Sermón sin título (2)

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LA ENFERMEDAD QUE DIOS NO SANA

Hechos de los Apóstoles 16:22–30 (NVI): 22 Entonces la multitud se amotinó contra Pablo y Silas, y los magistrados mandaron que les arrancaran la ropa y los azotaran. 23 Después de darles muchos golpes, los echaron en la cárcel, y ordenaron al carcelero que los custodiara con la mayor seguridad. 24 Al recibir tal orden, éste los metió en el calabozo interior y les sujetó los pies en el cepo.
25 A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a cantar himnos a Dios, y los otros presos los escuchaban. 26 De repente se produjo un terremoto tan fuerte que la cárcel se estremeció hasta sus cimientos. Al instante se abrieron todas las puertas y a los presos se les soltaron las cadenas. 27 El carcelero despertó y, al ver las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada y estuvo a punto de matarse, porque pensaba que los presos se habían escapado. Pero Pablo le gritó:
28 —¡No te hagas ningún daño! ¡Todos estamos aquí!
29 El carcelero pidió luz, entró precipitadamente y se echó temblando a los pies de Pablo y de Silas. 30 Luego los sacó y les preguntó:
—Señores, ¿qué tengo que hacer para ser salvo?
INTRODUCCION
Hechos de los Apóstoles 16:16–40 ((null)): El caso es que esta muchacha había caído en manos de gente sin escrúpulos que usaba su desgracia en provecho propio. Cuando Pablo la libró del espíritu malo, en lugar de alegrarse de que ya estaba bien, se enfurecieron de que se les hubiera cerrado aquella fuente de ingresos. Y, como eran astutos, jugaron con el antisemitismo natural de la gente, y apelaron a su orgullo como ciudadanos de la colonia romana. Así fue como consiguieron el castigo y la detención crueles e injustos de Pablo y Silas. Porque no solo los metieron en la cárcel, sino en el calabozo de más adentro y les pusieron en cepos, puede que no solo los pies, sino también las manos y el cuello.
Lo trágico es que los arrestaron y maltrataron por hacer el bien. Siempre que el Evangelio ataca los intereses creados se producen problemas. Lo más peligroso es llegar al bolsillo de algunos. Todos debemos preguntarnos: «¿Vale la pena el dinero que estoy ganando? ¿La pena de quién? ¿Lo gano sirviéndome de mis semejantes o explotándolos?» A menudo el mayor obstáculo en el camino del avance del Evangelio es el egoísmo de la gente.
EL CARCELERO DE FILIPOS
Hechos 16:25–40
A la medianoche Pablo y Silas estaban orando y cantando himnos a Dios, y los otros presos los oían. Repentinamente se produjo un terremoto tan violento que sacudía los cimientos de la cárcel. Inmediatamente se abrieron de golpe todas las puertas de la cárcel, y las cadenas de todos los presos se soltaron de la pared. Cuando el carcelero se despertó sobresaltado y vio que las puertas estaban abiertas, desenvainó la espada dispuesto a suicidarse, porque creía que todos los presos se habían escapado.
—¡No hagas eso —le gritó Pablo—, que todos estamos aquí!
El carcelero pidió que le trajeran una luz, entró a toda prisa, todo tembloroso, y se postró a los pies de Pablo y Silas. Los sacó de la mazmorra, y les preguntó:
—Señores, ¿qué es lo que tengo que hacer para estar a salvo?
—Entrégate al Señor Jesucristo, y os salvaréis tú y todos los tuyos —le contestaron. Y seguidamente les comunicaron el mensaje del Señor a él y a todos los suyos. Sin tiempo que perder, aunque era medianoche, el carcelero se hizo cargo de ellos y les lavó las heridas de la paliza. Luego se bautizaron él y toda su familia, y después los llevó a su casa y les preparó una comida, y toda la familia celebró con mucha alegría el haberse convertido.
Cuando se hizo de día, los magistrados enviaron recado con unos alguaciles:
—Pon en libertad a esos hombres.
El carcelero se lo hizo saber a Pablo:
—Los magistrados han dado orden de que se os ponga en libertad, así es que salid. ¡Ya podéis marcharos, y que os vaya muy bien!
—Nos azotan públicamente sin ser culpables de nada —respondió Pablo— y nos meten en la cárcel sin tener en cuenta que somos ciudadanos romanos, ¿y ahora nos van a despachar como si no hubiera pasado nada? ¡Que se lo han creído! ¡Decidles que vengan a sacarnos en persona!
Los alguaciles les llevaron el recado a los magistrados de lo que había dicho Pablo, y los magistrados se echaron a temblar cuando se enteraron de que se trataba de ciudadanos romanos. Así es que vinieron a presentar sus disculpas, los acompañaron en la salida de la cárcel y les pidieron que se marcharan de la ciudad. Pero ellos, cuando salieron de la cárcel se fueron a casa de Lidia, y no se marcharon hasta después de ver a los miembros de la comunidad cristiana y de hablar con ellos para darles ánimo.
Lidia pertenecía a la clase alta; la muchacha esclava, a la más baja, y el carcelero romano era de la clase media en la que había otros muchos funcionarios. En esos tres personajes tenemos una muestra de la sociedad de Filipos.
Vamos a fijarnos en la escena de este pasaje. Sucede en un distrito en el que los terremotos no eran infrecuentes. Las puertas se cerraban con una barra de madera que se encajaba en dos ranuras, lo mismo que las cadenas. El terremoto hizo que se soltaran las barras, así que las puertas se abrieron y las cadenas se soltaron. El carcelero estaba a punto de quitarse la vida, porque la ley romana decía que si se escapaba un preso el carcelero tenía que sufrir su condena.
Vamos a fijarnos en los personajes.
Dios puede sanar cualquier enfermedad, la que sea!
Sin embargo, hay enfermedades que , aunque Dios pueda sanarlas no lo haría, ya que estas dependen del libre albedrío humano y el carácter de Dios es permitir que el hombre le ame a él El por voluntad propia y no impuesta.
Mateo 11:16–24 ((null)): Mateo 11:16–19
¿Con qué podría Yo comparar esta generación? Es como los chiquillos que juegan en el mercado, y les dicen a sus amigos: «Os tocamos la flauta, y no quisisteis bailar; os endechamos, y no quisisteis jugar a duelos». Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y decían: «¡Está loco!». Y viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: «¡Fijaos! ¡Es un glotón y un borrachín, amigo de publicanos y de pecadores!». Pero la sabiduría siempre se manifiesta en sus obras.
Jesús se entristecía ante la indudable perversidad de la naturaleza humana. Para Él las personas parecían ser como chiquillos jugando en la plaza del pueblo. Un grupo le decía al otro: «¡Venga, vamos a jugar a bodas!» y los otros respondían: «Hoy no queremos jugar a nada alegre». Y otra vez el primer grupo decía: «Está bien; venga, vamos a jugar a entierros». Y los otros contestaban: «Hoy no queremos jugar a nada triste». Eran lo que llamamos el espíritu de la contradicción. Cualquier cosa que se sugiriera, no les gustaba; a todo le encontraban faltas.
Vino Juan, que vivía en el desierto, que ayunaba y se pasaba sin muchas cosas, fuera de la sociedad urbana; y decían acerca de él: «Este hombre está loco al separarse de la sociedad y de los placeres humanos de esa manera». Vino Jesús, relacionándose con toda clase de personas, compartiendo sus tristezas y sus alegrías, participando de sus fiestas; y decían acerca de Él: «Es un juerguista; no se pierde una fiesta; es amigo de marginados con los que no se relacionaría ninguna persona decente». Llamaban al ascetismo de Juan locura; y al carácter sociable de Jesús, laxitud moral; en todo encontraban base para la crítica.
El hecho es que cuando la gente no quiere tomar en serio la verdad, les es muy fácil encontrar una disculpa para no hacerle caso. Ni siquiera procuran ser consecuentes en sus críticas; criticarán a la misma persona y a la misma institución desde puntos de vista opuestos. Si la gente está decidida a no reaccionar ante algo se mantendrán testarudamente insensibles cualquiera que sea la invitación que se les haga. Hombres y mujeres mayorcitos puede que se comporten como los chiquillos caprichosos que se niegan a jugar a todo lo que se les sugiera.
Y aquí llega la sentencia final de Jesús en esta sección: «La sabiduría siempre se manifiesta en sus obras». El veredicto final no depende de los críticos vocingleros y perversos sino de los acontecimientos. Podría ser que los judíos criticaran a Juan por su soledad aislacionista, pero Juan había guiado los corazones de muchos a Dios de una manera que hacía siglos que no se experimentaba; podría ser que los judíos criticaran a Jesús por involucrarse demasiado en la vida y con gente ordinaria; pero algunos estaban encontrando en Él una nueva vida y una nueva bondad y un nuevo poder para vivir como es debido y un nuevo acceso a Dios.
Estaría bien que dejáramos de juzgar a las personas y a las iglesias por nuestros propios prejuicios y perversidades; y si empezáramos a dar gracias por cualquier persona y cualquier iglesia que puede acercar a la gente a Dios, aunque sus métodos no sean de nuestro gusto.
EL ACENTO DE UNA CONDENACIÓN QUE ROMPE EL CORAZÓN
Mateo 11:20–24
Entonces Jesús empezó a reprocharles a las ciudades en las que había llevado a cabo muchas de Sus obras de poder divino el que no se hubieran arrepentido:
—¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si las obras de poder divino que se han hecho en vosotras hubieran tenido lugar en Tiro y en Sidón, se habrían arrepentido en saco y en ceniza hace mucho tiempo. ¡Pero os aseguro que lo tendrán más fácil Tiro y Sidón en el Día del Juicio que vosotras! Y en cuanto a ti, Cafarnaum, ¿no es verdad que has sido encumbrada hasta el Cielo? ¡Pues caerás hasta el infierno! Porque, si las obras de poder que han tenido lugar en ti hubieran sucedido en Sodoma y Gomorra, habrían sobrevivido hasta este día. Pero os aseguro que lo tendrán más fácil los antiguos habitantes de Sodoma en el Día del Juicio que vosotros.
Cuando Juan llegaba al final de su evangelio, escribió una frase en la que indicaba lo imposible que era escribir un relato completo de la vida de Jesús: «Hay también muchas otras cosas que hizo Jesús; las cuales, si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir» (Juan 21:25). Este pasaje de Mateo es una prueba de la verdad de ese dicho. Corazín era probablemente un pueblo que estaba a una hora de viaje al norte de Cafarnaum; Betsaida era una aldea de pescadores en la orilla occidental del Jordán, precisamente en el punto en que el río entraba por el extremo norte del lago. Está claro que en estos pueblos sucedieron las cosas más tremendas, y sin embargo no tenemos de ellas ni el más mínimo relato. No se dice nada en los evangelios de lo que hizo Jesús ni de las maravillas que realizó en estos lugares, aunque deben haber sido de las más notables. Un pasaje como éste nos muestra lo poco que sabemos de Jesús; nos muestra —y es algo que debemos tener siempre presente— que en los evangelios no tenemos más que una mínima selección de las obras de Jesús. Las cosas que no sabemos sobre Jesús son mucho más numerosas que las que sabemos.
Debemos poner cuidado para captar el acento de la voz de Jesús cuando dijo esto. La Reina-Valera traduce: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!». La palabra griega para ay de que hemos traducido por pobre de es uai, que expresa una piedad dolorida por lo menos tanto como una amenaza. Éste no es el acento de uno que esté furioso porque se ha ofendido su dignidad; no es el acento de uno que esté ardientemente enfadado porque le han insultado. Es el acento del dolor, del que ha ofrecido a unas personas la cosa más preciosa del mundo y se la han despreciado. La condenación que Jesús hace del pecado es ira santa; pero la indignación viene, no de una dignidad ofendida, sino de un corazón quebrantado.
¿Cuál fue entonces el pecado de Corazín, de Betsaida, de Cafarnaum, ese pecado que era peor que el de Tiro y Sidón, y Sodoma y Gomorra? Tiene que haber sido muy serio, porque Tiro y Sidón fueron denunciadas repetidas veces por su maldad (Isaías 23; Jeremías 25:22; 47:4; Ezequiel 26:3–7; 28:12–22), y Sodoma y Gomorra eran y son el prototipo de la iniquidad.
(i) Fue el pecado de los que olvidan las responsabilidades del privilegio. A las ciudades de Galilea se les había concedido un privilegio que no habían tenido nunca Tiro y Sidón, o Sodoma y Gomorra; porque las ciudades de Galilea habían visto y oído a Jesús en persona. No podemos condenar a alguien que no ha tenido nunca la oportunidad de saber; pero si uno que ha tenido todas las oportunidades para conocer el bien obra el mal, merece la condenación. No condenamos a un niño por algo que condenaríamos a un adulto; no condenaríamos a un salvaje por una conducta que condenaríamos en una persona civilizada; no esperamos que el que se ha criado en la pobreza de un barrio de chabolas viva la vida de una persona que ha vivido siempre en un hogar bueno y cómodo. Cuanto mayores son nuestros privilegios, mayor es nuestra condenación si fallamos en asumir las responsabilidades y aceptar las obligaciones que conllevan estos privilegios.
(ii) Era el pecado de la indiferencia. Estas ciudades no atacaron a Jesucristo; no le echaron de su entorno; no trataron de crucificarle; simplemente no le prestaron atención. No hacer caso puede ser tan mortal como la persecución. Un autor escribe un libro; se lo manda a los críticos; algunos puede que lo alaben, otros puede que lo condenen; no importa, siempre que le presten atención; la única cosa que puede dejar a un libro tan muerto como una piedra es que no se le preste la menor atención para hacerle una crítica positiva o negativa.
Un pintor hizo un cuadro de Cristo en pie en uno de los famosos puentes de Londres. Le representó con las manos extendidas en actitud de llamada o invitación a la gente que pasaba a Su lado sin prestarle atención. Solo una joven enfermera demostraba darse cuenta de Su presencia. Ahí tenemos la situación moderna de muchos países hoy en día. No hay hostilidad hacia el Cristianismo; ni deseo de destruirlo: solo una total indiferencia. Se relega a Cristo al nivel de los que no importan. La indiferencia también es un pecado, y de los peores, porque la indiferencia mata. No quema viva una religión: la mata por congelación. No la decapita; le quita la vida despacito por asfixia.
(iii) Así que nos encontramos cara a cara con una gran verdad amenazadora: también es un pecado no hacer nada. Hay pecados de acción, que se cometen; pero también los hay de inacción, que se omiten. El pecado de Corazín, Betsaida y Cafarnaum fue el pecado de no hacer nada. La defensa de muchos es alegar: «¡Yo no he hecho nunca nada!». Ésa puede que sea su condenación.
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