Deuteronomio 5 - Los 10 mandamientos (pt 4) | 3er mandamiento

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4 mandamientos del Señor para exaltar al único Dios vivo y verdadero

Dios, prioridad sobre todas las cosas
Nada ni nadie puede sustituir a Dios
Reverenciar el santo y glorioso nombre de Dios
Descansar en el Señor
Alejandro Magno fue un emperador griego que vivió en el s. IV a.C., y es uno de los conquistadores militares más reconocidos de la historia. Se cuenta una leyenda sobre él: un día, este gran general estaba recorriendo su campamento militar, cuando encontró durmiendo a un soldado que se suponía que debía estar en guardia. Eso provocó su ira, así que despertó muy enojado a este soldado, exigiéndole que dijera su nombre. El soldado, temblando, respondió que su nombre también era Alejandro. Ante eso, Alejandro Magno respondió angustiado: “o te cambias el nombre, o vives como es digno de él”[1]. Ciertamente, lo que somos es representado por nuestro nombre. Nuestra identidad, reputación y honra están ligadas a él, de manera que si nuestro nombre se ensucia ante la opinión de los demás, todo lo que somos resulta afectado. Esto que se puede decir de personas comunes y corrientes como nosotros, se multiplica cuando hablamos de grandes personajes de la historia, que han querido que sus nombres queden inmortalizados en libros, pinturas, monumentos y nombres de calles. Eso explica también que emperadores como Napoleón hayan prohibido que la gente bautice con su nombre a los animales, con lo que buscaban que su nombre permaneciera en honra y dignidad. Sabiendo esto, ¿Cuánto más puede decirse esto sobre Dios? A través de este tercer mandamiento, el Señor ha querido que se dé la honra más alta a Su Nombre, y condena toda irreverencia, profanación y menosprecio que pueda demostrarse a Él. Esto nos llega particularmente hoy, en un tiempo en que todo parece ser motivo de burla o chiste, y donde conceptos como la honra o la reverencia prácticamente se relacionan con un pasado muy remoto. Eso hace aun más necesario meditar en este mandamiento, y detenernos a analizar qué ordena, qué prohíbe, y cómo nos confronta de manera personal. I. El deber de dar la mayor reverencia a Dios A. La esencia del mandamiento Como ya hemos señalado anteriormente, no cumplimos cada mandamiento con una sección separada de nuestro corazón, sino que el Señor quiere la totalidad de nuestro ser entregada en devoción a Él. Así, la primera tabla de la Ley, que contiene los primeros cuatro mandamientos, nos habla de nuestra adoración a Dios de manera integral: mientras el primer mandamiento nos indica a quién debemos adorar, el segundo nos dice cómo debemos adorarlo, y el tercero nos ordena con qué disposición hemos de hacerlo. Juan Calvino sostiene que este mandamiento ordena “… que tanto de corazón como oralmente cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran reverencia y sobriedad; y que al considerar sus obras no concibamos nada que no sea para honra y gloria suya”[2]. Arthur Pink agrega que “… nos invita a adorarlo… con la máxima sinceridad, humildad y reverencia”[3]. Esto viene de reconocer al Señor en su excelencia y poder, sabiendo que “Jehová el Altísimo es temible; Rey grande sobre toda la tierra” (Sal. 47:2). Dice también: “Tú, temible eres tú; ¿Y quién podrá estar en pie delante de ti cuando se encienda tu ira?” (Sal. 76:7). De hecho, uno de los títulos de Dios es “el Temible” (Sal. 76:11). Por tanto, no puede haber otra actitud ante Él que no sea la máxima reverencia y solemnidad: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Ec. 5:1-2). B. El Nombre de Dios Así, jamás debemos hablar de Su Nombre ni de Su Palabra forma ligera ni descuidada. Esto porque en la Escritura, el Nombre de Dios representa a Dios mismo, Su naturaleza y Su Ser[4]: “Alabad a JAH, porque él es bueno; Cantad salmos a su nombre, porque él es benigno” (Sal. 135:3). “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12). Incluso, en ocasiones el Nombre de Dios se usa para representar toda la voluntad de Dios expuesta en su Palabra: “Aunque todos los pueblos anden cada uno en el nombre de su dios, nosotros con todo andaremos en el nombre de Jehová nuestro Dios eternamente y para siempre” (Mi. 4:5). Esto incluye tanto nuestra forma de vivir como de adorar. De hecho, nuestro Señor Jesús, en su última noche previa al Calvario, resumió así la misión que cumplió en la tierra: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra” (Jn. 17:6). Tan importante es el Nombre del Señor, que la salvación se define también en torno a Él: “porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Ro. 10:13). En consecuencia, el Señor nos ha entregado Su Nombre para que lo invoquemos. Es decir, para cumplir este mandato no hay que permanecer en silencio, sino clamar a su Santo Nombre con la mayor devoción, y no podemos dar esa misma gloria a ningún otro Nombre. Así, hay sólo dos formas en que podemos usar el Nombre del Señor: de forma legítima o de manera vana. C. Cómo obedecer este mandamiento Obedecer este mandamiento implica que debes adorar a Dios con todo el corazón, en plena consciencia de lo que estás haciendo: “Mi corazón está dispuesto, oh Dios; Cantaré y entonaré salmos; esta es mi gloria” (Sal. 108:1); y “Bendice, alma mía, a Jehová, Y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, Y no olvides ninguno de sus beneficios” (Sal. 103:1-2). Debes disponerte intencionalmente a adorar al Señor, despertando a tu alma para que se eleve al Señor en pensamientos sublimes, recordando quién es Él y cuáles son sus obras maravillosas, tanto en la creación como en la salvación. Una de las acciones en que se aplica directamente esto, es en el juramento. Cuando juramos, ponemos a Dios como testigo de que nuestras palabras son ciertas. La práctica de jurar está ausente casi de manera absoluta entre los evangélicos actuales, por un mal entendimiento de las Palabras de Jesús, cuando dijo: “No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; 35 ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey” (Mt. 5:34-35). Aquí Cristo no puede estar prohibiendo el juramento, ya que la ley lo ordena: “A Jehová tu Dios temerás, y a él solo servirás, y por su nombre jurarás” (Dt. 6:13). De hecho, en la Escritura el hecho de jurar por el Señor es una forma de rendirle culto y de demostrar que la fe está puesta en Él: “Y, si aprenden bien los caminos de mi pueblo y, si así como enseñaron a mi pueblo a jurar por Baal, aprenden a jurar por mi nombre y dicen: “Por la vida del Señor”, entonces serán establecidos en medio de mi pueblo” (Jer. 12:16 NVI). Tanto es así, que desde tiempos de Josué (Jos. 7:19, ca. 1400 a.C.) hasta el tiempo de Jesús (Jn. 9:24), la expresión “da gloria a Dios se usaba en procesos judiciales para que una persona declarara la verdad bajo juramento, dando a entender que Dios es deshonrado si se usa su nombre para jurar una falsedad. Se usaban también fórmulas como “Vive Jehová” (1 S. 14:39), y “así me haga Jehová y aun me añada” (2 S. 3:9), e incluso el Apóstol Pablo juró cuando dijo: “yo invoco a Dios por testigo sobre mi alma” (2 Co. 1:23). Es decir, para jurar no necesariamente hay que decir “lo juro”, sino invocar de alguna forma el Nombre del Señor para avalar lo que uno está diciendo. En ese sentido, comenta Calvino que “… siempre que ponemos como testimonio el nombre del Señor, testificamos nuestra religión para con Él, pues de esta manera confesamos que es la verdad eterna e inmutable, ya que no sólo lo invocamos como testigo de la verdad, por encima de cualquier otro, sino además como único mantenedor de la misma, capaz de sacar a la luz las cosas secretas, e igualmente como a quien conoce los secretos del corazón”[5]. Por tanto, lo que Jesús prohíbe es el juramento ilícito, y específicamente estaba atacando la práctica de jurar en vano o ligeramente. Es cierto que cuando se admite la práctica de jurar, existe el peligro de hacerlo en vano, pero el abuso de una práctica no anula su buen uso. En consecuencia, el tercer mandamiento incluye el deber de jurar por Dios cuando sea apropiado, para invocarlo como testigo de la verdad y respaldar nuestros dichos, actuando con fe y plena consciencia de lo que decimos, demostrando así que nuestra esperanza está en el Señor. Por eso el Señor aborrece la práctica de jurar por otro dios: “¿Cómo te he de perdonar por esto? Sus hijos me dejaron, y juraron por lo que no es Dios” (Jer. 5:7). En resumen, “El tercer Mandamiento demanda el Uso Santo y Reverente de los Nombres, los Títulos, los Atributos, las Ordenanzas, la Palabra y las Obras de Dios” (Catecismo Bautista 1695, 5ª ed., p. 59). En obediencia a este mandamiento, debes invocar a Dios cada día, y de manera santa, consciente, reverente y piadosa, teniéndolo presente en todos tus caminos y orando sin cesar (1 Tes. 5:17), lo que implica que le des gracias por cada cosa buena de la que seas consciente, y que clames por su ayuda en cada necesidad y deber que tengas por delante. II. La prohibición de toda irreverencia, profanación y blasfemia A. Esencia de la prohibición Como ya hemos venido señalando, habiendo analizado el deber positivo que ordena este mandamiento, quedará claro lo que éste prohíbe, pues donde se ordena una virtud, se prohíbe el vicio que le es opuesto. Así, de acuerdo con el Catecismo Bautista de 1695 (5ª ed.), “El tercer Mandamiento prohíbe toda profanación y abuso de cualquier cosa por medio de la cual Dios se da a conocer” (P. 60). En Lv. 24:10ss se demuestra de manera clara el celo que el Señor tiene por Su Nombre, cuando el hijo de una israelita con un egipcio maldijo y blasfemó el Nombre del Señor en medio de una riña. El castigo que Dios decretó para Él fue como sigue: “Y Jehová habló a Moisés, diciendo: 14 Saca al blasfemo fuera del campamento, y todos los que le oyeron pongan sus manos sobre la cabeza de él, y apedréelo toda la congregación. 15 Y a los hijos de Israel hablarás, diciendo: Cualquiera que maldijere a su Dios, llevará su iniquidad. 16 Y el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará; así el extranjero como el natural, si blasfemare el Nombre, que muera” (vv. 14-16). Esto es una aplicación directa del tercer mandamiento en la vida del pueblo de Israel, y queda como un testimonio que debe servir de escarmiento, para demostrar cuánto el Señor aborrece que Su Nombre sea tomado en vano. B. Cómo se desobedece este mandamiento La prohibición no sólo incluye ese caso donde abiertamente se insulta Su Nombre, sino que va mucho más allá. Se toma el Nombre del Señor en vano cuando: i. Se usa ligeramente, sin un fin adecuado. Se invoca sin la consideración ni la reverencia debida. Por ejemplo, cuando se usan las típicas exclamaciones “¡Dios mío!”, o “¡Ay, Señor!”, o incluso “que Dios se lo pague”, sin tener siquiera en cuenta que estamos mencionando el Nombre del Señor. Salvo que se usen esas expresiones de manera consciente y reverente -lo que ocurre en la minoría de los casos-, se usa el Nombre del Señor como una palabra cualquiera, sin ningún sentido de solemnidad. Este uso vano contrasta dramáticamente con la actitud de los serafines, aquellas criaturas celestiales que están ante el Trono de Dios, y que se cubren el rostro ante la suprema majestad y santidad del Señor. El profeta Isaías los contempló cantando ante la presencia de Dios: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Is. 6:3). Ca. 800 años después de la visión de este profeta, el Apóstol Juan también vio a los serafines, entonando el mismo cántico ante el Trono del Señor, y dice que “no cesaban día y noche” de hacerlo (Ap. 4:8). Cada vez que repiten esta alabanza lo hacen con la mayor reverencia y devoción, y en ninguna de esas ocasiones toman el Nombre del Señor en vano. El mismo profeta Isaías, ante esta visión de la santidad de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5). Ante esa contemplación gloriosa, fue consciente de que era indigno de llevar el Nombre y la Palabra de Dios en sus labios inmundos, y tal fue su visión de la santidad de Dios, que pensó que moriría consumido por ella. En este sentido, hay una forma muy común en que hacemos tomamos el Nombre de Dios ligeramente. No pretendo desanimar a nadie en su oración pública, ni tampoco llevarlos a examinar indebidamente la oración de otros hermanos, sino llevar a un análisis de la propia oración: tomamos el Nombre del Señor en vano, cuando lo repetimos de forma innecesaria e incesante en la oración: “Señor, gracias, Señor, por este día, Señor, por tus bendiciones, Señor”, etc. No hacemos esto cuando hablamos con las personas. No debemos usar el Nombre de Dios como una muletilla, sino cada vez que lo pronunciemos debe ser con el mayor cuidado y reverencia. ii. Se usa hipócritamente, profesando ser sus siervos sin serlo realmente. Nuestra invocación del Nombre de Dios debe ser sincera. Cristo exhortó sus discípulos diciendo: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6:46). Es decir, el Señor demanda que si le llamas “Señor”, tu vida debe reflejar que eso efectivamente es así, de otra manera le estás mintiendo y te estás burlando de Él. Aquellos que le llaman “Señor”, mientras viven como mejor les parece, abrazando el pecado y rechazando la ley de Dios, están profanando el Nombre del Señor y no quedarán sin castigo. Lamentablemente, esta es una realidad en medio de la Iglesia, de la cual cada miembro debe tener sumo cuidado. Hablando de quienes invocan el Nombre de Dios de manera hipócrita, el Apóstol Pablo afirmó: “Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra” (Tit. 1:16). En ese sentido, “La santidad simulada es doble impiedad”[6]. Guarda tu alma, porque el Señor no demanda que seamos meros simpatizantes, sino siervos, súbditos sujetos con humildad y alegría a su gobierno bondadoso. iii. Se usa en una adoración mecánica, sin poner los afectos en ella. El Señor Jesús reprendió a los fariseos, diciendo “Este pueblo de labios me honra; Mas su corazón está lejos de mí” (Mt. 15:8). Al Señor no le impresionan los largos rezos, ni el número de veces en que mencionemos Su Nombre, si es que el corazón no está puesto en esas palabras. Como dijo John Bunyan, “en la oración, es mejor tener un corazón sin palabras, que palabras sin corazón”. Cuando oras o cantas a Dios, no puedes permitirte tener un corazón frío ni descuidado. No puede ser que mientras estás en esos momentos de adoración, tu mente esté en otro lado, en tus afanes, en recuerdos de otros asuntos o peor aún, en imaginaciones de pecado. No puede tener ante Él la misma actitud que tendrías mientras esperas en una fila en el banco, esperando que el momento pase pronto para poder hacer lo que realmente te interesa. Recuerda que el Cielo es una adoración continua a Dios ante Su presencia. ¿Por qué piensas que serás admitido allí, si aquí desprecias su adoración como algo aburrido o indeseable? Guarda tu corazón, para que esté totalmente entregado a adorar al Señor. No esperes que te llegue un rayo repentino con las ganas de adorar a Dios. Si esperas que sea así, estás tentando al Señor, pues Él te ha entregado los medios para que tu fe sea fortalecida. Si ves que tu corazón está apagado, la única manera de encenderlo es ponerlo a adorar ahora mismo, ir al Señor en oración y buscarlo más y más, pues sólo de esa manera esa débil chispa que hay en tu corazón será avivada para que se convierta en una llama. iv. Se usa de forma supersticiosa. Quien cae en esto no está interesado en conocer a Dios ni en saber cuál es Su voluntad, sino que simplemente lo usa como amuleto para conseguir sus propios deseos. Quienes usan crucifijos para protegerse pero viven en su maldad, o tienen la Biblia abierta en el Salmo 91 pero ni siquiera la leen, o quienes hacen “mandas” para conseguir lo que quieren pero desprecian al Señor en sus vidas, claramente están usando el Nombre de Dios en vano. v. Se ora sin fe en Él. La Escritura dice que al orar, “el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Stg. 1:6-7). Esto es porque “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He. 11:6). Quien ora sin fe, trata a Dios como un ídolo que tiene oídos pero no escucha, o como un mentiroso, que promete misericordia a quienes se arrepienten, pero no está dispuesto a darla realmente cuando alguien clama por ella. Guarda tu corazón, para que no dudes de la bondad y la gracia de Dios. Una forma común de hacerlo es poniendo en duda su salvación en Cristo constantemente, como si su amor fuera una emoción pasajera que viene y va. Pide al Señor que fortalezca tu fe y te afirme en la esperanza de Sus promesas. vi. Se jura de manera ligera e irreverente, usando el Nombre de Dios para que sirva de testigo de un hecho que no nos consta que sea verdad, o que es abiertamente falso. Este último caso, se llama “perjurio”, y es una expresión de blasfemia, pues insulta directamente el Nombre de Dios al invocarlo para avalar algo que se sabe que es mentira. “[no] améis el juramento falso; porque todas estas son cosas que aborrezco, dice Jehová” (Zac. 8:17). Alguien podría apresurarse a pensar que basta entonces con no jurar, para librarse de caer en esto. Los judíos tenían la vana ilusión de que huían del castigo si juraban en falso, pero por algo distinto de Dios, o por cosas que no eran sagradas. Pero el Señor fue claro cuando dijo: “sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:37). Por tanto, todo lo que decimos debe ser veraz y cierto, porque de no ser así, aunque no invoquemos directamente el Nombre de Dios, estamos pecando contra Él, y si somos cristianos, estaremos usando la misma boca con la que invocamos Su Nombre, para hablar con falsedad. vii. Se profana o abusa su Palabra en cualquier manera. a) Aquí ciertamente están incluidos los que la tuercen, y según el Apóstol Pablo, esto lo hacen “para su propia perdición” (2 P. 3:6). Quienes se atreven a abusar de esta forma de la Palabra del Señor, se encuentran en el mayor grado de oscuridad y perversión posible, son maestros del mal e instrumentos del diablo. No pueden esperar otra cosa que destrucción. b) Desde luego, en ese grupo están los falsos maestros, pero no sólo quienes exponen falsedades tras un púlpito, sino también aquellos que la usan para justificar sus pecados. Muchos de quienes se consideran cristianos, están endurecidos en su maldad, y son capaces de tomar pasajes bíblicos para avalar sus pecados. Son tan atrevidos, que hasta un adulterio pueden llegar a justificar con algún pasaje de la Biblia, y muchos hoy lo hacen con la homosexualidad. Tengamos cuidado, porque nadie está libre de caer en esto. c) Otros usan la Escritura para hacer chistes, y esto es tristemente común hoy, sobre todo en las redes sociales y la era de los “memes”, donde prácticamente todo es una broma. Aunque hoy es algo común, tristemente no es algo nuevo. Hace casi 400 años, Thomas Watson escribió: "[Hay gente que] juega con la Escritura. Esto es jugar con fuego... Algunos prefieren perder sus almas que perder sus chistes" (Thomas Watson). El Nombre de Dios y Su Palabra son lo más sagrado, no podemos usarlos en ninguna manera para chistes, comentarios banales ni en imágenes para la risa. En cuanto dependa de nosotros, no permitamos esto en nuestras vidas ni en nuestra Iglesia, porque el Señor no dará por inocente a quien tome su Nombre en vano. d) Otra forma de abusar de Su Palabra es tomarla a la ligera. Estar desatentos cuando la leemos, o escuchar descuidadamente cuando ella es predicada. Ser irregulares o flojos para leerla. Todas estas actitudes pecaminosas reflejan una irreverencia y un menosprecio hacia Su Palabra Santa. Guarda tu alma, para que rinda el mayor honor y la más alta devoción a la Palabra de Dios. viii. Se expresan quejas contra Su providencia o sus misericordias. Cuando nos quejamos, acusamos a Dios de injusticia. Notemos que este fue uno de los pecados más recurrentes de Israel en el desierto, y que motivó severos juicios de Dios contra ellos. En una de esas ocasiones, dice: “Aconteció que el pueblo se quejó a oídos de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira” (Nm. 11:1). El Salmo 106 aclara que “murmuraron en sus tiendas” (v. 25). Es decir, aunque te quejes en tu habitación, esas palabras las pronunciaste “a oídos de Jehová”, y has cometido un pecado que es digno de su ira. Notemos que las únicas quejas aceptables son aquellas que se presentan directamente al Señor en oración, con toda reverencia, y no tienen que ver con una intención pecaminosa, sino con un deseo ferviente de que Dios se acuerde de sus promesas. De estas quejas hay muchas en los salmos, particularmente en los escritos por Asaf. En contraste, estas quejas pecaminosas nacen de un corazón descontento y orgulloso, que rechaza la provisión, el gobierno y el cuidado de Dios, y murmura contra Él, acusándolo de maldad. Una boca quejumbrosa, refleja un corazón orgulloso y sumido en la amargura. Es absolutamente lo opuesto de lo que ordena la Escritura: “Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tes. 5:18). Todos podemos agradecer a Dios en medio de la bonanza, pero Dios es más glorificado allí donde podemos elevar una acción de gracias en medio del dolor o la angustia. Que tu actitud sea la de Job, cuando dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (1:21), y: “¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?” (2:10). El testimonio que se da de él es: “En todo esto no pecó Job con sus labios”. ix. Se blasfema o profana abiertamente el Nombre de Dios. Claramente, esto refleja el estado más profundo de perversión que puede alcanzar el hombre, esa actitud de levantar el puño en rebelión abierta contra el Cielo. El necio dice en su corazón que no hay Dios (Sal. 14:1), pero la expresión más intensa y corrompida de esa necedad, es la blasfemia, el insulto directo contra el Señor. Por eso dice la Escritura: “Sepulcro abierto es su garganta; Con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; 14 Su boca está llena de maldición y de amargura” (Ro. 3:13-14). A pesar del pecado de nuestra sociedad, no acostumbrarnos a escuchar que el Nombre del Señor sea pisoteado. Por más que legalmente se considere libertad de expresión, ante Dios es abominación digna de su ira, y así debe ser también considerada por nosotros: como inaceptable, y nos debe indignar más que si insultaran a nuestro propio Padre. No se puede cultivar la amistad de los blasfemos. Notemos, en consecuencia, que lo prohibido en este mandamiento va desde la indiferencia a Dios hasta la blasfemia, cubriendo toda forma de irreverencia y menosprecio a Su santidad y majestad. Cuidémonos de guardar la actitud más solemne y la disposición más devota al Señor en nuestros corazones. III. El tercer mandamiento y nosotros Habiendo analizado lo que manda y prohíbe este mandamiento, debes tener muy en cuenta la advertencia que hace el Señor: “no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”. Este es un refuerzo para que te dispongas a cumplir este mandamiento, ya que deja claro que el Señor se indigna terriblemente por este pecado, y castigará personalmente a quien profane su Santo Nombre. Aunque los que blasfeman y menosprecian el Nombre del Señor, y los que tuercen Su Palabra puedan escapar del juicio de los hombres, ciertamente no escaparán del juicio de Dios. El Señor tiene por criminales a quienes osen menospreciarlo. En esto debes considerar otra verdad de la Escritura: “la lengua es un fuego, un mundo de maldad… es inflamada por el infierno… ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal” (Stg. 3:6-8). Así, queda clara la necesidad de tener sumo cuidado, ya que la lengua es como un gatillo muy sensible por el cual se dispara el pecado que hay en nosotros. Una de las formas más cotidianas, comunes y fáciles en que pecamos, es con nuestra lengua, porque está conectada directamente con nuestro corazón, y no tenemos que esforzarnos para que el pecado aflore. La lengua se puede comparar a un balde que desciende al pozo de nuestro corazón, y no hace más que traer lo que hay allí. "De la abundancia del corazón habla la boca", dijo el Señor (Mt. 12:34). Por lo mismo, no te engañes, ya que no es necesario hablar para quebrantar este mandamiento. Hipotéticamente, podríamos imaginar a alguien que decide no pronunciar más palabra, o incluso cortarse la lengua, para así no pecar quebrantando este tercer mandamiento. Sin embargo, lo desobedecemos ante todo con nuestro corazón, cuando es irreverente, superficial, ligero, menospreciador o siquiera indiferente ante Dios. En consecuencia, una vez más el llamado es a que cuides tu corazón. En nuestra era, las personas blasfeman sin ningún temor, y hasta se ríen de eso. El temor y la reverencia al Señor son algo completamente ajeno a la mentalidad que reina en nuestros días, y es muy fácil escuchar a actores, músicos, líderes de opinión y políticos, tomando el Nombre de Dios en vano. Esto nos debe llevar a temer por el estado de nuestra nación, porque el Señor ha dicho que no dará por inocente al que tome Su Nombre en vano. Pero si ni siquiera los que pertenecen a la Iglesia temen al Señor como es debido, ¿Cómo vamos a exhortar al mundo de pecado en esto? Si en la misma Iglesia los cultos parecen espectáculos, hechos para agradar al hombre antes que a Dios, donde ya es casi imposible encontrar un espacio de silencio y recogimiento para meditar en la majestad y la santidad de Dios, en medio de todo el ruido ensordecedor de los instrumentos musicales y los gritos, ¿Cómo vamos a enseñar al mundo la manera en que deben acercarse al Dios Santo? Si en nuestras casas el Nombre del Señor no es invocado, si nuestros niños no aprenden que deben guardar el mayor respeto y reverencia ante Su Palabra, en medio de la adoración familiar, ¿Cómo esperamos que los no creyentes sepan lo que es una familia que teme a Dios? Si en la iglesia hacemos creer a los niños que deben acercarse a Dios con la actitud que tendrían en un parque de diversiones o en el cine, porque lo que importa supuestamente es que estén entretenidos, ¿Cómo esperamos que ellos aprendan a temer y honrar al Señor? ¡Cuán importante es meditar en este mandamiento, en una era en que la irreverencia se considera una virtud! Ser rebelde y contestatario es algo alabado, mientras que la reverencia, el pudor y la honra son piezas de museo, palabras que la gente ni siquiera usa en su hablar cotidiano. Pero aunque los no creyentes pierdan todo rastro y apariencia de estas cosas, los cristianos debemos exhibir estas virtudes en nuestra vida, desde lo más profundo de nuestros corazones. En esto, recordemos que nuestro Señor Jesús cumplió este mandamiento siempre y de manera perfecta. En Él jamás se encontró una expresión irreverente o descuidada hacia Su Padre, sino la mayor reverencia. Incluso en el momento de la agonía de su alma, en Getsemaní, no levantó quejas ni murmuraciones, sino que rogó: “no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39). No sólo tuvo en la mayor reverencia el Nombre de Su Padre, sino que eso nos enseñó a hacer: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mt. 6:9). Esto es, precisamente, el corazón de este mandamiento: que santifiquemos el Nombre de Dios, es decir, que lo consideremos como único, supremo, exaltado sobre todas las cosas, sin igual ni rival, digno de la adoración más solemne y reverente, de un respeto y un temor que no se debe entregar a nada ni a nadie más. El Señor Jesús quiso que esta disposición del corazón, quedara en esta oración modelo que dio a conocer a sus discípulos, y por tanto, debe estar en nuestro corazón y nuestras oraciones diariamente. Allí donde tú has sido irreverente, descuidado o donde incluso has blasfemado, el Señor Jesús no cayó, sino que fue justo y perfecto. Allí donde tú menospreciaste o torciste la Palabra, Jesús fue fiel y veraz. Él murió en la cruz por tu desobediencia a este tercer mandamiento, por tanto, si vas al Señor en arrepentimiento, quebrantado por tu rebelión, y creyendo que Jesús puede salvarte de tu maldad, puedes confiar en que encontrarás perdón y salvación. Y en Cristo, tenemos algo maravilloso: ante ese Dios que es temible y ante el cual debemos guardar la mayor reverencia, podemos llamarle “Padre” y acercarnos con confianza, porque no vamos en nuestro propio Nombre, sino en el de nuestro bendito Salvador: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. 16 Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro
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