Un milagro sin sentido
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Cada uno de nosotros vive la vida de la mejor manera que puede. ¿Lo hace bien o lo hace mal? Todos sabemos que a veces acertamos y a veces nos equivocamos, y son muchas las ocasiones en las que recibimos las consecuencias de nuestras propias equivocaciones.
Los que creemos en Jesús sabemos que vivir apartados de Dios nos conduce a la ruina espiritual, tanto en esta vida como con miras a la eternidad.
Sin embargo, todos atravesamos la vida “haciendo lo mejor posible”.
Considera un día cualquiera, un día en el que no asistes a la iglesia, uno de esos días en los que estás “viviendo normalmente”, “haciendo lo que hay que hacer”. ¿De qué manera te encuentras con Dios en lo que vives?
Muchas veces no le concedemos demasiados de nuestros pensamientos a esto. Vamos y venimos, hacemos, hablamos, atendemos nuestros asuntos como lo hacen todos pero, ¿cuál es la realidad? Dios está allí, y el propio Jesús se nos coloca delante para cambiar el curso de nuestras vidas.
Fue lo que sucedió aquel día.
1) Jesús se cruza en nuestro camino.
1) Jesús se cruza en nuestro camino.
Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido de ellas, lavaban sus redes. Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud.
Un día estaba Jesús a orillas del lago de Genesaret, y la gente lo apretujaba para escuchar el mensaje de Dios. Entonces vio dos barcas que los pescadores habían dejado en la playa mientras lavaban las redes. Subió a una de las barcas, que pertenecía a Simón, y le pidió que la alejara un poco de la orilla. Luego se sentó, y enseñaba a la gente desde la barca.
Cierto día, mientras Jesús predicaba en la orilla del mar de Galilea, grandes multitudes se abalanzaban sobre él para escuchar la palabra de Dios. Jesús notó dos barcas vacías en la orilla porque los pescadores las habían dejado mientras lavaban sus redes. Al subir a una de las barcas, Jesús le pidió a Simón, el dueño de la barca, que la empujara al agua. Luego se sentó en la barca y desde allí enseñaba a las multitudes.
Son muchas las cosas que suceden en nuestras vidas sin que nosotros las busquemos o provoquemos. Algunas de ellas son radicalmente accidentales. Tal vez conociste a una persona que con el correr del tiempo llegó a ser tu amigo más íntimo, y cuando piensas en aquel momento en que se conocieron te das cuenta de que no fue planificado, solamente “se dio”. ¿Pura casualidad?
A lo largo de la historia, Dios ha hecho esto de cruzarse en el camino de las personas una y otra vez, y cada vez que lo hizo, eso implicó un cambio absolutamente radical en su existencia.
¿Qué fue lo que le sucedió a Abraham? Vivía una vida normal en la ciudad de Ur, su familia estaba allí, se había casado, tenía trabajo, relaciones, probablemente metas y sueños. La Biblia no nos especifica la manera exacta en que sucedió, pero el hecho es que Dios se cruzó en su camino, le habló, y Abraham tomó decisiones importantes creyéndole a Dios. Su vida nunca más fue la misma.
Un día Moisés estaba en el trabajo. Era un día como deben haber habido muchos. Moisés había viajado, había conocido gente nueva, había conocido a la mujer con la que se casó y había empezado a trabajar con su suegro, apacentando sus ovejas. Días como aquel deben haber habido muchos, rodeado de las ovejas en este o aquel paraje. Pero aquel día Dios se le cruzó en el camino: la zarza estaba encendida y no se quemaba, y cuando se quiso acercar Dios le habló claramente y lo llamó por su nombre. Su vida (y la de su familia, y la de muchos más) jamás volvió a ser la misma.
Un día Leví (o “Mateo el publicano”) estaba sentado en la oficina, en su trabajo. Simplemente pasó Jesús por allí y lo invitó a seguirle. Su vida nunca más fue la misma.
Eso sucedió aquel día con aquellos pescadores. Para ellos era un día más como tantos, y para colmo uno de los malos. Toda la noche pescando y nada. No sería extraño que estuvieran de mal humor aquella mañana. Y además de repente ven que más y más gente empieza a llegar a la costa. Justo lo que faltaba: público. Y en medio de todo aquello, aquel rabino que le pide a Pedro para enseñar desde la barca. Bueno, después de todo no era tan difícil…
Así puede ocurrirle a cualquiera de nosotros. Estamos en medio del más normal de nuestros días normales, y entonces Jesús aparece. ¿Siempre se presenta con alguna propuesta “espiritual”? No. A veces puede hacer una fogata con una zarza que no se termina de quemar. O simplemente aparecerse como un desconocido que al parecer no ha sabido lo que ha estado ocurriendo alrededor.
¿Has encontrado a Jesús cruzándose en tu camino?
Presta atención. Podrías ignorarlo por andar demasiado distraído “con otras cosas”.
Jesús sí obra cuando nos reunimos, en nuestras actividades dedicadas específicamente a Él. Pero también se va a manifestar en “la normalidad” de nuestras actividades.
Descubre a Jesús en los momentos en los que no fuiste tú quien planificó que Él estuviera allí.
Jesús te va a sorprender, va a cambiar tu día, va a proponer algo diferente.
2) Jesús hace lo que no esperábamos.
2) Jesús hace lo que no esperábamos.
¿Qué ha hecho, está haciendo o va a hacer Jesús en tu vida? A lo largo de todo su ministerio, Jesús hizo una y otra vez lo que ningún hombre había hecho ni podría hacer. Enseñó y dijo lo que nadie pudo ni puede decir por su cuenta.
Aquí tenemos unos hombres ante quienes el Hijo de Dios acaba de presentarse, mostrándose como maestro ante una multitud. ¿Qué haría ahora en estas vidas?
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían.
Cuando acabó de hablar, le dijo a Simón:
—Lleva la barca hacia aguas más profundas, y echen allí las redes para pescar.
—Maestro, hemos estado trabajando duro toda la noche y no hemos pescado nada—le contestó Simón—. Pero como tú me lo mandas, echaré las redes.
Así lo hicieron, y recogieron una cantidad tan grande de peces que las redes se les rompían. Entonces llamaron por señas a sus compañeros de la otra barca para que los ayudaran. Ellos se acercaron y llenaron tanto las dos barcas que comenzaron a hundirse.
Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
—Ahora ve a las aguas más profundas y echa tus redes para pescar.
—Maestro —respondió Simón—, hemos trabajado mucho durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero si tú lo dices, echaré las redes nuevamente.
Y esta vez las redes se llenaron de tantos peces, ¡que comenzaron a romperse! Un grito de auxilio atrajo a los compañeros de la otra barca, y pronto las dos barcas estaban llenas de peces y a punto de hundirse.
A lo largo de su ministerio Jesús hizo tremendos milagros. Sanó enfermos, multiplicó panes y peces, resucitó muertos, calmó tormentas, caminó sobre el mar… ¡Tremendo!
Los milagros de Jesús siempre señalaron hacia la revelación de su identidad como Hijo de Dios. Sí, a veces las personas se quedaban solo con los beneficios asociados con los milagros, ya fuera porque podían comer sin pagar o tener sanidad física que de otra manera no podrían. Pero el verdadero sentido de los milagros siempre tuvo que ver con poner de manifiesto el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios.
A veces quisiéramos que nuestras vidas se llenaran de milagros, queremos ver poder, queremos alegrarnos de anunciar que lo imposible ha sido hecho en nuestras vidas. Y a veces podríamos pasar por alto verdaderos milagros que sí están ocurriendo y a los que no prestamos atención, por llenarnos de distracciones.
¿Qué hubiéramos esperado que Jesús hiciera aquel día?
¡Él podría haber partido el Mar de Galilea en dos si hubiera querido, y los pescadores y el resto de la gente lo podrían haber cruzado en seco! Sí, Jesús es el mismo que lo hizo por el pueblo de Israel al partir el Mar Rojo.
¡Jesús podría haber salido de la barca caminando sobre el mar hasta donde estaba la gente! ¿Te imaginas los rostros de sorpresa de todos si hubiera hecho semejante cosa?
Pero, ¿has observado el milagro que hizo al terminar de enseñar aquel día? ¡Pesca!
El Maestro hizo un milagro “tremendamente normal” comparado con otros. No hubieron paralíticos saltando ni muertos hablando, no hubieron montes temblando ni vientos tremendamente poderosos. ¿Qué hubo? ¡Pesca!
Al cruzarse en tu vida, ¿qué tipo de milagro querrá hacer? Es posible que quiera hacer algo relacionado con tus aficiones, con tus actividades, con tus gustos, con tus costumbres.
Pero lo que podemos tener bien claro es que llamará tu atención.
Los pescadores estaban de mal humor. Habían echado la red una y otra vez, a este y al otro lado de la barca, habían recorrido el lago, habían pasado horas, ¡y nada!
¿Qué clase de inspiración fue la que tocó el corazón de Pedro para que añadiera la frase decisiva “mas en tu palabra echaré la red”? ¿Qué quiso decir con eso?
Quiso afirmar que el responsable del nuevo fracaso (o tal vez no) sería Jesús. Quien provocaría ahora el malestar y el aburrimiento de los ya cansados pescadores sería aquel Maestro.
Solo que esta vez Jesús hizo el milagro, y la red encerró una cantidad de peces sin precedentes.
¿Puedes imaginarte el asombro en los rostros de Pedro y Andrés? ¿Y sus gritos a Jacobo y Juan para que vinieran a ayudarlos?
Otra vez: no había sido una cuestión de vida o muerte, no había sido una tormenta con naufragio seguro como después experimentarían, no había sido la luz en los ojos de un ciego. Había sido “solo pesca”.
Pero Dios sabe exactamente lo que necesitamos.
Dios sabe lo que tú necesitas, el milagro “ridículo” que necesitas para llamar tu atención.
Recuerda que así como en las vidas de ellos — nada de aquello fue mera coincidencia — Dios está obrando en tu vida y la mía.
3) Llegamos a entender lo que nunca habíamos entendido.
3) Llegamos a entender lo que nunca habíamos entendido.
Una de las maravillas de nuestra experiencia humana tiene que ver con esos momentos en los que logramos comprender lo que antes no habíamos entendido. Definitivamente, no nacemos sabiendo, y a medida que vivimos y experimentamos vamos aprendiendo y llegando a comprender las cosas. ¿Puedes recordar alguno de esos momentos especiales en los que lograste entender lo que antes te había estado oculto? Es como si hubieras visto a un mago hacer un truco en muchas ocasiones, hasta que un día descubriste su truco. ¡Oh! ¡Así era que lo hacía! Ese tipo de sensación de sorpresa es lo que conocemos como revelación, cuando Dios nos da a conocer lo que antes había estado oculto para nosotros.
Eso sucedió aquel día.
Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, y asimismo de Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron.
Al ver esto, Simón Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo:
—¡Apártate de mí, Señor; soy un pecador!
Es que él y todos sus compañeros estaban asombrados ante la pesca que habían hecho, como también lo estaban Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón.
—No temas; desde ahora serás pescador de hombres—le dijo Jesús a Simón.
Así que llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, siguieron a Jesús.
Cuando Simón Pedro se dio cuenta de lo que había sucedido, cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo:
—Señor, por favor, aléjate de mí, soy demasiado pecador para estar cerca de ti.
Pues estaba muy asombrado por la cantidad de peces que habían sacado, al igual que los otros que estaban con él. Sus compañeros, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, también estaban asombrados.
Jesús respondió a Simón: «¡No tengas miedo! ¡De ahora en adelante, pescarás personas!». Y, en cuanto llegaron a tierra firme, dejaron todo y siguieron a Jesús.
No existe para el ser humano experiencia comparable a la de recibir la revelación de la identidad del Hijo de Dios. Otras experiencias y otros aprendizajes pueden ser edificantes y nos pueden llegar a entusiasmar, pero ninguno de ellos se compara con el hecho de descubrir al Hijo de Dios en Jesús. La transformación que se produce en la vida y el corazón del que cree en Él es tan impactante y permanente que determina que ya nada sea lo mismo. Hay, definitivamente, un antes y un después de la experiencia de entender que Jesús es el Hijo de Dios.
Eso fue lo que sucedió en las vidas de aquellos humildes pescadores aquel día. La experiencia que ellos tuvieron, la revelación que ellos recibieron, es la que hemos experimentado todos los que de verdad nos hemos comprometido con Jesús como Salvador y Señor de nuestras vidas.
Cuando jalaron las redes para regresarlas a la barca, seguramente convencidos de que sería fácil levantarlas porque una vez más retornarían vacía, pero no pudieron por la inmensa cantidad de peces que habían atrapado, algo se rompió en el interior de ellos.
Pedro y Andrés se miraron sin poder salir de su asombro. En su mirada se dijeron que habían entrado en una dimensión diferente, que Aquel a quien habían estado albergando en su barca por la última hora no era “uno más”. Ellos eran personas que buscaban a Dios, conocían sus promesas y esperaban su cumplimiento, y habían seguido al profeta Juan el Bautista, bautizándose y escuchando atentamente sus enseñanzas. Pero aquello superaba ampliamente lo de Juan.
Uno de ellos, Pedro o Andrés, empezó a hacer lo que habitualmente hacían en caso de una pesca excesiva para una sola barca, llamó a Jacobo y Juan, sus colegas y socios en el emprendimiento, quienes también habían esperado el fracaso del nuevo intento. Por un momento se concentraron en el esfuerzo por reunir la pesca y en la navegación de las barcas.
Pero entonces llegaron a tierra y sus ojos se llenaron con la gran cantidad de peces atrapados. Y un profundísimo temor llenó el corazón de cada uno de ellos.
Como tantas veces, la actitud de Pedro representó la de todos ellos.
Pedro cayó de rodillas ante Jesús.
¿Qué le dijo? Le pidió que se apartara, porque él era un pecador.
¿Qué estaba tratando de comunicar al decir eso?
Tal vez lo mismo que Isaías el día del llamamiento de Dios:
En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.
La reacción inmediata de Isaías al tener ante su vista el trono y al propio Dios sentado en él fue la de tomar conciencia de que no correspondía que él, un pecador común y corriente, tuviera semejante experiencia. No, definitivamente, aquello le tendría que haber acarreado la muerte. La revelación creció todavía más cuando sus labios fueron tocados por aquel carbón encendido, representación de la sangre de Jesús en la cruz del Calvario.
Cuando uno experimenta la revelación de Dios, cuando puede ver a Dios en Jesús, lo primero que sucede es que uno percibe su propia suciedad, su indignidad. Vienen a nuestra memoria todas las palabras fuera de lugar que hemos dicho, todas las acciones indignas que hemos realizado, todos los actos de egoísmo que hemos promovido.
No, no nos merecemos un Salvador tan grande, porque hemos ofendido al que nos creó y nos amó. Pero Dios nos lo ha querido revelar en Cristo Jesús.
Pedro estaba espantado, como tendría que estar cualquiera que llega a entender la dimensión del amor de Dios al enviar a Jesús. ¿Quién soy yo para conocer a Jesús? ¡Nadie! ¡No lo merezco!
Así de grande es la misericordia de Dios.
Vuelve a escuchar las palabras tranquilizadoras y sanadoras de Jesús:
No temas; desde ahora erás pescador de hombres.
Jesús no solamente hace cosas especiales. También tiene planes especiales.
Lo que le dijo a Pedro (e indirectamente también a los otros) en aquel momento era que Él tenía un plan para el futuro, un plan en el que lo incluía, un plan que le definiría personalmente de una manera diferente.
Lo mismo sucede contigo. Dios tiene un plan para la vida de cada uno de nosotros, y ese plan no se parece a aquello para lo que parece que nacimos para experimentar. El plan de Dios es diferente.
¿Se habría podido imaginar Pedro en aquel momento que iba a hablar con autoridad y valentía delante de todo el concilio de los judíos? ¡Ni por asomo! ¿Se habría podido imaginar que iban a haber personas que se sanarían al ser tocadas por su sombra o cuando él tocara paños de ellos? ¡Jamás!
¿Qué tendrá Dios preparado para ti? No te limites a los que consideras tus sueños. Dios tiene más, quiere hacer más, quiere llevarte más allá de lo imaginado.
Encuéntrate con Jesús cuando se cruce en tu camino, déjate sorprender por el simple milagro que haga para demostrarte quién es Él y cae humillado ante Él frente a esa revelación.
Dios te va a levantar como sal y luz, y te va a usar para que otros entiendan lo que Dios te ha revelado.