Creencia que se refleja en la conducta: Segunda parte - Santiago 1:22-27
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22 Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. 23 Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. 24 Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. 25 Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace.
26 Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana. 27 La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.
Tan importante como es la debida atención a la Palabra de Dios, sin la obediencia a sus verdades no solo deja de tener beneficios, sino que se convierte en un juicio adicional contra sus lectores. Es indispensable oír la Palabra con una actitud de obediencia, pero ni siquiera eso es suficiente. La obediencia a la Palabra es el requisito espiritual más esencial y es el común denominador de todos los creyentes. La realidad ineludible de la verdadera vida espiritual no es un sentimiento momentáneo de conformidad o compromiso, sino una obediencia a largo plazo a las Escrituras (cp. Jn. 8:31).
Cuando los judíos comenzaron a volver a su país después de setenta años de cautiverio en Babilonia, encontraron su amada ciudad de Jerusalén, incluso el templo, en ruinas. Su primer deseo fue reconstruir el templo, y ese trabajo comenzó bajo la dirección de Zorobabel. Pero los muros de la ciudad también estaban en muy mal estado, dejando al pueblo vulnerable al ataque de cualquier enemigo. Un judío llamado Nehemías, que había sido copero del rey Artajerjes de Babilonia, consiguió el permiso del rey para ir a Jerusalén y ayudar a su pueblo a reconstruir el muro. Bajo este extraordinario liderazgo y a través de la dirección y el poder del Espíritu de Dios, el pueblo llevó a cabo la imponente tarea de reconstrucción en solo cincuenta y dos días (vea Neh. 1:1-6:15).
Una vez que se hizo eso, el pueblo reconoció con toda claridad que la mano de Dios los había llevado de vuelta a su país y a su ciudad santa, y que les había dado poder mientras reconstruían el templo y los muros de la ciudad. Nehemías informa que:
“y se juntó todo el pueblo como un solo hombre en la plaza que está delante de la puerta de las Aguas, y dijeron a Esdras el escriba que trajese el libro de la ley de Moisés, la cual Jehová había dado a Israel. Y el sacerdote Esdras trajo la ley delante de la congregación, así de hombres como de mujeres y de todos los que podían entender, el primer día del mes séptimo. Y leyó en el libro delante de la plaza que está delante de la puerta de las Aguas, desde el alba hasta el mediodía… y los oídos de todo el pueblo estaban atentos al libro de la ley… Abrió, pues, Esdras el libro a ojos de todo el pueblo, porque estaba más alto que todo el pueblo; y cuando lo abrió, todo el pueblo estuvo atento. Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén! alzando sus manos; y se humillaron y adoraron a Jehová inclinados a tierra… Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura” (Neh. 8:1-3, 5-6, 8).
Esdras y otros se turnaron en la lectura y la interpretación de la ley para el pueblo, teniendo a veces que traducir del hebreo, ya que muchos del pueblo no lo habían aprendido mientras estuvieron cautivos en Babilonia. El escuchar la lectura de la Palabra preparó el escenario para un avivamiento espiritual en Israel. Con eso es que comienza siempre el avivamiento, con la palabra: “[Traigan] el libro”.
Desde el principio, el pueblo mostró espontáneamente su hambre espiritual, permaneciendo de pie en reverencia apenas Esdras comenzó a leer la ley, y luego se inclinaron y adoraron a Dios con el rostro hacia el suelo, en señal de humildad, cuando hubo terminado. Cuando se convencieron de corazón, también comenzaron a “[llorar] oyendo las palabras de la ley” (Nehemias 8:8-9 ). Pero al final de la lectura, Nehemías declaró el día santo y le ordenó al pueblo que dejara de llorar, y les dijo: “Id, comed grosuras, y bebed vino dulce, y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Nehemias 8:10 ). El verdadero avivamiento implica también confesión de pecados.
Esta fue la respuesta del pueblo. Nehemías informa que unas tres semanas después:
“El día veinticuatro del mismo mes se reunieron los hijos de Israel en ayuno, y con cilicio y tierra sobre sí. Y ya se había apartado la descendencia de Israel de todos los extranjeros; y estando en pie, confesaron sus pecados, y las iniquidades de sus padres. Y puestos de pie en su lugar, leyeron el libro de la ley de Jehová su Dios la cuarta parte del día, y la cuarta parte confesaron sus pecados y adoraron a Jehová su Dios” (Nehemias 9:1-3).
Hubo una muestra de dolor por los pecados, que los condujo a confesión, junto con el conocimiento del perdón del Señor de esos pecados, que fue causa de celebración. Después de la confesión y de la celebración vino un pacto con el Señor. En nombre del pueblo, los levitas y otros líderes declararon delante del Señor:
“A causa, pues, de todo esto, nosotros hacemos fiel promesa, y la escribimos, firmada por nuestros príncipes, por nuestros levitas y por nuestros sacerdotes… Y el resto del pueblo, los sacerdotes, levitas, porteros y cantores, los sirvientes del templo, y todos los que se habían apartado de los pueblos de las tierras a la ley de Dios, con sus mujeres, sus hijos e hijas, todo el que tenía comprensión y discernimiento, se reunieron con sus hermanos y sus principales, para protestar y jurar que andarían en la ley de Dios, que fue dada por Moisés siervo de Dios, y que guardarían y cumplirían todos los mandamientos, decretos y estatutos de Jehová nuestro Señor” (Nehemias 9:38; 10:28-29).
Bajo la dirección del piadoso Esdras y de Nehemías, el pueblo reaccionó adecuadamente ante la Palabra de Dios: Confesión de pecados, celebración por el perdón y pacto de obedecerla.
Quienes de modo constante desobedecen la Palabra de Dios dan prueba que no tienen la vida de Dios en ellos. Los que constantemente obedecen la Palabra, dan testimonio de la vida de Dios en su alma.
Como se observa varias veces en los primeros capítulos, ese es el tema principal de la Epístola de Santiago, que se repite brevemente al comienzo del presente texto: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”.
Una traducción más literal del tiempo presente medio imperativo de ginomai (sed) es “sean continuamente”o “sigan esforzándose por ser”, hacedores de la palabra. Cuando las personas reciben bendición por la predicación o el estudio regular y profundo de la Biblia, pueden llegar a apasionarse tanto por su conocimiento de la Palabra de Dios, que pueden sentirse satisfechos con tal conocimiento y dejar de esforzarse por vivir las profundas verdades que ha comprendido.
Pero un verdadero creyente no estará interiormente satisfecho con solamente conocer la Palabra. Su conciencia y el llamado de la presencia interior del Espíritu Santo seguirán convenciéndolo de sus errores hasta que llegue a ser obediente.
La forma sustantiva de poiētē (hacedores) lleva la caracterización de la personalidad total, todo el ser interior de una persona: Mente, alma, espíritu y emociones. Una cosa es tener que batallar durante algunos días o semanas en un conflicto armado; y otra diferente es ser un soldado profesional, cuya vida está dedicada por completo a los asuntos de guerra. Una cosa es hacer reparaciones ocasionales en la casa; y otra muy diferente es ser un constructor profesional. Una cosa es enseñar ocasionalmente una clase en la escuela dominical; y otra muy diferente es tener un llamado divino y un don divino como maestro de la Palabra.
Aquí Santiago se refiere al cristiano [hacedor] de la palabra, subrayando lo que es y no lo que hace. Hay personas cuya vida está dedicada, no solo a aprender de la Palabra de Dios, sino también a una continua y fiel obediencia a ella. Un comentarista dice que Santiago tiene en mente “a una persona cuya vida se caracteriza por tener energía santa”.
La palabra griega akroatēs (oidores) se empleaba para referirse a quienes se sentaban pasivamente en un lugar y escuchaban a un cantante o a un orador. Hoy puede emplearse para los que participan como oyentes en una clase de la universidad, a quienes se les exige que asistan y presumiblemente que escuchen, pero sin que se les pida ningún estudio adicional, alguna tarea por escrito o el hacer algún examen. En otras palabras, no se les hace responsables por lo que escuchan.
Trágicamente, la mayoría de las iglesias tienen muchos “oyentes”, miembros que de buena gana entran en contacto con la enseñanza y con la predicación de la Palabra, pero no tienen ningún interés en que ese conocimiento cambie su conducta diaria de vida.
Se aprovechan del privilegio de escuchar la Palabra de Dios, pero no tienen deseo de obedecerla.
Cuando se les observa regularmente, se hace evidente por su actitud que no son cristianos, sino que solo fingen serlo. Tales personas, que son solamente oidores y no también hacedores, piensan que pertenecen a Dios, cuando, en realidad, no es así. Proclamar e interpretar la Palabra de Dios nunca son fines en sí mismos, sino medios para un fin, es decir, la aceptación verdadera de la verdad divina por lo que es y el aplicarla fielmente.
Es muy clara la línea que establece la Biblia entre santo y pecador. “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Jn. 3:10).
Pedro aconseja a los creyentes que procuren “hacer firme [su] vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no [caerán] jamás” (2 P. 1:10, cursivas añadidas). No es cuestión de lo que uno dice haber experimentado, sino de cómo uno vive a la luz de la Palabra de Dios.
Al examinar la dinámica de su propia naturaleza humana contra su nueva naturaleza en Cristo, Pablo dice:
“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Ro. 7:15-19).
Lo que el apóstol quiere decir aquí es que, cuando cae en pecado, es en contra de su nueva naturaleza que se expresa en su deseo espiritual interior, y por lo tanto, lo aborrece. Esta es una señal segura de una vida transformada y redimida en Cristo. El anhelo fundamental de un verdadero creyente es hacer la voluntad de Dios, manifestada en su Palabra. Más adelante en esa epístola, Pablo dice que “la justicia de la ley se [cumple] en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). En otras palabras, una vida recién creada, regenerada y salva se manifestará en el deseo de una conducta que corresponda con las normas de Dios en su Palabra.
La vida que se cuenta como justa en Cristo, se hará evidente en una forma justa de vivir. Expresando esa misma verdad, Juan escribe: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Jn. 2:3-4). A la larga, la forma en la que nos comportamos es una muestra de nuestra salvación o de nuestra condición perdida. En vista de esa verdad, hay una buena razón para creer que hay innumerables hombres, mujeres y niños que asisten con regularidad a la iglesia y confiesan con firmeza ser cristianos, pero cuya vida dan testimonio que no lo son.
Ellos escuchan con regularidad la predicación de la Palabra, dicen creer en ella y la analizan correctamente con los demás miembros. Pero el corazón de ellos está carente de la gracia salvadora y transformadora de Dios. Jesús declaró inequívocamente:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:21-22).
Lo que Bunyan quiere decir es que, cuando una persona busca en la Palabra de Dios con sinceridad y humildad, verá dos cosas: Su propio pecado y el inmaculado Salvador y Señor.
Cuando tal persona mira y responde a Cristo y luego vive la Palabra, recibe bendición al hacerlo. Por medio de Josué, el Señor dijo: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Jos. 1:8). Los hacedores de la Palabra la ponen en práctica en su vida. Disfrutar de la Palabra es más que una experiencia momentánea; es la aplicación de por vida de sus verdades. Otra respuesta a la Palabra que no sea la obediencia a ella es autoengañarnos.
El carácter de los hombres se evidencia primordialmente por su conducta. Con el paso del tiempo, la conducta siempre es una prueba confiable de la persona interior, ya que inevitablemente el genuino carácter de la persona se expresará externamente. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesús. “¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos” (Mt. 7:16-17). “Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mt. 12:34b-35; cp. Pr. 4:23). Según el mismo principio, como después Santiago ilustra en su carta, ninguna fuente puede dar agua salada y dulce (Santiago 3:11).
La conducta es la forma visible de medir el verdadero discipulado. Jesús preguntó:
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo? Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las hace, os indicaré a quién es semejante. Semejante es al hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca. Mas el que oyó y no hizo, semejante es al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra la cual el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa” (Lc. 6:46-49).
En otra ocasión declaró de forma inequívoca: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14); y: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (14:23). Repitiendo esta verdad fundamental, el apóstol Juan escribe: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Jn. 2:3). Por el contrario, “el que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn. 14:24; cp. Lc. 6:46); y: “el que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Jn. 2:4).
Los judíos a quienes les estaba escribiendo Santiago, “a las doce tribus que están en la dispersión” (Stg. 1:1), conocían tales principios. Un rabino de la antigüedad había dicho: “Deben no solo leer [las leyes de Moisés], sino también poner en práctica lo que ellas le ordenan”. Otro rabino escribió: “No es la exposición [de la ley lo que] es la cosa principal, sino el hacerla”. La mayoría de los judíos de la época de Cristo escuchaban regularmente la ley y los profetas que se leían y explicaban en sus sinagogas, pero se contentaban solo con escuchar y obedecer de forma superficial y no en el deseo verdadero de obedecer a plenitud esas palabras.
Al igual que hay tres elementos para escuchar y recibir la Palabra (con obediencia, pureza y mansedumbre), también hay tres elementos para obedecer la Palabra. De modo que el verdadero creyente, el oidor y hacedor de la Palabra, prueba su fe de tres maneras:
Con relación a sí mismo, está dispuesto a aplicar la Palabra sin engaño (1:22b-26);
con relación a los demás, está dispuesto a aplicarla sin egoísmo (v. 27a); y
con relación al mundo, está dispuesto a aplicar la Palabra sin hacer concesiones (v. 27b).
DISPOSICIÓN A APLICAR LA PALABRA SIN ENGAÑO
22 Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. 23 Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. 24 Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. 25 Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace.
26 Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana.
Cualquier respuesta a la palabra que no sea la obediencia fiel es autoengaño.
Paralogizomai (engañándoos) literalmente significa razonar fuera de y por lo tanto, se refiere a una apreciación o un razonamiento erróneo y muchas veces implica la idea de un falso razonamiento deliberado con el propósito de engañar.
En matemáticas, el significado es el de un cálculo erróneo. Los que profesan ser cristianos y oyen la Palabra sin obedecerla, cometen un serio error de cálculo espiritual, que hace que se [engañen a sí] mismos. Son ilusos.
Una antigua expresión escocesa se refiera a tales cristianos falsos como “probadores de sermones que nunca han probado la gracia de Dios”. Cualquier respuesta al evangelio que no incluya la obediencia, es engaño de sí mismo. Si una profesión de fe en Cristo no da por resultado una vida transformada, que siente hambre y sed de la Palabra de Dios y que desea obedecer esa Palabra, profesar es solo eso, una simple profesión. Satanás, por supuesto, ama tales profesiones, porque les dan a los miembros de la iglesia la idea irrebatible de que son salvos cuando en realidad no lo son. Siguen perteneciendo a él, no a Dios.
A fin de explicar este engaño de sí mismo, Santiago emplea una analogía sencilla: Si alguno es oidor de la palabra y no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. Katanoeō (considera) es la forma fuerte del verbo noeø, que significa simplemente percibir o mirar algo. Sin embargo, el verbo compuesto que Santiago emplea aquí lleva la idea adicional de una consideración cuidadosa y meticulosa de lo que se está mirando. El oidor de la palabra y que no es hacedor, es como una persona que observa atentamente en un espejo su rostro natural, pero que tan pronto termina de mirar olvida cómo era.
En la época del Nuevo Testamento, se hacían los espejos típicamente de latón o bronce muy bruñidos, aunque una persona rica podía comprar uno de plata o de oro. Pero aun los espejos más costosos eran primitivos, comparados con los de cristal, que no se fabricaron hasta el siglo XIV. Por consiguiente, aquellos primeros espejos dieron un reflejo oscuro y distorsionado de la persona que los usaba. Pero cambiando de posición el espejo cuidadosamente y buscando la mejor iluminación, con el tiempo una persona podía ver una imagen bastante correcta de su rostro, y esa es la idea que Santiago tiene en mente. Mediante una observación cuidadosa y paciente, como lo indicaba katanoeō, con el tiempo podía descubrir cómo lucía realmente en la actualidad. Sin embargo, por la razón que sea, cuando deja de verse y se va, de inmediato se olvida lo que acaba de ver. El punto principal de la analogía está en ese olvido. Ya sea por distracción, porque no le agradó lo que vio o sencillamente por mala memoria, de repente se pierde todo el esfuerzo por mirarse atentamente. Cualquiera que haya sido el propósito original al mirarse, lo que se vio se olvidó rápidamente.
Una persona que mira a la Palabra de Dios, aun cuando lo haga cuidadosa y acertadamente, y a pesar de eso no aplique en su propia vida las verdades que ha descubierto, es como alguien que olvida de inmediato lo que acaba de mirar en el espejo, salvo que las consecuencias son inconmensurablemente peores. Esa persona ve su pecado descrito con todo su horrible mal y ve también la misericordiosa provisión de Dios en Cristo como remedio. Sin embargo, sigue su camino como si nunca hubiera conocido esas verdades.
Sin embargo, por el contrario, el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace. Aquí Santiago usa un verbo aun más fuerte para mirar que en el versículo 23. Parakuptō (mira atentamente) significa inclinarse y examinar cuidadosamente algo desde el punto más ventajoso y claro posible. Es el verbo empleado por Lucas para describir el hecho de que Pedro mirara dentro del sepulcro vacío después de la resurrección de Jesús (Lc. 24:12), y por Juan al contar que Pedro y María miraron dentro del mismo sepulcro (Jn. 20:5, 11). La persona que mira atentamente a la Palabra de Dios, la perfecta ley, la de la libertad, la examina para descubrir su significado más profundo y completo. Para él no es un simple ejercicio de curiosidad, como ocurre con la persona olvidadiza que acaba de mencionarse. Cuando descubre una verdad, persevera en ella, entendiendo que este es el propósito por el que el Señor la reveló a los hombres.
Dios no reveló su Palabra sencillamente para que la aprendiéramos, sino para que la obedeciéramos y la aplicáramos. La clave de la analogía de Santiago es esta: El que es fiel y oye y hace lo que dice la Palabra, no estudia el espejo en sí, sino más bien lo que el espejo revela, es decir, la voluntad y la verdad revelada de Dios.
La perfecta ley, así llamada porque las Escrituras son infalibles, suficientes y comprensibles (cp. Sal. 19:7-9), abarca toda la Palabra revelada de Dios.
Pero al referirse a ella como ley, Santiago dio particular énfasis a los mandamientos del Señor a los hombres, sus requisitos para una respuesta genuina y positiva de obediencia a esos mandamientos.
Y al referirse a la Palabra como la ley de la libertad, Santiago concentra su atención en su poder redentor para librar a los creyentes de la esclavitud del pecado y entonces hacerlos libres para una correcta obediencia (Jn. 8:34-36). Nos permite servir a Dios, no por temor o un simple sentido del deber, sino por gratitud y amor. Un día también nos librará de este mundo y su corrupción, de nuestra naturaleza caída, de nuestra carne. De nuestras tentaciones y de las maldiciones del pecado, de la muerte y del infierno.
Algunos consideran que la ley de Dios esclaviza; pero en realidad ella da gran libertad. Esa verdad la expresa clara y brevemente Pablo en su carta a la iglesia de Roma.
“¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Ro. 6:16-18).
Más adelante en esa carta, el apóstol se regocija: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción [y de libertad], por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:14-15).
El ser salvo únicamente por la gracia de Dios mediante la fe salvadora no anula ni disminuye en lo más mínimo los requisitos de su ley. El perdón por los quebrantamientos de la ley en el pasado NO nos libra de la obligación de obedecerla en el presente. “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas”, declaró Jesús:
“no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 5:17-20).
La ley de Dios sigue reflejando su santa voluntad y sus normas de la conducta humana.
Proporciona toda la verdad y dirección que necesitamos para vivir en santidad. Es perfecta, sin tacha, sin error u omisión y satisfará cada necesidad, tocará cada aspecto de la vida, cumplirá cada deseo piadoso de los verdaderos creyentes, los hijos de Dios. Al mirar a esa ley, nos da libertad para abandonar el pecado y buscar la justicia. El verdadero creyente persevera en la perfecta ley de Dios… de la libertad, porque esa es la voluntad de su Padre celestial, y por encima de todo él busca agradarle y honrarle. Por lo tanto, voluntariamente y con entusiasmo persevera en su divina y santa ley, capacitado por el Espíritu Santo (Ro. 8:4).
Implícita en Santiago 1:23-25 está la idea de que nuestra motivación y actitud al estudiar la Palabra de Dios se hace evidente en nuestra respuesta a lo que se aprende. Una persona que no presta atención a lo que aprende de la Biblia, muestra que su motivación al estudiarla no es correcta.
En el mejor de los casos, está interesada en un simple conocimiento, que incluso llega pronto a olvidar. De esa manera trae aun mayor juicio para sí que el que recibe una persona que nunca ha escuchado la Palabra. También es evidencia de que, a pesar de profesar creer en Cristo, él no es realmente salvo.
Uno de los más graves obstáculos para la salvación es la aversión natural del hombre caído a pensar seriamente en las cosas espirituales. Pudiera gustarle estudiar filosofía y religiones y teología hechas por los hombres. Pero no se inclina a investigar seriamente la verdad de Dios, comprendiendo, aun en su subconsciente, que su vida no alcanza las normas divinas y que Dios exigirá más de lo que está dispuesto a dar. Los hombres no tienen una tendencia natural a mirarse a sí mismos con sinceridad, para realizar una autoevaluación bajo la luz perfecta de la Palabra de Dios. Saben instintivamente que su orgullo, terquedad y amor por el pecado quedarán al descubierto bajo las normas de justicia del Señor.
Por otra parte, la persona que se humilla, inclinándose figuradamente para poder mirar mejor a la Palabra, muestra su correcta motivación y actitud espiritual. Su preocupación no son los hechos hechos en sí, sino la verdad divina y por lo tanto, obedece a lo que aprende. Al hacerlo, es bendecida y Dios es glorificado. Esa persona también aborrece el reflejo de sí misma que ve en el espejo de la Palabra, y su mayor deseo es quitar de su vida cada pecado, cada mancha moral y espiritual y remplazarlos con la justicia de Dios. Al verse tal y como es, dice: “Señor, continúa mostrando mi imperfección, mi desesperación sin ti. Atráeme hacia ti y límpiame de mis pecados y lléname con tu verdad, tu amor y tu pureza”. Tal persona no es un… oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra_ será bienaventurado en lo que hace. El creyente genuino ve las cosas tal y como son en realidad, y su voluntad se une a la voluntad de Dios. Le gusta hacer lo que la Biblia le dice que haga, ya que es la voluntad de su Padre celestial.
La bendición de Dios resulta de la obediencia del creyente. Por medio de Josué el Señor ordenó y prometió: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Jos. 1:8, cursivas añadidas).
La única forma de tener una vida espiritualmente bendecida y próspera es mediante el fiel estudio y aplicación de la Palabra de Dios, la meditación en ella “de día y de noche”y “[guardar] y [hacer] conforme a todo lo que en [ella] está escrito”. El que escucha y hace lo que dice la Palabra, descubre en sus exigencias que, tal y como dijo Jesús: el “yugo es fácil”y “ligera [la] carga” (Mt. 11:30).
Es obvio que las distinciones entre las actitudes buenas y malas acerca de Dios y su Palabra no están siempre bien definidas, al menos para la vida y el entendimiento humano. Algunos incrédulos se esfuerzan mucho por actuar como creyentes, reconociendo que la Biblia es inspirada y verdadera, asistiendo a la iglesia con regularidad, adorando con sus labios a Dios y actuando moralmente. En forma similar, pero opuesta, los verdaderos creyentes no siempre viven de acuerdo con lo que entienden de la Biblia, cayendo a veces en un grave pecado. Pero Santiago se refiere al compromiso de corazón con la Palabra de Dios o la falta de tal compromiso. El inconverso no puede mantener una fachada espiritual indefinidamente y el verdadero creyente no puede contentarse con permanecer en pecado indefinidamente.
Apartándose de la analogía del espejo, Santiago pone en claro que el hacedor de la Palabra no es simplemente uno que participa en la actividad religiosa.
“Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana” (Santiago 1:26).
Religioso se traduce de thrēskos, que se refiere a ceremoniales religiosos, liturgias, tradiciones y rituales externos. El famoso historiador judío Josefo empleó la palabra para describir la adoración en el templo de Jerusalén. Pablo empleó la forma nominal de este término cuando habló de su vida anterior como celoso fariseo (Hch. 26:5). Por el contrario, la palabra empleada por lo general en el Nuevo Testamento para una adoración genuina, que agrada y honra a Dios es eusebeia, cuyo significado principal es el de piedad y santidad.
Tales cosas como asistir a los cultos y a las actividades de la iglesia, hacer trabajo voluntario, cumplir con varios rituales y ceremonias, cantar alabanzas y hasta tener una teología correcta NO tienen valor espiritual en sí mismas sin la verdadera fe salvadora y motivaciones honrosas para glorificar al Señor.
La persona que confía en estas cosas externas, tarde o temprano dará a conocer su infidelidad con su boca, porque no tiene el poder interior que refrena su lengua. La confianza en esas cosas para agradar a Dios y recibir su bendición, es engañosa y vana. Aun cuando un ritual o liturgia sea bíblica en su redacción, es tan inútil como la idolatría pagana, a menos que el corazón sea recto para con el Señor.
Un corazón corrompido e impío finalmente quedará al descubierto por una forma de hablar corrupta e impía.
La lengua NO es el único indicador de la genuina espiritualidad, sino que es uno de los más confiables. Se ha calculado que la persona promedio hablará unas 18,000 palabras al día, suficientes para un libro de cincuenta y cuatro páginas. ¡En un año eso llega a sesenta y seis volúmenes de ochocientas páginas! Claro que muchas personas hablan mucho más que eso. Una persona promedio dedica hasta un quinto de su vida a hablar.
Si la lengua no está controlada por Dios, es un indicador seguro de que tampoco el corazón lo está. Jesús les dijo a los fariseos que se creían muy justos: “......De la abundancia del corazón habla la boca… por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt. 12:34, 37). La religión que no transforma el corazón, y por lo tanto, la lengua, es totalmente vana ante los ojos de Dios.
DISPOSICIÓN A APLICAR LA PALABRA SIN EGOÍSMO
“La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones,...... “(Santiago 1:27a)
La segunda reacción apropiada a la Palabra de Dios es la disposición de aplicarla a la vida de uno sin egoísmo, con genuino interés por el bienestar de los demás, sobre todo los que tienen gran necesidad. La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es servirles con amor y compasión. Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:35).
Katharos (pura) y amiantos (sin mácula) son sinónimos, la primera subraya la limpieza, la segunda denota libertad de la contaminación. Santiago no se está refiriendo a lo que pudiera parecer mejor para nosotros, mejor para nuestro mundo, o ni siquiera mejor para los demás creyentes, sino de lo que es mejor delante de Dios el Padre.
La autenticidad de la religión de alguien no está determinada por sus propias normas, sino por las normas de Dios.
Los más grandes errores espirituales de los escribas, fariseos y otros líderes judíos que se oponían a Jesús, fueron en ese mismo aspecto. Habían sustituido las normas de Dios en la ley con sus propias tradiciones humanas. De tales hombres Jesús dijo: “Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo: Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mt. 15:6b-8).
Episkeptomai (visitar) significa mucho más que una visita aislada para conversar. Conlleva las ideas de preocupación por otros, poner en práctica la provisión y ayuda para ellos en cualquier forma que se necesite.
Es de la misma raíz que episkopos, que significa “supervisor”y a veces se traduce “obispo” (vea los textos de Hch. 20:28; Fil. 1:1; 1 Ti. 3:2; Tit. 1:7; 1 P. 2:25). Episkeptomai se emplea a menudo en el Nuevo Testamento para referirse a la visita de Dios a su pueblo a fin de ayudarlo, fortalecerlo y animarlo (vea, p. ej. Lc. 1:68, 78; 7:16; Hch. 15:14).
Al hablar de la separación de las ovejas de los cabritos en el día del juicio, Jesús empleó la palabra para describir a los que realmente pertenecen a Él y lo aman, diciendo: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí” (Mt. 25:35-36, cursivas añadidas).
En realidad, todas estas formas de ministrar pueden incluirse en general bajo episkeptomai. Visitar de una forma que es agradable a nuestro Dios y Padre es satisfacer lo mejor que podamos todas las necesidades [de] los huérfanos y [de] las viudas y de cualquiera que se encuentre en sus tribulaciones.
Por lo general, las personas más necesitadas en la iglesia primitiva eran los huérfanos y las viudas. No había programa alguno de seguro de vida o bienestar social que los apoyara. Eran escasos los trabajos para ambos grupos y si no tenían algún pariente cercano, o al menos alguno que los ayudara, estaban en un grave aprieto. Pero el principio se aplica a cualquier necesitado. Como tales personas sin padres ni cónyuges no pueden dar nada a cambio, cuidarlos revela un verdadero y sacrificial amor.
Dios siempre ha tenido mucho interés por los huérfanos y las viudas, y ha ordenado a su pueblo que muestre ese mismo interés. David afirmó que “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada” (Sal. 68:5). La ley mosaica incluía la enseñanza: “A ninguna viuda ni huérfano afligiréis” (Éx. 22:22), y:
“Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en toda obra que tus manos hicieren… Maldito el que pervirtiere el derecho del extranjero, del huérfano y de la viuda. Y dirá todo el pueblo: Amén” (Deuteronomio 14:28,29; 27:19 ).
Por medio de Jeremías, el Señor le dijo a Israel: “Si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni en este lugar derramareis la sangre inocente, ni anduviereis en pos de dioses ajenos para mal vuestro, os haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres para siempre” (Jer. 7:5-7).
El servicio abnegado y amoroso a los demás, en especial a los otros creyentes, es también un tema frecuente en el Nuevo Testamento. Pablo dio la orden: “Honra a las viudas que en verdad lo son” (1 Ti. 5:3), que incluye ofrecer ayuda económica y de cualquier tipo que se necesitara. Juan afirma que:
“El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos… En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios. Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros… Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte… En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Jn. 2:10-11; 3:10-11, 14, 16).
Más adelante en 1 Juan, dice:
“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Jn. 4:7-12).
El verdadero cristianismo se manifiesta con un corazón puro y amoroso, por la forma en la que los creyentes hablan y por el modo en el que actúan. Se manifiesta por la forma en la que aman y se preocupan por quienes están en necesidad, no por cómo aman y se preocupan por quienes prefieren, aquellos que les son cercanos, o aquellos con quienes comparten rasgos e intereses comunes. El amor ha de ser la manifestación central y más visible de la salvación. Y, como pone en claro Juan, el amor a Dios no puede separarse del amor a los demás, sobre todo a los otros creyentes y en especial a quienes están en … tribulaciones. El que dice ser cristiano y no muestre tal compasión, tiene razón para dudar que haya nacido de nuevo. Un corazón verdaderamente redimido se extiende para alcanzar a otros (cp. Mt. 5:43-48; Jn. 13:34-35).
DISPOSICIÓN A APLICAR LA PALABRA SIN HACER CONCESIONES
“y guardarse sin mancha del mundo.” (1:27b)
La tercera reacción apropiada a la Palabra de Dios es la disposición de aplicarla a la vida de uno, sin hacer concesiones morales o espirituales. Guardarse traduce una forma del verbo griego tēreō, que indica una acción regular y continua. En otras palabras, guardarse sin mancha del mundo es la obligación constante de los cristianos, no dando lugar a excepciones o salvedades. Los que pertenecemos a Dios debemos caracterizarnos por pureza moral y espiritual, por una santidad sin mancha y sin tacha. Pedro aconseja a los cristianos que se conduzcan “en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 P. 1:17b-19).
Ni Santiago ni Pedro se están refiriendo a la perfección sin pecado, una condición espiritual únicamente manifestada por Jesucristo en su encarnación. “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra”, nos asegura el escritor de Eclesiastés, “que haga el bien y nunca peque” (Ec. 7:20).
Aunque Pablo podía decir sinceramente: “Con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy” (Hch. 23:1; cp. 24:16), también confesaba: “Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor” (1 Co. 4:4), y “yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Ro. 7:18-19).
Ningún cristiano alcanza las normas del Señor. Al igual que Pablo, nos encontramos haciendo cosas que sabemos que son incorrectas y no haciendo cosas que sabemos son correctas (cp. Ro. 7:14-25). Ni siquiera el creyente más fiel y amoroso muestra siempre tanta compasión, tanto amor a sus hermanos en la fe y tanto amor a Dios como debiera.
Santiago se refiere a la orientación esencial de nuestra vida, a nuestro principal compromiso y a nuestra lealtad. Si esa lealtad es correcta, entonces nuestros más profundos deseos serán amar y cuidar a los demás confesar nuestro pecado al Señor cuando no lo hacemos.
El cristiano genuino no puede sentirse feliz o contento cuando no muestra compasión por los demás.
No es nuestra perfección la que evidencia nuestra salvación, sino el aborrecer nuestras imperfecciones y el buscar, con la ayuda y el poder de Dios, el enmendarlas.
En la intimidad de su corazón, el verdadero cristiano anhela hablar y hacer solo aquellas cosas que son santas, puras, amorosas, honestas, veraces y rectas, cosas que no puede corromper ni [manchar el] mundo.
Por otra parte, una persona que no tiene compasión por los demás, que no se preocupa por vivir rectamente y cuya satisfacción se halla en su pecado, no puede ser un verdadero discípulo de Cristo ni hijo de Dios.
Kosmos (mundo) tiene el sentido esencial de orden, disposición y a veces de decoración. En el Nuevo Testamento se emplea en lenguaje figurado para referirse a la tierra (vea Mt. 13:35; Jn. 21:25) y al universo (vea 1 Ti. 6:7; He. 4:3; 9:26).
Pero la mayoría de las veces se emplea para representar a la humanidad caída en general y sus impíos sistemas espirituales, filosóficos, morales y de valores (vea Jn. 7:7; 8:23; 14:30; 1 Co. 2:12; Gá. 4:3; Col. 2:8). Ese es el sentido en que Santiago emplea el término en el texto en estudio. (Vea el análisis más adelante sobre 4:4.)
Con este significado de mundo en mente, Juan advierte: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Jn. 2:15-16).
El amor a Dios y el amor al mundo y a las cosas del mundo son totalmente incompatibles y mutuamente excluyentes.
La frase “las cosas que están en el mundo”NO se refiere a cosas como participar en negocios, en actividades sociales o comprar y dar uso a las cosas materiales de la vida. Es el amor incontrolado y la lealtad a esas cosas lo que es impío y se interpone entre los hombres y Dios.
La religión pura, es decir, el cristianismo bíblico, es un asunto de obediencia santa a la Palabra de Dios, que se refleja, entre otras formas, por nuestra sinceridad en cuanto a nosotros mismos, por nuestro desprendimiento en cuanto a las necesidades de los demás y por nuestra forma de permanecer sin hacer concesiones morales y espirituales en cuanto al mundo.