La culpa de la tentación - Santiago 1:13-17
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13 Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie;14 sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido.15 Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte.
16 Amados hermanos míos, no erréis. 17 Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación.
Como se explicó en el capítulo 2 de este libro, peirasmos (la forma nominal del verbo traducido “tentado”) tiene el sentido esencial de probar, examinar, analizar o comprobar y puede tener connotaciones positivas o negativas, dependiendo del contexto.
En Santiago 1:12 “12 Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman.” , se emplea la palabra en el sentido de pruebas o exámenes. Pero en el texto en estudio (Santiago 1 13-14), la idea es claramente la de tentación, de invitación al mal. Aquí Santiago trata sobre un concepto totalmente distinto.
La misma palabra (en forma sustantivo o verbal) se emplea para ambas ideas porque la diferencia principal no está en el peirasmos mismo, sino en la respuesta de una persona a él. Si un creyente responde con fiel obediencia a la Palabra de Dios, este soporta debidamente una prueba; si sucumbe ante ella en la carne, dudando de Dios y desobedeciendo, se siente tentado a pecar.
Una respuesta correcta conduce a una firme posición espiritual, a justicia, sabiduría y a otras bendiciones (Santiago 1:2-12).
Una respuesta incorrecta conduce al pecado y a la muerte (Santiago 1:15 ).
En su primera carta a la iglesia de Corinto, Pablo pone en claro que la tentación es algo humano (1 Corintios 10:13 “13 No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.” ).
Ninguna persona, ni siquiera el cristiano más espiritual, puede escapar de la tentación. Aun el Señor en su encarnación, quien no tenía carne pecaminosa, fue “tentado por el diablo” (Mt. 4:1). Un escritor de la antigüedad dijo mofándose, que el bautismo de un cristiano no ahoga la carne.
Así como es algo humano el ser tentado, también lo es que culpe a alguien o algo, no solo por ser tentado, sino también por sucumbir a la tentación.
Desde el principio, una de las principales características del pecado ha sido la tendencia a pasar la culpa, y cada padre sabe que los niños nacen con esta clara tendencia. Cuando Dios confrontó a Adán con su pecado en el Huerto del Edén, la respuesta de Adán fue: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Gn. 3:12). Cuando el Señor le preguntó a Eva: “¿Qué es lo que has hecho?”, ella respondió: “La serpiente me engañó, y comí” (v. 13). Eva culpó a Satanás; pero algo peor fue que Adán culpó a Dios.
Es evidente que Santiago no está de acuerdo con el fatalismo insensato por el cual un hombre pobre culpa a su pobreza de haberlo convertido en un ladrón y por lo tanto justifica sus robos, o por el cual un borracho culpa a los problemas y presiones del trabajo o de la casa de conducirlo a tomar y en consecuencia a manejar imprudentemente, que puede herir seriamente o matar a alguien. Tampoco permite la idea de que “el diablo me obligó a hacerlo”.
Aun con más vehemencia, Santiago se opone a la intolerable idea de culpar a Dios, cuando declara: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios”. No diga traduce la forma presente activa e imperativa del verbo legō (Diga), combinada con el imperativo negativo mēdeis (nadie). La idea es: “Que nadie se diga”, es decir, se trate de convencer, “que, cuando es tentado, está siendo tentado por Dios”. La idea misma es anatema.
Por traduce la preposición apo, que veces se traduce “de”, y tiene las connotaciones de lejanía, distancia y tortuosidad. Otra preposición (hupo), que a menudo se traduce con esas mismas palabras castellanas (por, de), denota agencia directa. Lo que dice Santiago, por lo tanto, es que nadie debe decir que Dios es siquiera responsable indirecto de la tentación a hacer el mal. Él no es de ninguna manera y en ningún grado responsable, directa o indirectamente, de que seamos tentados.
Salomón escribe aquellos que quieren culpar a Dios por su pecado, que dijo: “La insensatez del hombre tuerce su camino, y luego contra Jehová se irrita su corazón” (Pr. 19:3).
En su ardiente oposición a la racionalización impía de culpar a Dios por enviar la atracción por el mal, Santiago presenta cuatro pruebas bien fundamentadas de que Él no es responsable por nuestras tentaciones, y aun menos responsable, si eso fuera posible, por nuestro sucumbir ante el pecado.
Lo hace al explicar la naturaleza del mal (Santiago 1:13b), l
a naturaleza del hombre (Santiago 1. 14),
la naturaleza de la concupiscencia (Santiago1:15-16)
y la naturaleza de Dios (Santiago 1: 17).
En el versículo Santiago 1:18 , presenta una quinta prueba, la naturaleza de la regeneración, que se analizará aparte en el capítulo 5 de este comentario.
LA NATURALEZA DEL MAL Santiago 1:13b
“porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie.” (Santiago 1:13b)
no puede ser tentado traduce el adjetivo apeirastos, que se emplea solamente aquí en el Nuevo Testamento y denota el concepto de alguien sin la capacidad para la tentación. Es lo mismo que ser invencible a los ataques del mal. En otras palabras, la naturaleza del mal la hace intrínsecamente extraña a Dios (vea el análisis del v. 17).
Los dos se excluyen mutuamente en el sentido más completo y profundo. Dios y el mal existen en dos reinos distintos que nunca se encuentran. Él es invulnerable al mal y es del todo impenetrable a sus acometidas. Está consciente del mal pero el mal no lo puede tocar, al igual que la basura no puede tocar a un rayo de sol brillando sobre un basurero.
Esa verdad, presentada tan a menudo en las Escrituras, acerca del único Dios vivo y verdadero, no se encuentra en otras religiones.
Como son hechos por los hombres e inspirados por los demonios, los dioses paganos siempre reflejan las debilidades y los defectos de quienes los crearon. Los dioses de la mitología griega y romana, por ejemplo, son por lo general inmaduros, caprichosos, mezquinos y hasta malvados.
Se les describe como poseedores de un poder sobrenatural, pero sin la sabiduría o la virtud sobrenatural que debe corresponder a tal poder. No solo cometen pecados abominables, sino que inducen a sus súbditos mortales al pecado y al vicio de todo tipo. Estas presuntas deidades pecan contra y entre ellos mismos, y pecan contra los seres humanos sobre quienes ejercen un control arbitrario, injusto e inmoral. Como han salido de mentes corruptas y caídas, no pueden sino manifestar las características caídas y corruptas de sus creadores pecadores. Un arroyo no puede subir más alto que su fuente.
Mientras Isaías permanecía paralizado delante del Señor, uno de los serafines exclamó: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Is. 6:3).
Poco después de que instituyera el pacto en el Sinaí, el Señor le dijo a Moisés que le recordara a su pueblo Israel: “Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios” (Lv. 19:2).
Dios repite ese mandato a la iglesia: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 P. 1:16).
Su santidad es eternamente pura, solo mezclada con la justicia pura y perfecta. Con plena comprensión de que Dios es absolutamente invulnerable al mal o incluso a la tentación al mal, el profeta Habacuc afirmó: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio...” (Hab. 1:13). Al Señor Jesucristo, que era Dios en forma humana, se le describe como “.....santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (He. 7:26).
En la prueba de Jesús en el desierto después de cuarenta días y cuarenta noches de ayuno, puede verse claramente la diferencia entre peirasmos como prueba y como tentación, la misma distinción vista en este primer capítulo de Santiago (Santiago 1:2-3, 12 y el Santiago 1:13-14).
Mateo informa que “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo” (Mt. 4:1). Pero el resto del relato (Mateo 4:2-11) pone en claro que, mientras que desde la perspectiva de Satanás, la experiencia tenía como intención ser tentación (inducir a pecar), para Jesús la experiencia fue una prueba, que Él pasó sin el mínimo titubeo. A pesar del mañoso empleo de Satanás de la Palabra de Dios, no tuvo éxito alguno ni siquiera en penetrar ligeramente la impenetrabilidad de Jesús al pecado.
Para algunos cristianos, las enseñanzas de Jesús respecto a la oración, por lo general llamada el Padrenuestro, sugiere que Dios puede, si quiere, “[meternos] en tentación”, y que por tanto debemos pedirle que “[nos libre] del mal” (Mt. 6:13). Pero la idea allí es que debemos pedirle a nuestro Padre celestial que no nos lleve a una prueba de nuestra fe que, debido a nuestra inmadurez y debilidad, pudiera convertirse en una tentación insoportable hacia el mal.
Reafirmando lo que dice Santiago al final de Santiago 1:13 (“[Dios no] tienta a nadie”), Pablo les asegura a los creyentes que “no os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Co. 10:13). Dios permite las pruebas en las que pueden ocurrir las tentaciones, no para hacer que los creyentes pequen, sino para conducirlos a una mayor paciencia (cp. Stg. 1:2-4).
LA NATURALEZA DEL HOMBRE Santiago 1:14
sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. (1:14)
Una segunda evidencia de que Dios no es responsable de nuestras tentaciones de pecar es nuestra propia naturaleza, esa disposición espiritual caída que nos hace susceptible a la tentación. Cada uno hace énfasis en la universalidad de la tentación.
Todos los seres humanos somos tentados; no hay excepción alguna. El tiempo presente subraya realidad continua, repetida e ineludible del proceso, que ocurre cuando “alguien de su propia concupiscencia es atraído y seducido”.
atraído y seducido traducen participios que describen aspectos muy estrechamente relacionados pero diferentes del proceso de tentación.
El primer término atraído es del verbo exelkō, que significa quitar arrastrando, como arrastrado por un deseo interior. Se emplea a menudo como un término de cacería para referirse a una trampa tentadora destinada a atraer hacia ella a algún ingenuo animal.
El segundo vocablo (seducido) es de deleazō, que por lo general se empleaba como un término de pesca para referirse a la carnada, cuyo propósito era también el de atraer a la presa de la seguridad a la captura y la muerte.
Pedro emplea deleazō seducido dos veces en su segunda carta, primero refiriéndose a “los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado a la codicia, y son hijos de maldición”,
y más adelante a “palabras infladas y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que viven en error” (2 P. 2:14, 18).
Los animales y los peces se atraen con muy buenos resultados a las trampas y a los anzuelos porque el cebo que se emplea es muy atractivo y no lo pueden resistir. Luce bien y huele bien, y apela a sus sentidos. Su deseo por el cebo es tan intenso que los hace perder su precaución y pasar por alto la trampa o el anzuelo hasta que es demasiado tarde.
Exactamente del mismo modo, sucumbimos a la tentación cuando nuestra propia concupiscencia nos atrae a las cosas malas que apelan a nuestros deseos carnales.
Aunque en el uso contemporáneo, la concupiscencia se ha asociado mucho, casi exclusivamente, con los deseos sexuales ilícitos, el término griego epithumia que traduce se refiere a un deseo fuerte y profundo o anhelo de cualquier tipo, bueno o malo.
El pecado puede parecer atractivo y deleitoso, y por lo general lo es, al menos por algún tiempo. De lo contrario, tendría poco poder sobre nosotros.
Satanás trata de mostrar el pecado lo más atrayente posible, como hacen los hombres y mujeres malos y seductores, tal y como lo describió anteriormente Pedro.
Pero no habría atracción alguna del pecado de no ser por la propia concupiscencia pecaminosa del hombre, que hace que el mal parezca más atrayente que la justicia.
La falsedad es más atrayente que la verdad para los pecadores. La inmoralidad es más atrayente que la pureza moral para los pecadores. Las cosas del mundo más atrayentes que las cosas de Dios.
No podemos culpar a Satanás, a sus demonios, a los impíos o al mundo en general por nuestra propia concupiscencia. Sin duda alguna, TAMPOCO podemos culpar a Dios. El problema no es un tentador desde afuera, sino el traidor que está dentro.
La preposición que aquí se traduce de viene de hupo, que denota el concepto de agencia directa. No somos tentados ni siquiera indirectamente “de parte de (apo) Dios” (v. 13), sino que somos directamente atraídos y seducidos por (hupo) nuestra propia concupiscencia. El fallo está completamente dentro de nosotros, en nuestra carne no redimida.
Hablando de sí mismo como cristiano y como apóstol, Pablo confesó a todos los creyentes:
“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Ro. 7:18-25).
Jeremías dio testimonio: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17:9).
Jesús dijo que “Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:18-19).
Sabiendo que sus apóstoles estarían sujetos a la tentación de hacer lo malo, por lo que permanece de su carne no redimida, aconsejó: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41).
Aunque hemos sido salvados gloriosamente, hechos “......participantes de la naturaleza divina...” (2 P. 1:4), y tenemos al Espíritu Santo en nosotros; no obstante, retenemos a un enemigo dentro de nosotros, en la forma de anhelos, pasiones y concupiscencias que siguen siendo pecaminosos.
Aun las cosas que en sí mismas son buenas y honorables, pueden codiciarse por razones pecaminosas. La comida y el dormir son dones maravillosos y necesarios del Señor, sin los cuales no podemos vivir. Pero cuando los deseamos y codiciamos en forma extrema, se vuelven glotonería por una parte e indolencia por la otra. El amor sexual es el don supremo que Dios ha dado a hombres y mujeres para el mutuo placer físico; pero a fin de que se disfrute exclusivamente, y sin excepción alguna, en el matrimonio. Hay pocos pecados que la Palabra de Dios condene con más severidad que la relación sexual fuera del matrimonio.
Aunque todos somos susceptibles a los pecados que prohíbe la Biblia, cada persona tiene sus propios deseos o concupiscencias.
Una conducta, que es muy poderosa para una persona, pudiera no ser tan atrayente para otra.
Por ejemplo, los legalistas religiosos y los libertinos sacrílegos tienen deseos diferentes. Unos son atraídos por los pecados secretos y la hipocresía, los otros al mal abierto y evidente.
Así como un tipo de cebo o señuelo funciona bien con un tipo de pez, pero no con otros, así la pasión de una persona es la repulsión de otra. Es, por lo tanto, su propia concupiscencia la que debe preocupar a cada creyente, ya que en eso es en lo que es susceptible a la tentación. Lo que tenemos en común no son las concupiscencias particulares, sino el hecho de que todos las tenemos, somos susceptibles a ellas y tenemos la responsabilidad personal de responder a ellas.
LA NATURALEZA DE LA CONCUPISCENCIA Santiago 1:15-16
“Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte. Amados hermanos míos, no erréis”. (Santiago 1:15-16)
Una tercera prueba de que Dios no es la fuente de tentación se ve en la naturaleza de la concupiscencia. Habiendo identificado la concupiscencia en la naturaleza del hombre, entonces Santiago la analiza desde el punto de vista práctico. Aquí está el meollo de su enseñanza acerca de la tentación.
Cambiando de las metáforas de la caza y la pesca, ahora emplea el proceso del nacimiento para ilustrar su opinión.
Se describe a la concupiscencia como una madre que concibe y da a luz un hijo, el pecado, y cuyo destino final es la muerte.
Por medio de Santiago, aquí el Señor pone en claro que el pecado no es un acto aislado o ni siquiera una serie de actos aislados, sino más bien es el resultado de un proceso específico, que se explica brevemente.
La primera es “deseo”, una traducción sustituta de concupiscencia. Antes de la salvación, todos son esclavos de la concupiscencia (Ef. 2:1-3; 4:17-19; 1 Ts. 4:5).
Como se observó antes, epithumia (concupiscencia) es en sí misma moralmente y espiritualmente neutral, que sea correcta o incorrecta se determina, en parte por el objeto que se desea y en parte por cómo y con qué propósitos se desea.
Comienza, en primer lugar, como una emoción, un sentimiento, un anhelo por algo que, al principio, pudiera estar muy en el subconsciente.
Se desarrolla desde algo profundo dentro de nosotros, expresando un deseo de adquirir, lograr o poseer algo que no tenemos. Cualquier cantidad o tipo de cosas puede dar inicio a esto.
El mirar en la vidriera de una joyería puede dar inicio a un deseo inmediato y fuerte de obtener un anillo, un reloj, una pulsera o un jarrón de cristal. Pasando en nuestro automóvil por delante de algún modelo de casa, pudiéramos sentir de repente un intenso anhelo de tener una como esa. El pasar frente a una agencia de venta de automóviles, puede de pronto dar inicio a un deseo por un auto nuevo, quizás incluso una marca o modelo en el que ni siquiera habías pensando antes.
El deseo puede desarrollarse y conquistar toda nuestra atención. La concupiscencia del pecado llega de la misma manera. Algo que vemos u oímos capta de repente nuestra atención y hace aparecer en nosotros un fuerte deseo o concupiscencia, de tenerlo o hacerlo.
El paso siguiente es el engaño, que está más estrechamente relacionado con la mente que con las emociones. Cuando pensamos en el objeto deseado, nuestra mente comienza a elaborar una justificación para conseguirlo.
Esta es prácticamente una parte automática del proceso de la tentación. No tenemos que decirle a nuestra mente que justifique nuestra concupiscencia, porque ya está muy predispuesta producto de nuestra naturaleza caída.
Como los animales o peces que van tras el cebo, el deseo de tener lo que deseamos es tan fuerte, que .
Simplemente desearlo justifica el esfuerzo de tenerlo. Es al llegar a ese punto, dice Santiago, que la concupiscencia ha concebido. La “vida (el feto) de pecado”, por decirlo así, ha comenzado a formarse y crecer.
El tercer paso es el del planeamiento, cuando se comienzan a hacer los planes para llevar a cabo el deseo emocional que hemos concebido en nuestra mente.
Esta etapa implica nuestra voluntad, nuestra decisión consciente de complacer la concupiscencia hasta que se satisfaga. Y como está implicada la voluntad, esta es la etapa en la que radica la mayor culpabilidad. Lo que se ha anhelado y racionalizado ahora se busca conscientemente como un asunto de elección.
El cuarto paso y final es la desobediencia. Si permitimos que el proceso continúe, el designio inevitablemente produce desobediencia a la ley de Dios, por medio de la cual da a luz el pecado. Lo que se desea, racionaliza y se le entrega la voluntad, de hecho se hace y se consuma. El deseo conduce al engaño, el engaño al designio (la voluntad) y el designio a la desobediencia, que es pecado.
No hace falta mencionar que cuanto más pronto en el proceso nos proponemos resistir, tanto mayor es la probabilidad de que evitemos el pecado.
Por el contrario, cuanto más demoramos en resistir, tanto mayor es la probabilidad de que se produzca el pecado.
Solo el cristiano que es capaz de controlar sus respuestas emocionales ante la tentación cuando aparece por primera vez, será capaz de enfrentarla sin pecar en su vida.
El principio de “cortar el mal de raíz”no tiene mejor aplicación que aquí. La lucha debe librarse en la mente, donde se concibe el pecado. La verdad de Dios que activa la conciencia, el sistema de aviso del alma, debe escucharse y no pasarse por alto.
Nadie puede pelear en esa batalla en la mente o en la imaginación, salvo el creyente de modo individual. Perderla allí nos mueve a la etapa del designio, en el que se planea la ejecución del pecado. (El Nuevo Testamento tiene mucho que decir sobre la importancia de la mente.)
Pero como ninguno de nosotros logra resistir cada tentación con solo rechazar de inmediato los malos deseos, necesitamos entender vías para tratar con el pecado en cada etapa. Es obvio que podemos evitar muchas tentaciones sencillamente evadiendo lugares y situaciones donde sabemos que es más probable que ocurran.
No leemos revistas ni libros, no vamos al cine ni vemos programas de televisión, no nos asociamos con amigos, ni vamos a lugares donde sabemos que nuestras emociones serán incitadas a todo tipo de atracción a pecar.
En vez de esto, debemos asegurarnos de estar en contacto con cosas que alimentarán nuestras emociones de forma piadosa. No solo ganamos directa y positivamente de los beneficios espirituales de estas cosas, sino que el gozo santo que recibimos de ellas, logra que las cosas impías nos sean menos atractivas y hasta repulsivas. Por ejemplo, la música apropiada, que edifica y honra a Dios, es una de las mayores bendiciones emotivas y protecciones que ofrece el Señor.
Debemos también estar en guardia en lo que a nuestra mente se refiere. Adiestramos nuestra mente para vigilar nuestros deseos emotivos.
En vez de justificar las tentaciones, nos preparamos de antemano para oponernos a ellas con la Palabra de Dios, tal como hizo Jesús en el desierto.
Por lo tanto, Pablo aconseja: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:2).
Una ayuda especial en este sentido es el consejo del apóstol a la iglesia de Filipos: “Por lo demás hermanos, Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad” (Fil. 4:8; cp. Col. 3:2).
No es casual que el primero y más importante mandamiento incluya el amar a Dios, no solo con nuestro corazón y nuestra alma, sino también con nuestra mente (Mt. 22:37). El escritor del Salmo 119 memorizaba la verdad de la Biblia a fin de fortalecer su mente contra la tentación (Salmos 119:9-11 ).
Si se completa el ciclo de la tentación, [se consume el pecado], y este da a luz la muerte.
El “hijo”concebido por la concupiscencia nace como un asesino. Para emplear otra figura, “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23). El pecado… da a luz la muerte física, que separa el alma del cuerpo; muerte espiritual, que separa el alma de Dios; y muerte eterna, que separa por siempre el cuerpo y el alma de Dios.
Por su fe en Jesucristo, un cristiano es salvo de la muerte espiritual y eterna. Pero si persiste en pecar, pudiera pagar el castigo de la muerte física. Como algunos creyentes de Corinto estaban participando de la Cena del Señor indignamente, trajeron juicio sobre ellos y “por lo cual”, dice Pablo, “hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (1 Co. 11:30), es decir, habían muerto.
Juan también nos recuerda que, aun para los creyentes, “hay pecado de muerte” (1 Jn. 5:16).
A la luz de esas solemnes verdades, Santiago implora: “Amados hermanos míos, no erréis” Santiago 1:16 .
Lo que quiere decir es que dejen de culpar a los demás, a las circunstancias o a Satanás por las tentaciones y los pecados de ustedes. Sobre todo, no culpen a Dios. Tomen ustedes toda la culpa, que es a quienes les pertenece.
Comprenda que el enemigo de usted, su naturaleza caída, sus concupiscencias, sus debilidades, sus justificaciones mentales y sus pecados, está dentro y hay que enfrentarse a él desde dentro. Cuando el creyente gana la batalla en el interior, puede decir, al igual que Pablo: “Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros” (2 Co. 1:12).
LA NATURALEZA DE DIOS Santiago 1:17
“Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación.” (Santiago 1:17)
Por último, Santiago afirma que Dios no es responsable de nuestra tentación a pecar porque, como ya ha puesto en claro (v. 13), su naturaleza misma es incompatible incompatible con la naturaleza del pecado. Como Dios es totalmente recto y justo, por definición Él no puede tener parte en el pecado, en ninguna forma o grado.
Lo que viene de Dios no es pecado, sino solo toda buena dádiva y todo don perfecto.
La perfección y santa bondad de Dios trae como resultado que su obrar y su dar solo reflejan su perfecta santidad y verdad. Sus obras reflejan su carácter.
De forma negativa, Santiago está diciendo que, desde la tentación hasta la comisión, Dios no tiene ninguna responsabilidad por el pecado. Positivamente, está diciendo que Dios tiene total responsabilidad por toda buena dádiva, y que todo don perfecto que hay ha descendido de lo alto.
El Padre de las luces era un antiguo título judío para Dios, aludiendo a Él como Creador, como el gran Dador de la luz, en la forma del sol, de la luna y de las estrellas (cp. Gn. 1:14-19). A diferencia de estas fuentes de luz, las cuales, a pesar de lo espléndidas que son, pueden no obstante variar y con el tiempo desvanecerse, el carácter, el poder, la sabiduría y el amor de Dios no tienen sombra de variación alguna.
Por medio de Malaquías el Señor declara: “Yo Jehová no cambio” (Mal. 3:6); por medio de Juan, se nos dice que “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Jn. 1:5); y por medio el escritor de Hebreos se nos asegura que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (He. 13:8). Los cuerpos celestes que Dios creó tienen varias fases de movimiento y rotación, cambiando de hora en hora y variando en intensidad y penumbra. Sin embargo, Dios es inmutable.
Nuestro Señor promete:
“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?” (Mt. 7:7-11).
Aun más que esas cosas, mucho más que todo eso, Él promete que nuestro Padre celestial nos dará su Espíritu Santo (Lc. 11:13). Lo que significa este pasaje es que, cuando nosotros, como hijos de Dios, recibimos de forma abundante y continua las bendiciones más valiosas, gratas y bondadosas que nuestro Padre celestial puede conceder, ¿por qué debiera alguna cosa mala tener la más leve atracción sobre nosotros?