, que habla de algo que se libera o se envía. Pedro quiere decir
que ninguna profecía de las Escrituras surgió o se originó a partir de las reflexiones
privadas de los hombres, no fue producto de la iniciativa o la voluntad humanas, sino
el resultado de la obra sobrenatural del Espíritu por medio de santos hombres de Dios.
A medida que estos hombres de Dios eran guiados por el Espíritu Santo, él supervisó
sus palabras y las utilizó para producir las Escrituras. Al igual que un barco es
arrastrado por el viento para llegar a su destino final, los autores humanos de las Escrituras
fueron inspirados por el Espíritu de Dios para comunicar exactamente lo que él
deseaba. En ese proceso, el Espíritu llenó sus mentes, almas y corazones con la verdad
divina, mezclándola de manera soberana y sobrenatural con sus estilos únicos, vocabularios
y experiencias, y guiándolos para producir un resultado inerrante y perfecto.
En Hebreos 1.1–2 se nos ofrece una mayor comprensión de la manera en que
Dios reveló su verdad, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos. El autor
de Hebreos escribió: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en
otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por
el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo».
En el versículo 1 se indica que la revelación del Antiguo Testamento fue entregada
por los profetas que hablaron las cosas que Dios les mandó que dijeran. Del
mismo modo, el versículo 2 explica que la revelación del Nuevo Testamento llegó
por medio del Señor Jesucristo (cp. Juan 1.1, 18); y por extensión a través de sus
apóstoles, a quienes autorizó para comunicar la verdad divina a la iglesia (cp. Juan
14—16). Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos, las Escrituras consisten
en la infalible declaración personal de Dios: su perfecta revelación dada por
medio de sus voceros elegidos y escrita exactamente de la manera que él quería.
En todo esto, el Espíritu de Dios estuvo involucrado de forma íntima.
Según 1 Pedro 1.11, fue específicamente el Espíritu Santo quien obró por medio
de los profetas del Antiguo Testamento (cp. 1 Samuel 19.20; 2 Samuel 23.2;
Isaías 59.21; Ezequiel 11.5, 24; Marcos 12.36). Por otra parte, fue el Espíritu
quien supervisó a los escritores del Antiguo Testamento en cuanto a lo que escribieron
(cp. Hechos 1.16; 2 Pedro 1.21). En el aposento alto, el Señor les aseguró
a sus discípulos que enviaría el Espíritu Santo para recordarles las cosas que les
había dicho (Juan 14.17, 26), una promesa que se cumplió en la redacción de los
evangelios. También prometió que el Espíritu les daría revelación adicional
(Juan 16.13–15; cp. 15.26). Esa revelación, dada a los apóstoles por el Espíritu
Santo, trajo a la luz las epístolas del Nuevo Testamento. Por lo tanto, cada parte
de las Escrituras, desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento, constituye la
Palabra inspirada por el Espíritu de Dios.
En 2 Timoteo 3.16–17, Pablo escribió: «Toda la Escritura es inspirada por
Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia,
a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda
buena obra». La frase «inspirada por Dios» significa literalmente «respirada por
Dios», y sin duda incluye una referencia implícita al Espíritu Santo: el aliento
omnipotente del Todopoderoso (Job 33.4; cp. Juan 3.8; 20.22). Por supuesto, el
énfasis de Pablo en ese pasaje está en los beneficios plenamente suficientes que los
creyentes disfrutan mediante las Escrituras respiradas por Dios. Todo lo que
necesitamos para la vida y la piedad se nos ha revelado en la Palabra, de manera
que los creyentes pueden estar completa y enteramente preparados para honrar al
Señor en todas las cosas.
La Biblia es un libro sobrenatural que proporciona beneficios sobrenaturales.
Se nos ha dado como un regalo del Espíritu Santo, quien reveló sus verdades a
hombres piadosos, inspirándolos a hablar y escribir la Palabra de Dios sin errores
o incoherencias. No obstante, el Espíritu ha hecho más que darnos la Biblia, también
promete ayudarnos a entenderla y aplicar sus verdades, un asunto que nos
lleva a una segunda forma en la que el Espíritu obra por medio de las Escrituras.
El Espíritu Santo ilumina las Escrituras
La revelación divina sería inútil para nosotros si fuéramos incapaces de comprenderla.
Por esto el Espíritu Santo ilumina las mentes de los creyentes, de modo que sean
capaces de comprender las verdades de las Escrituras y someterse a sus enseñanzas.
El apóstol Pablo explicó el ministerio de iluminación del Espíritu en 1 Corintios
2.14–16. Él escribió: «Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu
de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de
discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es
juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá?
Mas nosotros tenemos la mente de Cristo». Mediante la iluminación de la Palabra,
el Espíritu Santo les permite a los creyentes discernir la verdad divina (cp. Salmo 119.18),
realidades espirituales que los inconversos son incapaces de comprender verdaderamente.
La triste realidad es que resulta posible estar familiarizado con la Biblia y aun así
no entenderla. Los líderes religiosos del tiempo de Jesús eran estudiosos del Antiguo
Testamento, pero dejaron de captar por completo el propósito de las Escrituras (Juan
5.37–39). Cristo le preguntó a Nicodemo, dejando al descubierto su ignorancia acerca
de los principios básicos del evangelio: «¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?»
(Juan 3.10). Desprovistos del Espíritu Santo, los incrédulos operan solo en el reino del
hombre natural. Para ellos, la sabiduría de Dios parece una tontería. Incluso después
que Jesús resucitó de entre los muertos, los fariseos y los saduceos todavía se negaron
a creer (Mateo 28.12–15). Esteban se enfrentó a ellos con estas palabras: «¡Duros de
cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu
Santo; como vuestros padres, así también vosotros» (Hechos 7.51; cp. Hebreos 10.29).
La verdad es que ningún pecador puede creer y aceptar las Escrituras sin la
capacitación divina del Espíritu Santo. Como observó Martín Lutero: «En las
cosas espirituales y divinas, que pertenecen a la salvación del alma, el hombre es
como una estatua de sal, como la mujer de Lot, sí, como un tronco y una piedra,
como una estatua sin vida, que no usa ni ojos ni boca, ni sentido ni corazón [...]
Toda enseñanza y predicación no significan nada para él, hasta que es iluminado,
convertido y regenerado por el Espíritu Santo».
Hasta que el Espíritu Santo intervenga en el corazón del no creyente, el pecador
seguirá rechazando la verdad del evangelio. Cualquiera puede memorizar
hechos, escuchar sermones y obtener un cierto nivel de comprensión intelectual
sobre los puntos básicos de la doctrina bíblica. No obstante, si carece del poder del
Espíritu, la Palabra de Dios nunca penetrará en el alma pecadora.11
Por el contrario, los creyentes han sido vivificados por el Espíritu de Dios, que
ahora mora en ellos. De modo que los cristianos tienen un Maestro de la verdad
residente que ilumina su comprensión de la Palabra, lo que les permite conocer y
someterse a la verdad de las Escrituras (cp. 1 Juan 2.27). Aunque la obra de inspiración
del Espíritu se aplicó solo a los autores humanos de las Escrituras, su ministerio
de iluminación es para todos los creyentes. La inspiración nos ha dado el
mensaje inscrito en las páginas de las Escrituras. La iluminación inscribe ese mensaje
en nuestros corazones, permitiéndonos entender lo que significa cuando confiamos
en que el Espíritu de Dios haga brillar la luz de la verdad intensamente en
nuestra mente (cp. 2 Corintios 4.6).
Tal como Charles Spurgeon explicó: «Si usted no entiende un libro de un
escritor desaparecido, no puede preguntarle su significado, pero el Espíritu que
inspiró las Sagradas Escrituras vive para siempre, y se deleita en abrirles la Palabra
a los que buscan su instrucción».12 Es un glorioso ministerio del Espíritu Santo
que él abra las mentes de sus santos para que comprendan las Escrituras (cp. Lucas
24.45), de modo que podamos conocer y obedecer su Palabra.
Por supuesto, la doctrina de la iluminación no significa que los creyentes
pueden develar todos los secretos teológicos (Deuteronomio 29.29) o que no necesitamos
maestros piadosos (Efesios 4.11–12). Tampoco nos impide que nos disciplinemos
para el propósito de la piedad (1 Timoteo 4.8) o que llevemos a cabo el
arduo trabajo del estudio cuidadoso de la Biblia (2 Timoteo 2.15).13 Sin embargo,
podemos acercarnos a nuestro estudio de la Palabra de Dios con alegría y entusiasmo,
sabiendo que a medida que investiguemos las Escrituras con espíritu de oración
y diligencia, el Espíritu Santo iluminará nuestros corazones para comprender,
aceptar y aplicar las verdades que estamos estudiando.
A través de su ministerio de inspiración, el Espíritu Santo nos ha dado la Palabra
de Dios. Mediante su ministerio de iluminación, nos ha abierto los ojos para
comprender y someternos a la verdad bíblica. No obstante, él no se detiene allí.
El Espíritu les da poder a las Escrituras
En concierto perfecto con su ministerio de iluminación, el Espíritu Santo le da poder a
su Palabra para que vaya trayendo convicción a los corazones de los no creyentes y santifique
los corazones de los redimidos. En los dos capítulos anteriores, consideramos la
obra del Espíritu en la salvación y la santificación. Vale la pena repetir aquí que su Palabra
es el instrumento que él utiliza para llevar a cabo con poder estos dos ministerios.
En el evangelismo, el Espíritu Santo le da energía a la proclamación del evangelio
bíblico (1 Pedro 1.12), usando la predicación de su Palabra para penetrar el corazón y
traer convicción al pecador (cp. Romanos 10.14). Como Pablo les dijo a los tesalonicenses:
«Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también
en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (1 Tesalonicenses 1.5). En
otra parte, Pablo les explicó a los creyentes de Corinto: «Y ni mi palabra ni mi predicación
fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del
Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres,
sino en el poder de Dios» (1 Corintios 2.4–5). Si el Espíritu no le diera poder a la proclamación
de su Palabra, nadie podría responder con fe salvadora. Charles Spurgeon
ilustra vívidamente este asunto con estas palabras:
"A menos que el Espíritu Santo bendiga la Palabra, nosotros que predicamos el
evangelio somos de todos los hombres los más dignos de lástima, porque hemos
intentado una tarea que es imposible. Hemos entrado en un ámbito en el que
solo lo sobrenatural funciona. Si el Espíritu Santo no renueva los corazones de
nuestros oyentes, nosotros no podemos hacerlo. Si el Espíritu Santo no los regenera,
nosotros no podemos. Si él no envía la verdad a morar en sus almas, sería
como si habláramos al oído de un cadáver."
El Espíritu Santo es la fuerza omnipotente detrás de la promesa del Señor en
Isaías 55.11: «Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino
que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié». Sin su
capacitación divina, la predicación del evangelio sería nada más que letra muerta
cayendo en corazones muertos. Sin embargo, mediante el poder del Espíritu, la
Palabra de Dios es «viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y
penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne
los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos 4.12).
Sin el Espíritu Santo, el sermón más elocuente no es más que pura palabrería,
ruido vacío y oratoria sin vida, pero cuando va acompañado del Espíritu omnipotente
de Dios, el más simple mensaje de las Escrituras penetra a través de los corazones
endurecidos por la incredulidad y transforma vidas.
El apóstol Pablo describe igualmente la Palabra de Dios como «la espada del
Espíritu» en Efesios 6.17. En ese contexto, las Escrituras se representan como un
arma poderosa del Espíritu que los creyentes deben utilizar en su lucha contra el
pecado y la tentación (cp. Mateo 4.4, 7, 10). La Palabra de Dios no es solo el
medio divinamente facultado por el cual los pecadores son regenerados (cp.
Efesios 5.26; Tito 3.5; Santiago 1.18), sino es también el medio por el cual los
creyentes resisten el pecado y crecen en santidad. Cuando Jesús oró en Juan
17.17, le habló a su Padre de los que habrían de creer en él: «Santifícalos en tu
verdad; tu palabra es verdad». Ya hemos visto los efectos santificadores de la
Palabra inspirada de Dios en 2 Timoteo 3.16–17, donde Pablo explicó que las
Escrituras inspiradas son suficientes para preparar por completo a los creyentes
a fin de que alcancen la madurez espiritual.
En 1 Pedro 2.1–3, Pedro hizo una observación similar: «Desechando, pues,
toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead,
como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella
crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor». Los que
han probado la gracia de Dios en la redención continúan creciendo en santidad
mediante la interiorización de su Palabra. Los verdaderos creyentes son reconocidos
por el hambre de las Escrituras, deleitándose en la Palabra de Dios con la
misma intensidad que un niño ansía la leche (cp. Job 23.12; Salmo 119). Y en todo
esto, estamos siendo conformados a la imagen de Cristo, un ministerio que el
Espíritu lleva a cabo mediante la exposición de nuestro corazón a la revelación
bíblica acerca del Salvador (2 Corintios 3.18). Él hace posible que «la palabra de
Cristo more en abundancia en vosotros» (Colosenses 3.16), una frase que es paralela
al mandato paulino de «sed llenos del Espíritu» (Efesios 5.18), para que el
fruto de una vida transformada se vea en la forma en que expresamos nuestro
amor a Dios y los demás (cp. Efesios 5.19—6.9; Colosenses 3.17—4.1).
Cuando el poder del Espíritu Santo se manifiesta, no produce caídas sin sentido
al suelo, un desbordante balbuceo incoherente, zumbidos de éxtasis o sofocos
de emoción. Todos esos comportamientos nada tienen que ver con su auténtico
ministerio. En realidad, son una burla a su obra genuina. Cuando el Espíritu Santo
se está moviendo, los pecadores son liberados del pecado por medio del poder de su
Palabra y transformados en nuevas criaturas en Cristo. Ellos se emocionan por la
santidad, adoran con entusiasmo, reciben poder para el servicio y desean aprender
las Escrituras. Debido a que aman la verdadera obra del Espíritu, aman el Libro que
él le ha dado a la iglesia. Por lo tanto, sus vidas se caracterizan por un amor reverente,
profundo y fiel tanto a la Palabra de Dios como al Dios de la Palabra.
Se honra al Espíritu al honrar las Escrituras
Aunque los carismáticos dicen representar al Espíritu Santo, su movimiento ha mostrado
una persistente tendencia a enfrentarlo contra las Escrituras, como si un
compromiso con la verdad bíblica de alguna manera pudiera apagar, contristar o de
alguna manera inhibir el ministerio del Espíritu.15 Sin embargo, nada podría estar más
lejos de la verdad. La Biblia es el libro del Espíritu Santo. Es el instrumento que él utiliza
para traer convicción de pecado, de justicia y de juicio a los incrédulos. Es la espada
con la cual le da poder a la proclamación del evangelio, que penetra profundamente en
los corazones de los que están espiritualmente muertos y los eleva a la vida espiritual. Es
el medio por el cual le da rienda suelta a su poder santificador en las vidas de los que
creen, haciéndolos crecer en la gracia mediante la leche pura de la enseñanza bíblica.
Por lo tanto, rechazar las Escrituras es rechazar el Espíritu. Ignorar, despreciar,
torcer o desobedecer la Palabra de Dios es deshonrar a aquel que la inspiró, la
ilumina y la faculta. En cambio, aceptar de todo corazón la verdad bíblica y someterse
a ella es disfrutar de la plenitud del ministerio del Espíritu, siendo lleno de su
poder santificador, guiado por él en justicia, y preparado con su armadura en la
batalla contra el pecado y el error. Charles Spurgeon lo explicó de esta manera a
su congregación:
"Tenemos una palabra más segura de testimonio, una roca de la verdad sobre la
que descansamos, porque nuestra norma infalible consiste en: «Escrito está...».
La Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia, es nuestra religión [...] Se dice
que es difícil de entender, pero no es así para los que buscan la guía del Espíritu
de Dios [...] Un bebé en la gracia enseñado por el Espíritu de Dios puede conocer
la mente del Señor acerca de la salvación, y encontrar su camino al cielo con solo
la guía de la Palabra. Que sea profunda o simple, esa no es la cuestión, sino que
es la Palabra de Dios, una verdad pura e infalible. He aquí la infalibilidad, y en
ninguna otra parte [...] Este gran e infalible libro [...] es nuestro único tribunal
de apelación [...] [Es] la espada del Espíritu en los conflictos espirituales que nos
esperan [...] El Espíritu Santo está en la Palabra y es, por lo tanto, la verdad
viviente. Ah, cristianos, sabed esto, y así hagan de la Palabra el arma elegida de
guerra."
La Biblia es un libro vivo, ya que el Espíritu viviente de Dios le da energía y la
autoriza. La Palabra nos convence, nos instruye, nos prepara, nos fortalece, nos
protege y nos permite crecer. O más exactamente, el Espíritu Santo hace todas
estas cosas cuando activa la verdad de las Escrituras en nuestros corazones.
Al ser creyentes, honramos más al Espíritu cuando honramos a las Escrituras,
estudiándolas con diligencia, aplicándolas con cuidado, fortaleciendo nuestras
mentes con sus preceptos y aceptando sus enseñanzas con todo nuestro corazón.
El Espíritu nos ha dado la Palabra. Él nos ha abierto los ojos para comprender sus
vastas riquezas. Y él le da poder a su verdad en nuestras vidas mientras nos conforma
a la imagen de nuestro Salvador.
Es difícil imaginar por qué alguien pudiera desdeñar o ignorar las palabras de
este Libro, en especial a la luz de las bendiciones prometidas por Dios que resultan
de estimarlo. Como declara el salmista:
"Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino
de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de
Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche. Será como árbol
plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no
cae; y todo lo que hace, prosperará". (Salmo 1.1–3)
MacArthur, John. Fuego Extraño: El Peligro de Ofender al Espíritu Santo con una Adoración Falsa. Nashville, TN: Grupo Nelson, 2014.
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