Levitico - Clase 22
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Crucifixión: la nueva Pascua
En la víspera de su crucifixión, como relata el Evangelio de Mateo (26, 36-46), Jesús estaba muy triste y profundamente angustiado, hasta la muerte. Cayendo sobre su rostro, oró: "Padre mío, si es posible, pasa de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú" (v. 39). Y de nuevo, por segunda y tercera vez, oró: "Hágase tu voluntad". Esta noche de oscura angustia y profunda lucha abre una ventana a la realidad dinámica y espiritual más íntima simbolizada y solicitada por la ofrenda de la ascensión. Como ofrenda por excelencia -de hecho, la homónima del altar-, la ofrenda de la ascensión representaba la consagración total a Dios, la entrega total de uno mismo. Una vida así es la que debe ascender como aroma agradable a la morada celestial de Dios.
La atormentada noche de oración de Jesús en el jardín de Getsemaní, por tanto, no es sólo la contrapartida del fracaso voluntario de Adán en el jardín del Edén, sino que representa el cumplimiento del culto levítico por parte de Jesús. Toda la vida de Jesús fue una creciente santificación y consagración; aquí, en el sacrificio final de su propia voluntad, el foco de su consagración se estrecha resueltamente sobre la cruz. En esta noche se bifurcan ante él dos caminos: su voluntad y la de su Padre. Este punto es vital para comprender el significado tanto del sistema de sacrificios del Levítico como de la propia cruz. Las ofrendas levíticas no se referían únicamente a la negación, a la expiación de los pecados, sino también a la obediencia recta y a la santificación, solicitando una vida de sumisión agradable a Dios, y lo mismo ocurre con la cruz. T
oda la vida de Jesús era aquello a lo que apuntaba la ofrenda de la ascensión, mañana y tarde; y la cruz misma, siendo nada menos que su vida escrita en grande, no era sino la piedra angular de esa obediencia. La cruz, por tanto, es la culminación de su consagración total, ese sacrificio que obtiene su aroma agradable no sólo del acto en sí, sino de la vida de obediencia y entrega que, a través de sus llamas, se eleva a Dios Padre. Y, en efecto, se eleva a la morada celestial del Padre, un movimiento no sólo en consonancia con la entrada del Día de la Expiación en el lugar santísimo, sino también con la ofrenda de la ascensión. La vida, la muerte y la resurrección de Jesús -es decir, Jesús mismo- son la encarnación histórica de la ofrenda de la ascensión, la realidad colocada ante el israelita en forma de símbolo. Debemos entender el sistema de ofrendas, pues, como relacionado fundamentalmente con la voluntad humana. Esta es precisamente la exposición que hace el autor de Hebreos en 10:1-10. Tras recordar a sus lectores que no era posible que la sangre de toros y machos cabríos quitara los pecados, escribe que, por eso, cuando Jesús vino al mundo vino a ofrecer algo más que sacrificios levíticos. Más bien, el Hijo dice: 'He aquí que vengo... para hacer tu voluntad, oh Dios'". Esta diferencia fundamental el autor de Hebreos la explica de la siguiente manera (10:9b-10): Él [Jesús] quita lo primero [los sacrificios levíticos] para establecer lo segundo [la obediencia a la voluntad de Dios]. Por esa voluntad hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo de una vez para siempre'. La vida, muerte y resurrección de Jesús son ahora para Israel lo que antes era todo el culto levítico, y más, por supuesto. No una mera sustitución, sino la sustitución vicaria, que, más allá del logro de la reconciliación, también solicita y da poder a la conformidad: que todo el pueblo de Dios pertenezca a Dios.
El cumplimiento por parte de Jesús del culto levítico en su conjunto es un punto importante que hay que tener en cuenta, ya que consideraremos la cruz principalmente en términos del sacrificio pascual. Sin embargo, como veremos a continuación, el velo del santuario interior del templo representaba el templo mismo. Por tanto, cuando el velo se rasgó, todo el culto experimentó la fisura causada por la crucifixión de Jesús: una señal de que "ha quitado lo primero para establecer lo segundo". Una señal, en otras palabras, de que ha cumplido todo el culto levítico.
El velo de alquiler
Sin duda, es significativo que los Evangelios sinópticos -Mateo, Marcos y Lucas- recojan la rasgadura del velo del templo como consecuencia directa de la crucifixión de Jesucristo. De este modo, lo que él ha soportado y realizado se asocia con el templo, su significado y su función, y se pone de manifiesto. La misión del Hijo, una vez más, es traer el nuevo culto, la nueva vía de acceso a Dios, trasladando a Israel desde el escenario dramático del culto levítico hasta su telos prometido y su realidad en el cosmos. Desde la perspectiva distinta del Evangelio de Marcos, examinaremos brevemente este acontecimiento. (Mc 15, 37-39).
Aquí, la rasgadura del velo del templo está enmarcada por dos referencias a la muerte de Jesús, entretejidas mediante la repetición resuntiva, con el versículo 39 repitiendo la sustancia del versículo 37 y continuando desde ese punto. Resulta que esta técnica literaria es una característica del Evangelio de Marcos, denominada "sándwich marciano", por la que utiliza una interpolación en medio de un relato para demostrar su significado teológico. Marcos 15:37-39 es, pues, un sándwich marciano en miniatura: el argumento principal es cómo la muerte de Jesús lleva a la confesión del centurión, y la rotura del velo sirve de interpolación. ¿Cómo se relaciona la rotura del velo con la confesión culminante de que Jesús es el Hijo de Dios? Como ha demostrado perspicazmente Chronis, tres temas principales del Evangelio de Marcos culminan en la muerte de Jesús y convergen en ella. Los dos primeros son (1) el rechazo de Jesús en 15:37, y (2) su identidad como Hijo de Dios en 15:39. El retrato particular que Marcos hace de Jesús, en relación con el primer tema, es el del varón de dolores, el que vino "a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (10:45). En repetidas ocasiones profetiza que debe sufrir y ser rechazado por las autoridades del templo, y ser condenado y asesinado (8:31-33; 9:31; 10:33-34); su "propio pueblo" lo rechaza (3:21; cf. 3:31-32), al igual que su "propio pueblo" lo rechaza (3:21; cf. 10:33-34). 3:31-32), al igual que su "propia ciudad natal", Nazaret (6:1-6); por último, incluso Dios debe, por así decirlo, apartar su rostro de Jesús -y aquí está el contexto culminante de su fuerte grito y muerte en 15:37-, de modo que Jesús grita en 15:34 las palabras de abandono "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Pasando al segundo tema, el de la identidad de Jesús, Marcos abre su Evangelio con la audaz declaración de que el suyo es el Evangelio de "Jesucristo, el Hijo de Dios". Aunque incluso -o, quizás mejor, especialmente- los espíritus impuros reconocen esta identidad (cf. 1:24; 5:7), el lector es llevado de viaje con los discípulos de Jesús, invitado a descubrir esta verdad a través de sus palabras y obras. Por eso, cuando Jesús reprende al viento y calma el mar, Marcos deja que la pregunta de los discípulos siga flotando en el aire: "¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?" (4:41). De forma dramática, la narración de Marcos hace de la auto-revelación de Jesús la razón de su crucifixión (14:61-64). Este tema culmina también en la muerte de Jesús, cuando el centurión, presumiblemente un pagano romano, confiesa que Jesús es "el Hijo de Dios" (15:39). Además, esta confesión queda subrayada, ya que el centurión es el único ser humano en el Evangelio de Marcos que confiesa a Jesús como Hijo de Dios (obsérvese, por ejemplo, la sorprendente omisión en 8:29). Cuando se lee el capítulo 15 directamente del versículo 37 al 39 (saltándose el v. 38), el relato despliega ya una profunda afirmación teológica: mediante su sufrimiento y muerte sacrificiales, Jesús da a conocer a Dios, llevando al centurión a reconocer su verdadera identidad como Hijo de Dios.
¿Cómo se relaciona, entonces, el desgarramiento del velo con la convergencia del sufrimiento de Jesús y la revelación de que es el Hijo de Dios? Marcos inserta la rasgadura del velo para que un tercer tema, el del templo, converja también en la muerte de Jesús. Aunque de un modo totalmente distinto al del cuarto Evangelio, Marcos también presenta a Jesús como el nuevo templo: lo que él es y realiza demuestra la obsolescencia del sacerdocio levítico y de su grandioso edificio. Jesús, por ejemplo, es el que limpia a los demás, y el hecho de que lo haga sirve de testimonio frente a los sacerdotes levitas, cuyo papel consistía principalmente en diagnosticar y declarar (cf. 1:40-45). No sólo por su autoridad, un motivo notable, sino por su ser -su vida-, Jesús es capaz de limpiar y atraer a la vida, sin la posibilidad de ensuciarse o contaminarse él mismo; él es todo lo que significaban los rituales de limpieza del templo. Este punto queda patente en el encuentro con el endemoniado gadareno que, según se nos dice, estaba habitado por una legión de espíritus inmundos y había hecho su morada entre los sepulcros (5:1-20); totalmente sucio y contaminante, éste sería el último lugar donde encontrar a un sumo sacerdote levítico. Jesús, sin embargo, como una especie de culto del templo ambulante, causa orden y vida, manifestando la compasión divina. Lo que Jesús es, pues, desplaza cada vez más el papel y la función del templo de Jerusalén. Además, para Marcos, la visita de Jesús al templo (11:15-19) no tiene como resultado una purificación, sino más bien su juicio concluyente, un punto subrayado de varias maneras. En primer lugar, en otro bocadillo marciano, la visita de Jesús al templo interrumpe el relato de su maldición de la higuera para que se marchite de raíz. Yuxtapuesta al juicio del templo, la higuera sirve como símbolo del Israel representado por las autoridades del templo, los viñadores que no dieron fruto al dueño de la viña en la parábola que sigue inmediatamente (12:1-12). En segundo lugar, la reprimenda de Jesús en 11,17 está tomada de dos citas, Isaías 56,7, en relación con el papel del templo en favor de las naciones, idea que encuentra resolución con la confesión del centurión, y Jeremías 7,11, que condena el templo como cueva de ladrones. Con esta última referencia puede explicarse un curioso relato de Marcos. El primer acto de Jesús, un tanto ominoso, al entrar en Jerusalén fue visitar el templo, donde "lo miró todo" antes de regresar a Betania para pasar la noche (11:11), un incidente que no relatan los otros Evangelios. De este modo, Marcos da la impresión de que el juicio de Jesús sobre el templo a la mañana siguiente fue un acto de deliberación nocturna, como bien ha elucidado Scott, y la referencia a Jeremías es aún más reveladora, como demuestra una cita más completa de Jeremías 7:11: "¿Acaso esta casa, que lleva mi nombre, se ha convertido a vuestros ojos en una cueva de ladrones? Así pues, la mirada de Jesús del día anterior formaba parte de la investigación divina previa al juicio, practicada por YHWH en otros lugares (cf. Gn 6:5-7; 18:20-21). En el contexto de Jeremías, lo que YHWH ha visto hace inevitable la destrucción del templo. La visita de Jesús es un juicio que presagia la ruina del templo. Además, a diferencia del relato de Lucas, en el que, tras la purificación, Jesús recupera el templo para su ministerio de enseñanza, en la narración de Marcos Jesús nunca regresa al templo, y su marcha está marcada por una profecía fatídica: (Marcos 13:1-2).
Pasando al interrogatorio de Jesús, encontramos que su relación con el templo está en el centro de la controversia, ya que los falsos testigos afirman: "Le hemos oído decir: "Destruiré este templo hecho a mano, y dentro de tres días construiré otro hecho sin manos"" (14:58). Aún más significativa y no menos llena de ironía, la misma acusación le es lanzada durante su agonía en la cruz: 'Y los que pasaban le blasfemaban, moviendo la cabeza y diciendo: "¡Ajá, tú que destruyes [katalyōn] el templo y lo construyes [oikodomōn] en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz!". ' (Marcos 15:29-30). Como pone de relieve mi traducción, el uso por parte de los blasfemos de participios activos para sus burlas subraya que, en ese mismo momento, mientras agoniza, Jesús se dispone a destruir el antiguo templo y a reconstruir el nuevo: su cuerpo. Este tema del templo culmina con la rasgadura del velo del templo, de arriba abajo, demostrando que este acontecimiento fue un acto de Dios. El ministerio de Jesús, que comenzó con la rasgadura (schizomenous) de los cielos y el descenso del Espíritu sobre Él (1:10), termina ahora con la rasgadura (eschisthē) del velo, la contraparte levítica de los cielos (15:38). El velo rasgado, que representa todo el culto del templo, significa en efecto la disolución del sistema levítico, que se ha abierto el nuevo camino hacia Dios.
Volviendo una vez más a la cuestión que nos ocupa, ¿qué espera conseguir el Evangelio de Marcos al intercalar el velo rasgado -la culminación del desplazamiento del templo por parte de Jesús- entre la muerte de Jesús y la respuesta del centurión a esa muerte?
La cuestión es apremiante en la medida en que el centurión, que estaba "frente" a Jesús, respondió particularmente a su visión de la muerte de Jesús, no al velo rasgado; más bien, Marcos ha insertado el velo rasgado como comentario a la experiencia del centurión. Sencillamente, el velo rasgado sirve para ayudar al lector a interpretar la muerte de Jesús según el simbolismo del culto levítico. Cuando su ignominiosa muerte se contempla a través de la lente del sistema de sacrificios, la vergüenza de su abandono se convierte en la gloria de su realización e identidad. De este modo, al asociar el velo rasgado con la revelación de Jesús, a través de su sufrimiento y muerte, como Hijo de Dios, la estrategia literaria de Marcos exhibe la muerte de Jesús como algo que sirve para quitar el velo que oculta el rostro de Dios: al morir, Dios muestra su rostro, y el centurión se encuentra en tierra santa. El velo rasgado, una vez más, sirve para definir la ignominia de la cruz en términos del cultus sacrificial, explicando la crucifixión de Jesús como el sacrificio expiatorio que reconcilia a la humanidad con Dios.
Aquí los temas culminantes del rechazo de Jesús hasta la muerte, la revelación de su identidad como Hijo de Dios y su desplazamiento del culto levítico confluyen en una gran epifanía: al morir, Jesús quita el velo del rostro de Dios, y es su propio rostro, una revelación que es la perdición del templo de Jerusalén. El templo es la morada de Dios y, por tanto, el lugar de encuentro con Dios; alberga la visión de Dios, como el lugar donde se puede contemplar su rostro, y es el camino hacia Dios -hacia esta visión beatífica- a través del culto sacrificial. El templo armoniza la gloria de la perfección en la contemplación de Dios y el sufrimiento que es el camino hacia esa gloria a través del sacrificio y el derramamiento de sangre. Para eso sirve el templo, y la muerte de Jesús cumple esas funciones; su crucifixión abre el camino hacia Dios y es en sí misma la revelación del rostro de Dios.
La fiesta de Pascua
El Nuevo Testamento interpreta la crucifixión a través de la lente teológica de la Pascua, y los tres primeros Evangelios lo hacen principalmente en términos de la institución por Jesús de la cena como comida pascual del nuevo éxodo en la víspera de su muerte. Además, los cuatro Evangelios vinculan la muerte de Jesús con la liberación de un criminal en relación con la fiesta (Mateo, 27:15-26; Marcos, 15:6-15; Lucas, 23:13-25; Juan, 18:39-40). Este acontecimiento no sólo sirve para representar la cruz como sacrificio vicario de expiación, sino que también despliega el significado interno de la Pascua. Es significativo que los cuatro Evangelios recojan el nombre del criminal como parte integrante del intercambio: Barrabás. Dado que bar Abbas en arameo significa "hijo del padre", se pretende que lo asociemos estrechamente con Jesús; algunos testigos manuscritos tempranos de Mateo 27:16 (véase el texto NU) incluso leen el nombre del hombre como "Jesús bar Abbas". Tal correlación manifiesta la redención de la Pascua: Jesús es el Hijo, el primogénito del Padre, que debe ser sacrificado para que la humanidad, Adán y su posteridad sean liberados. El Nuevo Testamento se complace en referirse a Jesucristo como el primogénito, y este título debe entenderse con referencia a su papel en la redención, como teología de la Pascua: (1 Cor. 5:7) (1 Pedro 1:18-19) (Ap. 5:9)
Este último pasaje, en particular, celebra la crucifixión de Jesús como la nueva Pascua del nuevo éxodo profetizado, la redención que liberaría no sólo a los judíos sino también a los gentiles de la miseria de su largo y oscuro exilio (cf. Gn 11,8-9).
En el Evangelio de Juan, la Pascua se menciona en numerosas ocasiones como contexto teológico de las palabras o los actos de Jesús (2:13, 23; 5:1; 6:4; 11:55; 13:1). Además, mientras que el Apocalipsis se refiere a Jesús como el cordero inmolado, el Evangelio de Juan introduce su ministerio mediante un apelativo similar expresado por Juan el Bautista, que identifica a Jesús como el redentor de la Pascua: "¡He aquí! El cordero de Dios que quita el pecado del mundo". ... Y mirando a Jesús mientras caminaba, dijo: "¡He aquí el cordero de Dios!". ' (Juan 1:29, 36). El propio Evangelio está enmarcado por la identidad de Jesús como cordero de la Pascua; Juan 1:29 encuentra su contrapartida en 19:31-37 y el detalle de que, como ya estaba muerto, los soldados no necesitaron romperle las piernas a Jesús. Esto tuvo lugar, señala Juan directamente al lector, para cumplir la legislación pascual, según la cual "no se quebrará ni uno solo de sus huesos": al degollar, asar, comer y quemar los restos del cordero sustitutivo del primogénito, no debían quebrarse los huesos del animal(Éxo. 12:46; Núm. 9:12; cf. Sal. 34:20). Juan tiene especial cuidado en establecer el momento de la crucifixión en la víspera de la Pascua, precisamente cuando se sacrificarían los corderos (19:14). La mención del hisopo en 19:29, que se había utilizado para rociar con la sangre de los corderos los dinteles y postes de las puertas en la Pascua original (Éxodo 12:22), también sirve para describir a Jesús como el verdadero cordero pascual. A la luz del énfasis pascual del cuarto Evangelio, probablemente tengan razón los eruditos que encuentran tal alusión en Juan 2:17, donde se cita el Salmo 69:9,aunque con un cambio significativo: 'El celo por tu casa me comerá [kataphagetai]'. Aunque tanto en el texto hebreo como en los LXX aparece "ha comido" (katephagen) para este versículo, la cita de Juan está orientada hacia el futuro, apuntando hacia la crucifixión. Esta afirmación en el contexto de la fiesta de la Pascua (2:13), y posiblemente formando una inclusio con ella, puede tener en mente el sacrificio del cordero pascual. En términos más generales, el motivo de la Pascua se ve reforzado por diversas alusiones al éxodo en el cuarto Evangelio, lo que permite leer la narración de Juan como el nuevo libro del Éxodo. El primer signo de Jesús de convertir el agua en vino, por ejemplo, recuerda el signo inicial de Moisés de convertir el agua del Nilo en sangre. En este nuevo éxodo, el antiguo signo de muerte se ha transformado en uno de vida. Y también están las palabras "Yo soy", que resuenan con la revelación de YHWH en la zarza ardiente, y a las que probablemente se refiere Jesús cuando ora: "He manifestado tu nombre a los que me has dado fuera del mundo" (17:6, 11-12). Como el éxodo de antaño, el nuevo éxodo produce el conocimiento de Dios; lo revela -ahora como Padre- y principalmente a través de la Pascua, que resume la redención.
Resurrección y ascensión: el nuevo éxodo
El éxodo de Jesús es su paso de la muerte a la vida y, por tanto, no debe limitarse a la crucifixión, que es la prueba pascual que genera el éxodo. El Evangelio de Lucas pone de manifiesto este punto de una manera teológicamente rica. Cuando Jesús se transfigura, Moisés y Elías aparecen con él (9:28-36). Aunque el significado de Moisés y Elías en la montaña ha sido objeto de debate, Lucas deja clara su intención. Moisés, por supuesto, había liderado el éxodo de Egipto; y Elías era el precursor prometido del nuevo éxodo (Mal. 4:5-6), un papel que el Evangelio de Lucas subraya (1:17, 76). Además, estos dos hombres "hablaron con Jesús", y Lucas nos da el tema concreto de su conversación: "hablaron del éxodo que iba a realizar en Jerusalén" (9:31). Con este término, derivado de éxodo, Lucas no pretende un mero eufemismo de muerte, como "partida" o "fallecimiento". Su objetivo, más bien, queda especialmente claro a través de los propios labios de Jesús cuando, desde la cruz, le dice al criminal penitente: "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso" (23:43). La palabra griega paradeisos es utilizada por los LXX en el Génesis para designar el jardín del Edén. Para Lucas, que remonta la genealogía de Jesús hasta "Adán, el hijo de Dios" (3:38), el nuevo éxodo no es sino la reentrada en el jardín del Edén, el paraíso de Dios. La cruz, pues, es el medio de la ascensión de Jesús al paraíso; el éxodo se refiere tanto a su crucifixión como a su ascensión: "Aconteció que cuando se acercaban los días de su ascensión, se puso firmemente en camino hacia Jerusalén" (Lucas 9:51). Ese es el viaje que, tras su intercambio con Moisés y Elías, decide hacer. Este éxodo realiza el drama teológico de la entrada del Día de la Expiación en el lugar santísimo, que se pone de manifiesto en Hechos 1:9 al relatar Lucas la ascensión: "Y habiendo dicho estas cosas, estando ellos mirando, fue alzado, y una nube le ocultó de sus ojos". Que esta referencia a la nube refleje la imaginería sacerdotal, y en particular la del Día de la Expiación, cuando el sumo sacerdote entraba con las nubes de incienso en la Presencia de Dios en el lugar santísimo, parece probable, dada la descripción anterior de la ascensión que hace Lucas en Lucas 24:50-51: "Los llevó hasta Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue elevado al cielo". La ascensión cultual a la Presencia celestial de Dios culmina con la bendición, en la que el sumo sacerdote levanta las palmas de las manos y pronuncia la bendición aarónica. Su Evangelio termina como había empezado, en el templo, y puede ser que Lucas entendiera esta bendición como la resolución a la salida de Zacarías del templo como mudo, incapaz de pronunciar la bendición (1:22). Mediante la Pascua de la cruz, Jesús ha realizado su éxodo al paraíso del monte Sión celestial; con la sangre de la expiación ha ascendido a través del velo de los cielos, entrando en lo más sagrado de la casa de Dios. Al hacerlo, ha alcanzado la bendición de su pueblo.
Jesucristo ha cumplido así el modelo cosmogónico. Ha atravesado las aguas del juicio y de la muerte, ha ascendido al monte celestial de Dios, para una vida indestructible de gloria ante la faz del Padre. ¿Quién ascenderá al monte de YHWH? Jesucristo, el Hijo de Dios.
El descenso del Espíritu de Cristo
La efusión escatológica del Espíritu Santo es el don prometido del Padre y el fruto de la obra mediadora del Hijo. Jesús ascendió por causa del descenso del Espíritu;sin el descenso del Espíritu, el pueblo de Dios no puede ascender. Sin la efusión del Espíritu, no hay un nuevo acceso a la morada celestial de Dios Padre y, en consecuencia, no hay un nuevo Israel. Justo aquí puede ser útil volver a las palabras de Oseas 6:2:
El Nuevo Testamento parece solicitar garantías proféticas para la resurrección de Cristo al tercer día en particular. El apóstol Pablo, por ejemplo, afirma que Jesús "resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Co. 15:4), y Lucas recoge las palabras del propio Jesús: "Así estaba escrito y así era necesario que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día" (24:46; cf. 24:7, 21). La falta de profecías sobre el tercer día en el Antiguo Testamento, por tanto, ha sido un enigma que ha provocado cierta consternación entre los eruditos. Dado que Oseas 6:2, como única referencia explícita a la resurrección al tercer día en el Antiguo Testamento, se considera en sí mismo vago, es posible evitar el problema por completo entendiendo las afirmaciones "según las Escrituras" y "así estaba escrito" del Nuevo Testamento como referidas a la resurrección en general y no al aspecto del tercer día en particular. Otros, que perciben el peso exegético del énfasis del Nuevo Testamento en el tercer día, buscan una solución recurriendo a referencias más implícitas o simbólicas del Antiguo Testamento, como la liberación de Jonás del vientre del pez (Jon 1:17). Sea como fuere, el planteamiento de Phythian-Adams es convincente, en el sentido de que la mención marcada y metódica de "el tercer día" en el Nuevo Testamento se debe precisamente a que los autores, teniendo en mente la profecía de Oseas 6:2, están llamando la atención de sus lectores sobre la única referencia que evocaría esa frase añadida. Quizá un primer paso para entender la resurrección de Jesús al tercer día como cumplimiento de Oseas 6:2 sería apreciar que él mismo es el verdadero y fiel Israel.
En el Evangelio de Mateo, en particular, la prueba de Jesús en el desierto, durante cuarenta días y cuarenta noches, se inspira en los cuarenta años de Israel en el desierto; sin embargo, mientras que Israel fracasó, Jesús es fiel, modelando la piedad que exige el Deuteronomio (Mateo 4:1-11). Además, Mateo cita Oseas 11:1, un pasaje que parece referirse originalmente a Israel, pero lo aplica directamente a Jesús: cuando José y María tomaron al niño y huyeron a Egipto, nos dice que esto sucedió 'para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta: "De Egipto llamé a mi hijo"' (Mateo 2:15). En una línea similar, se podría sugerir que los autores del Nuevo Testamento entendieron que la profecía de Oseas 6:2 se aplicaba a Jesús como el verdadero Israel, resucitado al tercer día. Sin embargo, sería un grave error limitar este pasaje únicamente a la resurrección de Jesús al tercer día. La teología del Nuevo Testamento es que la resurrección de Jesús al tercer día fue su experiencia de la resurrección de los muertos, el acontecimiento escatológico. En el estudio al que ya se ha hecho referencia, Phythian-Adams señala bien el lenguaje de Pablo en Romanos 1:4, según el cual Jesús fue declarado Hijo de Dios por la resurrección de entre los muertos, en lugar de "de entre los muertos". Esto lo relaciona acertadamente con la enseñanza de Pablo más adelante en su epístola, respecto a la unión con Cristo: 'Fuimos sepultados con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva' (Rom. 6:4). Así pues, la resurrección de Jesús al tercer día no cumple la profecía de Oseas 6:2 si no es porque el Espíritu une a Israel con Jesús (y su resurrección al tercer día), resucitando al pueblo de Dios de entre los muertos en él y con él: esto cumple la resurrección de Israel al tercer día. Por medio de Jesús, para Israel: esa es la enseñanza de Pablo. La resurrección de Jesús fue la resurrección del pueblo corporativo de Dios, el Israel nuevo y vivo.
Una de las primeras cosas que habían aprendido como cristianos era pensar en la Resurrección de nuestro Señor... como un acto de poder vivificador que procuraba la resurrección de todos aquellos que 'lo buscaran fervientemente'. De hecho, no era la mera referencia a los "dos días" [o "al tercer día"] lo que vinculaba esta profecía con su cumplimiento, sino el profundo misterio de un Israel nuevo y resucitado al que apuntaba. Esto era lo que Dios había prometido, esto era lo que había hecho; pero lo había hecho (¡mirabile dictu!) gustando Él mismo la muerte. ¿Y qué voz podría predecir este gran acto más adecuadamente que la del profeta [Oseas] que proclamó más apasionadamente las profundidades inagotables del Amor Divino?
Encontramos esta teología también en Efesios, donde, tras describir la resurrección y ascensión de Jesús (1:19-23), Pablo pasa inmediatamente a la experiencia de la Iglesia: "A vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y pecados, os dio vida ... Dios nos dio vida juntamente con Cristo ... y juntamente con él nos resucitó, y juntamente con él nos hizo sentar en los lugares celestiales en Cristo Jesús" (2:1-7). He aquí, pues, la resurrección de Israel profetizada por Ezequiel, porque YHWH 'pondrá mi Espíritu dentro de vosotros, y viviréis' (37:14) -la Iglesia es nada menos que la profetizada resurrección de Israel, resucitada para vivir ante la faz de Dios.
El Nuevo Testamento, por tanto, no se detiene con la ascensión de Jesús; la plenitud de su mensaje y alegría es la resurrección y ascensión de Israel-con Jesús. Es decir, el nuevo éxodo desde las profundidades del Seol hasta las alturas del Monte Sión celestial no es menos una redención corporativa de Israel que el éxodo original fuera de Egipto. El nuevo éxodo fue prometido a Israel y, por tanto, no puede limitarse a la experiencia de Jesús únicamente. La Iglesia, judíos y gentiles que por la fe se han unido a Jesús por medio del Espíritu, esta Iglesia ha experimentado la resurrección, el nuevo éxodo fuera de la esclavitud del pecado y de la muerte, redimida del exilio para vivir ante el rostro de Dios. El nuevo éxodo ha creado el nuevo Israel.
En las secciones que siguen, por tanto, consideraremos la efusión del Espíritu, esencial para la propia experiencia israelí de resurrección y ascensión, así como el modo en que este don permite al pueblo de Dios convertirse en su templo.
La efusión del Espíritu
El papel del Espíritu
Para entender lo que realiza el Espíritu derramado, primero debemos comprender cómo el Espíritu representa tanto el orden celestial como el escatológico, que en gran medida son una misma realidad. El contraste entre el Espíritu y la carne, por ejemplo, puede relacionarse con los reinos (celestial frente a terrenal), con el tiempo (la era escatológica frente a esta era presente) y también con la creación (la nueva creación frente a la vieja creación que pasa). Por tanto, cuando el Espíritu es derramado, inaugura las realidades del cielo y de la era escatológica. Dicho de otro modo, el cielo es ahora el anticipo del eschaton (la nueva creación) hasta que llegue el eschaton; el Espíritu es la realidad plena, la dinámica y la atmósfera (por así decirlo) del eschaton, que actualmente es una realidad celestial. Los nuevos cielos y la nueva tierra del eschaton serán la fusión del cielo en la tierra, pero, hasta que esa realidad tenga lugar, el eschaton se anuncia en la actual realidad celestial. Porque, además, el eschaton es el futuro de Israel, la esperanza de la resurrección y renovación de Israel, el Espíritu es la fuente de la vida de Israel. Hasta que el Espíritu sea derramado sobre nosotros desde lo alto" es la súplica de Isaías (32,15).
En segundo lugar, al resucitar y ascender al cielo, Jesús -como Hijo encarnado, portador de su humanidad- entra en el reino del eschaton, pues ha experimentado la resurrección de entre los muertos del fin de los días y ha sido glorificado y perfeccionado.
En tercer lugar, obtiene la autoridad para dispensar el Espíritu del eschaton en la historia: la vida de la era venidera dentro de la era y la creación que están pasando. Jesús es quien derrama el Espíritu Santo sobre el pueblo de Dios. El Hijo dispensa el don del Espíritu, siendo la autoridad para hacerlo parte de la exaltación del Hijo encarnado.
En cuarto lugar, el resultado de esta efusión es la unión con el Cristo ascendido: esa es la meta, y todo lo demás se deriva de este vínculo. El pueblo de Dios resucita con Cristo y, junto con él -en él-, forma la familia de Dios y la casa, el templo vivo de Dios. Pero además, el Espíritu es el sabor y el anticipo del eschaton, porque en cierto modo es el eschaton. El Espíritu es el elemento o sustrato, la atmósfera circundante (como dice Vos) de la era venidera. Su efusión, por tanto, traslada la gloria futura a la experiencia presente, sus poderes en la vida de la Iglesia son "los poderes del siglo venidero" (Heb. 6:4-5). Aquí hemos llegado lo suficientemente lejos como para entender la ilustración de la p. 283 (empezando por abajo con la muerte de Jesús).
En resumen, como Hijo primogénito de Dios, el último Adán y el verdadero Israel, la vida terrenal de Jesús llegó hasta el final de la historia humana, incluso hasta la resurrección de los santos de Dios: su muerte a la vieja creación y a la era anterior, y su resurrección como nueva creación en la nueva era de gloria del Espíritu, el eschaton (véase Juan 11:23-25). Sin duda, la nueva Sión existe ahora sólo como Sión celestial y no todavía como la realidad material de la nueva tierra, por lo que con la ilustración sólo pretendo comunicar el significado teológico de la resurrección de Jesús, que ha entrado realmente en el estado glorioso del eschaton. Entonces derramó su Espíritu de gloria, de nueva creación, de vida celestial, sobre su pueblo todavía dentro de los límites de la historia y, por tanto, ha inaugurado la vida "ya pero todavía no" del nuevo Israel.El Espíritu que es derramado en este mundo es el Espíritu tal como ha quedado plasmado tanto por la muerte de Jesús al pecado y al orden antiguo, como por su gloria de resurrección, como el que ha entrado en el eschaton; el Espíritu, por tanto, es su Espíritu. Y el don del Espíritu es, de nuevo, su don: Él es el dispensador. La obra de glorificación, de "escatonización", sin embargo, es el papel del Espíritu: realiza los estados celestial y escatónico; hace que el cuerpo de resurrección de Jesús sea una realidad de nueva creación. Es el Espíritu de la resurrección de los muertos. Por causa del derramamiento del E.S. en pentecostes, el pueblo de Dios experimenta los poderes de la era venidera ahora en la historia, tiene una ciudadanía celestial actualmente en la tierra, y son nuevas criaturas que habitan como extranjeros y peregrinos dentro de la vieja creación. Principalmente, a través del Espíritu derramado, los creyentes están unidos a Jesucristo ascendido, nacido de lo alto, y están capacitados con toda la Iglesia para realizar la ascensión celestial. El descenso del Espíritu, a través del cual Jesús vuelve a sus discípulos, es la ascensión de la Iglesia, este viaje a su vez conducido por el Hijo a la casa del Padre. Y así, esta realidad celestial se saborea y renueva litúrgicamente, en el acercamiento corporativo del pueblo de Dios habilitado por el Espíritu, mientras asciende con Jesús al monte Sión celestial, día del Señor tras día del Señor, a través del camino nuevo y vivo: el velo de la carne de Jesús.
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Por medio del Espíritu, pues, la nueva alianza, antes de que se disfrute de su plena consumación en la nueva tierra del eschaton, es sin embargo una realidad celestial ahora. La Iglesia es una realidad celestial. El pueblo de Dios ha nacido de Dios, que reside en el cielo (Juan 1:13), lo que significa que ha nacido de lo alto (Juan 3:3), de modo que su ciudadanía por nacimiento es verdaderamente el mismo cielo (Fil. 3:20).