8. El mal del favoritismo en la iglesia: Primera parte
Epístola de Santiago • Sermon • Submitted • Presented
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1 Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. 2 Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, 3 y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado; 4 ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?
Cuando pensamos en los atributos de Dios, su naturaleza y sus características divinas, por lo regular pensamos en cosas como su santidad, su justicia, su omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia. Pensamos en su inmutabilidad, su eternidad, su soberanía, su justicia y en lo perfecto de su gracia, amor, fidelidad y bondad.
Pero otro atributo de Dios en el que no se piensa ni se menciona a menudo es su imparcialidad. Pero este es un tema importante y recurrente a lo largo de las Escrituras. Dios es absolutamente imparcial al tratar con las personas. Y en eso, como ocurre con sus otros atributos, Él es distinto de nosotros.
Los seres humanos, aun los cristianos, no tendemos por naturaleza a ser imparciales. Tendemos a encasillar a las personas en categorías predeterminadas, clasificándolas por lo que parecen, por sus ropas, su raza o etnia, su condición social, su personalidad, su inteligencia, su riqueza y poder, por el tipo de auto que maneja y por el tipo de casa y el vecindario en el que vive.
Pero todas estas cosas no tienen significado alguno con Dios. Moisés declaró: “Porque Jehová vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible”. Luego añadió que ese gran y poderoso Dios, que tiene el derecho de ser como Él quiera ser, “no hace acepción de personas, ni toma cohecho” (Dt. 10:17), y Él espera que su pueblo refleje la misma imparcialidad.
El gran legislador advirtió: “No hagáis distinción de persona en el juicio; así al pequeño como al grande oiréis; no tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios; y la causa que os fuere difícil, la traeréis a mí, y yo la oiré” (Dt. 1:17); y:
“Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite. Guárdate de tener en tu corazón pensamiento perverso, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión, y mires con malos ojos a tu hermano menesteroso para no darle; porque él podrá clamar contra ti a Jehová, y se te contará por pecado. Sin falta le darás, y no serás de mezquino corazón cuando le des; porque por ello te bendecirá Jehová tu Dios en todos tus hechos, y en todo lo que emprendas. Porque no faltarán menesterosos en medio de la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra” (Dt. 15:7-11; cp. DT. 16:19).
El rey Josafat de Judá les recordó a los jueces que acababa de nombrar: “Sea, pues, con vosotros el temor de Jehová; mirad lo que hacéis, porque con Jehová nuestro Dios no hay injusticia, ni acepción de personas, ni admisión de cohecho” (2 Cr. 19:7). Es obvio que significa que los jueces debían cuidadosa y reverentemente reflejar la santidad y la imparcialidad del Señor.
El escritor de Proverbios dice: “También estos son dichos de los sabios: Hacer acepción de personas en el juicio no es bueno” (Pr. 24:23), .
El Nuevo Testamento es igualmente claro acerca del pecado de la parcialidad.
Pablo pone en claro que la imparcialidad de Dios se extiende también a su juicio: “Habrá tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios” (Ro. 2:9-11). Toda persona será juzgada únicamente por la condición de su alma.
A una multitud de incrédulos en el templo, Jesús dijo: “No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Pablo específicamente subraya que Dios es imparcial con relación a la condición social, la ocupación o el hecho de que una persona sea libre o esclava.
Les dijo a los creyentes de Éfeso:
“Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo; no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ése recibirá del Señor, sea siervo o sea libre. Y vosotros, amos, haced con ellos lo mismo, dejando las amenazas, sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos, y que para él no hay acepción de personas” (Ef. 6:5-9).
Al igual que el Señor, los creyentes debemos tratar al obrero que recibe menor salario con el mismo respeto con el que tratamos al presidente de un banco o a alguien de la más alta sociedad, y tratar a los que pudieran trabajar bajo nosotros con la misma imparcialidad y dignidad que le damos a nuestros jefes.
La imparcialidad también se expresa en la forma en la que ayudamos a otros, en especial a los demás creyentes. “En esto hemos conocido el amor”, dice el apóstol Juan:
“en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él” (1 Jn. 3:16-19).
Si no tratamos a los que están en necesidad de la forma en la que Dios los trata, entonces su amor no está en nosotros.
Más adelante en esa carta el apóstol escribe: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Jn. 4:10-12 ). “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano”, sigue diciendo Juan, “es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:20-21).
DISCIPLINA IMPARCIAL
Por lo tanto, los pastores y los miembros de la iglesia debemos ser disciplinados según las instrucciones de Jesús en Mateo 18. Si un creyente es aconsejado en privado por una persona, y luego por dos o más, pero se niega a arrepentirse, “dilo a la iglesia”, ordena Él; y “si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mt. 18:15-17).
Debe aplicarse la disciplina de la iglesia con total imparcialidad. Pablo aconseja a los cristianos que tengan especial cuidado antes de acusar a un líder de la iglesia, diciendo: “Contra un anciano no admitas acusación sino con dos o tres testigos” (1 Ti. 5:19). Pero luego dice que, si a un pastor se le encuentra culpable y sigue pecando, se le debe reprender “delante de todos, para que los demás también teman. Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad” (1 Ti. 5:20-21 ).
Por lo tanto, ya sea en lo que tiene que ver con la salvación, o con juicio, con disciplina de los líderes de la iglesia o de miembros sencillos, las normas de Dios son las mismas.
Dios trata con el alma y con la persona interior con absoluta imparcialidad.
Pedro confirma esa imparcialidad divina, recordando a los creyentes que “escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 P. 1:16-17 ).
En otras palabras, si queremos que Dios sea justo e imparcial con nosotros, debemos ser justos e imparciales con los demás, al igual que debemos perdonar a los demás si queremos que Dios nos perdone (Mateo 6:14“14 Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial;” ).
Como se ha mencionado varias veces en este comentario, la Epístola de Santiago es muy práctica, y trata mucho más sobre asuntos cotidianos que sobre teología y doctrina en el sentido corriente. En este pasaje, él subraya que nuestra parcialidad y la falta de ella es otra prueba de vivir la fe.
La primera prueba se relaciona con cómo reaccionamos ante las pruebas (Santiago 1:3-12);
la segunda con cómo respondemos a la tentación (1:13-18);
la tercera con cómo reaccionamos ante la Palabra de Dios (1:19-27);
y la cuarta ante la parcialidad y el favoritismo (2:1-13).
En la cuarta, concentra su atención fundamentalmente en la parcialidad con relación a la condición social o económica, sin duda porque esos eran los problemas a los que se enfrentaba la iglesia primitiva y obviamente eran problemas con algunos de los creyentes judíos “que [estaban] en la dispersión” (1:1).
En Santiago 2:1-13, Santiago presenta cinco características de la imparcialidad genuina, como la de Dios:
el principio (v. 1),
el ejemplo (vv. 2-4),
la incongruencia (vv. 57),
la violación (vv. 8-11),
y la apelación (vv. 12-13).
EL PRINCIPIO
“Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas.” (Santiago 2:1)
Santiago prologa su mandato al dirigirse a los lectores como Hermanos míos, indicando que está hablando por amor y como un hermano en la fe y hermano en Cristo. La mayoría de las veces, como un prefacio a una amonestación o advertencia, Santiago emplea esta o la frase “mis amados hermanos”unas quince veces en la carta (p. ej. 1:2, 16, 19; 2:5, 14; 4:11; 5:7).
Se expresa brevemente el principio fundamental en el versículo Santiago 2:1 , indicando que el tener genuina fe en el evangelio de nuestro glorioso Señor Jesucristo mientras se muestra acepción de personas, es algo contradictorio e incompatible.
La idea es que no podemos poseer la fe de Jesucristo, que es la presencia y la gloria misma de Dios, y ser parciales.
Jesucristo mismo fue imparcial (Mateo 22:16“16 Y le enviaron los discípulos de ellos con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres.” ), como lo indica su humilde nacimiento, su familia, su formación en Nazaret y su disposición a servir en Samaria y Galilea, regiones despreciadas por los líderes judíos.
En el texto griego, la frase sin acepción de personas está en la posición enfática, precediendo vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo y por lo tanto, dando una fuerza especial a la amonestación, que denota el concepto de continuación, de no convertir en práctica la acepción de personas, lo que no puede ocurrir en la vida de un fiel cristiano. Algunos versículos más adelante (Santiago 2:9 “9 pero si hacéis acepción de personas, cometéis pecado, y quedáis convictos por la ley como transgresores.” ), Santiago pone en claro que la acepción de personas no es simplemente descortés e irrespetuosa, sino que es un grave pecado.
Ser parcial está en total conflicto con nuestra salvación y con lo que la Biblia enseña
Si somos salvos, somos hijos de Dios; y si somos sus hijos, debemos imitarlo. Pablo afirma categóricamente que “no hay acepción de personas para con Dios” (Ro. 2:11).
Desde luego que hay un respeto debido que debe mostrase a los ancianos y a todos lo que tienen alguna autoridad, tanto en la iglesia como en la sociedad en general. Por medio de Moisés, el Señor ordenó: “Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor. Yo Jehová” (Lv. 19:32).
Pablo escribió a los tesalonicenses que “reconocieran”y “tuvieran en gran estima”a sus pastores (1 Ts. 5:12-13).
“Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor”, le dijo Pablo a Timoteo, “mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (1 Ti. 5:17).
“Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo. Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Ro. 13:1-5).
Pedro reitera ese consejo, diciendo: “Temed a Dios. Honrad al rey” (1 P. 2:17).
La frase acepción de personas traduce la palabra griega prosōpolēmpsia, que tiene el sentido literal de “levantar el rostro de alguien”, con la idea de juzgar por las apariencias y sobre tales bases dar favor y respeto especial.
Corresponde a un juicio puramente sobre un nivel superficial, sin considerar los verdaderos méritos, habilidades o el carácter de una persona. Es interesante y significativo que esta palabra, junto con el sustantivo relacionado prosōpolēmptēs (vea Hch. 10:34, “parcialidad”) y el verbo prosōpolēmpteō (vea Stg. 2:9, “acepción de personas”) aparezcan únicamente en los escritos cristianos. Tal vez es porque el favoritismo era una parte tan aceptada en las antiguas sociedades, que se asumía y no se identificaba, como lo es aun hoy en muchas culturas.
Durante su encarnación, Jesús fue la gloria y la imagen de Dios en forma humana (2 Co. 3:18; 4:4, 6; Fil. 2:6) y, como su Padre, Él no mostró favoritismo, una virtud que incluso sus enemigos reconocieron. A Jesús no le importaba si a quien hablaba o servía era un rico líder judío o un mendigo, una mujer virtuosa o una prostituta, un sumo sacerdote o un sencillo adorador, bien parecido o feo, educado o ignorante, religioso o no, respetuoso de las leyes o delincuente. Su mayor preocupación era la condición del alma.
Juan asegura que un día “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). Y mientras estemos en la tierra, debemos actuar como Él lo hizo cuando estaba en la tierra.
La imparcialidad de Dios se refleja incluso en la genealogía de su Hijo, Jesucristo. En Mateo y Lucas, se nos muestran entre aquellos de quienes Jesús descendió a notables y santos creyentes como Abraham, David, Salomón y Ezequías (Mt. 1:1-2, 5-7, 10; Lc. 3:31-32, 34). Pero también se incluyen muchas personas desconocidas y sencillas, entre ellas la incestuosa Tamar, la antigua prostituta Rahab y Rut, de los menospreciados moabitas (Mt. 1:3, 5).
Jesús no nació en la gran ciudad santa de Jerusalén, sino en Belén, de importancia histórica para los judíos como la ciudad de David, pero nada comparable con la Jerusalén gloriosa y de absoluta insignificancia para el resto del mundo. Jesús creció en la ciudad galilea de Nazaret, cuya mala reputación entre la mayoría de los judíos se refleja en la pregunta que le hizo Natanael a Felipe: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Jn. 1:46).
En otra ocasión algunos se preguntaban acerca de Jesús: “¿De Galilea ha de venir el Cristo?” (Jn. 7:41). Y otros llegaron a decir: “Escudriña y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta” (Jn. 7:52). Los que estaban mirando el día de Pentecostés “estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan?” (Hch. 2:7).
El hacendado que contrató a los trabajadores, en la parábola de Jesús, los envió para que comenzaran a trabajar a distintas horas durante todo el día. Al terminar el día los hombres descubrieron descubrieron que a todos se les iba a pagar lo mismo. Pero los que trabajaron todo el día se quejaron de que a los que comenzaron a trabajar casi al final del día se les pagó lo mismo que a ellos. El padre de familia “respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?” Reconociendo el derecho del hombre a hacer lo que hizo, Jesús añadió: “Así, los primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (Mt. 20:13-16).
Los que se salvan en los últimos minutos de su vida disfrutarán de las mismas glorias en el cielo que los que han conocido y servido fielmente al Señor durante muchos años. El tiempo de su salvación, al igual que sus riquezas, fama, inteligencia, condición social y otras cosas por las que el mundo mide, no serán factores en sus bendiciones celestiales. Esta maravillosa historia muestra la imparcialidad de Dios al darles a todos la misma vida eterna.
En otra parábola, cuando algunos de los invitados no se molestaron en asistir al banquete de bodas que ofreció para su hijo, el rey ordenó a sus siervos que fueran “a las salidas de los caminos, y [llamaran] a las bodas a cuantos [hallaran]. Y saliendo los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron, juntamente malos y buenos; y las bodas fueron llenas de convidados” (Mt. 22:9-10 ). La imparcialidad de Jesús llama a todas las personas; y si tienen fe salvadora en Él, no interesa que sea rico o pobre, educado o ignorante, en esencia moral o groseramente inmoral, religioso o no, judío o gentil (cp. Gá. 3:28).
Fue sin duda por esa razón, al menos parcialmente, que “gran multitud del pueblo le oía de buena gana” (Mr. 12:37). Jesús siguió ilustrando que no es la cantidad de dinero que una persona da para la obra del Señor lo que Dios juzga, sino la intención del corazón del dador. Cuando Él y los discípulos se sentaron en el templo delante del arca de las ofrendas, “vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un cuadrante. Entonces llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Mr. 12:42-44).
El evangelio está disponible con absoluta igualdad para todo el que cree en el Salvador que proclama. La promesa de Jesucristo a todos los que confían en Él es: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt. 11:29-30).
Es trágico que muchas iglesias hoy día, que de otra manera serían bíblicas y fieles, no tratan igual a sus miembros. A menudo, a quienes tienen orígenes étnicos distintos, pertenecen a una raza diferente o tienen condiciones económicas distintas no se les da acogida en el grupo. Eso no debe ser así. No es solo una transgresión de la ley divina, sino que también es una burla del carácter de Dios.