Untitled Sermon (10)
Sermon • Submitted • Presented
0 ratings
· 9 viewsNotes
Transcript
Key Passages
Key Passages
Abel también presentó al Señor lo mejor de su rebaño, es decir, los primogénitos con su grasa. Y el Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró así a Caín ni a su ofrenda. Por eso Caín se enfureció y andaba cabizbajo.
El hombre iracundo provoca peleas;
el hombre violento multiplica sus crímenes.
Pero yo les digo que todo el que se enoje con su hermano quedará sujeto al juicio del tribunal. Es más, cualquiera que insulte a su hermano quedará sujeto al juicio del Consejo. Y cualquiera que lo maldiga quedará sujeto al fuego del infierno.
En otra ocasión entró en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Algunos que buscaban un motivo para acusar a Jesús no le quitaban la vista de encima para ver si sanaba al enfermo en sábado. Entonces Jesús le dijo al hombre de la mano paralizada:
—Ponte de pie frente a todos.
Luego dijo a los otros:
—¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matar?
Pero ellos permanecieron callados. Jesús se les quedó mirando, enojado y entristecido por la dureza de su corazón, y le dijo al hombre:
—Extiende la mano.
La extendió, y la mano le quedó restablecida.
Cuando se aproximaba la Pascua de los judíos, subió Jesús a Jerusalén. Y en el templo halló a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, e instalados en sus mesas a los que cambiaban dinero. Entonces, haciendo un látigo de cuerdas, echó a todos del templo, juntamente con sus ovejas y sus bueyes; regó por el suelo las monedas de los que cambiaban dinero y derribó sus mesas. A los que vendían las palomas les dijo:
—¡Saquen esto de aquí! ¿Cómo se atreven a convertir la casa de mi Padre en un mercado?
Sus discípulos se acordaron de que está escrito: «El celo por tu casa me consumirá.»
Las obras de la naturaleza pecaminosa se conocen bien: inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas. Les advierto ahora, como antes lo hice, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.
Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere.
Pericopes
Pericopes
Saray, la esposa de Abram, no le había dado hijos. Pero como tenía una esclava egipcia llamada Agar, Saray le dijo a Abram:
—El Señor me ha hecho estéril. Por lo tanto, ve y acuéstate con mi esclava Agar. Tal vez por medio de ella podré tener hijos.
Abram aceptó la propuesta que le hizo Saray. Entonces ella tomó a Agar, la esclava egipcia, y se la entregó a Abram como mujer. Esto ocurrió cuando ya hacía diez años que Abram vivía en Canaán.
Abram tuvo relaciones con Agar, y ella concibió un hijo. Al darse cuenta Agar de que estaba embarazada, comenzó a mirar con desprecio a su dueña. Entonces Saray le dijo a Abram:
—¡Tú tienes la culpa de mi afrenta! Yo puse a mi esclava en tus brazos, y ahora que se ve embarazada me mira con desprecio. ¡Que el Señor juzgue entre tú y yo!
—Tu esclava está en tus manos—contestó Abram—; haz con ella lo que bien te parezca.
Y de tal manera comenzó Saray a maltratar a Agar, que ésta huyó al desierto. Allí, junto a un manantial que está en el camino a la región de Sur, la encontró el ángel del Señor y le preguntó:
—Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y a dónde vas?
—Estoy huyendo de mi dueña Saray—respondió ella.
—Vuelve junto a ella y sométete a su autoridad—le dijo el ángel—. De tal manera multiplicaré tu descendencia, que no se podrá contar.
»Estás embarazada, y darás a luz un hijo,
y le pondrás por nombre Ismael,
porque el Señor ha escuchado tu aflicción.
Será un hombre indómito como asno salvaje.
Luchará contra todos, y todos lucharán contra él;
y vivirá en conflicto con todos sus hermanos.
Como el Señor le había hablado, Agar le puso por nombre «El Dios que me ve», pues se decía: «Ahora he visto al que me ve.» Por eso también el pozo que está entre Cades y Béred se conoce con el nombre de «Pozo del Viviente que me ve».
Agar le dio a Abram un hijo, a quien Abram llamó Ismael. Abram tenía ochenta y seis años cuando nació Ismael.
A partir de ese momento, Esaú guardó un profundo rencor hacia su hermano por causa de la bendición que le había dado su padre, y pensaba: «Ya falta poco para que hagamos duelo por mi padre; después de eso, mataré a mi hermano Jacob.»
Cuando Rebeca se enteró de lo que estaba pensando Esaú, mandó llamar a Jacob, y le dijo:
—Mira, tu hermano Esaú está planeando matarte para vengarse de ti. Por eso, hijo mío, obedéceme: Prepárate y huye en seguida a Jarán, a la casa de mi hermano Labán, y quédate con él por un tiempo, hasta que se calme el enojo de tu hermano. Cuando ya se haya tranquilizado, y olvide lo que le has hecho, yo enviaré a buscarte. ¿Por qué voy a perder a mis dos hijos en un solo día?
Luego Rebeca le dijo a Isaac:
—Estas mujeres hititas me tienen harta. Me han quitado las ganas de vivir. Si Jacob se llega a casar con una de las hititas que viven en este país, ¡más me valdría morir!
Isaac llamó a Jacob, lo bendijo y le ordenó:
—No te cases con ninguna mujer de aquí de Canaán. Vete ahora mismo a Padán Aram, a la casa de Betuel, tu abuelo materno, y cásate allá con una de las hijas de tu tío Labán. Que el Dios Todopoderoso te bendiga, te haga fecundo y haga que salgan de ti numerosas naciones. Que también te dé, a ti y a tu descendencia, la bendición de Abraham, para que puedan poseer esta tierra donde ahora vives como extranjero, esta tierra que Dios le prometió a Abraham.
Así envió Isaac a Jacob a Padán Aram, a la casa de Labán, quien era hijo de Betuel el arameo, y hermano de Rebeca, la madre de Jacob y de Esaú.
Cuando el Señor vio que Lea no era amada, le concedió hijos. Mientras tanto, Raquel permaneció estéril. Lea quedó embarazada y dio a luz un hijo, al que llamó Rubén, porque dijo: «El Señor ha visto mi aflicción; ahora sí me amará mi esposo.» Lea volvió a quedar embarazada y dio a luz otro hijo, al que llamó Simeón, porque dijo: «Llegó a oídos del Señor que no soy amada, y por eso me dio también este hijo.»
Luego quedó embarazada de nuevo y dio a luz un tercer hijo, al que llamó Leví, porque dijo: «Ahora sí me amará mi esposo, porque le he dado tres hijos.»
Lea volvió a quedar embarazada, y dio a luz un cuarto hijo, al que llamó Judá porque dijo: «Esta vez alabaré al Señor.» Después de esto, dejó de dar a luz.
Cuando Raquel se dio cuenta de que no le podía dar hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana y le dijo a Jacob:
—¡Dame hijos! Si no me los das, ¡me muero!
Pero Jacob se enojó muchísimo con ella y le dijo:
—¿Acaso crees que soy Dios? ¡Es él quien te ha hecho estéril!
—Aquí tienes a mi criada Bilhá—propuso Raquel—. Acuéstate con ella. Así ella dará a luz sobre mis rodillas, y por medio de ella también yo podré formar una familia.
Entonces Raquel le dio a Jacob por mujer su criada Bilhá, y Jacob se acostó con ella. Bilhá quedó embarazada y le dio un hijo a Jacob. Y Raquel exclamó: «¡Dios me ha hecho justicia! ¡Escuchó mi plegaria y me ha dado un hijo!» Por eso Raquel le puso por nombre Dan.
Después Bilhá, la criada de Raquel, quedó embarazada otra vez y dio a luz un segundo hijo de Jacob. Y Raquel dijo: «He tenido una lucha muy grande con mi hermana, pero he vencido.» Por eso Raquel lo llamó Neftalí.
Lea, al ver que ya no podía tener hijos, tomó a su criada Zilpá y se la entregó a Jacob por mujer, y ésta le dio a Jacob un hijo. Entonces Lea exclamó: «¡Qué suerte!» Por eso lo llamó Gad.
Zilpá, la criada de Lea, le dio un segundo hijo a Jacob. Lea volvió a exclamar: «¡Qué feliz soy! Las mujeres me dirán que soy feliz.» Por eso lo llamó Aser.
Durante los días de la cosecha de trigo, Rubén salió al campo. Allí encontró unas frutas llamadas mandrágoras, y se las llevó a Lea, su madre. Entonces Raquel le dijo a Lea:
—Por favor, dame algunas mandrágoras de las que te trajo tu hijo.
Pero Lea le contestó:
—¿Te parece poco el haberme quitado a mi marido, que ahora quieres también quitarme las mandrágoras de mi hijo?
—Bueno—contestó Raquel—, te propongo que, a cambio de las mandrágoras de tu hijo, Jacob duerma contigo esta noche.
Al anochecer, cuando Jacob volvía del campo, Lea salió a su encuentro y le dijo:
—Hoy te acostarás conmigo, porque te he alquilado a cambio de las mandrágoras de mi hijo.
Y Jacob durmió con ella esa noche.
Dios escuchó a Lea, y ella quedó embarazada y le dio a Jacob un quinto hijo. Entonces dijo Lea: «Dios me ha recompensado, porque yo le entregué mi criada a mi esposo.» Por eso lo llamó Isacar.
Lea quedó embarazada de nuevo, y le dio a Jacob un sexto hijo. «Dios me ha favorecido con un buen regalo—dijo Lea—. Esta vez mi esposo se quedará conmigo, porque le he dado seis hijos.» Por eso lo llamó Zabulón.
Luego Lea dio a luz una hija, a la cual llamó Dina. Pero Dios también se acordó de Raquel; la escuchó y le quitó la esterilidad. Fue así como ella quedó embarazada y dio a luz un hijo. Entonces exclamó: «Dios ha borrado mi desgracia.» Por eso lo llamó José, y dijo: «Quiera el Señor darme otro hijo.»
Al tercer día le informaron a Labán que Jacob se había escapado. Entonces Labán reunió a sus parientes y lo persiguió durante siete días, hasta que lo alcanzó en los montes de Galaad. Pero esa misma noche Dios se le apareció en un sueño a Labán el arameo, y le dijo: «¡Cuidado con amenazar a Jacob!»
Labán alcanzó a Jacob en los montes de Galaad, donde éste había acampado. También Labán acampó allí, junto con sus parientes, y le reclamó a Jacob:
—¿Qué has hecho? ¡Me has engañado, y te has llevado a mis hijas como si fueran prisioneras de guerra! ¿Por qué has huido en secreto, con engaños y sin decirme nada? Yo te habría despedido con alegría, y con música de tambores y de arpa. Ni siquiera me dejaste besar a mis hijas y a mis nietos. ¡Te has comportado como un necio! Mi poder es más que suficiente para hacerles daño, pero anoche el Dios de tu padre me habló y me dijo: “¡Cuidado con amenazar a Jacob!” Ahora bien, entiendo que hayas querido irte porque añoras la casa de tu padre, pero, ¿por qué me robaste mis dioses?
Jacob le respondió:
—La verdad es que me entró mucho miedo, porque pensé que podrías quitarme a tus hijas por la fuerza. Pero si encuentras tus dioses en poder de alguno de los que están aquí, tal persona no quedará con vida. Pongo a nuestros parientes como testigos: busca lo que sea tuyo, y llévatelo.
Pero Jacob no sabía que Raquel se había robado los ídolos de Labán, así que Labán entró en la carpa de Jacob, luego en la de Lea y en la de las dos criadas, pero no encontró lo que buscaba. Cuando salió de la carpa de Lea, entró en la de Raquel. Pero Raquel, luego de tomar los ídolos y esconderlos bajo la montura del camello, se sentó sobre ellos. Labán los buscó por toda la carpa, pero no los encontró. Entonces Raquel le dijo a su padre:
—Por favor, no se enoje mi padre si no puedo levantarme ante usted, pero es que estoy en mi período de menstruación.
Labán buscó los ídolos, pero no logró encontrarlos.
Entonces Jacob se enojó con Labán, e indignado le reclamó:
—¿Qué crimen o pecado he cometido, para que me acoses de esta manera? Ya has registrado todas mis cosas, ¿y acaso has encontrado algo que te pertenezca? Si algo has encontrado, ponlo aquí, frente a nuestros parientes, y que ellos determinen quién de los dos tiene la razón. Durante los veinte años que estuve contigo, nunca abortaron tus ovejas ni tus cabras, ni jamás me comí un carnero de tus rebaños. Nunca te traje un animal despedazado por las fieras, ya que yo mismo me hacía cargo de esa pérdida. Además, lo que se robaban de día o de noche, tú me lo reclamabas. De día me consumía el calor, y de noche me moría de frío, y ni dormir podía. De los veinte años que estuve en tu casa, catorce te serví por tus dos hijas, y seis por tu ganado, y muchas veces me cambiaste el salario. Si no hubiera estado conmigo el Dios de mi padre, el Dios de Abraham, el Dios a quien Isaac temía, seguramente me habrías despedido con las manos vacías. Pero Dios vio mi aflicción y el trabajo de mis manos, y anoche me hizo justicia.
En cierta ocasión Dina, la hija que Jacob tuvo con Lea, salió a visitar a las mujeres del lugar. Cuando la vio Siquén, que era hijo de Jamor el heveo, jefe del lugar, la agarró por la fuerza, se acostó con ella y la violó. Pero luego se enamoró de ella y trató de ganarse su afecto. Entonces le dijo a su padre: «Consígueme a esta muchacha para que sea mi esposa.»
Jacob se enteró de que Siquén había violado a su hija Dina pero, como sus hijos estaban en el campo cuidando el ganado, no dijo nada hasta que ellos regresaron. Mientras tanto Jamor, el padre de Siquén, salió en busca de Jacob para hablar con él. Cuando los hijos de Jacob volvieron del campo y se enteraron de lo sucedido, quedaron muy dolidos y, a la vez, llenos de ira. Siquén había cometido una ofensa muy grande contra Israel al abusar de su hija; era algo que nunca debió haber hecho. Pero Jamor les dijo:
—Mi hijo Siquén está enamorado de la hermana de ustedes. Por favor, permitan que ella se case con él. Háganse parientes nuestros. Intercambiemos nuestras hijas en casamiento. Así ustedes podrán vivir entre nosotros y el país quedará a su disposición para que lo habiten, hagan negocios y adquieran terrenos.
Siquén, por su parte, les dijo al padre y a los hermanos de Dina:
—Si ustedes me hallan digno de su favor, yo les daré lo que me pidan. Pueden pedirme cuanta dote quieran, y exigirme muchos regalos, pero permitan que la muchacha se case conmigo.
Sin embargo, por el hecho de que su hermana Dina había sido deshonrada, los hijos de Jacob les respondieron con engaños a Siquén y a su padre Jamor.
—Nosotros no podemos hacer algo así—les explicaron—. Sería una vergüenza para todos nosotros entregarle nuestra hermana a un hombre que no está circuncidado. Sólo aceptaremos con esta condición: que todos los varones entre ustedes se circunciden para que sean como nosotros. Entonces sí intercambiaremos nuestras hijas con las de ustedes en casamiento, y viviremos entre ustedes y formaremos un solo pueblo. Pero si no aceptan nuestra condición de circuncidarse, nos llevaremos a nuestra hermana y nos iremos de aquí.
Jamor y Siquén estuvieron de acuerdo con la propuesta; y tan enamorado estaba Siquén de la hija de Jacob que no demoró en circuncidarse.
Como Siquén era el hombre más respetado en la familia, su padre Jamor lo acompañó hasta la entrada de la ciudad, y allí hablaron con todos sus conciudadanos. Les dijeron:
—Estos hombres se han portado como amigos. Dejen que se establezcan en nuestro país, y que lleven a cabo sus negocios aquí, ya que hay suficiente espacio para ellos. Además, nosotros nos podremos casar con sus hijas, y ellos con las nuestras. Pero ellos aceptan quedarse entre nosotros y formar un solo pueblo, con una sola condición: que todos nuestros varones se circunciden, como lo hacen ellos. Aceptemos su condición, para que se queden a vivir entre nosotros. De esta manera su ganado, sus propiedades y todos sus animales serán nuestros.
Todos los que se reunían a la entrada de la ciudad estuvieron de acuerdo con Jamor y con su hijo Siquén, y fue así como todos los varones fueron circuncidados. Al tercer día, cuando los varones todavía estaban muy adoloridos, dos de los hijos de Jacob, Simeón y Leví, hermanos de Dina, empuñaron cada uno su espada y fueron a la ciudad, donde los varones se encontraban desprevenidos, y los mataron a todos. También mataron a filo de espada a Jamor y a su hijo Siquén, sacaron a Dina de la casa de Siquén y se retiraron. Luego los otros hijos de Jacob llegaron y, pasando sobre los cadáveres, saquearon la ciudad en venganza por la deshonra que había sufrido su hermana. Se apropiaron de sus ovejas, ganado y asnos, y de todo lo que había en la ciudad y en el campo. Se llevaron todos sus bienes, y sus hijos y mujeres, y saquearon todo lo que encontraron en las casas.
Entonces Jacob les dijo a Simeón y Leví:
—Me han provocado un problema muy serio. De ahora en adelante los cananeos y ferezeos, habitantes de este lugar, me van a odiar. Si ellos se unen contra mí y me atacan, me matarán a mí y a toda mi familia, pues cuento con muy pocos hombres.
Pero ellos replicaron:
—¿Acaso podíamos dejar que él tratara a nuestra hermana como a una prostituta?
En cierta ocasión, los hermanos de José se fueron a Siquén para apacentar las ovejas de su padre. Israel le dijo a José:
—Tus hermanos están en Siquén apacentando las ovejas. Quiero que vayas a verlos.
—Está bien—contestó José.
Israel continuó:
—Vete a ver si tus hermanos y el rebaño están bien, y tráeme noticias frescas.
Y lo envió desde el valle de Hebrón. Cuando José llegó a Siquén, un hombre lo encontró perdido en el campo y le preguntó:
—¿Qué andas buscando?
—Ando buscando a mis hermanos—contestó José—. ¿Podría usted indicarme dónde están apacentando el rebaño?
—Ya se han marchado de aquí—le informó el hombre—. Les oí decir que se dirigían a Dotán.
José siguió buscando a sus hermanos, y los encontró cerca de Dotán. Como ellos alcanzaron a verlo desde lejos, antes de que se acercara tramaron un plan para matarlo. Se dijeron unos a otros:
—Ahí viene ese soñador. Ahora sí que le llegó la hora. Vamos a matarlo y echarlo en una de estas cisternas, y diremos que lo devoró un animal salvaje. ¡Y a ver en qué terminan sus sueños!
Cuando Rubén escuchó esto, intentó librarlo de las garras de sus hermanos, así que les propuso:
—No lo matemos. No derramen sangre. Arrójenlo en esta cisterna en el desierto, pero no le pongan la mano encima.
Rubén dijo esto porque su intención era rescatar a José y devolverlo a su padre.
Cuando José llegó adonde estaban sus hermanos, le arrancaron la túnica muy elegante, lo agarraron y lo echaron en una cisterna que estaba vacía y seca. Luego se sentaron a comer. En eso, al levantar la vista, divisaron una caravana de ismaelitas que venía de Galaad. Sus camellos estaban cargados de perfumes, bálsamo y mirra, que llevaban a Egipto. Entonces Judá les propuso a sus hermanos:
—¿Qué ganamos con matar a nuestro hermano y ocultar su muerte? En vez de eliminarlo, vendámoslo a los ismaelitas; al fin de cuentas, es nuestro propio hermano.
Sus hermanos estuvieron de acuerdo con él, así que cuando los mercaderes madianitas se acercaron, sacaron a José de la cisterna y se lo vendieron a los ismaelitas por veinte monedas de plata. Fue así como se llevaron a José a Egipto.
Cuando Rubén volvió a la cisterna y José ya no estaba allí, se rasgó las vestiduras en señal de duelo. Regresó entonces adonde estaban sus hermanos, y les reclamó:
—¡Ya no está ese muchacho! Y ahora, ¿qué hago?
En seguida los hermanos tomaron la túnica especial de José, degollaron un cabrito, y con la sangre empaparon la túnica. Luego la mandaron a su padre con el siguiente mensaje: «Encontramos esto. Fíjate bien si es o no la túnica de tu hijo.»
En cuanto Jacob la reconoció, exclamó: «¡Sí, es la túnica de mi hijo! ¡Seguro que un animal salvaje se lo devoró y lo hizo pedazos!» Y Jacob se rasgó las vestiduras y se vistió de luto, y por mucho tiempo hizo duelo por su hijo. Todos sus hijos y sus hijas intentaban calmarlo, pero él no se dejaba consolar, sino que decía: «No. Guardaré luto hasta que descienda al sepulcro para reunirme con mi hijo.» Así Jacob siguió llorando la muerte de José.
En Egipto, los madianitas lo vendieron a un tal Potifar, funcionario del faraón y capitán de la guardia.
Cuando José fue llevado a Egipto, los ismaelitas que lo habían trasladado allá lo vendieron a Potifar, un egipcio que era funcionario del faraón y capitán de su guardia. Ahora bien, el Señor estaba con José y las cosas le salían muy bien. Mientras José vivía en la casa de su patrón egipcio, éste se dio cuenta de que el Señor estaba con José y lo hacía prosperar en todo. José se ganó la confianza de Potifar, y éste lo nombró mayordomo de toda su casa y le confió la administración de todos sus bienes. Por causa de José, el Señor bendijo la casa del egipcio Potifar a partir del momento en que puso a José a cargo de su casa y de todos sus bienes. La bendición del Señor se extendió sobre todo lo que tenía el egipcio, tanto en la casa como en el campo. Por esto Potifar dejó todo a cargo de José, y tan sólo se preocupaba por lo que tenía que comer.
José tenía muy buen físico y era muy atractivo. Después de algún tiempo, la esposa de su patrón empezó a echarle el ojo y le propuso:
—Acuéstate conmigo.
Pero José no quiso saber nada, sino que le contestó:
—Mire, señora: mi patrón ya no tiene que preocuparse de nada en la casa, porque todo me lo ha confiado a mí. En esta casa no hay nadie más importante que yo. Mi patrón no me ha negado nada, excepto meterme con usted, que es su esposa. ¿Cómo podría yo cometer tal maldad y pecar así contra Dios?
Y por más que ella lo acosaba día tras día para que se acostara con ella y le hiciera compañía, José se mantuvo firme en su rechazo.
Un día, en un momento en que todo el personal de servicio se encontraba ausente, José entró en la casa para cumplir con sus responsabilidades. Entonces la mujer de Potifar lo agarró del manto y le rogó: «¡Acuéstate conmigo!»
Pero José, dejando el manto en manos de ella, salió corriendo de la casa. Al ver ella que él había dejado el manto en sus manos y había salido corriendo, llamó a los siervos de la casa y les dijo: «¡Miren!, el hebreo que nos trajo mi esposo sólo ha venido a burlarse de nosotros. Entró a la casa con la intención de acostarse conmigo, pero yo grité con todas mis fuerzas. En cuanto me oyó gritar, salió corriendo y dejó su manto a mi lado.»
La mujer guardó el manto de José hasta que su marido volvió a su casa. Entonces le contó la misma historia: «El esclavo hebreo que nos trajiste quiso aprovecharse de mí. Pero en cuanto grité con todas mis fuerzas, salió corriendo y dejó su manto a mi lado.»
Cuando el patrón de José escuchó de labios de su mujer cómo la había tratado el esclavo, se enfureció y mandó que echaran a José en la cárcel donde estaban los presos del rey.
Pero aun en la cárcel el Señor estaba con él y no dejó de mostrarle su amor. Hizo que se ganara la confianza del guardia de la cárcel, el cual puso a José a cargo de todos los prisioneros y de todo lo que allí se hacía. Como el Señor estaba con José y hacía prosperar todo lo que él hacía, el guardia de la cárcel no se preocupaba de nada de lo que dejaba en sus manos.
El hombre se unió a su mujer Eva, y ella concibió y dio a luz a Caín. Y dijo: «¡Con la ayuda del Señor, he tenido un hijo varón!» Después dio a luz a Abel, hermano de Caín. Abel se dedicó a pastorear ovejas, mientras que Caín se dedicó a trabajar la tierra. Tiempo después, Caín presentó al Señor una ofrenda del fruto de la tierra. Abel también presentó al Señor lo mejor de su rebaño, es decir, los primogénitos con su grasa. Y el Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró así a Caín ni a su ofrenda. Por eso Caín se enfureció y andaba cabizbajo.
Entonces el Señor le dijo: «¿Por qué estás tan enojado? ¿Por qué andas cabizbajo? Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero si haces lo malo, el pecado te acecha, como una fiera lista para atraparte. No obstante, tú puedes dominarlo.»
Caín habló con su hermano Abel. Mientras estaban en el campo, Caín atacó a su hermano y lo mató.
El Señor le preguntó a Caín:
—¿Dónde está tu hermano Abel?
—No lo sé—respondió—. ¿Acaso soy yo el que debe cuidar a mi hermano?
—¡Qué has hecho!—exclamó el Señor—. Desde la tierra, la sangre de tu hermano reclama justicia. Por eso, ahora quedarás bajo la maldición de la tierra, la cual ha abierto sus fauces para recibir la sangre de tu hermano, que tú has derramado. Cuando cultives la tierra, no te dará sus frutos, y en el mundo serás un fugitivo errante.
—Este castigo es más de lo que puedo soportar—le dijo Caín al Señor—. Hoy me condenas al destierro, y nunca más podré estar en tu presencia. Andaré por el mundo errante como un fugitivo, y cualquiera que me encuentre me matará.
—No será así—replicó el Señor—. El que mate a Caín, será castigado siete veces.
Entonces el Señor le puso una marca a Caín, para que no fuera a matarlo quien lo hallara.
Tiempo después, el copero y el panadero del rey de Egipto ofendieron a su señor. El faraón se enojó contra estos dos funcionarios suyos, es decir, contra el jefe de los coperos y el jefe de los panaderos, así que los mandó presos a la casa del capitán de la guardia, que era la misma cárcel donde estaba preso José. Allí el capitán de la guardia le encargó a José que atendiera a estos funcionarios.
Después de haber estado algún tiempo en la cárcel, una noche los dos funcionarios, es decir, el copero y el panadero, tuvieron cada uno un sueño, cada sueño con su propio significado. A la mañana siguiente, cuando José fue a verlos, los encontró muy preocupados, y por eso les preguntó:
—¿Por qué andan hoy tan cabizbajos?
—Los dos tuvimos un sueño—respondieron—, y no hay nadie que nos lo interprete.
—¿Acaso no es Dios quien da la interpretación?—preguntó José—. ¿Por qué no me cuentan lo que soñaron?
Entonces el jefe de los coperos le contó a José el sueño que había tenido:
—Soñé que frente a mí había una vid, la cual tenía tres ramas. En cuanto la vid echó brotes, floreció; y maduraron las uvas en los racimos. Yo tenía la copa del faraón en la mano. Tomé las uvas, las exprimí en la copa, y luego puse la copa en manos del faraón.
Entonces José le dijo:
—Ésta es la interpretación de su sueño: Las tres ramas son tres días. Dentro de los próximos tres días el faraón lo indultará a usted y volverá a colocarlo en su cargo. Usted volverá a poner la copa del faraón en su mano, tal como lo hacía antes, cuando era su copero. Yo le ruego que no se olvide de mí. Por favor, cuando todo se haya arreglado, háblele usted de mí al faraón para que me saque de esta cárcel. A mí me trajeron por la fuerza, de la tierra de los hebreos. ¡Yo no hice nada aquí para que me echaran en la cárcel!
Al ver que la interpretación había sido favorable, el jefe de los panaderos le dijo a José:
—Yo también tuve un sueño. En ese sueño, llevaba yo tres canastas de pan sobre la cabeza. En la canasta de arriba había un gran surtido de repostería para el faraón, pero las aves venían a comer de la canasta que llevaba sobre la cabeza.
José le respondió:
—Ésta es la interpretación de su sueño: Las tres canastas son tres días. Dentro de los próximos tres días, el faraón mandará que a usted lo decapiten y lo cuelguen de un árbol, y las aves devorarán su cuerpo.
En efecto, tres días después el faraón celebró su cumpleaños y ofreció una gran fiesta para todos sus funcionarios. En presencia de éstos, mandó sacar de la cárcel al jefe de los coperos y al jefe de los panaderos. Al jefe de los coperos lo restituyó en su cargo para que, una vez más, pusiera la copa en manos del faraón. Pero, tal como lo había predicho José, al jefe de los panaderos mandó que lo ahorcaran. Sin embargo, el jefe de los coperos no se acordó de José, sino que se olvidó de él por completo.
Jacob llamó a sus hijos y les dijo: «Reúnanse, que voy a declararles lo que les va a suceder en el futuro:
»Hijos de Jacob: acérquense y escuchen;
presten atención a su padre Israel.
»Tú, Rubén, eres mi primogénito,
primer fruto de mi fuerza y virilidad,
primero en honor y en poder.
Impetuoso como un torrente,
ya no serás el primero:
te acostaste en mi cama;
profanaste la cama de tu propio padre.
»Simeón y Leví son chacales;
sus espadas son instrumentos de violencia.
¡No quiero participar de sus reuniones,
ni arriesgar mi honor en sus asambleas!
En su furor mataron hombres,
y por capricho mutilaron toros.
¡Malditas sean la violencia de su enojo
y la crueldad de su furor!
Los dispersaré en el país de Jacob,
los desparramaré en la tierra de Israel.
»Tú, Judá, serás alabado por tus hermanos;
dominarás a tus enemigos,
y tus propios hermanos se inclinarán ante ti.
Mi hijo Judá es como un cachorro de león
que se ha nutrido de la presa.
Se tiende al acecho como león,
como leona que nadie se atreve a molestar.
El cetro no se apartará de Judá,
ni de entre sus pies el bastón de mando,
hasta que llegue el verdadero rey,
quien merece la obediencia de los pueblos.
Judá amarra su asno a la vid,
y la cría de su asno a la mejor cepa;
lava su ropa en vino;
su manto, en la sangre de las uvas.
Sus ojos son más oscuros que el vino;
sus dientes, más blancos que la leche.
»Zabulón vivirá a la orilla del mar;
será puerto seguro para las naves,
y sus fronteras llegarán hasta Sidón.
»Isacar es un asno fuerte
echado entre dos alforjas.
Al ver que el establo era bueno
y que la tierra era agradable,
agachó el hombro para llevar la carga
y se sometió a la esclavitud.
»Dan hará justicia en su pueblo,
como una de las tribus de Israel.
Dan es una serpiente junto al camino,
una víbora junto al sendero,
que muerde los talones del caballo
y hace caer de espaldas al jinete.
»¡Señor, espero tu salvación!
»Las hordas atacan a Gad,
pero él las atacará por la espalda.
»Aser disfrutará de comidas deliciosas;
ofrecerá manjares de reyes.
»Neftalí es una gacela libre,
que tiene hermosos cervatillos.
»José es un retoño fértil,
fértil retoño junto al agua,
cuyas ramas trepan por el muro.
Los arqueros lo atacaron sin piedad;
le tiraron flechas, lo hostigaron.
Pero su arco se mantuvo firme,
porque sus brazos son fuertes.
¡Gracias al Dios fuerte de Jacob,
al Pastor y Roca de Israel!
¡Gracias al Dios de tu padre, que te ayuda!
¡Gracias al Todopoderoso, que te bendice!
¡Con bendiciones de lo alto!
¡Con bendiciones del abismo!
¡Con bendiciones de los pechos y del seno materno!
Son mejores las bendiciones de tu padre
que las de los montes de antaño,
que la abundancia de las colinas eternas.
¡Que descansen estas bendiciones
sobre la cabeza de José,
sobre la frente del escogido entre sus hermanos!
»Benjamín es un lobo rapaz
que en la mañana devora la presa
y en la tarde reparte los despojos.»
Éstas son las doce tribus de Israel, y esto es lo que su padre les dijo cuando impartió a cada una de ellas su bendición.
El Señor envió a Natán para que hablara con David. Cuando se presentó ante David, le dijo:
—Dos hombres vivían en un pueblo. El uno era rico, y el otro pobre. El rico tenía muchísimas ovejas y vacas; en cambio, el pobre no tenía más que una sola ovejita que él mismo había comprado y criado. La ovejita creció con él y con sus hijos: comía de su plato, bebía de su vaso y dormía en su regazo. Era para ese hombre como su propia hija. Pero sucedió que un viajero llegó de visita a casa del hombre rico, y como éste no quería matar ninguna de sus propias ovejas o vacas para darle de comer al huésped, le quitó al hombre pobre su única ovejita.
Tan grande fue el enojo de David contra aquel hombre, que le respondió a Natán:
—¡Tan cierto como que el Señor vive, que quien hizo esto merece la muerte! ¿Cómo pudo hacer algo tan ruin? ¡Ahora pagará cuatro veces el valor de la oveja!
Entonces Natán le dijo a David:
—¡Tú eres ese hombre! Así dice el Señor, Dios de Israel: “Yo te ungí como rey sobre Israel, y te libré del poder de Saúl. Te di el palacio de tu amo, y puse sus mujeres en tus brazos. También te permití gobernar a Israel y a Judá. Y por si esto hubiera sido poco, te habría dado mucho más. ¿Por qué, entonces, despreciaste la palabra del Señor haciendo lo que le desagrada? ¡Asesinaste a Urías el hitita para apoderarte de su esposa! ¡Lo mataste con la espada de los amonitas! Por eso la espada jamás se apartará de tu familia, pues me despreciaste al tomar la esposa de Urías el hitita para hacerla tu mujer.”
»Pues bien, así dice el Señor: “Yo haré que el desastre que mereces surja de tu propia familia, y ante tus propios ojos tomaré a tus mujeres y se las daré a otro, el cual se acostará con ellas en pleno día. Lo que tú hiciste a escondidas, yo lo haré a plena luz, a la vista de todo Israel.”
—¡He pecado contra el Señor!—reconoció David ante Natán.
—El Señor ha perdonado ya tu pecado, y no morirás—contestó Natán—. Sin embargo, tu hijo sí morirá, pues con tus acciones has ofendido al Señor.
Dicho esto, Natán volvió a su casa. Y el Señor hirió al hijo que la esposa de Urías le había dado a David, de modo que el niño cayó gravemente enfermo.
Pasado algún tiempo, sucedió lo siguiente. Absalón hijo de David tenía una hermana muy bella, que se llamaba Tamar; y Amnón, otro hijo de David, se enamoró de ella. Pero como Tamar era virgen, Amnón se enfermó de angustia al pensar que le sería muy difícil llevar a cabo sus intenciones con su hermana. Sin embargo, Amnón tenía un amigo muy astuto, que se llamaba Jonadab, y que era hijo de Simá y sobrino de David. Jonadab le preguntó a Amnón:
—¿Cómo es que tú, todo un príncipe, te ves cada día peor? ¿Por qué no me cuentas lo que te pasa?
—Es que estoy muy enamorado de mi hermana Tamar—respondió Amnón.
Jonadab le sugirió:
—Acuéstate y finge que estás enfermo. Cuando tu padre vaya a verte, dile: “Por favor, que venga mi hermana Tamar a darme de comer. Quisiera verla preparar la comida aquí mismo, y que ella me la sirva.”
Así que Amnón se acostó y fingió estar enfermo. Y cuando el rey fue a verlo, Amnón le dijo:
—Por favor, que venga mi hermana Tamar a prepararme aquí mismo dos tortas, y que me las sirva.
David envió un mensajero a la casa de Tamar, para que le diera este recado: «Ve a casa de tu hermano Amnón, y prepárale la comida.» Tamar fue a casa de su hermano Amnón y lo encontró acostado. Tomó harina, la amasó, preparó las tortas allí mismo, y las coció. Luego tomó la sartén para servirle, pero Amnón se negó a comer y ordenó:
—¡Fuera de aquí todos!
Una vez que todos salieron, Amnón le dijo a Tamar:
—Trae la comida a mi habitación, y dame de comer tú misma.
Ella tomó las tortas que había preparado y se las llevó a su hermano Amnón a la habitación, pero cuando se le acercó para darle de comer, él la agarró por la fuerza y le dijo:
—¡Ven, hermanita; acuéstate conmigo!
Pero ella exclamó:
—¡No, hermano mío! No me humilles, que esto no se hace en Israel. ¡No cometas esta infamia! ¿A dónde iría yo con mi vergüenza? ¿Y qué sería de ti? ¡Serías visto en Israel como un depravado! Yo te ruego que hables con el rey; con toda seguridad, no se opondrá a que yo sea tu esposa.
Pero Amnón no le hizo caso sino que, aprovechándose de su fuerza, se acostó con ella y la violó. Pero el odio que sintió por ella después de violarla fue mayor que el amor que antes le había tenido. Así que le dijo:
—¡Levántate y vete!
—¡No me eches de aquí!—replicó ella—. Después de lo que has hecho conmigo, ¡echarme de aquí sería una maldad aun más terrible!
Pero él no le hizo caso, sino que llamó a su criado y le ordenó:
—¡Echa de aquí a esta mujer y cierra la puerta!.
Así que el criado la echó de la casa, y luego cerró bien la puerta.
Tamar llevaba puesta una túnica muy elegante, pues así se vestían las princesas vírgenes. Al salir, se echó ceniza en la cabeza, se rasgó la túnica y, llevándose las manos a la cabeza, se fue por el camino llorando a gritos. Entonces su hermano Absalón le dijo:
—¡Así que tu hermano Amnón ha estado contigo! Pues bien, hermana mía, cálmate y no digas nada. Toma en cuenta que es tu hermano.
Desolada, Tamar se quedó a vivir en casa de su hermano Absalón. El rey David, al enterarse de todo lo que había pasado, se enfureció. Absalón, por su parte, no le dirigía la palabra a Amnón, pues lo odiaba por haber violado a su hermana Tamar.
El rey, acompañado de Quimán y escoltado por las tropas de Judá y la mitad de las tropas de Israel, siguió hasta Guilgal. Por eso los israelitas fueron a ver al rey y le reclamaron:
—¿Cómo es que nuestros hermanos de Judá se han adueñado del rey al cruzar el Jordán, y lo han escoltado a él, a su familia y a todas sus tropas?
Los de Judá respondieron:
—¿Y a qué viene ese enojo? ¡El rey es nuestro pariente cercano! ¿Acaso hemos vivido a costillas del rey? ¿Acaso nos hemos aprovechado de algo?
Pero los israelitas insistieron:
—¿Por qué nos tratan con tanto desprecio? ¡Nosotros tenemos diez veces más derecho que ustedes sobre el rey David! Además, ¿no fuimos nosotros los primeros en pedirle que volviera?
Entonces los de Judá les contestaron aun con más severidad.
Ahora bien, los soldados de David regresaban con Joab de una de sus campañas, y traían un gran botín. Abner ya no estaba con David en Hebrón, pues David lo había despedido, y él se había ido tranquilo. Cuando llegó Joab con la tropa que lo acompañaba, le notificaron que Abner hijo de Ner había visitado al rey, y que el rey lo había dejado ir en paz.
Por tanto, Joab fue a ver al rey y le dijo: «¡Así que Abner vino a ver a Su Majestad! ¿Y cómo se le ocurre dejar que se vaya tal como vino? ¡Ya Su Majestad lo conoce! Lo más seguro es que haya venido con engaño para averiguar qué planes tiene usted, y para enterarse de todo lo que usted está haciendo.»
En cuanto Joab salió de hablar con David, envió mensajeros tras Abner, los cuales lo hicieron volver del pozo de Sira. Pero de esto Joab no le dijo nada a David. Cuando Abner regresó a Hebrón, Joab lo llevó aparte a la entrada de la ciudad, como para hablar con él en privado. Allí lo apuñaló en el vientre, y Abner murió. Así Joab se vengó de la muerte de su hermano Asael.
Algún tiempo después, David se enteró de esto y declaró: «Hago constar ante el Señor, que mi reino y yo somos totalmente inocentes de la muerte de Abner hijo de Ner. ¡Los responsables de su muerte son Joab y toda su familia! ¡Que nunca falte en la familia de Joab alguien que sufra de hemorragia o de lepra, o que sea cojo, o que muera violentamente, o que pase hambre!»
Joab y su hermano Abisay asesinaron a Abner porque en la batalla de Gabaón él había matado a Asael, hermano de ellos.
Durante la guerra entre las familias de Saúl y David, Abner fue consolidando su posición en el reino de Saúl, aunque Isboset le reclamó a Abner el haberse acostado con Rizpa hija de Ayá, que había sido concubina de Saúl. A Abner le molestó mucho el reclamo, así que replicó:
—¿Acaso soy un perro de Judá? Hasta el día de hoy me he mantenido fiel a la familia de tu padre Saúl, incluso a sus parientes y amigos, y conste que no te he entregado en manos de David. ¡Y ahora me sales con que he cometido una falta con esa mujer! Que Dios me castigue sin piedad si ahora yo no procedo con David conforme a lo que el Señor le juró: Voy a quitarle el reino a la familia de Saúl y a establecer el trono de David sobre Israel y Judá, desde Dan hasta Berseba.
Isboset no se atrevió a responderle a Abner ni una sola palabra, pues le tenía miedo. Entonces Abner envió unos mensajeros a decirle a David: «¿A quién le pertenece la tierra, si no a usted? Haga un pacto conmigo, y yo lo apoyaré para hacer que todo Israel se ponga de su parte.»
«Muy bien—respondió David—. Haré un pacto contigo, pero con esta condición: Cuando vengas a verme, trae contigo a Mical hija de Saúl. De lo contrario, no te recibiré.» Además, David envió unos mensajeros a decirle a Isboset hijo de Saúl: «Devuélveme a mi esposa Mical, por la que di a cambio cien prepucios de filisteos.»
Por tanto, Isboset mandó que se la quitaran a Paltiel hijo de Lais, que era su esposo, pero Paltiel se fue tras ella, llorando por todo el camino hasta llegar a Bajurín. Allí Abner le ordenó que regresara, y Paltiel obedeció.
Luego Abner habló con los ancianos de Israel. «Hace tiempo que ustedes quieren hacer rey a David—les dijo—. Ya pueden hacerlo, pues el Señor le ha prometido: “Por medio de ti, que eres mi siervo, libraré a mi pueblo Israel del poder de los filisteos y de todos sus enemigos.” »
Abner habló también con los de Benjamín, y más tarde fue a Hebrón para contarle a David todo lo que Israel y la tribu de Benjamín deseaban hacer. Cuando Abner llegó a Hebrón, David preparó un banquete para él y los veinte hombres que lo acompañaban. Allí Abner le propuso a David: «Permítame Su Majestad convocar a todo Israel para que hagan un pacto con usted, y así su reino se extenderá a su gusto.» Con esto, David despidió a Abner, y éste se fue tranquilo.
Una vez más, David reunió los treinta batallones de soldados escogidos de Israel, y con todo su ejército partió hacia Balá de Judá para trasladar de allí el arca de Dios, sobre la que se invoca su nombre, el nombre del Señor Todopoderoso que reina entre los querubines. Colocaron el arca de Dios en una carreta nueva y se la llevaron de la casa de Abinadab, que estaba situada en una colina. Uza y Ajío, hijos de Abinadab, guiaban la carreta nueva que llevaba el arca de Dios. Ajío iba delante del arca, mientras David y todo el pueblo de Israel danzaban ante el Señor con gran entusiasmo y cantaban al son de arpas, liras, panderetas, sistros y címbalos.
Al llegar a la parcela de Nacón, los bueyes tropezaron; pero Uza, extendiendo las manos, sostuvo el arca de Dios. Entonces la ira del Señor se encendió contra Uza por su atrevimiento y lo hirió de muerte ahí mismo, de modo que Uza cayó fulminado junto al arca.
David se enojó porque el Señor había matado a Uza, así que llamó a aquel lugar Peres Uza, nombre que conserva hasta el día de hoy. Aquel día David se sintió temeroso del Señor y exclamó: «¡Es mejor que no me lleve el arca del Señor!» Y como ya no quería llevarse el arca del Señor a la Ciudad de David, ordenó que la trasladaran a la casa de Obed Edom, oriundo de Gat. Fue así como el arca del Señor permaneció tres meses en la casa de Obed Edom de Gat, y el Señor lo bendijo a él y a toda su familia.
En cuanto le contaron al rey David que por causa del arca el Señor había bendecido a la familia de Obed Edom y toda su hacienda, David fue a la casa de Obed Edom y, en medio de gran algarabía, trasladó el arca de Dios a la Ciudad de David. Apenas habían avanzado seis pasos los que llevaban el arca cuando David sacrificó un toro y un ternero engordado. Vestido tan sólo con un efod de lino, se puso a bailar ante el Señor con gran entusiasmo. Así que entre vítores y al son de cuernos de carnero, David y todo el pueblo de Israel llevaban el arca del Señor.
Sucedió que, al entrar el arca del Señor a la Ciudad de David, Mical hija de Saúl se asomó a la ventana; y cuando vio que el rey David estaba saltando y bailando delante del Señor, sintió por él un profundo desprecio.
El arca del Señor fue llevada a la tienda de campaña que David le había preparado. La instalaron en su sitio, y David ofreció holocaustos y sacrificios de comunión en presencia del Señor. Después de ofrecer los holocaustos y los sacrificios de comunión, David bendijo al pueblo en el nombre del Señor Todopoderoso, y a cada uno de los israelitas que estaban allí congregados, que eran toda una multitud de hombres y mujeres, les repartió pan, una torta de dátiles y una torta de uvas pasas. Después de eso, todos regresaron a sus casas.
Cuando David volvió para bendecir a su familia, Mical, la hija de Saúl, le salió al encuentro y le reprochó:
—¡Qué distinguido se ha visto hoy el rey de Israel, desnudándose como un cualquiera en presencia de las esclavas de sus oficiales!
David le respondió:
—Lo hice en presencia del Señor, quien en vez de escoger a tu padre o a cualquier otro de su familia, me escogió a mí y me hizo gobernante de Israel, que es el pueblo del Señor. De modo que seguiré bailando en presencia del Señor, y me rebajaré más todavía, hasta humillarme completamente. Sin embargo, esas mismas esclavas de quienes hablas me rendirán honores.
Y Mical hija de Saúl murió sin haber tenido hijos.
Un tiempo después sucedió lo siguiente: Nabot el jezrelita tenía un viñedo en Jezrel, el cual colindaba con el palacio de Acab, rey de Samaria. Éste le dijo a Nabot:
—Dame tu viñedo para hacerme una huerta de hortalizas, ya que está tan cerca de mi palacio. A cambio de él te daré un viñedo mejor o, si lo prefieres, te pagaré lo que valga.
Pero Nabot le respondió:
—¡El Señor me libre de venderle a Su Majestad lo que heredé de mis antepasados!
Acab se fue a su casa deprimido y malhumorado porque Nabot el jezrelita le había dicho: «No puedo cederle a Su Majestad lo que heredé de mis antepasados.» De modo que se acostó de cara a la pared, y no quiso comer. Su esposa Jezabel entró y le preguntó:
—¿Por qué estás tan deprimido que ni comer quieres?
—Porque le dije a Nabot el jezrelita que me vendiera su viñedo o que, si lo prefería, se lo cambiaría por otro; pero él se negó.
Ante esto, Jezabel su esposa le dijo:
—¿Y no eres tú quien manda en Israel? ¡Anda, levántate y come, que te hará bien! Yo te conseguiré el viñedo del tal Nabot.
De inmediato escribió cartas en nombre de Acab, puso en ellas el sello del rey, y las envió a los ancianos y nobles que vivían en la ciudad de Nabot. En las cartas decía:
«Decreten un día de ayuno, y den a Nabot un lugar prominente en la asamblea del pueblo. Pongan frente a él a dos sinvergüenzas y háganlos testificar que él ha maldecido tanto a Dios como al rey. Luego sáquenlo y mátenlo a pedradas.»
Los ancianos y nobles que vivían en esa ciudad acataron lo que Jezabel había ordenado en sus cartas. Decretaron un día de ayuno y le dieron a Nabot un lugar prominente en la asamblea. Llegaron los dos sinvergüenzas, se sentaron frente a él y lo acusaron ante el pueblo, diciendo: «¡Nabot ha maldecido a Dios y al rey!» Como resultado, la gente lo llevó fuera de la ciudad y lo mató a pedradas. Entonces le informaron a Jezabel: «Nabot ha sido apedreado y está muerto.»
Tan pronto como Jezabel se enteró de que Nabot había muerto a pedradas, le dijo a Acab: «¡Vamos! Toma posesión del viñedo que Nabot el jezrelita se negó a venderte. Ya no vive; está muerto.» Cuando Acab se enteró de que Nabot había muerto, fue a tomar posesión del viñedo.
Cuando Eliseo cayó enfermo de muerte, Joás, rey de Israel, fue a verlo. Echándose sobre él, lloró y exclamó:
—¡Padre mío, padre mío, carro y fuerza conductora de Israel!
Eliseo le dijo:
—Consigue un arco y varias flechas.
Joás así lo hizo. Luego Eliseo le dijo:
—Empuña el arco.
Cuando el rey empuñó el arco, Eliseo puso las manos sobre las del rey y le dijo:
—Abre la ventana que da hacia el oriente.
Joás la abrió, y Eliseo le ordenó:
—¡Dispara!
Así lo hizo. Entonces Eliseo declaró:
—¡Flecha victoriosa del Señor! ¡Flecha victoriosa contra Siria! ¡Tú vas a derrotar a los sirios en Afec hasta acabar con ellos! Así que toma las flechas—añadió.
El rey las tomó, y Eliseo le ordenó:
—¡Golpea el suelo!
Joás golpeó el suelo tres veces, y se detuvo. Ante eso, el hombre de Dios se enojó y le dijo:
—Debiste haber golpeado el suelo cinco o seis veces; entonces habrías derrotado a los sirios hasta acabar con ellos. Pero ahora los derrotarás sólo tres veces.
Después de esto, Eliseo murió y fue sepultado.
Cada año, bandas de guerrilleros moabitas invadían el país. En cierta ocasión, unos israelitas iban a enterrar a un muerto, pero de pronto vieron a esas bandas y echaron el cadáver en la tumba de Eliseo. Cuando el cadáver tocó los huesos de Eliseo, ¡el hombre recobró la vida y se puso de pie!
Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, era un hombre de mucho prestigio y gozaba del favor de su rey porque, por medio de él, el Señor le había dado victorias a su país. Era un soldado valiente, pero estaba enfermo de lepra.
En cierta ocasión los sirios, que habían salido a merodear, capturaron a una muchacha israelita y la hicieron criada de la esposa de Naamán. Un día la muchacha le dijo a su ama: «Ojalá el amo fuera a ver al profeta que hay en Samaria, porque él lo sanaría de su lepra.»
Naamán fue a contarle al rey lo que la muchacha israelita había dicho. El rey de Siria le respondió:
—Bien, puedes ir; yo le mandaré una carta al rey de Israel.
Y así Naamán se fue, llevando treinta mil monedas de plata, seis mil monedas de oro y diez mudas de ropa. La carta que le llevó al rey de Israel decía: «Cuando te llegue esta carta, verás que el portador es Naamán, uno de mis oficiales. Te lo envío para que lo sanes de su lepra.»
Al leer la carta, el rey de Israel se rasgó las vestiduras y exclamó: «¿Y acaso soy Dios, capaz de dar vida o muerte, para que ese tipo me pida sanar a un leproso? ¡Fíjense bien que me está buscando pleito!»
Cuando Eliseo, hombre de Dios, se enteró de que el rey de Israel se había rasgado las vestiduras, le envió este mensaje: «¿Por qué está Su Majestad tan molesto? ¡Mándeme usted a ese hombre, para que sepa que hay profeta en Israel!»
Así que Naamán, con sus caballos y sus carros, fue a la casa de Eliseo y se detuvo ante la puerta. Entonces Eliseo envió un mensajero a que le dijera: «Ve y zambúllete siete veces en el río Jordán; así tu piel sanará, y quedarás limpio.»
Naamán se enfureció y se fue, quejándose: «¡Yo creí que el profeta saldría a recibirme personalmente para invocar el nombre del Señor su Dios, y que con un movimiento de la mano me sanaría de la lepra! ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Farfar, no son mejores que toda el agua de Israel? ¿Acaso no podría zambullirme en ellos y quedar limpio?» Furioso, dio media vuelta y se marchó.
Entonces sus criados se le acercaron para aconsejarle: «Señor, si el profeta le hubiera mandado hacer algo complicado, ¿usted no le habría hecho caso? ¡Con más razón si lo único que le dice a usted es que se zambulla, y así quedará limpio!» Así que Naamán bajó al Jordán y se sumergió siete veces, según se lo había ordenado el hombre de Dios. ¡Y su piel se volvió como la de un niño, y quedó limpio! Luego Naamán volvió con todos sus acompañantes y, presentándose ante el hombre de Dios, le dijo:
—Ahora reconozco que no hay Dios en todo el mundo, sino sólo en Israel. Le ruego a usted aceptar un regalo de su servidor.
Pero Eliseo respondió:
—¡Tan cierto como que vive el Señor, a quien yo sirvo, que no voy a aceptar nada!
Y por más que insistió Naamán, Eliseo no accedió.
—En ese caso—persistió Naamán—, permítame usted llevarme dos cargas de esta tierra, ya que de aquí en adelante su servidor no va a ofrecerle holocaustos ni sacrificios a ningún otro dios, sino sólo al Señor. Y cuando mi señor el rey vaya a adorar en el templo de Rimón y se apoye de mi brazo, y yo me vea obligado a inclinarme allí, desde ahora ruego al Señor que me perdone por inclinarme en ese templo.
—Puedes irte en paz—respondió Eliseo.
Naamán se fue, y ya había recorrido cierta distancia
Después de consultar a los jefes de mil y de cien soldados, y a todos los oficiales, David dijo a toda la asamblea de Israel: «Si les parece bien, y si es lo que el Señor nuestro Dios desea, invitemos a nuestros hermanos que se han quedado por todo el territorio de Israel, y también a los sacerdotes y levitas que están en los pueblos y aldeas, a que se unan a nosotros para traer de regreso el arca de nuestro Dios. La verdad es que desde el tiempo de Saúl no le hemos prestado atención.»
A la asamblea le agradó la propuesta, y acordó que se hiciera así.
Entonces David reunió a todo el pueblo de Israel, desde Sijor en Egipto hasta Lebó Jamat, para trasladar el arca que estaba en Quiriat Yearín. Luego David y todo Israel fueron a Balá, que es Quiriat Yearín de Judá, para trasladar de allí el arca de Dios, sobre la cual se invoca el nombre del Señor, que reina entre querubines. Colocaron el arca de Dios en una carreta nueva y la sacaron de la casa de Abinadab. Uza y Ajío guiaban la carreta. David y todo Israel danzaban ante Dios con gran entusiasmo y cantaban al son de liras, arpas, panderos, címbalos y trompetas.
Al llegar a la parcela de Quidón, los bueyes tropezaron; pero Uza, extendiendo las manos, sostuvo el arca. Entonces la ira del Señor se encendió contra Uza por haber tocado el arca, y allí en su presencia Dios lo hirió y le quitó la vida.
David se enojó porque el Señor había matado a Uza. Por eso le puso a aquel lugar el nombre de Peres Uza, nombre que conserva hasta hoy. Aquel día David se sintió temeroso de Dios y exclamó: «¡Es mejor que no me lleve el arca de Dios!» Por eso no se la llevó a la Ciudad de David, sino que ordenó que la trasladaran a la casa de Obed Edom, oriundo de Gat. Fue así como el arca de Dios permaneció tres meses en la casa de Obed Edom, y el Señor bendijo a la familia de Obed Edom y todo lo que tenía.
En esa ocasión el vidente Jananí se presentó ante Asá, rey de Judá, y le dijo: «Por cuanto pusiste tu confianza en el rey de Siria en vez de confiar en el Señor tu Dios, el ejército sirio se te ha escapado de las manos. También los cusitas y los libios formaban un ejército numeroso, y tenían muchos carros de combate y caballos, y sin embargo el Señor los entregó en tus manos, porque en esa ocasión tú confiaste en él. El Señor recorre con su mirada toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son fieles. Pero de ahora en adelante tendrás guerras, pues actuaste como un necio.»
Asá se enfureció contra el vidente por lo que éste le dijo, y lo mandó encarcelar. En ese tiempo, Asá oprimió también a una parte del pueblo.
Josafat murió y fue sepultado con sus antepasados en la Ciudad de David, y su hijo Jorán lo sucedió en el trono. Sus hermanos eran Azarías, Jehiel, Zacarías, Azarías, Micael y Sefatías. Todos éstos fueron hijos de Josafat, rey de Israel. Su padre les había regalado plata, oro y objetos de valor en abundancia, y les entregó también ciudades fortificadas en Judá, pero el reino se lo dio a Jorán, porque era el hijo mayor. Cuando Jorán se afirmó completamente en el trono de su padre, mató a espada a todos sus hermanos y también a algunos jefes de Israel.
Jorán tenía treinta y dos años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén ocho años. Pero hizo lo que ofende al Señor, pues siguió el mal ejemplo de los reyes de Israel, como lo había hecho la familia de Acab, y llegó incluso a casarse con la hija de Acab. Pero el Señor no quiso destruir la dinastía de David por consideración al pacto que había hecho con él, pues le había prometido mantener encendida para siempre una lámpara para él y sus descendientes.
En tiempos de Jorán, los edomitas se sublevaron contra Judá y se nombraron su propio rey. Por lo tanto, Jorán marchó con sus capitanes y todos sus carros de combate. Los edomitas lo cercaron a él y a los capitanes de los carros, pero durante la noche Jorán logró abrirse paso. Desde entonces Edom ha estado en rebelión contra Judá, al igual que la ciudad de Libná, que en ese mismo tiempo se sublevó. Esto sucedió porque Jorán abandonó al Señor, Dios de sus antepasados. Además, Jorán construyó santuarios paganos en las colinas de Judá, e indujo a los habitantes de Jerusalén y de Judá a la idolatría.
El profeta Elías le envió una carta con este mensaje:
«Así dice el Señor, Dios de tu antepasado David: “Por cuanto no seguiste el buen ejemplo de tu padre Josafat, ni el de Asá, rey de Judá, sino que seguiste el mal ejemplo de los reyes de Israel, haciendo que los habitantes de Judá y de Jerusalén fueran infieles a Dios, como lo hizo la familia de Acab; y por cuanto asesinaste a tus hermanos, la familia de tu padre, que eran mejores que tú, el Señor herirá con una plaga terrible a tu pueblo, a tus hijos, a tus mujeres y todas tus posesiones. Y a ti te enviará una enfermedad en las entrañas, tan grave que día tras día empeorará, hasta que se te salgan los intestinos.” »
El Señor incitó a los filisteos y a los árabes vecinos de los cusitas para que se rebelaran contra Jorán. Así que marcharon contra Judá y la invadieron, y se llevaron todos los objetos de valor que hallaron en el palacio real, junto con los hijos y las mujeres de Jorán. Ninguno de sus hijos escapó con vida, excepto Joacaz, que era el menor de todos.
Después de esto, el Señor hirió a Jorán con una enfermedad incurable en las entrañas. Pasaron los días y, al cabo de dos años, murió en medio de una terrible agonía, pues por causa de su enfermedad se le salieron los intestinos. Su pueblo no encendió ninguna hoguera funeral en su honor, como se había hecho en honor de sus antepasados.
Jorán tenía treinta y dos años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén ocho años. Murió sin que nadie guardara luto por él, y fue sepultado en la Ciudad de David, pero no en el panteón de los reyes.
Amasías reunió a los de Judá, y puso al frente de todo Judá y Benjamín jefes de mil y de cien soldados, agrupados según sus familias patriarcales. Censó a los hombres mayores de veinte años, y resultó que había trescientos mil hombres aptos para ir a la guerra y capaces de manejar la lanza y el escudo. Además, por la suma de tres mil trescientos kilos de plata contrató a cien mil guerreros valientes de Israel.
Pero un hombre de Dios fue a verlo y le dijo:
—Su Majestad, no permita que el ejército de Israel vaya con usted, porque el Señor no está con esos efraimitas. Si usted va con ellos, Dios lo derribará en la cara misma de sus enemigos aunque luche valerosamente, porque Dios tiene poder para ayudar y poder para derribar.
Amasías le preguntó al hombre de Dios:
—¿Qué va a pasar con los tres mil trescientos kilos de plata que pagué al ejército de Israel?
—El Señor puede darle a usted mucho más que eso—respondió.
Entonces Amasías dio de baja a las tropas israelitas que habían llegado de Efraín, y las hizo regresar a su país. A raíz de eso, las tropas se enojaron mucho con Judá y regresaron furiosas a sus casas.
Armándose de valor, Amasías guió al ejército hasta el valle de la Sal, donde mató a diez mil hombres de Seír. El ejército de Judá capturó vivos a otros diez mil. A éstos los hicieron subir a la cima de una roca, y desde allí los despeñaron. Todos murieron destrozados.
Mientras esto sucedía, las tropas que Amasías había dado de baja se lanzaron contra las ciudades de Judá, y desde Samaria hasta Bet Jorón mataron a tres mil personas y se llevaron un enorme botín.
Cuando Amasías regresó de derrotar a los edomitas, se llevó consigo los dioses de los habitantes de Seír y los adoptó como sus dioses, adorándolos y quemándoles incienso. Por eso el Señor se encendió en ira contra Amasías y le envió un profeta con este mensaje:
—¿Por qué sigues a unos dioses que no pudieron librar de tus manos a su propio pueblo?
El rey interrumpió al profeta y le replicó:
—¿Y quién te ha nombrado consejero del rey? Si no quieres que te maten, ¡no sigas fastidiándome!
El profeta se limitó a añadir:
—Sólo sé que, por haber hecho esto y por no seguir mi consejo, Dios ha resuelto destruirte.
Sin embargo, cuando aumentó su poder, Uzías se volvió arrogante, lo cual lo llevó a la desgracia. Se rebeló contra el Señor, Dios de sus antepasados, y se atrevió a entrar en el templo del Señor para quemar incienso en el altar. Detrás de él entró el sumo sacerdote Azarías, junto con ochenta sacerdotes del Señor, todos ellos hombres valientes, quienes se le enfrentaron y le dijeron: «No corresponde a Su Majestad quemar el incienso al Señor. Ésta es función de los sacerdotes descendientes de Aarón, pues son ellos los que están consagrados para quemar el incienso. Salga usted ahora mismo del santuario, pues ha pecado, y así Dios el Señor no va a honrarlo.»
Esto enfureció a Uzías, quien tenía en la mano un incensario listo para ofrecer el incienso. Pero en ese mismo instante, allí en el templo del Señor, junto al altar del incienso y delante de los sacerdotes, la frente se le cubrió de lepra. Al ver que Uzías estaba leproso, el sumo sacerdote Azarías y los demás sacerdotes lo expulsaron de allí a toda prisa. Es más, él mismo se apresuró a salir, pues el Señor lo había castigado.
El rey Uzías se quedó leproso hasta el día de su muerte. Tuvo que vivir aislado en su casa, y le prohibieron entrar en el templo del Señor. Su hijo Jotán quedó a cargo del palacio y del gobierno del país.
Los demás acontecimientos del reinado de Uzías, desde el primero hasta el último, los escribió el profeta Isaías hijo de Amoz. Cuando Uzías murió, fue sepultado con sus antepasados en un campo cercano al panteón de los reyes, pues padecía de lepra. Y su hijo Jotán lo sucedió en el trono.
Había allí un hombre llamado Oded, que era profeta del Señor. Cuando el ejército regresaba a Samaria, este profeta salió a su encuentro y les dijo:
—El Señor, Dios de sus antepasados, entregó a los de Judá en manos de ustedes, porque estaba enojado con ellos. Pero ustedes los mataron con tal furia, que repercutió en el cielo. Y como si fuera poco, ¡ahora pretenden convertir a los habitantes de Judá y de Jerusalén en sus esclavos! ¿Acaso no son también ustedes culpables de haber pecado contra el Señor su Dios? Por tanto, háganme caso: dejen libres a los prisioneros. ¿Acaso no son sus propios hermanos? ¡La ira del Señor se ha encendido contra ustedes!
Entonces Azarías hijo de Johanán, Berequías hijo de Mesilemot, Ezequías hijo de Salún, y Amasá hijo de Hadlay, que eran jefes de los efraimitas, se enfrentaron a los que regresaban de la guerra y les dijeron:
—No traigan aquí a los prisioneros, porque eso nos haría culpables ante el Señor. ¿Acaso pretenden aumentar nuestros pecados y nuestras faltas? ¡Ya es muy grande nuestra culpa, y la ira del Señor se ha encendido contra Israel!
Así que los soldados dejaron libres a los prisioneros, y pusieron el botín a los pies de los jefes y de toda la asamblea. Algunos fueron nombrados para que se hicieran cargo de los prisioneros, y con la ropa y el calzado del botín vistieron a todos los que estaban desnudos. Luego les dieron de comer y de beber, y les untaron aceite. Finalmente, a los que estaban débiles los montaron en burros y los llevaron a Jericó, la ciudad de las palmeras, para reunirlos con sus hermanos. Después, aquellos hombres volvieron a Samaria.
Antes de esto, el sacerdote Eliasib, encargado de los almacenes del templo de nuestro Dios, había emparentado con Tobías y le había acondicionado una habitación grande. Allí se almacenaban las ofrendas, el incienso, los utensilios, los diezmos del trigo, vino y aceite correspondientes a los levitas, cantores y porteros, y las contribuciones para los sacerdotes.
Para ese entonces yo no estaba en Jerusalén, porque en el año treinta y dos de Artajerjes, rey de Babilonia, había ido a ver al rey. Después de algún tiempo, con permiso del rey regresé a Jerusalén y me enteré de la infracción cometida por Eliasib al proporcionarle a Tobías una habitación en los atrios del templo de Dios. Esto me disgustó tanto que hice sacar de la habitación todos los cachivaches de Tobías. Luego ordené que purificaran las habitaciones y volvieran a colocar allí los utensilios sagrados del templo de Dios, las ofrendas y el incienso.
También me enteré de que a los levitas no les habían entregado sus porciones, y de que los levitas y cantores encargados del servicio habían regresado a sus campos. Así que reprendí a los jefes y les dije: «¿Por qué está tan descuidado el templo de Dios?» Luego los reuní y los restablecí en sus puestos.
Todo Judá trajo a los almacenes la décima parte del trigo, del vino y del aceite. Puse a cargo de los almacenes al sacerdote Selemías, al escriba Sadoc y al levita Pedaías; como ayudante de ellos nombré a Janán, hijo de Zacur y nieto de Matanías. Todos ellos eran dignos de confianza, y se encargarían de distribuir las porciones entre sus compañeros.
«¡Recuerda esto, Dios mío, y favoréceme; no olvides todo el bien que hice por el templo de mi Dios y de su culto!»
Durante aquellos días vi en Judá que en sábado algunos exprimían uvas y otros acarreaban, a lomo de mula, manojos de trigo, vino, uvas, higos y toda clase de cargas que llevaban a Jerusalén. Los reprendí entonces por vender sus víveres en ese día. También los tirios que vivían en Jerusalén traían a la ciudad pescado y otras mercancías, y las vendían a los judíos en sábado. Así que censuré la actitud de los nobles de Judá, y les dije: «¡Ustedes están pecando al profanar el día sábado! Lo mismo hicieron sus antepasados, y por eso nuestro Dios envió toda esta desgracia sobre nosotros y sobre esta ciudad. ¿Acaso quieren que aumente la ira de Dios sobre Israel por profanar el sábado?»
Entonces ordené que cerraran las puertas de Jerusalén al caer la tarde, antes de que comenzara el sábado, y que no las abrieran hasta después de ese día. Así mismo, puse a algunos de mis servidores en las puertas para que no dejaran entrar ninguna carga en sábado. Una o dos veces, los comerciantes y los vendedores de toda clase de mercancías pasaron la noche fuera de Jerusalén. Así que les advertí: «¡No se queden junto a la muralla! Si vuelven a hacerlo, ¡los apresaré!» Desde entonces no volvieron a aparecerse más en sábado. Luego ordené a los levitas que se purificaran y que fueran a hacer guardia en las puertas, para que el sábado fuera respetado.
«¡Recuerda esto, Dios mío, y conforme a tu gran amor, ten compasión de mí!»
En aquellos días también me di cuenta de que algunos judíos se habían casado con mujeres de Asdod, de Amón y de Moab. La mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod o de otros pueblos, y no sabían hablar la lengua de los judíos. Entonces los reprendí y los maldije; a algunos de ellos los golpeé, y hasta les arranqué los pelos, y los obligué a jurar por Dios. Les dije: «No permitan que sus hijas se casen con los hijos de ellos, ni se casen ustedes ni sus hijos con las hijas de ellos. ¿Acaso no fue ése el pecado de Salomón, rey de Israel? Entre todas las naciones no hubo un solo rey como él: Dios lo amó y lo hizo rey sobre todo Israel. Pero aun a él lo hicieron pecar las mujeres extranjeras. ¿Será que también de ustedes se dirá que cometieron el gran pecado de ofender a nuestro Dios casándose con mujeres extranjeras?»
A uno de los hijos de Joyadá, hijo del sumo sacerdote Eliasib, lo eché de mi lado porque era yerno de Sambalat el horonita.
«¡Recuerda esto, Dios mío, en perjuicio de los que profanaron el sacerdocio y el pacto de los sacerdotes y de los levitas!»
Yo los purifiqué de todo lo extranjero y asigné a los sacerdotes y levitas sus respectivas tareas. También organicé la ofrenda de la leña en las fechas establecidas, y la entrega de las primicias.
«¡Acuérdate de mí, Dios mío, y favoréceme!»
Cuando Sambalat se enteró de que estábamos reconstruyendo la muralla, se disgustó muchísimo y se burló de los judíos. Ante sus compañeros y el ejército de Samaria dijo:
—¿Qué están haciendo estos miserables judíos? ¿Creen que se les va a dejar que reconstruyan y que vuelvan a ofrecer sacrificios? ¿Piensan acaso terminar en un solo día? ¿Cómo creen que de esas piedras quemadas, de esos escombros, van a hacer algo nuevo?
Y Tobías el amonita, que estaba junto a él, añadió:
—¡Hasta una zorra, si se sube a ese montón de piedras, lo echa abajo!
Por eso oramos:
«¡Escucha, Dios nuestro,
cómo se burlan de nosotros!
Haz que sus ofensas recaigan sobre ellos mismos:
entrégalos a sus enemigos;
¡que los lleven en cautiverio!
No pases por alto su maldad
ni olvides sus pecados,
porque insultan a los que reconstruyen.»
Continuamos con la reconstrucción y levantamos la muralla hasta media altura, pues el pueblo trabajó con entusiasmo. Pero cuando Sambalat y Tobías, y los árabes, los amonitas y los asdodeos se enteraron de que avanzaba la reconstrucción de la muralla y de que ya estábamos cerrando las brechas, se enojaron muchísimo y acordaron atacar a Jerusalén y provocar disturbios en ella. Oramos entonces a nuestro Dios y decidimos montar guardia día y noche para defendernos de ellos.
Por su parte, la gente de Judá decía:
«Los cargadores desfallecen,
pues son muchos los escombros;
¡no vamos a poder
reconstruir esta muralla!»
Y nuestros enemigos maquinaban: «Les caeremos por sorpresa y los mataremos; así haremos que la obra se suspenda.»
Algunos de los judíos que vivían cerca de ellos venían constantemente y nos advertían: «Los van a atacar por todos lados.»
Así que puse a la gente por familias, con sus espadas, arcos y lanzas, detrás de las murallas, en los lugares más vulnerables y desguarnecidos. Luego de examinar la situación, me levanté y dije a los nobles y gobernantes, y al resto del pueblo: «¡No les tengan miedo! Acuérdense del Señor, que es grande y temible, y peleen por sus hermanos, por sus hijos e hijas, y por sus esposas y sus hogares.»
Una vez que nuestros enemigos se dieron cuenta de que conocíamos sus intenciones y de que Dios había frustrado sus planes, todos regresamos a la muralla, cada uno a su trabajo. A partir de aquel día la mitad de mi gente trabajaba en la obra, mientras la otra mitad permanecía armada con lanzas, escudos, arcos y corazas. Los jefes estaban pendientes de toda la gente de Judá. Tanto los que reconstruían la muralla como los que acarreaban los materiales, no descuidaban ni la obra ni la defensa. Todos los que trabajaban en la reconstrucción llevaban la espada a la cintura. A mi lado estaba el encargado de dar el toque de alarma. Yo les había dicho a los nobles y gobernantes, y al resto del pueblo: «La tarea es grande y extensa, y nosotros estamos muy esparcidos en la muralla, distantes los unos de los otros. Por eso, al oír el toque de alarma, cerremos filas. ¡Nuestro Dios peleará por nosotros!»
Así que, desde el amanecer hasta que aparecían las estrellas, mientras trabajábamos en la obra, la mitad de la gente montaba guardia lanza en mano.
En aquella ocasión también le dije a la gente: «Todos ustedes, incluso los ayudantes, quédense en Jerusalén para que en la noche sirvan de centinelas y de día trabajen en la obra.» Ni yo ni mis parientes y ayudantes, ni los de mi guardia personal, nos desvestíamos para nada: cada uno de nosotros se mantenía listo para la defensa.
Los hombres y las mujeres del pueblo protestaron enérgicamente contra sus hermanos judíos, pues había quienes decían: «Si contamos a nuestros hijos y a nuestras hijas, ya somos muchos. Necesitamos conseguir trigo para subsistir.» Otros se quejaban: «Por conseguir trigo para no morirnos de hambre, hemos hipotecado nuestros campos, viñedos y casas.» Había también quienes se quejaban: «Tuvimos que empeñar nuestros campos y viñedos para conseguir dinero prestado y así pagar el tributo al rey. Y aunque nosotros y nuestros hermanos somos de la misma sangre, y nuestros hijos y los suyos son iguales, a nosotros nos ha tocado vender a nuestros hijos e hijas como esclavos. De hecho, hay hijas nuestras sirviendo como esclavas, y no podemos rescatarlas, puesto que nuestros campos y viñedos están en poder de otros.»
Cuando oí sus palabras de protesta, me enojé muchísimo. Y después de reflexionar, reprendí a los nobles y gobernantes:
—¡Es inconcebible que sus propios hermanos les exijan el pago de intereses!
Convoqué además una gran asamblea contra ellos, y allí les recriminé:
—Hasta donde nos ha sido posible, hemos rescatado a nuestros hermanos judíos que fueron vendidos a los paganos. ¡Y ahora son ustedes quienes venden a sus hermanos, después de que nosotros los hemos rescatado!
Todos se quedaron callados, pues no sabían qué responder.
Yo añadí:
—Lo que están haciendo ustedes es incorrecto. ¿No deberían mostrar la debida reverencia a nuestro Dios y evitar así el reproche de los paganos, nuestros enemigos? Mis hermanos y mis criados, y hasta yo mismo, les hemos prestado dinero y trigo. Pero ahora, ¡quitémosles esa carga de encima! Yo les ruego que les devuelvan campos, viñedos, olivares y casas, y también el uno por ciento de la plata, del trigo, del vino y del aceite que ustedes les exigen.
—Está bien—respondieron ellos—, haremos todo lo que nos has pedido. Se lo devolveremos todo, sin exigirles nada.
Entonces llamé a los sacerdotes, y ante éstos les hice jurar que cumplirían su promesa. Luego me sacudí el manto y afirmé:
—¡Así sacuda Dios y arroje de su casa y de sus propiedades a todo el que no cumpla esta promesa! ¡Así lo sacuda Dios y lo deje sin nada!
Toda la asamblea respondió:
—¡Amén!
Y alabaron al Señor, y el pueblo cumplió lo prometido.
El rey Asuero, que reinó sobre ciento veintisiete provincias que se extendían desde la India hasta Cus, estableció su trono real en la ciudadela de Susa.
En el tercer año de su reinado ofreció un banquete para todos sus funcionarios y servidores, al que asistieron los jefes militares de Persia y Media, y los magistrados y los gobernadores de las provincias, y durante ciento ochenta días les mostró la enorme riqueza de su reino y la esplendorosa gloria de su majestad.
Pasado este tiempo, el rey ofreció otro banquete, que duró siete días, para todos los que se encontraban en la ciudadela de Susa, tanto los más importantes como los de menor importancia. Este banquete tuvo lugar en el jardín interior de su palacio, el cual lucía cortinas blancas y azules, sostenidas por cordones de lino blanco y tela púrpura, los cuales pasaban por anillos de plata sujetos a columnas de mármol. También había sofás de oro y plata sobre un piso de mosaicos de pórfido, mármol, madreperla y otras piedras preciosas. En copas de oro de las más variadas formas se servía el vino real, el cual corría a raudales, como era de esperarse del rey. Todos los invitados podían beber cuanto quisieran, pues los camareros habían recibido instrucciones del rey de servir a cada uno lo que deseara.
La reina Vasti, por su parte, ofreció también un banquete para las mujeres en el palacio del rey Asuero.
Al séptimo día, como a causa del vino el rey Asuero estaba muy alegre, les ordenó a los siete eunucos que le servían—Meumán, Biztá, Jarboná, Bigtá, Abagtá, Zetar y Carcás—que llevaran a su presencia a la reina, ceñida con la corona real, a fin de exhibir su belleza ante los pueblos y sus dignatarios, pues realmente era muy hermosa. Pero cuando los eunucos le comunicaron la orden del rey, la reina se negó a ir. Esto contrarió mucho al rey, y se enfureció.
De inmediato el rey consultó a los sabios conocedores de leyes, porque era costumbre que en cuestiones de ley y justicia el rey consultara a los expertos. Los más allegados a él eran: Carsena, Setar, Admata, Tarsis, Meres, Marsená y Memucán, los siete funcionarios de Persia y Media que tenían acceso especial a la presencia del rey y ocupaban los puestos más altos en el reino.
—Según la ley, ¿qué se debe hacer con la reina Vasti por haber desobedecido la orden del rey transmitida por los eunucos?—preguntó el rey.
En presencia del rey y de los funcionarios, Memucán respondió:
—La reina Vasti no sólo ha ofendido a Su Majestad, sino también a todos los funcionarios y a todos los pueblos de todas las provincias del reino. Porque todas las mujeres se enterarán de la conducta de la reina, y esto hará que desprecien a sus esposos, pues dirán: “El rey Asuero mandó que la reina Vasti se presentara ante él, pero ella no fue.” El día en que las mujeres de la nobleza de Persia y de Media se enteren de la conducta de la reina, les responderán de la misma manera a todos los dignatarios de Su Majestad. ¡Entonces no habrá fin al desprecio y a la discordia!
»Por lo tanto, si le parece bien a Su Majestad, emita un decreto real, el cual se inscribirá con carácter irrevocable en las leyes de Persia y Media: que Vasti nunca vuelva a presentarse ante Su Majestad, y que el título de reina se lo otorgue a otra mejor que ella. Así, cuando el edicto real se dé a conocer por todo su inmenso reino, todas las mujeres respetarán a sus esposos, desde los más importantes hasta los menos importantes.
Al rey y a sus funcionarios les pareció bien ese consejo, de modo que el rey hizo lo que había propuesto Memucán: envió cartas por todo el reino, a cada provincia en su propia escritura y a cada pueblo en su propio idioma, proclamando en la lengua de cada pueblo que todo hombre debe ejercer autoridad sobre su familia.
Mientras las vírgenes se volvían a reunir, Mardoqueo permanecía sentado a la puerta del rey. Ester, por su parte, continuó guardando en secreto sus antecedentes familiares y su nacionalidad, tal como Mardoqueo le había ordenado, ya que seguía cumpliendo las instrucciones de Mardoqueo como cuando estaba bajo su cuidado.
En aquellos días, mientras Mardoqueo seguía sentado a la puerta del rey, Bigtán y Teres, los dos eunucos del rey, miembros de la guardia, se enojaron y tramaron el asesinato del rey Asuero. Al enterarse Mardoqueo de la conspiración, se lo contó a la reina Ester, quien a su vez se lo hizo saber al rey de parte de Mardoqueo. Cuando se investigó el informe y se descubrió que era cierto, los dos eunucos fueron colgados en una estaca. Todo esto fue debidamente anotado en los registros reales, en presencia del rey.
Después de estos acontecimientos, el rey Asuero honró a Amán hijo de Hamedata, el descendiente de Agag, ascendiéndolo a un puesto más alto que el de todos los demás funcionarios que estaban con él. Todos los servidores de palacio asignados a la puerta del rey se arrodillaban ante Amán, y le rendían homenaje, porque así lo había ordenado el rey. Pero Mardoqueo no se arrodillaba ante él ni le rendía homenaje.
Entonces los servidores de palacio asignados a la puerta del rey le preguntaron a Mardoqueo: «¿Por qué desobedeces la orden del rey?» Día tras día se lo reclamaban; pero él no les hacía caso. Por eso lo denunciaron a Amán para ver si seguía tolerándose la conducta de Mardoqueo, ya que éste les había confiado que era judío.
Cuando Amán se dio cuenta de que Mardoqueo no se arrodillaba ante él ni le rendía homenaje, se enfureció. Y cuando le informaron a qué pueblo pertenecía Mardoqueo, desechó la idea de matarlo sólo a él y buscó la manera de exterminar a todo el pueblo de Mardoqueo, es decir, a los judíos que vivían por todo el reino de Asuero.
Para determinar el día y el mes, se echó el pur, es decir, la suerte, en presencia de Amán, en el mes primero, que es el mes de nisán, del año duodécimo del reinado de Asuero. Y la suerte cayó sobre el mes duodécimo, el mes de adar.
Entonces Amán le dijo al rey Asuero:
—Hay cierto pueblo disperso y diseminado entre los pueblos de todas las provincias del reino, cuyas leyes y costumbres son diferentes de las de todos los demás. ¡No obedecen las leyes del reino, y a Su Majestad no le conviene tolerarlos! Si le parece bien, emita Su Majestad un decreto para aniquilarlos, y yo depositaré en manos de los administradores trescientos treinta mil kilos de plata para el tesoro real.
Entonces el rey se quitó el anillo que llevaba su sello y se lo dio a Amán hijo de Hamedata, descendiente de Agag y enemigo de los judíos.
—Quédate con el dinero—le dijo el rey a Amán—, y haz con ese pueblo lo que mejor te parezca.
El día trece del mes primero se convocó a los secretarios del rey. Redactaron en la escritura de cada provincia y en el idioma de cada pueblo todo lo que Amán ordenaba a los sátrapas del rey, a los intendentes de las diversas provincias y a los funcionarios de los diversos pueblos. Todo se escribió en nombre del rey Asuero y se selló con el anillo real. Luego se enviaron los documentos por medio de los mensajeros a todas las provincias del rey con la orden de exterminar, matar y aniquilar a todos los judíos—jóvenes y ancianos, mujeres y niños—y saquear sus bienes en un solo día: el día trece del mes duodécimo, es decir, el mes de adar. En cada provincia se debía emitir como ley una copia del edicto, el cual se comunicaría a todos los pueblos a fin de que estuvieran preparados para ese día.
Los mensajeros partieron de inmediato por orden del rey, y a la vez se publicó el edicto en la ciudadela de Susa. Luego el rey y Amán se sentaron a beber, mientras que en la ciudad de Susa reinaba la confusión.
Amán salió aquel día muy contento y de buen humor; pero cuando vio a Mardoqueo en la puerta del rey y notó que no se levantaba ni temblaba ante su presencia, se llenó de ira contra él. No obstante, se contuvo y se fue a su casa.
Luego llamó Amán a sus amigos y a Zeres, su esposa, e hizo alarde de su enorme riqueza y de sus muchos hijos, y de cómo el rey lo había honrado en todo sentido ascendiéndolo sobre los funcionarios y demás servidores del rey.
—Es más—añadió Amán—, yo soy el único a quien la reina Ester invitó al banquete que le ofreció al rey. Y también me ha invitado a acompañarlo mañana. Pero todo esto no significa nada para mí, mientras vea a ese judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey.
Su esposa Zeres y todos sus amigos le dijeron:
—Haz que se coloque una estaca a veinticinco metros de altura, y por la mañana pídele al rey que cuelgue en ella a Mardoqueo. Así podrás ir contento al banquete con el rey.
La sugerencia le agradó a Amán, y mandó que se colocara la estaca.
El rey y Amán fueron al banquete de la reina Ester, y al segundo día, mientras brindaban, el rey le preguntó otra vez:
—Dime qué deseas, reina Ester, y te lo concederé. ¿Cuál es tu petición? ¡Aun cuando fuera la mitad del reino, te lo concedería!
Ester respondió:
—Si me he ganado el favor de Su Majestad, y si le parece bien, mi deseo es que me conceda la vida. Mi petición es que se compadezca de mi pueblo. Porque a mí y a mi pueblo se nos ha vendido para exterminio, muerte y aniquilación. Si sólo se nos hubiera vendido como esclavos, yo me habría quedado callada, pues tal angustia no sería motivo suficiente para inquietar a Su Majestad.
El rey le preguntó:
—¿Y quién es ése que se ha atrevido a concebir semejante barbaridad? ¿Dónde está?
—¡El adversario y enemigo es este miserable de Amán!—respondió Ester.
Amán quedó aterrorizado ante el rey y la reina. El rey se levantó enfurecido, dejó de beber y salió al jardín del palacio. Pero Amán, dándose cuenta de que el rey ya había decidido su fin, se quedó para implorarle a la reina Ester que le perdonara la vida.
Cuando el rey volvió del jardín del palacio a la sala del banquete, Amán estaba inclinado sobre el diván donde Ester estaba recostada. Al ver esto, el rey exclamó:
—¡Y todavía se atreve éste a violar a la reina en mi presencia y en mi casa!
Tan pronto como el rey pronunció estas palabras, cubrieron el rostro de Amán. Y Jarboná, uno de los eunucos que atendían al rey, dijo:
—Hay una estaca a veinticinco metros de altura, junto a la casa de Amán. Él mandó colocarla para Mardoqueo, el que intervino en favor del rey.
—¡Cuélguenlo en ella!—ordenó el rey.
De modo que colgaron a Amán en la estaca que él había mandado levantar para Mardoqueo. Con eso se aplacó la furia del rey.
Respondió entonces Bildad de Súah:
«¿Cuándo pondrás fin a tanta palabrería?
Entra en razón, y entonces hablaremos.
¿Por qué nos tratas como si fuéramos bestias?
¿Por qué nos consideras unos tontos?
Es tal tu enojo que te desgarras el alma;
¡mas no por ti quedará desierta la tierra,
ni se moverán de su lugar las rocas!
»La lámpara del malvado se apagará;
la llama de su fuego dejará de arder.
Languidece la luz de su morada;
la lámpara que lo alumbra se apagará.
El vigor de sus pasos se irá debilitando;
sus propios planes lo derribarán.
Sus pies lo harán caer en una trampa,
y entre sus redes quedará atrapado.
Quedará sujeto por los tobillos;
quedará atrapado por completo.
Un lazo le espera escondido en el suelo;
una trampa está tendida a su paso.
El terror lo asalta por doquier,
y anda tras sus pasos.
La calamidad lo acosa sin descanso;
el desastre no lo deja un solo instante.
La enfermedad le carcome el cuerpo;
la muerte le devora las manos y los pies.
Lejos de la seguridad de su morada,
marcha ahora hacia el rey de los terrores.
El fuego se ha apoderado de su carpa;
hay azufre ardiente esparcido en su morada.
En el tronco, sus raíces se han secado;
en la copa, sus ramas se marchitan.
Borrada de la tierra ha sido su memoria;
de su fama nada queda en el país.
De la luz es lanzado a las tinieblas;
ha sido expulsado de este mundo.
No tiene entre su pueblo hijos ni parientes;
nadie le sobrevive donde él habitó.
Del oriente al occidente
los pueblos se asombran de su suerte
y se estremecen de terror.
Así es la morada del malvado,
el lugar del que no conoce a Dios.»
Al ver los tres amigos de Job que éste se consideraba un hombre recto, dejaron de responderle. Pero Eliú hijo de Baraquel de Buz, de la familia de Ram, se enojó mucho con Job porque, en vez de justificar a Dios, se había justificado a sí mismo. También se enojó con los tres amigos porque no habían logrado refutar a Job, y sin embargo lo habían condenado. Ahora bien, Eliú había estado esperando antes de dirigirse a Job, porque ellos eran mayores de edad; pero al ver que los tres amigos no tenían ya nada que decir, se encendió su enojo. Y habló Eliú hijo de Baraquel de Buz:
«Yo soy muy joven, y ustedes ancianos;
por eso me sentía muy temeroso
de expresarles mi opinión.
Y me dije: “Que hable la voz de la experiencia;
que demuestren los ancianos su sabiduría.”
Pero lo que da entendimiento al hombre
es el espíritu que en él habita;
¡es el hálito del Todopoderoso!
No son los ancianos los únicos sabios,
ni es la edad la que hace entender lo que es justo.
»Les ruego, por tanto, que me escuchen;
yo también tengo algo que decirles.
Mientras hablaban, me propuse esperar
y escuchar sus razonamientos;
mientras buscaban las palabras,
les presté toda mi atención.
Pero no han podido probar que Job esté equivocado;
ninguno ha respondido a sus argumentos.
No vayan a decirme: “Hemos hallado la sabiduría;
que lo refute Dios, y no los hombres.”
Ni Job se ha dirigido a mí,
ni yo he de responderle como ustedes.
»Job, tus amigos están desconcertados;
no pueden responder, les faltan las palabras.
¿Y voy a quedarme callado ante su silencio,
ante su falta de respuesta?
Yo también tengo algo que decir,
y voy a demostrar mis conocimientos.
Palabras no me faltan;
el espíritu que hay en mí me obliga a hablar.
Estoy como vino embotellado
en odre nuevo a punto de estallar.
Tengo que hablar y desahogarme;
tengo que abrir la boca y dar respuesta.
No favoreceré a nadie
ni halagaré a ninguno;
Yo no sé adular a nadie;
si lo hiciera, mi Creador me castigaría.
Eliú continuó diciendo:
«Ten paciencia conmigo y te mostraré
que aún quiero decir más en favor de Dios.
Mi conocimiento proviene de muy lejos;
voy a demostrar que mi Hacedor está en lo justo.
Te aseguro que no hay falsedad en mis palabras;
¡tienes ante ti a la sabiduría en persona!
»Dios es poderoso, pero no rechaza al inocente;
Dios es poderoso, y todo lo entiende.
Al malvado no lo mantiene con vida;
al afligido le hace valer sus derechos.
Cuida siempre de los justos;
los hace reinar en compañía de reyes
y los exalta para siempre.
Pero si son encadenados,
si la aflicción los domina,
Dios denuncia sus acciones
y la arrogancia de su pecado.
Les hace prestar oído a la corrección
y les pide apartarse del mal.
Si ellos le obedecen y le sirven,
pasan el resto de su vida en prosperidad,
pasan felices los años que les quedan.
Pero si no le hacen caso,
sin darse cuenta cruzarán el umbral de la muerte.
»Los de corazón impío abrigan resentimiento;
no piden ayuda aun cuando Dios los castigue.
Mueren en la flor de la vida,
entre los que se prostituyen en los santuarios.
A los que sufren, Dios los libra mediante el sufrimiento;
en su aflicción, los consuela.
»Dios te libra de las fauces de la angustia,
te lleva a un lugar amplio y espacioso,
y llena tu mesa con la mejor comida.
Pero tú te has ganado el juicio que merecen los impíos;
el juicio y la justicia te tienen atrapado.
Cuídate de no dejarte seducir por las riquezas;
no te dejes desviar por el soborno.
Tus grandes riquezas no podrán sostenerte,
ni tampoco todos tus esfuerzos.
No ansíes que caiga la noche,
cuando la gente es arrancada de su sitio.
Cuídate de no inclinarte a la maldad,
que por eso fuiste apartado de la aflicción.
»Dios es exaltado por su poder.
¿Qué maestro hay que se le compare?
¿Quién puede pedirle cuentas de sus actos?
¿Quién puede decirle que se ha equivocado?
¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!
Dichoso el que teme al Señor,
el que halla gran deleite en sus mandamientos.
Sus hijos dominarán el país;
la descendencia de los justos será bendecida.
En su casa habrá abundantes riquezas,
y para siempre permanecerá su justicia.
Para los justos la luz brilla en las tinieblas.
¡Dios es clemente, compasivo y justo!
Bien le va al que presta con generosidad,
y maneja sus negocios con justicia.
El justo será siempre recordado;
ciertamente nunca fracasará.
No temerá recibir malas noticias;
su corazón estará firme, confiado en el Señor.
Su corazón estará seguro, no tendrá temor,
y al final verá derrotados a sus adversarios.
Reparte sus bienes entre los pobres;
su justicia permanece para siempre;
su poder será gloriosamente exaltado.
El malvado verá esto, y se irritará;
rechinando los dientes se irá desvaneciendo.
¡La ambición de los impíos será destruida!
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
—que lo repita ahora Israel—,
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
cuando todo el mundo se levantó contra nosotros,
nos habrían tragado vivos
al encenderse su furor contra nosotros;
nos habrían inundado las aguas,
el torrente nos habría arrastrado,
¡nos habrían arrastrado las aguas turbulentas!
Bendito sea el Señor, que no dejó
que nos despedazaran con sus dientes.
Como las aves, hemos escapado
de la trampa del cazador;
¡la trampa se rompió,
y nosotros escapamos!
Nuestra ayuda está en el nombre del Señor,
creador del cielo y de la tierra.
Señor, quiero alabarte de todo corazón,
y cantarte salmos delante de los dioses.
Quiero inclinarme hacia tu santo templo
y alabar tu nombre por tu gran amor y fidelidad.
Porque has exaltado tu nombre y tu palabra
por sobre todas las cosas.
Cuando te llamé, me respondiste;
me infundiste ánimo y renovaste mis fuerzas.
Oh Señor, todos los reyes de la tierra
te alabarán al escuchar tus palabras.
Celebrarán con cánticos tus caminos,
porque tu gloria, Señor, es grande.
El Señor es excelso,
pero toma en cuenta a los humildes
y mira de lejos a los orgullosos.
Aunque pase yo por grandes angustias,
tú me darás vida;
contra el furor de mis enemigos extenderás la mano:
¡tu mano derecha me pondrá a salvo!
El Señor cumplirá en mí su propósito.
Tu gran amor, Señor, perdura para siempre;
¡no abandones la obra de tus manos!
¿Por qué se sublevan las naciones,
y en vano conspiran los pueblos?
Los reyes de la tierra se rebelan;
los gobernantes se confabulan contra el Señor
y contra su ungido.
Y dicen: «¡Hagamos pedazos sus cadenas!
¡Librémonos de su yugo!»
El rey de los cielos se ríe;
el Señor se burla de ellos.
En su enojo los reprende,
en su furor los intimida y dice:
«He establecido a mi rey
sobre Sión, mi santo monte.»
Yo proclamaré el decreto del Señor:
«Tú eres mi hijo», me ha dicho;
«hoy mismo te he engendrado.
Pídeme,
y como herencia te entregaré las naciones;
¡tuyos serán los confines de la tierra!
Las gobernarás con puño de hierro;
las harás pedazos como a vasijas de barro.»
Ustedes, los reyes, sean prudentes;
déjense enseñar, gobernantes de la tierra.
Sirvan al Señor con temor;
con temblor ríndanle alabanza.
Bésenle los pies, no sea que se enoje
y sean ustedes destruidos en el camino,
pues su ira se inflama de repente.
¡Dichosos los que en él buscan refugio!
No te irrites a causa de los impíos
ni envidies a los que cometen injusticias;
porque pronto se marchitan, como la hierba;
pronto se secan, como el verdor del pasto.
Confía en el Señor y haz el bien;
establécete en la tierra y manténte fiel.
Deléitate en el Señor,
y él te concederá los deseos de tu corazón.
Encomienda al Señor tu camino;
confía en él, y él actuará.
Hará que tu justicia resplandezca como el alba;
tu justa causa, como el sol de mediodía.
Guarda silencio ante el Señor,
y espera en él con paciencia;
no te irrites ante el éxito de otros,
de los que maquinan planes malvados.
Refrena tu enojo, abandona la ira;
no te irrites, pues esto conduce al mal.
Porque los impíos serán exterminados,
pero los que esperan en el Señor heredarán la tierra.
Dentro de poco los malvados dejarán de existir;
por más que los busques, no los encontrarás.
Pero los desposeídos heredarán la tierra
y disfrutarán de gran bienestar.
Los malvados conspiran contra los justos
y crujen los dientes contra ellos;
pero el Señor se ríe de los malvados,
pues sabe que les llegará su hora.
Los malvados sacan la espada y tensan el arco
para abatir al pobre y al necesitado,
para matar a los que viven con rectitud.
Pero su propia espada les atravesará el corazón,
y su arco quedará hecho pedazos.
Más vale lo poco de un justo
que lo mucho de innumerables malvados;
porque el brazo de los impíos será quebrado,
pero el Señor sostendrá a los justos.
El Señor protege la vida de los íntegros,
y su herencia perdura por siempre.
En tiempos difíciles serán prosperados;
en épocas de hambre tendrán abundancia.
Responde a mi clamor,
Dios mío y defensor mío.
Dame alivio cuando esté angustiado,
apiádate de mí y escucha mi oración.
Y ustedes, señores,
¿hasta cuándo cambiarán mi gloria en vergüenza?
¿Hasta cuándo amarán ídolos vanos
e irán en pos de lo ilusorio? Selah
Sepan que el Señor honra al que le es fiel;
el Señor me escucha cuando lo llamo.
Si se enojan, no pequen;
en la quietud del descanso nocturno
examínense el corazón. Selah
Ofrezcan sacrificios de justicia
y confíen en el Señor.
Muchos son los que dicen:
«¿Quién puede mostrarnos algún bien?»
¡Haz, Señor, que sobre nosotros
brille la luz de tu rostro!
Tú has hecho que mi corazón rebose de alegría,
alegría mayor que la que tienen los que disfrutan de trigo y vino en abundancia.
En paz me acuesto y me duermo,
porque sólo tú, Señor, me haces vivir confiado.
Escucha, oh Dios, mi oración;
no pases por alto mi súplica.
¡Óyeme y respóndeme,
porque mis angustias me perturban!
Me aterran las amenazas del enemigo
y la opresión de los impíos,
pues me causan sufrimiento
y en su enojo me insultan.
Se me estremece el corazón dentro del pecho,
y me invade un pánico mortal.
Temblando estoy de miedo,
sobrecogido estoy de terror.
¡Cómo quisiera tener las alas de una paloma
y volar hasta encontrar reposo!
Me iría muy lejos de aquí;
me quedaría a vivir en el desierto. Selah
Presuroso volaría a mi refugio,
para librarme del viento borrascoso
y de la tempestad.
¡Destrúyelos, Señor! ¡Confunde su lenguaje!
En la ciudad sólo veo contiendas y violencia;
día y noche rondan por sus muros,
y dentro de ella hay intrigas y maldad.
En su seno hay fuerzas destructivas;
de sus calles no se apartan la opresión y el engaño.
Si un enemigo me insultara,
yo lo podría soportar;
si un adversario me humillara,
de él me podría yo esconder.
Pero lo has hecho tú, un hombre como yo,
mi compañero, mi mejor amigo,
a quien me unía una bella amistad,
con quien convivía en la casa de Dios.
¡Que sorprenda la muerte a mis enemigos!
¡Que caigan vivos al sepulcro,
pues en ellos habita la maldad!
Pero yo clamaré a Dios,
y el Señor me salvará.
Mañana, tarde y noche
clamo angustiado, y él me escucha.
Aunque son muchos los que me combaten,
él me rescata, me salva la vida
en la batalla que se libra contra mí.
¡Dios, que reina para siempre,
habrá de oírme y los afligirá! Selah
Esa gente no cambia de conducta,
no tiene temor de Dios.
Levantan la mano contra sus amigos
y no cumplen sus compromisos.
Su boca es blanda como la manteca,
pero sus pensamientos son belicosos.
Sus palabras son más suaves que el aceite,
pero no son sino espadas desenvainadas.
Encomienda al Señor tus afanes,
y él te sostendrá;
no permitirá que el justo caiga
y quede abatido para siempre.
Tú, oh Dios, abatirás a los impíos
y los arrojarás en la fosa de la muerte;
la gente sanguinaria y mentirosa
no llegará ni a la mitad de su vida.
Yo, por mi parte, en ti confío.
Dios es conocido en Judá;
su nombre es exaltado en Israel.
En Salén se halla su santuario;
en Sión está su morada.
Allí hizo pedazos las centelleantes saetas,
los escudos, las espadas, las armas de guerra. Selah
Estás rodeado de esplendor;
eres más imponente que las montañas eternas.
Los valientes yacen ahora despojados;
han caído en el sopor de la muerte.
Ninguno de esos hombres aguerridos
volverá a levantar sus manos.
Cuando tú, Dios de Jacob, los reprendiste,
quedaron pasmados jinetes y corceles.
Tú, y sólo tú, eres de temer.
¿Quién puede hacerte frente
cuando se enciende tu enojo?
Desde el cielo diste a conocer tu veredicto;
la tierra, temerosa, guardó silencio
cuando tú, oh Dios, te levantaste para juzgar,
para salvar a los pobres de la tierra. Selah
La furia del hombre se vuelve tu alabanza,
y los que sobrevivan al castigo te harán fiesta.
Hagan votos al Señor su Dios, y cúmplanlos;
que todos los países vecinos
paguen tributo al Dios temible,
al que acaba con el valor de los gobernantes,
¡al que es temido por los reyes de la tierra!
El Señor le dijo a Moisés: «Ve a hablar con el faraón. En realidad, soy yo quien ha endurecido su corazón y el de sus funcionarios, para realizar entre ellos mis señales milagrosas. Lo hice para que puedas contarles a tus hijos y a tus nietos la dureza con que traté a los egipcios, y las señales que realicé entre ellos. Así sabrán que yo soy el Señor.»
Moisés y Aarón se presentaron ante el faraón, y le advirtieron: «Así dice el Señor y Dios de los hebreos: “¿Hasta cuándo te opondrás a humillarte en mi presencia? Deja ir a mi pueblo para que me rinda culto. Si te niegas a dejarlos ir, mañana mismo traeré langostas sobre tu país. De tal manera cubrirán la superficie de la tierra que no podrá verse el suelo. Se comerán lo poco que haya quedado después del granizo, y acabarán con todos los árboles que haya en los campos. Infestarán tus casas, y las de tus funcionarios y las de todos los egipcios. ¡Será algo que ni tus padres ni tus antepasados vieron jamás, desde el día en que se establecieron en este país hasta la fecha!” »
Dicho esto, Moisés se dio media vuelta y se retiró de la presencia del faraón. Entonces los funcionarios le dijeron al faraón:
—¿Hasta cuándo este individuo será una trampa para nosotros? ¡Deja que el pueblo se vaya y que rinda culto al Señor su Dios! ¿Acaso no sabes que Egipto está arruinado?
El faraón mandó llamar a Moisés y a Aarón, y les dijo:
—Vayan y rindan culto al Señor su Dios. Tan sólo díganme quiénes van a ir.
—Nos van a acompañar nuestros jóvenes y nuestros ancianos—respondió Moisés—. También nos acompañarán nuestros hijos y nuestras hijas, y nuestros rebaños y nuestros ganados, pues vamos a celebrar la fiesta del Señor.
—Que el Señor los acompañe—repuso el faraón—, ¡si es que yo dejo que se vayan con sus mujeres y sus hijos! ¡Claramente se ven sus malas intenciones! ¡Pero no será como ustedes quieren! Si lo que quieren es rendirle culto al Señor, ¡vayan sólo ustedes los hombres!
Y Moisés y Aarón fueron arrojados de la presencia del faraón. Entonces el Señor le dijo a Moisés: «Extiende los brazos sobre todo Egipto, para que vengan langostas y cubran todo el país, y se coman todo lo que crece en los campos y todo lo que dejó el granizo.»
Moisés extendió su vara sobre Egipto, y el Señor hizo que todo ese día y toda esa noche un viento del este soplara sobre el país. A la mañana siguiente, el viento del este había traído las langostas, las cuales invadieron todo Egipto y se asentaron en gran número por todos los rincones del país. ¡Nunca antes hubo semejante plaga de langostas, ni la habrá después! Eran tantas las langostas que cubrían la superficie de la tierra, que ni el suelo podía verse. Se comieron todas las plantas del campo y todos los frutos de los árboles que dejó el granizo. En todo Egipto no quedó nada verde, ni en los árboles ni en las plantas.
A toda prisa mandó llamar el faraón a Moisés y a Aarón, y admitió: «He pecado contra el Señor su Dios y contra ustedes. Yo les pido que perdonen mi pecado una vez más, y que rueguen por mí al Señor su Dios, para que por lo menos aleje de donde yo estoy esta plaga mortal.»
En cuanto Moisés salió de la presencia del faraón, rogó al Señor por el faraón. El Señor hizo entonces que el viento cambiara, y que un fuerte viento del oeste se llevara las langostas y las echara al Mar Rojo. En todo Egipto no quedó una sola langosta. Pero el Señor endureció el corazón del faraón, y éste no dejó que los israelitas se fueran.
El Señor le dijo a Moisés: «Levanta los brazos al cielo, para que todo Egipto se cubra de tinieblas, ¡tinieblas tan densas que se puedan palpar!» Moisés levantó los brazos al cielo, y durante tres días todo Egipto quedó envuelto en densas tinieblas. Durante ese tiempo los egipcios no podían verse unos a otros, ni moverse de su sitio. Sin embargo, en todos los hogares israelitas había luz.
Entonces el faraón mandó llamar a Moisés y le dijo:
—Vayan y rindan culto al Señor. Llévense también a sus hijos, pero dejen atrás sus rebaños y sus ganados.
A esto replicó Moisés:
—¡Al contrario!, tú vas a darnos los sacrificios y holocaustos que hemos de presentar al Señor nuestro Dios, y además nuestro ganado tiene que ir con nosotros. ¡No puede quedarse aquí ni una sola pezuña! Para rendirle culto al Señor nuestro Dios tendremos que tomar algunos de nuestros animales, y no sabremos cuáles debemos presentar como ofrenda hasta que lleguemos allá.
Pero el Señor endureció el corazón del faraón, y éste no quiso dejarlos ir, sino que le gritó a Moisés:
—¡Largo de aquí! ¡Y cuidado con volver a presentarte ante mí! El día que vuelvas a verme, puedes darte por muerto.
—¡Bien dicho!—le respondió Moisés—. ¡Jamás volveré a verte!
El Señor le dijo a Moisés: «Voy a traer una plaga más sobre el faraón y sobre Egipto. Después de eso, dejará que se vayan. Y cuando lo haga, los echará de aquí para siempre. Habla con el pueblo y diles que todos ellos, hombres y mujeres, deben pedirles a sus vecinos y vecinas objetos de oro y de plata.»
El Señor hizo que los egipcios vieran con buenos ojos a los israelitas. Además, en todo Egipto Moisés mismo era altamente respetado por los funcionarios del faraón y por el pueblo.
Moisés anunció: «Así dice el Señor: “Hacia la medianoche pasaré por todo Egipto, y todo primogénito egipcio morirá: desde el primogénito del faraón que ahora ocupa el trono hasta el primogénito de la esclava que trabaja en el molino, lo mismo que todo primogénito del ganado. En todo Egipto habrá grandes lamentos, como no los ha habido ni volverá a haberlos. Pero entre los israelitas, ni los perros le ladrarán a persona o animal alguno. Así sabrán que el Señor hace distinción entre Egipto e Israel. Todos estos funcionarios tuyos vendrán a verme, y de rodillas me suplicarán: ‘¡Vete ya, con todo el pueblo que te sigue!’ Cuando esto suceda, me iré.” »
Y ardiendo de ira, salió Moisés de la presencia del faraón, aunque ya el Señor le había advertido a Moisés que el faraón no les iba a hacer caso, y que tenía que ser así para que las maravillas del Señor se multiplicaran en Egipto.
Moisés y Aarón realizaron ante el faraón todas estas maravillas; pero el Señor endureció el corazón del faraón, y éste no dejó salir de su país a los israelitas.
Toda la comunidad israelita partió de Elim y llegó al desierto de Sin, que está entre Elim y el Sinaí. Esto ocurrió a los quince días del mes segundo, contados a partir de su salida de Egipto. Allí, en el desierto, toda la comunidad murmuró contra Moisés y Aarón:
—¡Cómo quisiéramos que el Señor nos hubiera quitado la vida en Egipto!—les decían los israelitas—. Allá nos sentábamos en torno a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. ¡Ustedes nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad!
Entonces el Señor le dijo a Moisés: «Voy a hacer que les llueva pan del cielo. El pueblo deberá salir todos los días a recoger su ración diaria. Voy a ponerlos a prueba, para ver si cumplen o no mis instrucciones. El día sexto recogerán una doble porción, y todo esto lo dejarán preparado.»
Moisés y Aarón les dijeron a todos los israelitas:
—Esta tarde sabrán que fue el Señor quien los sacó de Egipto, y mañana por la mañana verán la gloria del Señor. Ya él sabe que ustedes andan murmurando contra él. Nosotros no somos nadie, para que ustedes murmuren contra nosotros.
Y añadió Moisés:
—Esta tarde el Señor les dará a comer carne, y mañana los saciará de pan, pues ya los oyó murmurar contra él. Porque ¿quiénes somos nosotros? ¡Ustedes no están murmurando contra nosotros sino contra el Señor!
Luego se dirigió Moisés a Aarón:
—Dile a toda la comunidad israelita que se acerque al Señor, pues los ha oído murmurar contra él.
Mientras Aarón hablaba con toda la comunidad israelita, volvieron la mirada hacia el desierto, y vieron que la gloria del Señor se hacía presente en una nube.
El Señor habló con Moisés y le dijo: «Han llegado a mis oídos las murmuraciones de los israelitas. Diles que antes de que caiga la noche comerán carne, y que mañana por la mañana se hartarán de pan. Así sabrán que yo soy el Señor su Dios.»
Esa misma tarde el campamento se llenó de codornices, y por la mañana una capa de rocío rodeaba el campamento. Al desaparecer el rocío, sobre el desierto quedaron unos copos muy finos, semejantes a la escarcha que cae sobre la tierra. Como los israelitas no sabían lo que era, al verlo se preguntaban unos a otros: «¿Y esto qué es?» Moisés les respondió:
—Es el pan que el Señor les da para comer. Y éstas son las órdenes que el Señor me ha dado: “Recoja cada uno de ustedes la cantidad que necesite para toda la familia, calculando dos litros por persona.”
Así lo hicieron los israelitas. Algunos recogieron mucho; otros recogieron poco. Pero cuando lo midieron por litros, ni al que recogió mucho le sobraba, ni al que recogió poco le faltaba: cada uno recogió la cantidad necesaria. Entonces Moisés les dijo:
—Nadie debe guardar nada para el día siguiente.
Hubo algunos que no le hicieron caso a Moisés y guardaron algo para el día siguiente, pero lo guardado se llenó de gusanos y comenzó a apestar. Entonces Moisés se enojó contra ellos.
Todas las mañanas cada uno recogía la cantidad que necesitaba, porque se derretía en cuanto calentaba el sol. Pero el día sexto recogieron el doble, es decir, cuatro litros por persona, así que los jefes de la comunidad fueron a informar de esto a Moisés.
—Esto es lo que el Señor ha ordenado—les contestó—. Mañana sábado es día de reposo consagrado al Señor. Así que cuezan lo que tengan que cocer, y hiervan lo que tengan que hervir. Lo que sobre, apártenlo y guárdenlo para mañana.
Los israelitas cumplieron las órdenes de Moisés y guardaron para el día siguiente lo que les sobró, ¡y no se pudrió ni se agusanó!
—Cómanlo hoy sábado—les dijo Moisés—, que es el día de reposo consagrado al Señor. Hoy no encontrarán nada en el campo. Deben recogerlo durante seis días, porque el día séptimo, que es sábado, no encontrarán nada.
Algunos israelitas salieron a recogerlo el día séptimo, pero no encontraron nada, así que el Señor le dijo a Moisés: «¿Hasta cuándo seguirán desobedeciendo mis leyes y mandamientos? Tomen en cuenta que yo, el Señor, les he dado el sábado. Por eso en el día sexto les doy pan para dos días. El día séptimo nadie debe salir. Todos deben quedarse donde estén.»
Fue así como los israelitas descansaron el día séptimo. Y llamaron al pan «maná». Era blanco como la semilla de cilantro, y dulce como las tortas con miel.
—Esto es lo que ha ordenado el Señor—dijo Moisés—: “Tomen unos dos litros de maná, y guárdenlos para que las generaciones futuras puedan ver el pan que yo les di a comer en el desierto, cuando los saqué de Egipto.”
Luego Moisés le dijo a Aarón:
—Toma una vasija y pon en ella unos dos litros de maná. Colócala después en la presencia del Señor, a fin de conservarla para las generaciones futuras.
Aarón puso el maná ante el arca del pacto, para que fuera conservado como se lo ordenó el Señor a Moisés. Comieron los israelitas maná cuarenta años, hasta que llegaron a los límites de la tierra de Canaán, que fue su país de residencia.
La medida de dos litros, a la que llamaban gómer, era la décima parte de la medida a la que llamaban efa.
Al ver los israelitas que Moisés tardaba en bajar del monte, fueron a reunirse con Aarón y le dijeron:
—Tienes que hacernos dioses que marchen al frente de nosotros, porque a ese Moisés que nos sacó de Egipto, ¡no sabemos qué pudo haberle pasado!
Aarón les respondió:
—Quítenles a sus mujeres los aretes de oro, y también a sus hijos e hijas, y tráiganmelos.
Todos los israelitas se quitaron los aretes de oro que llevaban puestos, y se los llevaron a Aarón, quien los recibió y los fundió; luego cinceló el oro fundido e hizo un ídolo en forma de becerro. Entonces exclamó el pueblo: «Israel, ¡aquí tienes a tus dioses que te sacaron de Egipto!»
Cuando Aarón vio esto, construyó un altar enfrente del becerro y anunció:
—Mañana haremos fiesta en honor del Señor.
En efecto, al día siguiente los israelitas madrugaron y presentaron holocaustos y sacrificios de comunión. Luego el pueblo se sentó a comer y a beber, y se entregó al desenfreno. Entonces el Señor le dijo a Moisés:
—Baja, porque ya se ha corrompido el pueblo que sacaste de Egipto. Demasiado pronto se han apartado del camino que les ordené seguir, pues no sólo han fundido oro y se han hecho un ídolo en forma de becerro, sino que se han inclinado ante él, le han ofrecido sacrificios, y han declarado: “Israel, ¡aquí tienes a tu dios que te sacó de Egipto!”
»Ya me he dado cuenta de que éste es un pueblo terco—añadió el Señor, dirigiéndose a Moisés—. Tú no te metas. Yo voy a descargar mi ira sobre ellos, y los voy a destruir. Pero de ti haré una gran nación.
Moisés intentó apaciguar al Señor su Dios, y le suplicó:
—Señor, ¿por qué ha de encenderse tu ira contra este pueblo tuyo, que sacaste de Egipto con gran poder y con mano poderosa? ¿Por qué dar pie a que los egipcios digan que nos sacaste de su país con la intención de matarnos en las montañas y borrarnos de la faz de la tierra? ¡Calma ya tu enojo! ¡Aplácate y no traigas sobre tu pueblo esa desgracia! Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac e Israel. Tú mismo les juraste que harías a sus descendientes tan numerosos como las estrellas del cielo; ¡tú les prometiste que a sus descendientes les darías toda esta tierra como su herencia eterna!
Entonces el Señor se calmó y desistió de hacerle a su pueblo el daño que le había sentenciado.
Moisés volvió entonces del monte. Cuando bajó, traía en sus manos las dos tablas de la ley, las cuales estaban escritas por sus dos lados. Tanto las tablas como la escritura grabada en ellas eran obra de Dios.
Cuando Josué oyó el ruido y los gritos del pueblo, le dijo a Moisés:
—Se oyen en el campamento gritos de guerra.
Pero Moisés respondió:
«Lo que escucho no son gritos de victoria,
ni tampoco lamentos de derrota;
más bien, lo que escucho son canciones.»
Cuando Moisés se acercó al campamento y vio el becerro y las danzas, ardió en ira y arrojó de sus manos las tablas de la ley, haciéndolas pedazos al pie del monte. Tomó entonces el becerro que habían hecho, lo arrojó al fuego y, luego de machacarlo hasta hacerlo polvo, lo esparció en el agua y se la dio a beber a los israelitas. A Aarón le dijo:
—¿Qué te hizo este pueblo? ¿Por qué lo has hecho cometer semejante pecado?
—Hermano mío, no te enojes—contestó Aarón—. Tú bien sabes cuán inclinado al mal es este pueblo. Ellos me dijeron: “Tienes que hacernos dioses que marchen al frente de nosotros, porque a ese Moisés que nos sacó de Egipto, ¡no sabemos qué pudo haberle pasado!” Yo les contesté que todo el que tuviera joyas de oro se desprendiera de ellas. Ellos me dieron el oro, yo lo eché al fuego, ¡y lo que salió fue este becerro!
Al ver Moisés que el pueblo estaba desenfrenado y que Aarón les había permitido desmandarse y convertirse en el hazmerreír de sus enemigos, se puso a la entrada del campamento y dijo: «Todo el que esté de parte del Señor, que se pase de mi lado.» Y se le unieron todos los levitas.
Entonces les dijo Moisés: «El Señor, Dios de Israel, ordena lo siguiente: “Cíñase cada uno la espada y recorra todo el campamento de un extremo al otro, y mate al que se le ponga enfrente, sea hermano, amigo o vecino.” » Los levitas hicieron lo que les mandó Moisés, y aquel día mataron como a tres mil israelitas. Entonces dijo Moisés: «Hoy han recibido ustedes plena autoridad de parte del Señor; él los ha bendecido este día, pues se pusieron en contra de sus propios hijos y hermanos.»
Al día siguiente, Moisés les dijo a los israelitas: «Ustedes han cometido un gran pecado. Pero voy a subir ahora para reunirme con el Señor, y tal vez logre yo que Dios les perdone su pecado.»
Volvió entonces Moisés para hablar con el Señor, y le dijo:
—¡Qué pecado tan grande ha cometido este pueblo al hacerse dioses de oro! Sin embargo, yo te ruego que les perdones su pecado. Pero si no vas a perdonarlos, ¡bórrame del libro que has escrito!
El Señor le respondió a Moisés:
—Sólo borraré de mi libro a quien haya pecado contra mí. Tú ve y lleva al pueblo al lugar del que te hablé. Delante de ti irá mi ángel. Llegará el día en que deba castigarlos por su pecado, y entonces los castigaré.
Fue así como, por causa del becerro que había hecho Aarón, el Señor lanzó una plaga sobre el pueblo.
El necio muestra en seguida su enojo,
pero el prudente pasa por alto el insulto.
Cada corazón conoce sus propias amarguras,
y ningún extraño comparte su alegría.
El iracundo comete locuras,
pero el prudente sabe aguantar.
El que es paciente muestra gran discernimiento;
el que es agresivo muestra mucha insensatez.
El rey favorece al siervo inteligente,
pero descarga su ira sobre el sinvergüenza.
La respuesta amable calma el enojo,
pero la agresiva echa leña al fuego.
El que es iracundo provoca contiendas;
el que es paciente las apacigua.
La ira del rey es presagio de muerte,
pero el sabio sabe apaciguarla.
Más vale ser paciente que valiente;
más vale el dominio propio que conquistar ciudades.
El pobre habla en tono suplicante;
el rico responde con aspereza.
El buen juicio hace al hombre paciente;
su gloria es pasar por alto la ofensa.
Rugido de león es la ira del rey;
su favor es como rocío sobre el pasto.
El iracundo tendrá que afrontar el castigo;
el que intente disuadirlo aumentará su enojo.
La necedad del hombre le hace perder el rumbo,
y para colmo su corazón se irrita contra el Señor.
Rugido de león es la furia del rey;
quien provoca su enojo se juega la vida.
El regalo secreto apacigua el enojo;
el obsequio discreto calma la ira violenta.
No te hagas amigo de gente violenta,
ni te juntes con los iracundos,
no sea que aprendas sus malas costumbres
y tú mismo caigas en la trampa.
El que siembra maldad cosecha desgracias;
el Señor lo destruirá con el cetro de su ira.
No te alegres cuando caiga tu enemigo,
ni se regocije tu corazón ante su desgracia,
no sea que el Señor lo vea y no lo apruebe,
y aparte de él su enojo.
Como ciudad sin defensa y sin murallas
es quien no sabe dominarse.
Pesada es la piedra, pesada es la arena,
pero más pesada es la ira del necio.
Cruel es la furia, y arrolladora la ira,
pero ¿quién puede enfrentarse a la envidia?
El hombre iracundo provoca peleas;
el hombre violento multiplica sus crímenes.
Los insolentes conmocionan a la ciudad,
pero los sabios apaciguan los ánimos.
Cuando el sabio entabla pleito contra un necio,
aunque se enoje o se ría, nada arreglará.
»Si como un necio te has engreído,
o si algo maquinas, ponte a pensar
que batiendo la leche se obtiene mantequilla,
que sonándose fuerte sangra la nariz,
y que provocando la ira se acaba peleando.»
Hijo mío, obedece el mandamiento de tu padre
y no abandones la enseñanza de tu madre.
Grábatelos en el corazón;
cuélgatelos al cuello.
Cuando camines, te servirán de guía;
cuando duermas, vigilarán tu sueño;
cuando despiertes, hablarán contigo.
El mandamiento es una lámpara,
la enseñanza es una luz
y la disciplina es el camino a la vida.
Te protegerán de la mujer malvada,
de la mujer ajena y de su lengua seductora.
No abrigues en tu corazón deseos por su belleza,
ni te dejes cautivar por sus ojos,
pues la ramera va tras un pedazo de pan,
pero la mujer de otro hombre busca tu propia vida.
¿Puede alguien echarse brasas en el pecho
sin quemarse la ropa?
¿Puede alguien caminar sobre las brasas
sin quemarse los pies?
Pues tampoco quien se acuesta con la mujer ajena
puede tocarla y quedar impune.
No se desprecia al ladrón
que roba para mitigar su hambre;
pero si lo atrapan, deberá devolver
siete tantos lo robado,
aun cuando eso le cueste todas sus posesiones.
Pero al que comete adulterio le faltan sesos;
el que así actúa se destruye a sí mismo.
No sacará más que golpes y vergüenzas,
y no podrá borrar su oprobio.
Porque los celos desatan la furia del esposo,
y éste no perdonará en el día de la venganza.
No aceptará nada en desagravio,
ni se contentará con muchos regalos.
Hijo mío, pon en práctica mis palabras
y atesora mis mandamientos.
Cumple con mis mandatos, y vivirás;
cuida mis enseñanzas como a la niña de tus ojos.
Llévalos atados en los dedos;
anótalos en la tablilla de tu corazón.
Di a la sabiduría: «Tú eres mi hermana»,
y a la inteligencia: «Eres de mi sangre.»
Ellas te librarán de la mujer ajena,
de la adúltera y de sus palabras seductoras.
Si en alguna provincia ves que se oprime al pobre, y que a la gente se le niega un juicio justo, no te asombres de tales cosas; porque a un alto oficial lo vigila otro más alto, y por encima de ellos hay otros altos oficiales. ¿Qué provecho hay en todo esto para el país? ¿Está el rey al servicio del campo?
Quien ama el dinero, de dinero no se sacia. Quien ama las riquezas nunca tiene suficiente. ¡También esto es absurdo! Donde abundan los bienes, sobra quien se los gaste; ¿y qué saca de esto su dueño, aparte de contemplarlos? El trabajador duerme tranquilo, coma mucho o coma poco. Al rico sus muchas riquezas no lo dejan dormir.
He visto un mal terrible en esta vida: riquezas acumuladas que redundan en perjuicio de su dueño, y riquezas que se pierden en un mal negocio. Y si llega su dueño a tener un hijo, ya no tendrá nada que dejarle. Tal como salió del vientre de su madre, así se irá: desnudo como vino al mundo, y sin llevarse el fruto de tanto trabajo.
Esto es un mal terrible: que tal como viene el hombre, así se va. ¿Y de qué le sirve afanarse tanto para nada? Además, toda su vida come en tinieblas, y en medio de muchas molestias, enfermedades y enojos.
Esto es lo que he comprobado: que en esta vida lo mejor es comer y beber, y disfrutar del fruto de nuestros afanes. Es lo que Dios nos ha concedido; es lo que nos ha tocado. Además, a quien Dios le concede abundancia y riquezas, también le concede comer de ellas, y tomar su parte y disfrutar de sus afanes, pues esto es don de Dios. Y como Dios le llena de alegría el corazón, muy poco reflexiona el hombre en cuanto a su vida.
Hay un mal que he visto en esta vida y que abunda entre los hombres: a algunos Dios les da abundancia, riquezas y honores, y no les falta nada que pudieran desear, pero es a otros a quienes les concede disfrutar de todo ello. ¡Esto es absurdo, y un mal terrible!
Si un hombre tiene cien hijos y vive muchos años, no importa cuánto viva, si no se ha saciado de las cosas buenas ni llega a recibir sepultura, yo digo que un abortivo vale más que él. Porque el abortivo vino de la nada, y a las tinieblas va, y en las tinieblas permanecerá anónimo. Nunca llegará a ver el sol, ni sabrá nada; sin embargo, habrá tenido más tranquilidad que el que pudo haber vivido dos mil años sin disfrutar jamás de lo bueno. ¿Y acaso no van todos a un mismo lugar? Mucho trabaja el hombre para comer, pero nunca se sacia. ¿Qué ventaja tiene el sabio sobre el necio? ¿Y qué gana el pobre con saber enfrentarse a la vida? Vale más lo visible que lo imaginario. Y también esto es absurdo; ¡es correr tras el viento!
Lo que ahora existe ya ha recibido su nombre,
y se sabe lo que es: humanidad.
Nadie puede luchar
contra alguien más fuerte.
Aumentan las palabras,
aumentan los absurdos.
¿Y qué se gana con eso? En realidad, ¿quién sabe qué le conviene al hombre en esta breve y absurda vida suya, por donde pasa como una sombra? ¿Y quién puede decirle lo que sucederá en este mundo después de su muerte?
Vale más el buen nombre
que el buen perfume.
Vale más el día en que se muere
que el día en que se nace.
Vale más ir a un funeral
que a un festival.
Pues la muerte es el fin de todo hombre, y los que viven debieran tenerlo presente.
Vale más llorar que reír;
pues entristece el rostro,
pero le hace bien al corazón.
El sabio tiene presente la muerte;
el necio sólo piensa en la diversión.
Vale más reprensión de sabios
que lisonja de necios.
Pues las carcajadas de los necios son como el crepitar de las espinas bajo la olla. ¡Y también esto es absurdo!
La extorsión entorpece al sabio,
y el soborno corrompe su corazón.
Vale más el fin de algo
que su principio.
Vale más la paciencia
que la arrogancia.
No te dejes llevar por el enojo
que sólo abriga el corazón del necio.
Nunca preguntes por qué todo tiempo pasado fue mejor. No es de sabios hacer tales preguntas.
Buena es la sabiduría sumada a la heredad, y provechosa para los que viven. Puedes ponerte a la sombra de la sabiduría o a la sombra del dinero, pero la sabiduría tiene la ventaja de dar vida a quien la posee.
Contempla las obras de Dios: ¿quién puede enderezar lo que él ha torcido? Cuando te vengan buenos tiempos, disfrútalos; pero cuando te lleguen los malos, piensa que unos y otros son obra de Dios, y que el hombre nunca sabe con qué habrá de encontrarse después.
Todo esto he visto durante mi absurda vida: hombres justos a quienes su justicia los destruye, y hombres malvados a quienes su maldad les alarga la vida.
No seas demasiado justo,
ni tampoco demasiado sabio.
¿Para qué destruirte
a ti mismo?
No hay que pasarse de malo,
ni portarse como un necio.
¿Para qué morir
antes de tiempo?
Conviene asirse bien de esto,
sin soltar de la mano aquello.
Quien teme a Dios
saldrá bien en todo.
Más fortalece la sabiduría al sabio
que diez gobernantes a una ciudad.
No hay en la tierra nadie tan justo
que haga el bien y nunca peque.
No prestes atención a todo lo que se dice, y así no oirás cuando tu siervo hable mal de ti, aunque bien sabes que muchas veces también tú has hablado mal de otros.
Todo esto lo examiné muy bien y con sabiduría, pues me dispuse a ser sabio, pero la sabiduría estaba fuera de mi alcance. Lejos y demasiado profundo está todo cuanto existe. ¿Quién puede dar con ello?
Volví entonces mi atención hacia el conocimiento, para investigar e indagar acerca de la sabiduría y la razón de las cosas, y me di cuenta de la insensatez de la maldad y la locura de la necedad. Y encontré algo más amargo que la muerte: a la mujer que es una trampa, que por corazón tiene una red y por brazos tiene cadenas. Quien agrada a Dios se librará de ella, pero el pecador caerá en sus redes.
Y dijo el Maestro: «Miren lo que he hallado al buscar la razón de las cosas, una por una: ¡que todavía estoy buscando lo que no he encontrado! Ya he dado con un hombre entre mil, pero entre todas las mujeres aún no he encontrado ninguna. Tan sólo he hallado lo siguiente: que Dios hizo perfecto al género humano, pero éste se ha buscado demasiadas complicaciones.»
¿Quién como el sabio? ¿Quién conoce las respuestas? La sabiduría del hombre hace que resplandezca su rostro y se ablanden sus facciones.
También vi en este mundo un notable caso de sabiduría: una ciudad pequeña, con pocos habitantes, contra la cual se dirigió un rey poderoso que la sitió, y construyó a su alrededor una impresionante maquinaria de asalto. En esa ciudad había un hombre, pobre pero sabio, que con su sabiduría podría haber salvado a la ciudad, ¡pero nadie se acordó de aquel hombre pobre!
Yo digo que «más vale maña que fuerza», aun cuando se menosprecie la sabiduría del pobre y no se preste atención a sus palabras.
Más se atiende a las palabras tranquilas de los sabios
que a los gritos del jefe de los necios.
Vale más la sabiduría
que las armas de guerra.
Un solo error
acaba con muchos bienes.
Las moscas muertas apestan
y echan a perder el perfume.
Así mismo pesa más una pequeña necedad
que la sabiduría y la honra juntas.
El corazón del sabio busca el bien,
pero el del necio busca el mal.
Y aun en el camino por el que va, el necio revela su falta de inteligencia y a todos va diciendo lo necio que es.
Si el ánimo del gobernante se exalta contra ti, no abandones tu puesto. La paciencia es el remedio para los grandes errores.
Hay un mal que he visto en esta vida, semejante al error que cometen los gobernantes: al necio se le dan muchos puestos elevados, pero a los capaces se les dan los puestos más bajos. He visto esclavos montar a caballo, y príncipes andar a pie como esclavos.
El que cava la fosa,
en ella se cae.
Al que abre brecha en el muro,
la serpiente lo muerde.
El que pica piedra,
con las piedras se hiere.
El que corta leña,
con los leños se lastima.
Si el hacha pierde su filo,
y no se vuelve a afilar,
hay que golpear con más fuerza.
El éxito radica en la acción
sabia y bien ejecutada.
Si la serpiente muerde antes de ser encantada,
no hay ganancia para el encantador.
Las palabras del sabio son placenteras,
pero los labios del necio son su ruina;
sus primeras palabras son necedades,
y las últimas son terribles sandeces.
¡Pero no le faltan las palabras!
Nadie sabe lo que ha de suceder,
y lo que será aun después,
¿quién podría decirlo?
El trabajo del necio tanto lo fatiga
que ni el camino a la ciudad conoce.
¡Ay del país cuyo rey es un inmaduro,
y cuyos príncipes banquetean desde temprano!
¡Dichoso el país cuyo rey es un noble,
y cuyos príncipes comen cuando es debido,
para reponerse y no para embriagarse!
Por causa del ocio se viene abajo el techo,
y por la pereza se desploma la casa.
Para alegrarse, el pan;
para gozar, el vino;
para disfrutarlo, el dinero.
No maldigas al rey ni con el pensamiento,
ni en privado maldigas al rico,
pues las aves del cielo pueden correr la voz.
Tienen alas y pueden divulgarlo.
El Señor me habló fuertemente y me advirtió que no siguiera el camino de este pueblo. Me dijo:
«No digan ustedes que es conspiración
todo lo que llama conspiración esta gente;
no teman lo que ellos temen,
ni se dejen asustar.
Sólo al Señor Todopoderoso
tendrán ustedes por santo,
sólo a él deben honrarlo,
sólo a él han de temerlo.
El Señor será un santuario.
Pero será una piedra de tropiezo
para las dos casas de Israel;
¡una roca que los hará caer!
¡Será para los habitantes de Jerusalén
un lazo y una trampa!
Muchos de ellos tropezarán;
caerán y serán quebrantados.
Se les tenderán trampas,
y en ellas quedarán atrapados.»
Guarda bien el testimonio;
sella la ley entre mis discípulos.
El Señor ha escondido su rostro
del pueblo de Jacob,
pero yo esperaré en él,
pues en él tengo puesta mi esperanza.
Aquí me tienen, con los hijos que el Señor me ha dado. Somos en Israel señales y presagios del Señor Todopoderoso, que habita en el monte Sión.
Si alguien les dice: «Consulten a las pitonisas y a los agoreros que susurran y musitan; ¿acaso no es deber de un pueblo consultar a sus dioses y a los muertos, en favor de los vivos?», yo les digo: «¡Aténganse a la ley y al testimonio!» Para quienes no se atengan a esto, no habrá un amanecer.
Ustedes habrán de enfurecerse cuando, angustiados y hambrientos, vaguen por la tierra. Levantando los ojos al cielo, maldecirán a su rey y a su Dios, y clavando la mirada en la tierra, sólo verán aflicción, tinieblas y espantosa penumbra; ¡serán arrojados a una oscuridad total!
»Por eso, Aholibá, así dice el Señor omnipotente: “Voy a incitar contra ti a tus amantes, de los que ahora estás hastiada. De todas partes traeré contra ti a los babilonios y a todos los caldeos, a los de Pecod, Soa y Coa, y con ellos a los asirios, todos ellos jóvenes apuestos, gobernantes y oficiales, guerreros y hombres distinguidos, montados a caballo. Vendrán contra ti con muchos carros y carretas, y con una multitud de ejércitos, cascos y escudos. Les encargaré que te juzguen, y te juzgarán según sus costumbres. Descargaré sobre ti el furor de mi ira, y ellos te maltratarán con saña. Te cortarán la nariz y las orejas, y a tus sobrevivientes los matarán a filo de espada. Te arrebatarán a tus hijos y a tus hijas, y los que aún queden con vida serán consumidos por el fuego. Te arrancarán tus vestidos y te quitarán tus joyas. Así pondré fin a tu lujuria y a tu prostitución, que comenzaste en Egipto. Ya no desearás esas cosas ni te acordarás más de Egipto.
» ”Así dice el Señor omnipotente: Voy a entregarte en manos de los que odias, en manos de quienes te hartaron. Ellos te tratarán con odio y te despojarán de todas tus posesiones. Te dejarán completamente desnuda, y tus prostituciones quedarán al descubierto. Tu lujuria y tu promiscuidad son la causa de todo esto, porque te prostituiste con las naciones y te contaminaste con sus ídolos malolientes. Por cuanto has seguido los pasos de tu hermana, en castigo beberás la misma copa.
» ”Así dice el Señor omnipotente:
» ”Beberás la copa de tu hermana,
una copa grande y profunda.
Llena está de burla y escarnio,
llena de embriaguez y dolor.
Es la copa de ruina y desolación;
¡es la copa de tu hermana Samaria!
La beberás hasta las heces,
la romperás en mil pedazos,
y te desgarrarás los pechos
porque yo lo he dicho.
Lo afirma el Señor omnipotente.
» ”Por eso, así dice el Señor omnipotente: Por cuanto me has olvidado y me has dado la espalda, sufrirás las consecuencias de tu lujuria y de tus prostituciones.” »
El Señor me dirigió la palabra: «Hijo de hombre, vuélvete hacia la montaña de Seír y profetiza contra ella. Adviértele que así dice el Señor omnipotente:
»“Aquí estoy contra ti, montaña de Seír.
Contra ti extenderé mi mano,
y te convertiré en un desierto desolado.
Tus ciudades quedarán en ruinas,
y tú serás una desolación.
Entonces sabrán que yo soy el Señor.
» ”En el día del castigo final de los israelitas, en el tiempo de su calamidad, tú les hiciste la guerra, y has mantenido contra ellos una enemistad proverbial. Por lo tanto, tan cierto como que yo vivo, que te anegaré en sangre, y la sangre te perseguirá. Lo afirma el Señor omnipotente: eres culpable de muerte, y la muerte no te dará tregua. Haré de la montaña de Seír un desierto desolado, y exterminaré a todo el que pase o venga por allí. Llenaré de víctimas tus montes; los que han muerto a filo de espada cubrirán tus colinas, tus valles y los cauces de tus ríos. Para siempre te convertiré en una desolación; tus ciudades quedarán deshabitadas. Entonces sabrás que yo soy el Señor.
» ”Porque tú has dicho: ‘A pesar de que el Señor viva allí, las dos naciones y los dos territorios serán míos, y yo seré su dueño.’ Por eso, tan cierto como que yo vivo, que haré contigo conforme al furor y celo con que tú actuaste en tu odio contra ellos. Lo afirma el Señor. Y cuando yo te castigue me haré conocer entre ellos. Entonces sabrás que yo, el Señor, he oído todas las injurias que has proferido contra las montañas de Israel. Tú dijiste desafiante: ‘¡Están devastados! ¡Ahora sí me los puedo devorar!’ Me has desafiado con arrogancia e insolencia, y te he escuchado.
» ”Así dice el Señor omnipotente: Para alegría de toda la tierra, yo los voy a destruir. Así como se alegraron cuando quedó devastada la herencia del pueblo de Israel, también yo me alegraré de ti. Tú, montaña de Seír, y todo el territorio de Edom, quedarán desolados. Así sabrán que yo soy el Señor.”
» ”En el momento preciso, el rey del norte volverá a invadir el sur, aunque esta vez el resultado será diferente, porque los barcos de guerra de las costas occidentales se opondrán a él y le harán perder el valor. Entonces retrocederá y descargará su enojo contra el santo templo. En su retirada, se mostrará bondadoso con los que renegaron de él. Sus fuerzas armadas se dedicarán a profanar la fortaleza del templo, y suspenderán el sacrificio diario, estableciendo el horrible sacrilegio. Corromperá con halagos a los que hayan renegado del pacto, pero los que conozcan a su Dios se le opondrán con firmeza.
» ”Los sabios instruirán a muchos, aunque durante algún tiempo morirán a filo de espada, o serán quemados, o se les tomará cautivos y se les despojará de todo. Cuando caigan, recibirán muy poca ayuda, aunque mucha gente hipócrita se les unirá. Algunos de los sabios caerán, pero esa prueba los purificará y perfeccionará, para que cuando llegue la hora final no tengan mancha alguna. Todavía falta mucho para que llegue el momento preciso.
» ”El rey hará lo que mejor le parezca. Se exaltará a sí mismo, se creerá superior a todos los dioses, y dirá cosas del Dios de dioses que nadie antes se atrevió a decir. Su éxito durará mientras la ira de Dios no llegue a su colmo, aunque lo que ha de suceder, sucederá. Ese rey no tomará en cuenta a los dioses de sus antepasados, ni al dios que adoran las mujeres, ni a ningún otro dios, sino que se exaltará a sí mismo por encima de todos ellos. En su lugar, adorará al dios de las fortalezas; honrará a un dios que sus antepasados no conocieron, y le presentará costosas ofrendas de oro, plata y piedras preciosas. Con la ayuda de un dios extraño atacará las fortalezas más poderosas, y rendirá grandes honores a aquellos que lo reconozcan, pues en recompensa los pondrá como gobernadores de grandes multitudes y les dará tierras.
» ”Cuando llegue la hora final, el rey del sur trabará combate contra el rey del norte, pero éste responderá a su ataque con carros y caballos y con toda una flota de barcos de guerra. Invadirá muchos países, y los arrasará como una inundación. También invadirá nuestro hermoso país, y muchos países caerán bajo su poder, aunque Edom y Moab y los jefes de Amón escaparán de sus manos. Extenderá su poder sobre muchos países, y ni Egipto podrá salvarse. Se adueñará de los tesoros de oro y plata de Egipto, y de todas sus riquezas, y también someterá a los libios y a los etíopes. Sin embargo, le llegarán noticias alarmantes del este y del norte, y en su furor se pondrá en marcha dispuesto a destruir y matar a mucha gente. Plantará su campamento real entre el mar y el bello monte santo; pero allí le llegará su fin, y nadie acudirá en su ayuda.
» ”El rey del sur cobrará fuerza, pero uno de sus comandantes se hará más fuerte que él, y con alarde de poder gobernará sobre su propio imperio. Pasados algunos años harán una alianza: la hija del rey del sur se casará con el rey del norte, y harán las paces, aunque ella no retendrá su poder, y el poder del rey tampoco durará. Ella será traicionada, junto con su escolta, su hijo y su esposo.
» ”En esos días, uno de la familia real usurpará el trono de la hija del rey del sur, y con su ejército atacará al rey del norte y a la fortaleza real, saliendo victorioso de la lucha. Se apoderará de las estatuas de metal de sus dioses, y de sus objetos de oro y plata, y se los llevará a Egipto, dejando tranquilo al rey del norte durante algunos años. Luego el rey del norte invadirá los dominios del rey del sur, pero se verá forzado a volver a su país. Tocará a sus hijos alistarse para la guerra, y reunirán a un gran ejército que, como una inundación, avanzará arrasándolo todo hasta llegar a la fortaleza.
» ”Enfurecido, el rey del sur marchará en contra del rey del norte, que será derrotado a pesar de contar con un gran ejército. Ante el triunfo obtenido, el rey del sur se llenará de orgullo y matará a miles, pero su victoria no durará porque el rey del norte reunirá a otro ejército, más numeroso y mejor armado que el anterior, y después de algunos años volverá a atacar al rey del sur.
» ”Mira, Daniel, por ese tiempo habrá muchos que se rebelarán contra el rey del sur, incluso gente violenta de tu pueblo, pero no saldrán victoriosos. Así se cumplirá la visión. Entonces el rey del norte vendrá y levantará rampas de asalto y conquistará la ciudad fortificada, pues las fuerzas del sur no podrán resistir; ¡ni siquiera sus mejores tropas podrán ofrecer resistencia! El ejército invasor hará de las suyas, pues nadie podrá hacerle frente, y se establecerá en nuestra hermosa tierra, la cual quedará bajo su dominio. El rey del norte se dispondrá a atacar con todo el poder de su reino, pero hará una alianza con el rey del sur: éste le dará su hija en matrimonio, con miras a derrocar su reino, pero sus planes no tendrán el éxito esperado. Dirigirá entonces sus ataques contra las ciudades costeras, y conquistará muchas de ellas, pero un general responderá a su insolencia y lo hará quedar en ridículo. Después de eso, el rey del norte regresará a la fortaleza de su país, pero sufrirá un tropiezo y no volverá a saberse nada de él.
» ”Después del rey del norte, ocupará el trono un rey que, para mantener el esplendor del reino, enviará a un recaudador de impuestos. Pero poco tiempo después ese rey perderá la vida, aunque no en el fragor de la batalla.
» ”En su lugar reinará un hombre despreciable, indigno de ser rey, que invadirá el reino cuando la gente se sienta más segura y, recurriendo a artimañas, usurpará el trono. Arrasará como una inundación a las fuerzas que se le opongan; las derrotará por completo, lo mismo que al príncipe del pacto. Engañará a los que pacten con él, y con un grupo reducido usurpará el trono. Cuando las provincias más ricas se sientan más seguras, las invadirá, logrando así lo que jamás lograron sus padres y abuelos. Repartirá entre sus seguidores el botín y las riquezas que haya ganado en la guerra, y hará planes para atacar las ciudades fortificadas.
» ”Pero esto no durará mucho tiempo. Envalentonado por su fuerza, ese hombre atacará al rey del sur con un gran ejército. Al frente de un ejército muy grande y poderoso, el rey del sur responderá al ataque; pero no podrá vencerlo, porque será traicionado. Los mismos que compartían su mesa buscarán su ruina; su ejército será derrotado por completo, y muchos caerán en batalla. Sentados a la misma mesa, estos dos reyes pensarán sólo en hacerse daño, y se mentirán el uno al otro; pero esto de nada servirá, porque el momento del fin todavía no habrá llegado. El rey del norte regresará a su país con grandes riquezas, pero antes profanará el santo templo, así que llevará a cabo sus planes y luego volverá a su país.
En el segundo año de su reinado, Nabucodonosor tuvo varios sueños que lo perturbaron y no lo dejaban dormir. Mandó entonces que se reunieran los magos, hechiceros, adivinos y astrólogos de su reino, para que le dijeran lo que había soñado. Una vez reunidos, y ya en presencia del rey, éste les dijo:
—Tuve un sueño que me tiene preocupado, y quiero saber lo que significa.
Los astrólogos le respondieron:
—¡Que viva Su Majestad por siempre! Estamos a su servicio. Cuéntenos el sueño, y nosotros le diremos lo que significa.
Pero el rey les advirtió:
—Mi decisión ya está tomada: Si no me dicen lo que soñé, ni me dan su interpretación, ordenaré que los corten en pedazos y que sus casas sean reducidas a cenizas. Pero si me dicen lo que soñé y me explican su significado, yo les daré regalos, recompensas y grandes honores. Así que comiencen por decirme lo que soñé, y luego explíquenme su significado.
Los astrólogos insistieron:
—Si Su Majestad les cuenta a estos siervos suyos lo que soñó, nosotros le diremos lo que significa.
Pero el rey les contestó:
—Mi decisión ya está tomada. Eso ustedes bien lo saben, y por eso quieren ganar tiempo. Si no me dicen lo que soñé, ya saben lo que les espera. Ustedes se han puesto de acuerdo para salirme con cuestiones engañosas y mal intencionadas, esperando que cambie yo de parecer. Díganme lo que soñé, y así sabré que son capaces de darme su interpretación.
Entonces los astrólogos le respondieron:
—¡No hay nadie en la tierra capaz de hacer lo que Su Majestad nos pide! ¡Jamás a ningún rey se le ha ocurrido pedirle tal cosa a ningún mago, hechicero o astrólogo! Lo que Su Majestad nos pide raya en lo imposible, y nadie podrá revelárselo, a no ser los dioses. ¡Pero ellos no viven entre nosotros!
Tanto enfureció al rey la respuesta de los astrólogos, que mandó ejecutar a todos los sabios de Babilonia. Se publicó entonces un edicto que decretaba la muerte de todos los sabios, de modo que se ordenó la búsqueda de Daniel y de sus compañeros para que fueran ejecutados.
Ante la respuesta de Sadrac, Mesac y Abednego, Nabucodonosor se puso muy furioso y cambió su actitud hacia ellos. Mandó entonces que se calentara el horno siete veces más de lo normal, y que algunos de los soldados más fuertes de su ejército ataran a los tres jóvenes y los arrojaran al horno en llamas. Fue así como los arrojaron al horno con sus mantos, sandalias, turbantes y todo, es decir, tal y como estaban vestidos. Tan inmediata fue la orden del rey, y tan caliente estaba el horno, que las llamas alcanzaron y mataron a los soldados que arrojaron a Sadrac, Mesac y Abednego, los cuales, atados de pies y manos, cayeron dentro del horno en llamas.
En ese momento Nabucodonosor se puso de pie, y sorprendido les preguntó a sus consejeros:
—¿Acaso no eran tres los hombres que atamos y arrojamos al fuego?
—Así es, Su Majestad—le respondieron.
—¡Pues miren!—exclamó—. Allí en el fuego veo a cuatro hombres, sin ataduras y sin daño alguno, ¡y el cuarto tiene la apariencia de un dios!
Pero algunos astrólogos se presentaron ante el rey y acusaron a los judíos:
—¡Que viva Su Majestad por siempre!—exclamaron—. Usted ha emitido un decreto ordenando que todo el que oiga la música de trompetas, flautas, cítaras, liras, arpas, zampoñas y otros instrumentos musicales se incline ante la estatua de oro y la adore. También ha ordenado que todo el que no se incline ante la estatua ni la adore sea arrojado a un horno en llamas. Pero hay algunos judíos, a quienes Su Majestad ha puesto al frente de la provincia de Babilonia, que no acatan sus órdenes. No adoran a los dioses de Su Majestad ni a la estatua de oro que mandó erigir. Se trata de Sadrac, Mesac y Abednego.
Lleno de ira, Nabucodonosor los mandó llamar. Cuando los jóvenes se presentaron ante el rey, Nabucodonosor les dijo:
—Ustedes tres, ¿es verdad que no honran a mis dioses ni adoran a la estatua de oro que he mandado erigir? En cuanto escuchen la música de los instrumentos musicales, más les vale que se inclinen ante la estatua que he mandado hacer y que la adoren. De lo contrario, serán lanzados de inmediato a un horno en llamas, ¡y no habrá dios capaz de librarlos de mis manos!
Sadrac, Mesac y Abednego le respondieron a Nabucodonosor:
—¡No hace falta que nos defendamos ante Su Majestad! Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua.
«En el tercer año del reinado de Belsasar, yo, Daniel, tuve otra visión. En ella, me veía en la ciudadela de Susa, en la provincia de Elam, junto al río Ulay. Me fijé, y vi ante mí un carnero con sus dos cuernos. Estaba junto al río, y tenía cuernos largos. Uno de ellos era más largo, y le había salido después.
»Me quedé observando cómo el carnero atacaba hacia el oeste, hacia el norte y hacia el sur. Ningún animal podía hacerle frente, ni había tampoco quien pudiera librarse de su poder. El carnero hacía lo que quería, y cada vez cobraba más fuerza.
»Mientras reflexionaba yo al respecto, de pronto surgió del oeste un macho cabrío, con un cuerno enorme entre los ojos, y cruzó toda la tierra sin tocar siquiera el suelo. Se lanzó contra el carnero que yo había visto junto al río, y lo atacó furiosamente. Yo vi cómo lo golpeó y le rompió los dos cuernos. El carnero no pudo hacerle frente, pues el macho cabrío lo derribó y lo pisoteó. Nadie pudo librar al carnero del poder del macho cabrío.
»El macho cabrío cobró gran fuerza, pero en el momento de su mayor grandeza se le rompió el cuerno más largo, y en su lugar brotaron cuatro grandes cuernos que se alzaron contra los cuatro vientos del cielo. De uno de ellos salió otro cuerno, pequeño al principio, que extendió su poder hacia el sur y hacia el este, y también hacia nuestra hermosa tierra. Creció hasta alcanzar al ejército de los cielos, derribó algunas estrellas y las pisoteó, y aun llegó a sentirse más importante que el jefe del ejército de los cielos. Por causa de él se eliminó el sacrificio diario y se profanó el santuario. Por la rebeldía de nuestro pueblo, su ejército echó por tierra la verdad y quitó el sacrificio diario. En fin, ese cuerno hizo y deshizo.
»Escuché entonces que uno de los santos hablaba, y que otro le preguntaba: “¿Cuánto más va a durar esta visión del sacrificio diario, de la rebeldía desoladora, de la entrega del santuario y de la humillación del ejército?” Y aquel santo me dijo: “Va a tardar dos mil trescientos días con sus noches. Después de eso, se purificará el santuario.”
«¿Qué voy a hacer contigo, Efraín?
¿Qué voy a hacer contigo, Judá?
El amor de ustedes es como nube matutina,
como rocío que temprano se evapora.
Por eso los hice pedazos por medio de los profetas;
los herí con las palabras de mi boca.
¡Mi sentencia los fulminará como un relámpago!
Lo que pido de ustedes es amor y no sacrificios,
conocimiento de Dios y no holocaustos.
Son como Adán:
han quebrantado el pacto,
¡me han traicionado!
Galaad es una ciudad de malhechores;
sus pisadas dejan huellas de sangre.
Una pandilla de sacerdotes
está al acecho en el camino a Siquén,
y como banda de salteadores,
comete toda clase de infamias.
En el reino de Israel
he visto algo horrible:
Allí se prostituye Efraín
y se mancilla Israel.
»¡A ti también, Judá,
te espera la cosecha de tu maldad!
»Cuando cambie yo la suerte de mi pueblo,
cuando sane yo a Israel,
la perversidad de Efraín y la maldad de Samaria
quedarán al descubierto.
Porque ellos cometen fraudes;
mientras el ladrón se mete en las casas,
una banda de salteadores roba en las calles.
No se ponen a pensar
que yo tomo en cuenta todas sus maldades.
Sus malas acciones los tienen cercados,
y las tengo muy presentes.
»Con su maldad deleitan al rey;
con sus mentiras, a las autoridades.
Parecen un horno encendido
cuyo fuego no hace falta atizar
desde que el panadero prepara la harina
hasta que la masa fermenta.
¡Todos ellos son adúlteros!
En la fiesta del rey las autoridades se encienden
bajo los efectos del vino,
y el rey pierde su dignidad
codeándose con la plebe.
Como el horno, se les prende el corazón,
dispuesto para la intriga.
Su ira se adormece por la noche,
pero se reaviva por la mañana.
Todos ellos arden como un horno;
devoran a sus gobernantes.
Caen todos sus reyes,
pero ninguno de ellos me invoca.
»Efraín se mezcla con las naciones;
parece una torta cocida de un solo lado.
Los extranjeros le minan las fuerzas,
pero él ni cuenta se da.
Su pelo se ha encanecido,
pero él ni cuenta se da.
La arrogancia de Israel testifica en su contra,
pero él no se vuelve al Señor su Dios;
a pesar de todo esto, no lo busca.
El Señor le dijo a Aarón: «Ni tú ni tus hijos deben beber vino ni licor cuando entren en la Tienda de reunión, pues de lo contrario morirán. Éste es un estatuto perpetuo para tus descendientes, para que puedan distinguir entre lo santo y lo profano, y entre lo puro y lo impuro, y puedan también enseñar a los israelitas todos los estatutos que el Señor les ha dado a conocer por medio de Moisés.»
Moisés le dijo a Aarón, y también a Eleazar e Itamar, los hijos que le quedaban a Aarón: «Tomen el resto de la ofrenda de cereal presentada al Señor, y cómanla sin levadura, junto al altar, porque es sumamente sagrada. Cómanla en un lugar santo, porque así se me ha mandado. Es un estatuto para ti y para tus hijos con respecto a la ofrenda presentada por fuego al Señor.
»Tú y tus hijos e hijas podrán comer también, en un lugar puro, el pecho que es ofrenda mecida y el muslo dado como contribución. Ambos son parte de los sacrificios de comunión de los israelitas, y a ti y a tus hijos se les han dado como estatuto. Tanto el muslo como el pecho serán presentados junto con la ofrenda de la grasa, para ofrecérselos al Señor como ofrenda mecida. Será un estatuto perpetuo para ti y para tus hijos, tal como lo ha mandado el Señor.»
Moisés pidió con insistencia el macho cabrío del sacrificio expiatorio, pero éste ya había sido quemado en el fuego. Irritado con Eleazar e Itamar, los hijos sobrevivientes de Aarón, les preguntó:
—¿Por qué no comieron el sacrificio expiatorio dentro del santuario? Es un sacrificio sumamente sagrado; se les dio para quitar la culpa de la comunidad y hacer propiciación por ellos ante el Señor. Si no se introdujo en el Lugar Santo la sangre del macho cabrío, ustedes debieron haberse comido el animal en el área del santuario, tal como se lo mandé.
Entonces Aarón le respondió a Moisés:
—Hoy mis hijos ofrecieron ante el Señor su sacrificio expiatorio y su holocausto, ¡y es cuando tenía que sucederme semejante desgracia! Si hoy hubiera yo comido del sacrificio expiatorio, ¿le habría parecido correcto al Señor?
Al oír esto, Moisés quedó satisfecho con la respuesta.
Así dice el Señor:
«Los delitos de Damasco han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque trillaron a Galaad
con trillos de hierro,
yo enviaré fuego contra el palacio de Jazael,
que consumirá las fortalezas de Ben Adad.
Romperé el cerrojo de la puerta de Damasco,
destruiré al que reina en el valle de Avén
y al que empuña el cetro en Bet Edén.
Y el pueblo de Siria
será desterrado a Quir»,
dice el Señor.
Así dice el Señor:
«Los delitos de Gaza han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque desterraron a poblaciones enteras
para venderlas a Edom,
yo enviaré fuego contra los muros de Gaza,
que consumirá sus fortalezas.
Destruiré al que reina en Asdod
y al que empuña el cetro en Ascalón.
Volveré mi mano contra Ecrón,
y perecerá hasta el último de los filisteos»,
dice el Señor omnipotente.
Así dice el Señor:
«Los delitos de Tiro han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque le vendieron a Edom poblaciones enteras de cautivos,
olvidando así una alianza entre hermanos,
yo enviaré fuego contra los muros de Tiro,
que consumirá sus fortalezas.»
Así dice el Señor:
«Los delitos de Edom han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque sin mostrar ninguna compasión
persiguieron con espada a su hermano;
porque dieron rienda suelta a su ira
y no dejaron de alimentar su enojo,
yo enviaré fuego contra Temán,
que consumirá las fortalezas de Bosra.»
Así dice el Señor:
«Los delitos de Amón han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque, a fin de extender sus fronteras,
a las mujeres encintas de la región de Galaad
les abrieron el vientre,
yo prenderé fuego a los muros de Rabá,
que consumirá sus fortalezas
entre gritos de guerra en el día de la batalla,
y en el rugir de la tormenta en un día de tempestad.
Su rey marchará al destierro,
junto con sus oficiales»,
dice el Señor.
Así dice el Señor:
«Los delitos de Moab han llegado a su colmo;
por tanto, no revocaré su castigo:
Porque quemaron los huesos del rey de Edom
hasta reducirlos a ceniza,
yo enviaré fuego sobre Moab
que consumirá las fortalezas de Queriot,
y morirá Moab en medio del estrépito
de gritos de guerra y toques de trompeta.
Destruiré al gobernante en medio de su pueblo,
y junto con él mataré a todos sus oficiales»,
dice el Señor.
Pero esto disgustó mucho a Jonás, y lo hizo enfurecerse. Así que oró al Señor de esta manera:
—¡Oh Señor! ¿No era esto lo que yo decía cuando todavía estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes. Así que ahora, Señor, te suplico que me quites la vida. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!
—¿Tienes razón de enfurecerte tanto?—le respondió el Señor.
Jonás salió y acampó al este de la ciudad. Allí hizo una enramada y se sentó bajo su sombra para ver qué iba a suceder con la ciudad. Para aliviarlo de su malestar, Dios el Señor dispuso una planta, la cual creció hasta cubrirle a Jonás la cabeza con su sombra. Jonás se alegró muchísimo por la planta. Pero al amanecer del día siguiente Dios dispuso que un gusano la hiriera, y la planta se marchitó. Al salir el sol, Dios dispuso un viento oriental abrasador. Además, el sol hería a Jonás en la cabeza, de modo que éste desfallecía. Con deseos de morirse, exclamó: «¡Prefiero morir que seguir viviendo!»
Pero Dios le dijo a Jonás:
—¿Tienes razón de enfurecerte tanto por la planta?
—¡Claro que la tengo!—le respondió—. ¡Me muero de rabia!
El Señor le dijo:
—Tú te compadeces de una planta que, sin ningún esfuerzo de tu parte, creció en una noche y en la otra pereció. Y de Nínive, una gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y tanto ganado, ¿no habría yo de compadecerme?
Además, la riqueza es traicionera;
por eso el soberbio no permanecerá.
Pues ensancha su garganta, como el sepulcro,
y es insaciable como la muerte.
Reúne en torno suyo a todas las naciones
y toma cautivos a todos los pueblos.
Y éstos lo harán objeto de burla
en sus sátiras y adivinanzas.
»¡Ay del que se hace rico con lo ajeno
y acumula prendas empeñadas!
¿Hasta cuándo seguirá con esta práctica?
¿No se levantarán de repente tus acreedores?
¿No se despertarán para sacudirte
y despojarte con violencia?
Son tantas las naciones que has saqueado,
que los pueblos que se salven te saquearán a ti;
porque es mucha la sangre que has derramado,
y mucha tu violencia contra este país,
contra esta ciudad y sus habitantes.
»¡Ay del que llena su casa de ganancias injustas
en un intento por salvar su nido
y escapar de las garras del infortunio!
»Son tus maquinaciones la vergüenza de tu casa:
exterminaste a muchas naciones,
pero causaste tu propia desgracia.
Por eso hasta las piedras del muro claman,
y resuenan las vigas del enmaderado.
»¡Ay del que construye una ciudad con asesinatos
y establece un poblado mediante el crimen!
¿No ha determinado el Señor Todopoderoso
que los pueblos trabajen para el fuego
y las naciones se fatiguen por nada?
Porque así como las aguas cubren los mares,
así también se llenará la tierra
del conocimiento de la gloria del Señor.
»¡Ay de ti, que emborrachas a tu prójimo!
¡Ay de ti, que lo embriagas con vino
para contemplar su cuerpo desnudo!
Con esto te has cubierto de ignominia y no de gloria.
¡Pues bebe también tú, y muestra lo pagano que eres!
¡Que se vuelque sobre ti la copa de la diestra del Señor,
y sobre tu gloria, la ignominia!
¡Que te aplaste la violencia que cometiste contra el Líbano!
¡Que te abata la destrucción que hiciste de los animales!
¡Porque es mucha la sangre que has derramado,
y mucha tu violencia contra este país,
contra esta ciudad y sus habitantes!
»¿De qué sirve una imagen,
si quien la esculpe es un artesano?
¿De qué sirve un ídolo fundido,
si tan sólo enseña mentiras?
El artesano que hace ídolos que no pueden hablar
sólo está confiando en su propio artificio.
¡Ay del que le dice al madero: “Despierta”,
y a la piedra muda: “Levántate”!
Aunque están recubiertos de oro y plata,
nada pueden enseñarle,
pues carecen de aliento de vida.
En cambio, el Señor está en su santo templo;
¡guarde toda la tierra silencio en su presencia!»
Coré, que era hijo de Izar, nieto de Coat y bisnieto de Leví, y los rubenitas Datán y Abirán, hijos de Eliab, y On hijo de Pélet, se atrevieron a sublevarse contra Moisés, con el apoyo de doscientos cincuenta israelitas. Todos ellos eran personas de renombre y líderes que la comunidad misma había escogido. Se reunieron para oponerse a Moisés y a Aarón, y les dijeron:
—¡Ustedes han ido ya demasiado lejos! Si toda la comunidad es santa, lo mismo que sus miembros, ¿por qué se creen ustedes los dueños de la comunidad del Señor?
Cuando Moisés escuchó lo que le decían, se inclinó ante ellos y les respondió a Coré y a todo su grupo:
—Mañana el Señor dirá quién es quién. Será él quien declare quién es su escogido, y hará que se le acerque. Coré, esto es lo que tú y tu gente harán mañana: tomarán incensarios, y les pondrán fuego e incienso en la presencia del Señor. El escogido del Señor será aquel a quien él elija. ¡Son ustedes, hijos de Leví, los que han ido demasiado lejos!
Moisés le dijo a Coré:
—¡Escúchenme ahora, levitas! ¿Les parece poco que el Dios de Israel los haya separado del resto de la comunidad para que estén cerca de él, ministren en el santuario del Señor, y se distingan como servidores de la comunidad? Dios mismo los ha puesto a su lado, a ti y a todos los levitas, ¿y ahora quieren también el sacerdocio? Tú y tu gente se han reunido para oponerse al Señor, porque ¿quién es Aarón para que murmuren contra él?
Moisés mandó llamar a Datán y Abirán, hijos de Eliab, pero ellos contestaron:
—¡No iremos! ¿Te parece poco habernos sacado de la tierra donde abundan la leche y la miel, para que ahora quieras matarnos en este desierto y dártelas de gobernante con nosotros? Lo cierto es que tú no has logrado llevarnos todavía a esa tierra donde abundan la leche y la miel, ni nos has dado posesión de campos y viñas. Lo único que quieres es seguir engatuzando a este pueblo. ¡Pues no iremos!
Entonces Moisés, sumamente enojado, le dijo al Señor:
—No aceptes la ofrenda que te traigan, que yo de ellos no he tomado ni siquiera un asno, ni les he hecho ningún daño.
A Coré, Moisés le dijo:
—Tú y tu gente y Aarón se presentarán mañana ante el Señor. Cada uno de ustedes se acercará al Señor con su incensario lleno de incienso, es decir, se acercarán con doscientos cincuenta incensarios. También tú y Aarón llevarán los suyos.
Así que cada uno, con su incensario lleno de fuego e incienso, se puso de pie a la entrada de la Tienda de reunión, junto con Moisés y Aarón. Cuando Coré hubo reunido a toda su gente en contra de Moisés y Aarón a la entrada de la Tienda de reunión, la gloria del Señor se apareció ante todos ellos.
Toda la comunidad israelita llegó al desierto de Zin el mes primero, y acampó en Cades. Fue allí donde Miriam murió y fue sepultada.
Como hubo una gran escasez de agua, los israelitas se amotinaron contra Moisés y Aarón, y le reclamaron a Moisés: «¡Ojalá el Señor nos hubiera dejado morir junto con nuestros hermanos! ¿No somos acaso la asamblea del Señor? ¿Para qué nos trajiste a este desierto, a morir con nuestro ganado? ¿Para qué nos sacaste de Egipto y nos metiste en este horrible lugar? Aquí no hay semillas, ni higueras, ni viñas, ni granados, ¡y ni siquiera hay agua!»
Moisés y Aarón se apartaron de la asamblea y fueron a la entrada de la Tienda de reunión, donde se postraron rostro en tierra. Entonces la gloria del Señor se manifestó ante ellos, y el Señor le dijo a Moisés: «Toma la vara y reúne a la asamblea. En presencia de ésta, tú y tu hermano le ordenarán a la roca que dé agua. Así harán que de ella brote agua, y darán de beber a la asamblea y a su ganado.»
Tal como el Señor se lo había ordenado, Moisés tomó la vara que estaba ante el Señor. Luego Moisés y Aarón reunieron a la asamblea frente a la roca, y Moisés dijo: «¡Escuchen, rebeldes! ¿Acaso tenemos que sacarles agua de esta roca?» Dicho esto, levantó la mano y dos veces golpeó la roca con la vara, ¡y brotó agua en abundancia, de la cual bebieron la asamblea y su ganado!
El Señor les dijo a Moisés y a Aarón: «Por no haber confiado en mí, ni haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no serán ustedes los que lleven a esta comunidad a la tierra que les he dado.»
A estas aguas se les conoce como la fuente de Meribá, porque fue allí donde los israelitas le hicieron reclamaciones al Señor, y donde él manifestó su santidad.
Mientras iba con ellos, la ira de Dios se encendió y en el camino el ángel del Señor se hizo presente, dispuesto a no dejarlo pasar. Balán iba montado en su burra, y sus dos criados lo acompañaban. Cuando la burra vio al ángel del Señor en medio del camino, con la espada desenvainada, se apartó del camino para meterse en el campo. Pero Balán la golpeó para hacerla volver al camino.
El ángel del Señor se detuvo en un sendero estrecho que estaba entre dos viñas, con cercos de piedra en ambos lados. Cuando la burra vio al ángel del Señor, se arrimó contra la pared, con lo que lastimó el pie de Balán. Entonces Balán volvió a pegarle.
El ángel del Señor se les adelantó y se detuvo en un lugar más estrecho, donde ya no había hacia dónde volverse. Cuando la burra vio al ángel del Señor, se echó al suelo con Balán encima. Entonces se encendió la ira de Balán y golpeó a la burra con un palo. Pero el Señor hizo hablar a la burra, y ella le dijo a Balán:
—¿Se puede saber qué te he hecho, para que me hayas pegado tres veces?
Balán le respondió:
—¡Te has venido burlando de mí! Si hubiera tenido una espada en la mano, te habría matado de inmediato.
La burra le contestó a Balán:
—¿Acaso no soy la burra sobre la que siempre has montado, hasta el día de hoy? ¿Alguna vez te hice algo así?
—No—respondió Balán.
El Señor abrió los ojos de Balán, y éste pudo ver al ángel del Señor en el camino y empuñando la espada. Balán se inclinó entonces y se postró rostro en tierra.
El ángel del Señor le preguntó:
—¿Por qué golpeaste tres veces a tu burra? ¿No te das cuenta de que vengo dispuesto a no dejarte pasar porque he visto que tus caminos son malos? Cuando la burra me vio, se apartó de mí tres veces. De no haber sido por ella, tú estarías ya muerto y ella seguiría con vida.
Balán le dijo al ángel del Señor:
—He pecado. No me di cuenta de tu presencia en el camino para cerrarme el paso. Ahora bien, como esto te parece mal, voy a regresar.
Pero el ángel del Señor le dijo a Balán:
—Ve con ellos, pero limítate a decir sólo lo que yo te mande.
Y Balán se fue con los jefes que Balac había enviado.
Cuando Balac se enteró de que Balán venía, salió a recibirlo en una ciudad moabita que está en la frontera del río Arnón. Balac le dijo a Balán:
—¿Acaso no te mandé llamar? ¿Por qué no viniste a mí? ¿Crees que no soy capaz de recompensarte?
—¡Bueno, ya estoy aquí!—contestó Balán—. Sólo que no podré decir nada que Dios no ponga en mi boca.
De allí se fueron Balán y Balac a Quiriat Jusot. Balac ofreció en sacrificio vacas y ovejas, y las compartió con Balán y los gobernantes que estaban con él.
Balac le dijo a Balán:
—Por favor, ven conmigo, que te llevaré a otro lugar. Tal vez a Dios le parezca bien que los maldigas desde allí.
Así que llevó a Balán hasta la cumbre del monte Peor, desde donde puede verse el desierto de Jesimón. Allí Balán le dijo:
—Edifícame siete altares en este lugar, y prepárame siete novillos y siete carneros.
Balac hizo lo que Balán le pidió, y en cada altar ofreció un novillo y un carnero.
Pero cuando Balán se dio cuenta de que al Señor le complacía que se bendijera a Israel, no recurrió a la hechicería, como otras veces, sino que volvió su rostro hacia el desierto. Cuando Balán alzó la vista y vio a Israel acampando por tribus, el Espíritu del Señor vino sobre él; entonces pronunció su oráculo:
«Palabras de Balán hijo de Beor;
palabras del varón clarividente.
Palabras del que oye las palabras de Dios,
del que contempla la visión del Todopoderoso,
del que cae en trance y tiene visiones.
»¡Cuán hermosas son tus tiendas, Jacob!
¡Qué bello es tu campamento, Israel!
Son como arroyos que se ensanchan,
como jardines a la orilla del río,
como áloes plantados por el Señor,
como cedros junto a las aguas.
Sus cántaros rebosan de agua;
su semilla goza de agua abundante.
Su rey es más grande que Agag;
su reinado se engrandece.
»Dios los sacó de Egipto
con la fuerza de un toro salvaje.
Israel devora a las naciones hostiles
y les parte los huesos;
¡las atraviesa con sus flechas!
Se agacha como un león,
se tiende como una leona:
¿quién se atreverá a molestarlo?
¡Benditos sean los que te bendigan!
¡Malditos sean los que te maldigan!»
Entonces la ira de Balac se encendió contra Balán, y chasqueando los dedos le dijo:
—Te mandé llamar para que echaras una maldición sobre mis enemigos, ¡y estas tres veces no has hecho sino bendecirlos! ¡Más te vale volver a tu tierra! Prometí que te recompensaría, pero esa recompensa te la ha negado el Señor.
Balán le contestó:
—Yo les dije a los mensajeros que me enviaste: “Aun si Balac me diera su palacio lleno de oro y de plata, yo no podría hacer nada bueno ni malo, sino ajustarme al mandamiento del Señor mi Dios. Lo que el Señor me ordene decir, eso diré.” Ahora que vuelvo a mi pueblo, voy a advertirte en cuanto a lo que este pueblo hará con tu pueblo en los días postreros.
se los llevaron a Moisés y al sacerdote Eleazar, y a toda la comunidad israelita. A los prisioneros, el botín y los despojos los llevaron hasta el campamento que estaba en las llanuras de Moab, cerca del Jordán, a la altura de Jericó.
Moisés y el sacerdote Eleazar y todos los líderes de la comunidad salieron a recibirlos fuera del campamento. Moisés estaba furioso con los jefes de mil y de cien soldados que regresaban de la batalla. «¿Cómo es que dejaron con vida a las mujeres?—les preguntó—. ¡Si fueron ellas las que, aconsejadas por Balán, hicieron que los israelitas traicionaran al Señor en Baal Peor! Por eso murieron tantos del pueblo del Señor. Maten a todos los niños, y también a todas las mujeres que hayan tenido relaciones sexuales, pero quédense con todas las muchachas que jamás las hayan tenido.
»Todos los que hayan matado a alguien, o hayan tocado un cadáver, deberán quedarse fuera del campamento durante siete días. Al tercer día, y al séptimo, se purificarán ustedes y sus prisioneros. También deberán purificar toda la ropa, y todo artículo de cuero, de pelo de cabra, o de madera.»
El sacerdote Eleazar les dijo a los soldados que habían ido a la guerra: «Esto es lo que manda la ley que el Señor le entregó a Moisés: Oro, plata, bronce, hierro, estaño, plomo y todo lo que resista el fuego, deberá ser pasado por el fuego para purificarse, pero también deberá limpiarse con las aguas de la purificación. Todo lo que no resista el fuego deberá pasar por las aguas de la purificación. Al séptimo día, lavarán ustedes sus vestidos y quedarán purificados. Entonces podrán reintegrarse al campamento.»
»Cuando el Señor tu Dios haya destruido a las naciones cuyo territorio va a entregarte, y tú las hayas expulsado y te hayas establecido en sus ciudades y en sus casas, apartarás tres ciudades centrales en la tierra que el Señor tu Dios te da en posesión. Dividirás en tres partes la tierra que el Señor tu Dios te da por herencia, y construirás caminos para que cualquiera que haya cometido un homicidio pueda ir a refugiarse en ellas.
»En cuanto al homicida que llegue allí a refugiarse, sólo se salvará el que haya matado a su prójimo sin premeditación ni rencor alguno. Por ejemplo, si un hombre va con su prójimo al bosque a cortar leña, y al dar el hachazo para cortar un árbol el hierro se desprende y golpea a su prójimo y lo mata, tal hombre podrá refugiarse en una de esas ciudades y ponerse a salvo. Es necesario evitar grandes distancias, para que el enfurecido vengador del delito de sangre no le dé alcance y lo mate; aquel hombre no merece la muerte, puesto que mató a su prójimo sin premeditación. Por eso te ordeno apartar tres ciudades.
»Si el Señor tu Dios extiende tu territorio, como se lo juró a tus antepasados, y te da toda la tierra que te prometió, y si tú obedeces todos estos mandamientos que hoy te ordeno, y amas al Señor tu Dios y andas siempre en sus caminos, entonces apartarás tres ciudades más. De este modo no se derramará sangre inocente en la tierra que el Señor tu Dios te da por herencia, y tú no serás culpable de homicidio.
»Pero si un hombre odia a su prójimo y le prepara una emboscada, y lo asalta y lo mata, y luego busca refugio en una de esas ciudades, los ancianos de su ciudad mandarán arrestarlo y lo entregarán al vengador para que lo mate. No le tendrás lástima, porque así evitarás que Israel sea culpable de que se derrame sangre inocente, y a ti te irá bien.
»Al ver esto, el Señor los rechazó
porque sus hijos y sus hijas lo irritaron.
“Les voy a dar la espalda—dijo—,
y a ver en qué terminan;
son una generación perversa,
¡son unos hijos infieles!
Me provocaron a celos con lo que no es Dios como yo,
y me enojaron con sus ídolos inútiles.
Pues yo haré que ustedes sientan envidia de los que no son pueblo;
voy a irritarlos con una nación insensata.
Se ha encendido el fuego de mi ira,
que quema hasta lo profundo del abismo.
Devorará la tierra y sus cosechas,
y consumirá la raíz de las montañas.
» ”Amontonaré calamidades sobre ellos
y gastaré mis flechas en su contra.
Enviaré a que los consuman el hambre,
la pestilencia nauseabunda y la plaga mortal.
Lanzaré contra ellos los colmillos de las fieras
y el veneno de las víboras que se arrastran por el polvo.
En la calle, la espada los dejará sin hijos,
y en sus casas reinará el terror.
Perecerán los jóvenes y las doncellas,
los que aún maman y los que peinan canas.
Me dije: ‘Voy a dispersarlos;
borraré de la tierra su memoria.’
Pero temí las provocaciones del enemigo;
temí que el adversario no entendiera
y llegara a pensar: ‘Hemos triunfado;
nada de esto lo ha hecho el Señor.’ ”
»Como nación, son unos insensatos;
carecen de discernimiento.
¡Si tan sólo fueran sabios y entendieran esto,
y comprendieran cuál será su fin!
¿Cómo podría un hombre perseguir a mil
si su Roca no los hubiera vendido?
¿Cómo podrían dos hacer huir a diez mil
si el Señor no los hubiera entregado?
Su roca no es como la nuestra.
¡Aun nuestros enemigos lo reconocen!
Su viña es un retoño de Sodoma,
de los campos de Gomorra.
Sus uvas están llenas de veneno;
sus racimos, preñados de amargura.
Su vino es veneno de víboras,
ponzoña mortal de serpientes.
»“¿No he tenido esto en reserva,
y lo he sellado en mis archivos?
Mía es la venganza; yo pagaré.
A su debido tiempo, su pie resbalará.
Se apresura su desastre,
y el día del juicio se avecina.”
»El Señor defenderá a su pueblo
cuando lo vea sin fuerzas;
tendrá compasión de sus siervos
cuando ya no haya ni esclavos ni libres.
Y les dirá: “¿Dónde están ahora sus dioses,
la roca en la cual se refugiaron?
¿Dónde están los dioses
que comieron la gordura de sus sacrificios
y bebieron el vino de sus libaciones?
¡Que se levanten a ayudarles!
¡Que les den abrigo!
Cuando llegaron a Guelilot, a orillas del río Jordán, todavía en territorio cananeo, las dos tribus y media construyeron un enorme altar. Los demás israelitas se enteraron de que los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés habían construido aquel altar a orillas del Jordán, en pleno territorio israelita. Entonces toda la asamblea se reunió en Siló con la intención de combatir contra las dos tribus y media.
Por tanto, los israelitas enviaron a Finés hijo del sacerdote Eleazar a la región de Galaad para hablar con esas tribus. Con él iban diez representantes de cada una de las tribus de Israel, jefes de clanes y tribus. Al llegar a Galaad, les dijeron a los de las dos tribus y media:
—Toda la asamblea del Señor quisiera saber por qué se han rebelado contra el Dios de Israel como lo han hecho. ¿Por qué le han dado la espalda al Señor y se han rebelado contra él, construyéndose un altar? ¿Acaso no hemos aprendido ninguna lección del pecado de Peor, del cual todavía no nos hemos purificado? ¿Nada nos ha enseñado la muerte de tantos miembros de nuestro pueblo? ¿Por qué insisten en darle la espalda al Señor? ¡Si hoy se rebelan contra él, mañana su ira se descargará sobre todo Israel! Si la tierra que ustedes poseen es impura, crucen a esta tierra que le pertenece al Señor, y en la cual se encuentra su santuario. ¡Vengan, habiten entre nosotros! Pero, por favor, no se rebelen contra él ni contra nosotros, erigiendo otro altar además del altar del Señor nuestro Dios. ¿No es verdad que cuando Acán hijo de Zera pecó al hurtar de lo que estaba destinado a la destrucción, la ira de Dios se descargó sobre toda la comunidad de Israel? Recuerden que Acán no fue el único que murió por su pecado.
Los de las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés respondieron a los líderes israelitas:
—¡El Señor, Dios de dioses, sí, el Señor, Dios de dioses, sabe bien que no hicimos esto por rebeldía o por infidelidad! Y que todo Israel también lo sepa. Si no es así, que no se nos perdone la vida. ¡Que el Señor mismo nos llame a cuenta si hemos construido nuestro propio altar para abandonarlo a él o para ofrecer alguno de los sacrificios ordenados por Moisés! En realidad lo construimos pensando en el futuro. Tememos que algún día los descendientes de ustedes les digan a los nuestros: “¡El Señor, Dios de Israel, no tiene nada que ver con ustedes, descendientes de Rubén y de Gad! Entre ustedes y nosotros el Señor ha puesto el río Jordán como barrera. ¡Ustedes no tienen nada que ver con el Señor!” Si esto sucediera, sus descendientes serían culpables de que los nuestros dejen de adorar al Señor.
»Por eso decidimos construir este altar, no como altar de holocaustos y sacrificios, sino como testimonio entre ustedes y nosotros y entre las generaciones futuras, de que también nosotros podemos servir al Señor y ofrecerle los distintos sacrificios en su santuario. Así, en el futuro, los descendientes de ustedes nunca podrán decirles a los nuestros: Ustedes no tienen nada que ver con el Señor.” Por tanto, convenimos que si algún día nos dijeran eso a nosotros o a nuestros descendientes, nosotros les contestaríamos: “Miren la réplica del altar del Señor que nuestros antepasados construyeron, no para hacer sacrificios en él, sino como testimonio entre ustedes y nosotros.” En fin, no tenemos intención alguna de rebelarnos contra el Señor o de abandonarlo construyendo otro altar para holocaustos, ofrendas o sacrificios, además del que está construido a la entrada de su santuario.
Cuando escucharon lo que los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés tenían que decir, Finés el sacerdote y los jefes de clanes y de la comunidad quedaron satisfechos. Entonces Finés hijo de Eleazar les dijo a los de esas tribus:
—Ahora estamos seguros de que el Señor está en medio de nosotros, pues ustedes no pretendían serle infieles al Señor; así que nos han salvado del castigo divino.
Luego Finés, hijo del sacerdote Eleazar, y los jefes de la nación se despidieron de los gaditas y rubenitas, y abandonaron Galaad para regresar a la tierra de Canaán con el fin de rendir su informe al resto de los israelitas. Éstos recibieron el informe con agrado y alabaron a Dios, y no hablaron más de pelear con las tribus orientales ni de destruir sus tierras.
Y los rubenitas y los gaditas le dieron al altar el nombre de «Testimonio», porque dijeron: «Entre nosotros servirá de testimonio de que el Señor es Dios.»
Cuando Herodes se dio cuenta de que los sabios se habían burlado de él, se enfureció y mandó matar a todos los niños menores de dos años en Belén y en sus alrededores, de acuerdo con el tiempo que había averiguado de los sabios. Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías:
«Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!»
Entonces la madre de Jacobo y de Juan, junto con ellos, se acercó a Jesús y, arrodillándose, le pidió un favor.
—¿Qué quieres?—le preguntó Jesús.
—Ordena que en tu reino uno de estos dos hijos míos se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda.
—Ustedes no saben lo que están pidiendo—les replicó Jesús—. ¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo voy a beber?
—Sí, podemos.
—Ciertamente beberán de mi copa—les dijo Jesús—, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo. Eso ya lo ha decidido mi Padre.
Cuando lo oyeron los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Jesús los llamó y les dijo:
—Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás; así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.
Jesús entró en el templo y echó de allí a todos los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas. «Escrito está—les dijo—: “Mi casa será llamada casa de oración”; pero ustedes la están convirtiendo en “cueva de ladrones”.»
Se le acercaron en el templo ciegos y cojos, y los sanó. Pero cuando los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley vieron que hacía cosas maravillosas, y que los niños gritaban en el templo: «¡Hosanna al Hijo de David!», se indignaron.
—¿Oyes lo que ésos están diciendo?—protestaron.
—Claro que sí—respondió Jesús—; ¿no han leído nunca:
»“En los labios de los pequeños
y de los niños de pecho
has puesto la perfecta alabanza”?
Entonces los dejó y, saliendo de la ciudad, se fue a pasar la noche en Betania.
Ustedes han oído que se dijo a sus antepasados: “No mates, y todo el que mate quedará sujeto al juicio del tribunal.” Pero yo les digo que todo el que se enoje con su hermano quedará sujeto al juicio del tribunal. Es más, cualquiera que insulte a su hermano quedará sujeto al juicio del Consejo. Y cualquiera que lo maldiga quedará sujeto al fuego del infierno.
»Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.
»Si tu adversario te va a denunciar, llega a un acuerdo con él lo más pronto posible. Hazlo mientras vayan de camino al juzgado, no sea que te entregue al juez, y el juez al guardia, y te echen en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo.
Se le acercaron Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo.
—Maestro—le dijeron—, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.
—¿Qué quieren que haga por ustedes?
—Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda.
—No saben lo que están pidiendo—les replicó Jesús—. ¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado?
—Sí, podemos.
—Ustedes beberán de la copa que yo bebo—les respondió Jesús—y pasarán por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí concederlo. Eso ya está decidido.
Los otros diez, al oír la conversación, se indignaron contra Jacobo y Juan. Así que Jesús los llamó y les dijo:
—Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.
Llegaron, pues, a Jerusalén. Jesús entró en el templo y comenzó a echar de allí a los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los que cambiaban dinero y los puestos de los que vendían palomas, y no permitía que nadie atravesara el templo llevando mercancías. También les enseñaba con estas palabras: «¿No está escrito:
»“Mi casa será llamada
casa de oración para todas las naciones”?
Pero ustedes la han convertido en “cueva de ladrones”.»
Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley lo oyeron y comenzaron a buscar la manera de matarlo, pues le temían, ya que toda la gente se maravillaba de sus enseñanzas.
Cuando cayó la tarde, salieron de la ciudad.
En Betania, mientras estaba él sentado a la mesa en casa de Simón llamado el Leproso, llegó una mujer con un frasco de alabastro lleno de un perfume muy costoso, hecho de nardo puro. Rompió el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús.
Algunos de los presentes comentaban indignados:
—¿Para qué este desperdicio de perfume? Podía haberse vendido por muchísimo dinero para darlo a los pobres.
Y la reprendían con severidad.
—Déjenla en paz—dijo Jesús—. ¿Por qué la molestan? Ella ha hecho una obra hermosa conmigo. A los pobres siempre los tendrán con ustedes, y podrán ayudarlos cuando quieran; pero a mí no me van a tener siempre. Ella hizo lo que pudo. Ungió mi cuerpo de antemano, preparándolo para la sepultura. Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo.
En otra ocasión entró en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Algunos que buscaban un motivo para acusar a Jesús no le quitaban la vista de encima para ver si sanaba al enfermo en sábado. Entonces Jesús le dijo al hombre de la mano paralizada:
—Ponte de pie frente a todos.
Luego dijo a los otros:
—¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matar?
Pero ellos permanecieron callados. Jesús se les quedó mirando, enojado y entristecido por la dureza de su corazón, y le dijo al hombre:
—Extiende la mano.
La extendió, y la mano le quedó restablecida.
Al oír esto, uno de los que estaban sentados a la mesa con Jesús le dijo:
—¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!
Jesús le contestó:
—Cierto hombre preparó un gran banquete e invitó a muchas personas. A la hora del banquete mandó a su siervo a decirles a los invitados: “Vengan, porque ya todo está listo.” Pero todos, sin excepción, comenzaron a disculparse. El primero le dijo: “Acabo de comprar un terreno y tengo que ir a verlo. Te ruego que me disculpes.” Otro adujo: “Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas. Te ruego que me disculpes.” Otro alegó: “Acabo de casarme y por eso no puedo ir.” El siervo regresó y le informó de esto a su señor. Entonces el dueño de la casa se enojó y le mandó a su siervo: “Sal de prisa por las plazas y los callejones del pueblo, y trae acá a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos.” “Señor—le dijo luego el siervo—, ya hice lo que usted me mandó, pero todavía hay lugar.” Entonces el señor le respondió: “Ve por los caminos y las veredas, y oblígalos a entrar para que se llene mi casa. Les digo que ninguno de aquellos invitados disfrutará de mi banquete.”
Un hombre tenía dos hijos—continuó Jesús—. El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia.” Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia.
»Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros.” Así que emprendió el viaje y se fue a su padre.
»Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado.” Así que empezaron a hacer fiesta.
»Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música del baile. Entonces llamó a uno de los siervos y le preguntó qué pasaba. “Ha llegado tu hermano—le respondió—, y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo.” Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!”
»“Hijo mío—le dijo su padre—, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado.” »
Luego entró en el templo y comenzó a echar de allí a los que estaban vendiendo. «Escrito está—les dijo—: “Mi casa será casa de oración”; pero ustedes la han convertido en “cueva de ladrones”.»
Todos los días enseñaba en el templo, y los jefes de los sacerdotes, los maestros de la ley y los dirigentes del pueblo procuraban matarlo. Sin embargo, no encontraban la manera de hacerlo, porque todo el pueblo lo escuchaba con gran interés.
»Ahora bien, cuando vean a Jerusalén rodeada de ejércitos, sepan que su desolación ya está cerca. Entonces los que estén en Judea huyan a las montañas, los que estén en la ciudad salgan de ella, y los que estén en el campo no entren en la ciudad. Ése será el tiempo del juicio cuando se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén embarazadas o amamantando en aquellos días! Porque habrá gran aflicción en la tierra, y castigo contra este pueblo. Caerán a filo de espada y los llevarán cautivos a todas las naciones. Los gentiles pisotearán a Jerusalén, hasta que se cumplan los tiempos señalados para ellos.
Fue a Nazaret, donde se había criado, y un sábado entró en la sinagoga, como era su costumbre. Se levantó para hacer la lectura, y le entregaron el libro del profeta Isaías. Al desenrollarlo, encontró el lugar donde está escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto me ha ungido
para anunciar buenas nuevas a los pobres.
Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos
y dar vista a los ciegos,
a poner en libertad a los oprimidos,
a pregonar el año del favor del Señor.»
Luego enrolló el libro, se lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga lo miraban detenidamente, y él comenzó a hablarles: «Hoy se cumple esta Escritura en presencia de ustedes.»
Todos dieron su aprobación, impresionados por las hermosas palabras que salían de su boca. «¿No es éste el hijo de José?», se preguntaban.
Jesús continuó: «Seguramente ustedes me van a citar el proverbio: “¡Médico, cúrate a ti mismo! Haz aquí en tu tierra lo que hemos oído que hiciste en Capernaúm.” Pues bien, les aseguro que a ningún profeta lo aceptan en su propia tierra. No cabe duda de que en tiempos de Elías, cuando el cielo se cerró por tres años y medio, de manera que hubo una gran hambre en toda la tierra, muchas viudas vivían en Israel. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una viuda de Sarepta, en los alrededores de Sidón. Así mismo, había en Israel muchos enfermos de lepra en tiempos del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán el sirio.»
Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron. Se levantaron, lo expulsaron del pueblo y lo llevaron hasta la cumbre de la colina sobre la que estaba construido el pueblo, para tirarlo por el precipicio. Pero él pasó por en medio de ellos y se fue.
Otro sábado entró en la sinagoga y comenzó a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada; así que los maestros de la ley y los fariseos, buscando un motivo para acusar a Jesús, no le quitaban la vista de encima para ver si sanaba en sábado. Pero Jesús, que sabía lo que estaban pensando, le dijo al hombre de la mano paralizada:
—Levántate y ponte frente a todos.
Así que el hombre se puso de pie. Entonces Jesús dijo a los otros:
—Voy a hacerles una pregunta: ¿Qué está permitido hacer en sábado: hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?
Jesús se quedó mirando a todos los que lo rodeaban, y le dijo al hombre:
—Extiende la mano.
Así lo hizo, y la mano le quedó restablecida. Pero ellos se enfurecieron y comenzaron a discutir qué podrían hacer contra Jesús.
Cuando se aproximaba la Pascua de los judíos, subió Jesús a Jerusalén. Y en el templo halló a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, e instalados en sus mesas a los que cambiaban dinero. Entonces, haciendo un látigo de cuerdas, echó a todos del templo, juntamente con sus ovejas y sus bueyes; regó por el suelo las monedas de los que cambiaban dinero y derribó sus mesas. A los que vendían las palomas les dijo:
—¡Saquen esto de aquí! ¿Cómo se atreven a convertir la casa de mi Padre en un mercado?
Sus discípulos se acordaron de que está escrito: «El celo por tu casa me consumirá.» Entonces los judíos reaccionaron, preguntándole:
—¿Qué señal puedes mostrarnos para actuar de esta manera?
—Destruyan este templo—respondió Jesús—, y lo levantaré de nuevo en tres días.
—Tardaron cuarenta y seis años en construir este templo, ¿y tú vas a levantarlo en tres días?
Pero el templo al que se refería era su propio cuerpo. Así, pues, cuando se levantó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de lo que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre al ver las señales que hacía. En cambio Jesús no les creía porque los conocía a todos; no necesitaba que nadie le informara nada acerca de los demás, pues él conocía el interior del ser humano.
Jesús esperó hasta la mitad de la fiesta para subir al templo y comenzar a enseñar. Los judíos se admiraban y decían: «¿De dónde sacó éste tantos conocimientos sin haber estudiado?»
—Mi enseñanza no es mía—replicó Jesús—sino del que me envió. El que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta. El que habla por cuenta propia busca su vanagloria; en cambio, el que busca glorificar al que lo envió es una persona íntegra y sin doblez. ¿No les ha dado Moisés la ley a ustedes? Sin embargo, ninguno de ustedes la cumple. ¿Por qué tratan entonces de matarme?
—Estás endemoniado—contestó la multitud—. ¿Quién quiere matarte?
—Hice un milagro y todos ustedes han quedado asombrados. Por eso Moisés les dio la circuncisión, que en realidad no proviene de Moisés sino de los patriarcas, y aun en sábado la practican. Ahora bien, si para cumplir la ley de Moisés circuncidan a un varón incluso en sábado, ¿por qué se enfurecen conmigo si en sábado lo sano por completo? No juzguen por las apariencias; juzguen con justicia.
Herodes estaba furioso con los de Tiro y de Sidón, pero ellos se pusieron de acuerdo y se presentaron ante él. Habiéndose ganado el favor de Blasto, camarero del rey, pidieron paz, porque su región dependía del país del rey para obtener sus provisiones.
El día señalado, Herodes, ataviado con su ropaje real y sentado en su trono, le dirigió un discurso al pueblo. La gente gritaba: «¡Voz de un dios, no de hombre!» Al instante un ángel del Señor lo hirió, porque no le había dado la gloria a Dios; y Herodes murió comido de gusanos.
Pero la palabra de Dios seguía extendiéndose y difundiéndose.
Después de todos estos sucesos, Pablo tomó la determinación de ir a Jerusalén, pasando por Macedonia y Acaya. Decía: «Después de estar allí, tengo que visitar Roma.» Entonces envió a Macedonia a dos de sus ayudantes, Timoteo y Erasto, mientras él se quedaba por algún tiempo en la provincia de Asia.
Por aquellos días se produjo un gran disturbio a propósito del Camino. Un platero llamado Demetrio, que hacía figuras en plata del templo de Artemisa, proporcionaba a los artesanos no poca ganancia. Los reunió con otros obreros del ramo, y les dijo:
—Compañeros, ustedes saben que obtenemos buenos ingresos de este oficio. Les consta además que el tal Pablo ha logrado persuadir a mucha gente, no sólo en Éfeso sino en casi toda la provincia de Asia. Él sostiene que no son dioses los que se hacen con las manos. Ahora bien, no sólo hay el peligro de que se desprestigie nuestro oficio, sino también de que el templo de la gran diosa Artemisa sea menospreciado, y que la diosa misma, a quien adoran toda la provincia de Asia y el mundo entero, sea despojada de su divina majestad.
Al oír esto, se enfurecieron y comenzaron a gritar:
—¡Grande es Artemisa de los efesios!
En seguida toda la ciudad se alborotó. La turba en masa se precipitó en el teatro, arrastrando a Gayo y a Aristarco, compañeros de viaje de Pablo, que eran de Macedonia. Pablo quiso presentarse ante la multitud, pero los discípulos no se lo permitieron. Incluso algunas autoridades de la provincia, que eran amigos de Pablo, le enviaron un recado, rogándole que no se arriesgara a entrar en el teatro.
Había confusión en la asamblea. Cada uno gritaba una cosa distinta, y la mayoría ni siquiera sabía para qué se habían reunido. Los judíos empujaron a un tal Alejandro hacia adelante, y algunos de entre la multitud lo sacaron para que tomara la palabra. Él agitó la mano para pedir silencio y presentar su defensa ante el pueblo. Pero cuando se dieron cuenta de que era judío, todos se pusieron a gritar al unísono como por dos horas:
—¡Grande es Artemisa de los efesios!
El secretario del concejo municipal logró calmar a la multitud y dijo:
—Ciudadanos de Éfeso, ¿acaso no sabe todo el mundo que la ciudad de Éfeso es guardiana del templo de la gran Artemisa y de su estatua bajada del cielo? Ya que estos hechos son innegables, es preciso que ustedes se calmen y no hagan nada precipitadamente. Ustedes han traído a estos hombres, aunque ellos no han cometido ningún sacrilegio ni han blasfemado contra nuestra diosa. Así que si Demetrio y sus compañeros de oficio tienen alguna queja contra alguien, para eso hay tribunales y gobernadores. Vayan y presenten allí sus acusaciones unos contra otros. Si tienen alguna otra demanda, que se resuelva en legítima asamblea. Tal y como están las cosas, con los sucesos de hoy corremos el riesgo de que nos acusen de causar disturbios. ¿Qué razón podríamos dar de este alboroto, si no hay ninguna?
Dicho esto, despidió la asamblea.
La multitud estuvo escuchando a Pablo hasta que pronunció esas palabras. Entonces levantaron la voz y gritaron: «¡Bórralo de la tierra! ¡Ese tipo no merece vivir!»
Como seguían gritando, tirando sus mantos y arrojando polvo al aire, el comandante ordenó que metieran a Pablo en el cuartel. Mandó que lo interrogaran a latigazos con el fin de averiguar por qué gritaban así contra él. Cuando lo estaban sujetando con cadenas para azotarlo, Pablo le dijo al centurión que estaba allí:
—¿Permite la ley que ustedes azoten a un ciudadano romano antes de ser juzgado?
Al oír esto, el centurión fue y avisó al comandante.
—¿Qué va a hacer usted? Resulta que ese hombre es ciudadano romano.
El comandante se acercó a Pablo y le dijo:
—Dime, ¿eres ciudadano romano?
—Sí, lo soy.
—A mí me costó una fortuna adquirir mi ciudadanía—le dijo el comandante.
—Pues yo la tengo de nacimiento—replicó Pablo.
Los que iban a interrogarlo se retiraron en seguida. Al darse cuenta de que Pablo era ciudadano romano, el comandante mismo se asustó de haberlo encadenado.
Entonces Agripa le dijo a Pablo:
—Tienes permiso para defenderte.
Pablo hizo un ademán con la mano y comenzó así su defensa:
—Rey Agripa, para mí es un privilegio presentarme hoy ante usted para defenderme de las acusaciones de los judíos, sobre todo porque usted está bien informado de todas las tradiciones y controversias de los judíos. Por eso le ruego que me escuche con paciencia.
»Todos los judíos saben cómo he vivido desde que era niño, desde mi edad temprana entre mi gente y también en Jerusalén. Ellos me conocen desde hace mucho tiempo y pueden atestiguar, si quieren, que viví como fariseo, de acuerdo con la secta más estricta de nuestra religión. Y ahora me juzgan por la esperanza que tengo en la promesa que Dios hizo a nuestros antepasados. Ésta es la promesa que nuestras doce tribus esperan alcanzar rindiendo culto a Dios con diligencia día y noche. Es por esta esperanza, oh rey, por lo que me acusan los judíos. ¿Por qué les parece a ustedes increíble que Dios resucite a los muertos?
»Pues bien, yo mismo estaba convencido de que debía hacer todo lo posible por combatir el nombre de Jesús de Nazaret. Eso es precisamente lo que hice en Jerusalén. Con la autoridad de los jefes de los sacerdotes metí en la cárcel a muchos de los santos, y cuando los mataban, yo manifestaba mi aprobación. Muchas veces anduve de sinagoga en sinagoga castigándolos para obligarlos a blasfemar. Mi obsesión contra ellos me llevaba al extremo de perseguirlos incluso en ciudades del extranjero.
Mientras Pedro y Juan le hablaban a la gente, se les presentaron los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos. Estaban muy disgustados porque los apóstoles enseñaban a la gente y proclamaban la resurrección, que se había hecho evidente en el caso de Jesús. Prendieron a Pedro y a Juan y, como ya anochecía, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Pero muchos de los que oyeron el mensaje creyeron, y el número de éstos, contando sólo a los hombres, llegaba a unos cinco mil.
A los que oyeron esto se les subió la sangre a la cabeza y querían matarlos. Pero un fariseo llamado Gamaliel, maestro de la ley muy respetado por todo el pueblo, se puso de pie en el Consejo y mandó que hicieran salir por un momento a los apóstoles. Luego dijo: «Hombres de Israel, piensen dos veces en lo que están a punto de hacer con estos hombres. Hace algún tiempo surgió Teudas, jactándose de ser alguien, y se le unieron unos cuatrocientos hombres. Pero lo mataron y todos sus seguidores se dispersaron y allí se acabó todo. Después de él surgió Judas el galileo, en los días del censo, y logró que la gente lo siguiera. A él también lo mataron, y todos sus secuaces se dispersaron. En este caso les aconsejo que dejen a estos hombres en paz. ¡Suéltenlos! Si lo que se proponen y hacen es de origen humano, fracasará; pero si es de Dios, no podrán destruirlos, y ustedes se encontrarán luchando contra Dios.»
Se dejaron persuadir por Gamaliel. Entonces llamaron a los apóstoles y, luego de azotarlos, les ordenaron que no hablaran más en el nombre de Jesús. Después de eso los soltaron.
Así, pues, los apóstoles salieron del Consejo, llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre. Y día tras día, en el templo y de casa en casa, no dejaban de enseñar y anunciar las buenas nuevas de que Jesús es el Mesías.
Al oír esto, rechinando los dientes montaron en cólera contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios.
—¡Veo el cielo abierto—exclamó—, y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios!
Entonces ellos, gritando a voz en cuello, se taparon los oídos y todos a una se abalanzaron sobre él, lo sacaron a empellones fuera de la ciudad y comenzaron a apedrearlo. Los acusadores le encargaron sus mantos a un joven llamado Saulo.
Mientras lo apedreaban, Esteban oraba.
—Señor Jesús—decía—, recibe mi espíritu.
Luego cayó de rodillas y gritó:
—¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado!
Cuando hubo dicho esto, murió.
¿A qué conclusión llegamos? ¿Acaso los judíos somos mejores? ¡De ninguna manera! Ya hemos demostrado que tanto los judíos como los gentiles están bajo el pecado. Así está escrito:
«No hay un solo justo, ni siquiera uno;
no hay nadie que entienda,
nadie que busque a Dios.
Todos se han descarriado,
a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno;
¡no hay uno solo!»
«Su garganta es un sepulcro abierto;
con su lengua profieren engaños.»
«¡Veneno de víbora hay en sus labios!»
«Llena está su boca de maldiciones y de amargura.»
«Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;
dejan ruina y miseria en sus caminos,
y no conocen la senda de la paz.»
«No hay temor de Dios delante de sus ojos.»
Ahora bien, sabemos que todo lo que dice la ley, lo dice a quienes están sujetos a ella, para que todo el mundo se calle la boca y quede convicto delante de Dios. Por tanto, nadie será justificado en presencia de Dios por hacer las obras que exige la ley; más bien, mediante la ley cobramos conciencia del pecado.
Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso.
El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor jamás se extingue, mientras que el don de profecía cesará, el de lenguas será silenciado y el de conocimiento desaparecerá. Porque conocemos y profetizamos de manera imperfecta; pero cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser adulto, dejé atrás las cosas de niño. Ahora vemos de manera indirecta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces conoceré tal y como soy conocido.
Ahora, pues, permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más excelente de ellas es el amor.
Miren que por tercera vez estoy listo para visitarlos, y no les seré una carga, pues no me interesa lo que ustedes tienen sino lo que ustedes son. Después de todo, no son los hijos los que deben ahorrar para los padres, sino los padres para los hijos. Así que de buena gana gastaré todo lo que tengo, y hasta yo mismo me desgastaré del todo por ustedes. Si los amo hasta el extremo, ¿me amarán menos? En todo caso, no les he sido una carga. ¿Es que, como soy tan astuto, les tendí una trampa para estafarlos? ¿Acaso los exploté por medio de alguno de mis enviados? Le rogué a Tito que fuera a verlos y con él envié al hermano. ¿Acaso se aprovechó Tito de ustedes? ¿No procedimos los dos con el mismo espíritu y seguimos el mismo camino?
¿Todo este tiempo han venido pensando que nos estábamos justificando ante ustedes? ¡Más bien, hemos estado hablando delante de Dios en Cristo! Todo lo que hacemos, queridos hermanos, es para su edificación. En realidad, me temo que cuando vaya a verlos no los encuentre como quisiera, ni ustedes me encuentren a mí como quisieran. Temo que haya peleas, celos, arrebatos de ira, rivalidades, calumnias, chismes, insultos y alborotos. Temo que, al volver a visitarlos, mi Dios me humille delante de ustedes, y que yo tenga que llorar por muchos que han pecado desde hace algún tiempo pero no se han arrepentido de la impureza, de la inmoralidad sexual y de los vicios a que se han entregado.
Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa. Porque ésta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren. Pero si los guía el Espíritu, no están bajo la ley.
Las obras de la naturaleza pecaminosa se conocen bien: inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas. Les advierto ahora, como antes lo hice, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.
En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas. Los que son de Cristo Jesús han crucificado la naturaleza pecaminosa, con sus pasiones y deseos. Si el Espíritu nos da vida, andemos guiados por el Espíritu. No dejemos que la vanidad nos lleve a irritarnos y a envidiarnos unos a otros.
Cuando los hombres de la ciudad se levantaron por la mañana, vieron que el altar de Baal estaba destruido, que el poste con la imagen de la diosa Aserá estaba cortado, y que el segundo toro había sido sacrificado sobre el altar recién construido.
Entonces se preguntaban el uno al otro: «¿Quién habrá hecho esto?» Luego de investigar cuidadosamente, llegaron a la conclusión: «Gedeón hijo de Joás lo hizo.» Entonces los hombres de la ciudad le exigieron a Joás:
—Saca a tu hijo, pues debe morir, porque destruyó el altar de Baal y derribó la imagen de Aserá que estaba junto a él.
Pero Joás le respondió a todos los que lo amenazaban:
—¿Acaso van ustedes a defender a Baal? ¿Creen que lo van a salvar? ¡Cualquiera que defienda a Baal, que muera antes del amanecer! Si de veras Baal es un dios, debe poder defenderse de quien destruya su altar.
Por eso aquel día llamaron a Gedeón «Yerubaal», diciendo: «Que Baal se defienda contra él», porque él destruyó su altar.
Todos los madianitas y amalecitas, y otros pueblos del oriente, se aliaron y cruzaron el Jordán, acampando en el valle de Jezrel. Entonces Gedeón, poseído por el Espíritu del Señor, tocó la trompeta, y todos los del clan de Abiezer fueron convocados a seguirlo. Envió mensajeros a toda la tribu de Manasés, convocándolos para que lo siguieran, y además los envió a Aser, Zabulón y Neftalí, de modo que también éstos se le unieron.
Los de la tribu de Efraín le dijeron a Gedeón:
—¿Por qué nos has tratado así? ¿Por qué no nos llamaste cuando fuiste a luchar contra los madianitas?
Y se lo reprocharon severamente.
—¿Qué hice yo, comparado con lo que hicieron ustedes?—replicó él—. ¿No valen más los rebuscos de las uvas de Efraín que toda la vendimia de Abiezer? Dios entregó en manos de ustedes a Oreb y a Zeb, los jefes madianitas. Comparado con lo que hicieron ustedes, ¡lo que yo hice no fue nada!
Al oír la respuesta de Gedeón, se calmó el resentimiento de ellos contra él.
Gedeón y sus trescientos hombres, agotados pero persistiendo en la persecución, llegaron al Jordán y lo cruzaron. Allí Gedeón dijo a la gente de Sucot:
—Denles pan a mis soldados; están agotados y todavía estoy persiguiendo a Zeba y a Zalmuna, los reyes de Madián.
Pero los jefes de Sucot le respondieron:
—¿Acaso tienes ya en tu poder las manos de Zeba y Zalmuna? ¿Por qué tendríamos que darle pan a tu ejército?
Gedeón contestó:
—¡Está bien! Cuando el Señor haya entregado en mis manos a Zeba y a Zalmuna, les desgarraré a ustedes la carne con espinas y zarzas del desierto.
Desde allí subió a Peniel y les pidió lo mismo. Pero los de Peniel le dieron la misma respuesta que los hombres de Sucot. Por eso les advirtió a los hombres de Peniel: «Cuando yo vuelva victorioso, derribaré esta torre.»
Zeba y Zalmuna estaban en Carcor con una fuerza de quince mil guerreros, que era todo lo que quedaba de los ejércitos del oriente, pues habían caído en batalla ciento veinte mil soldados. Gedeón subió por la ruta de los nómadas, al este de Noba y Yogbea, y atacó al ejército cuando éste se creía seguro. Huyeron Zeba y Zalmuna, los dos reyes de Madián, pero él los persiguió y los capturó, aterrorizando a todo el ejército.
Cuando Gedeón hijo de Joás volvió de la batalla por el paso de Jeres, capturó a un joven de Sucot y lo interrogó. Entonces el joven le anotó los nombres de los setenta y siete jefes y ancianos de Sucot. Luego Gedeón fue y les dijo a los hombres de Sucot: «Aquí están Zeba y Zalmuna, por causa de quienes se burlaron de mí al decir: “¿Acaso tienes ya en tu poder las manos de Zeba y Zalmuna? ¿Por qué tendríamos que darles pan a tus hombres que están agotados?” » Se apoderó de los ancianos de la ciudad, tomó espinos y zarzas del desierto, y castigando con ellos a los hombres de Sucot les enseñó quién era él. También derribó la torre de Peniel y mató a los hombres de la ciudad.
Entonces les preguntó a Zeba y a Zalmuna:
—¿Cómo eran los hombres que ustedes mataron en Tabor?
—Parecidos a ti—respondieron ellos—; cada uno de ellos tenía el aspecto de un príncipe.
—¡Eran mis hermanos—replicó Gedeón—, los hijos de mi propia madre! Tan cierto como que vive el Señor, si les hubieran perdonado la vida, yo no los mataría a ustedes.
Volviéndose a Jéter, su hijo mayor, le dijo:
—¡Vamos, mátalos!
Pero Jéter no sacó su espada, porque era apenas un muchacho y tenía miedo. Zeba y Zalmuna dijeron:
—Vamos, mátanos tú mismo. “¡Al hombre se le conoce por su valentía!”
Gedeón se levantó y mató a Zeba y Zalmuna, y les quitó a sus camellos los adornos que llevaban en el cuello.
Abimélec había ya gobernado a Israel tres años cuando Dios interpuso un espíritu maligno entre Abimélec y los señores de Siquén, quienes lo traicionaron. Esto sucedió a fin de que la violencia contra los setenta hijos de Yerubaal, y el derramamiento de su sangre, recayera sobre su hermano Abimélec, que los había matado, y sobre los señores de Siquén, que habían sido sus cómplices en ese crimen. Los señores de Siquén le tendían emboscadas en las cumbres de las colinas, y asaltaban a todos los que pasaban por allí. Pero Abimélec se enteró de todo esto.
Aconteció que Gaal hijo de Ébed llegó a Siquén, junto con sus hermanos, y los señores de aquella ciudad confiaron en él. Después de haber salido a los campos y recogido y pisado las uvas, celebraron un festival en el templo de su dios. Mientras comían y bebían, maldijeron a Abimélec. Gaal hijo de Ébed dijo: «¿Quién se cree Abimélec, y qué es Siquén, para que tengamos que estar sometidos a él? ¿No es acaso el hijo de Yerubaal, y no es Zebul su delegado? ¡Que sirvan a los hombres de Jamor, el padre de Siquén! ¿Por qué habremos de servir a Abimélec? ¡Si este pueblo estuviera bajo mis órdenes, yo echaría a Abimélec! Le diría: “¡Reúne a todo tu ejército y sal a pelear!” »
Zebul, el gobernador de la ciudad, se enfureció cuando oyó lo que decía Gaal hijo de Ébed. Entonces envió en secreto mensajeros a Abimélec, diciéndole: «Gaal hijo de Ébed y sus hermanos han llegado a Siquén y están instigando a la ciudad contra ti. Ahora bien, levántense tú y tus hombres durante la noche, y pónganse al acecho en los campos. Por la mañana, a la salida del sol, lánzate contra la ciudad. Cuando Gaal y sus hombres salgan contra ti, haz lo que más te convenga.»
Así que Abimélec y todo su ejército se levantaron de noche y se pusieron al acecho cerca de Siquén, divididos en cuatro compañías. Gaal hijo de Ébed había salido, y estaba de pie a la entrada de la puerta de la ciudad, precisamente cuando Abimélec y sus soldados salían de donde estaban al acecho. Cuando Gaal los vio, le dijo a Zebul:
—¡Mira, viene bajando gente desde las cumbres de las colinas!
—Confundes con gente las sombras de las colinas—replicó Zebul.
Pero Gaal insistió, diciendo:
—Mira, viene bajando gente por la colina Ombligo de la Tierra, y otra compañía viene por el camino de la Encina de los Adivinos.
Zebul le dijo entonces:
—¿Dónde están ahora tus fanfarronerías, tú que decías: “¿Quién es Abimélec para que nos sometamos a él?” ¿No son ésos los hombres de los que tú te burlabas? ¡Sal y lucha contra ellos!
Gaal salió al frente de los señores de Siquén y peleó contra Abimélec; pero éste los persiguió y, en la huida, muchos cayeron muertos por todo el camino, hasta la entrada de la puerta. Abimélec se quedó en Arumá, y Zebul expulsó de Siquén a Gaal y a sus hermanos.
Al día siguiente el pueblo de Siquén salió a los campos, y fueron a contárselo a Abimélec. Entonces Abimélec tomó a sus hombres, los dividió en tres compañías, y se puso al acecho en los campos. Cuando vio que el ejército salía de la ciudad, se levantó para atacarlo. Abimélec y las compañías que estaban con él se apresuraron a ocupar posiciones a la entrada de la puerta de la ciudad. Luego dos de las compañías arremetieron contra los que estaban en los campos y los derrotaron. Abimélec combatió contra la ciudad durante todo aquel día, hasta que la conquistó matando a sus habitantes; arrasó la ciudad y esparció sal sobre ella.
Al saber esto, los señores que ocupaban la torre de Siquén entraron en la fortaleza del templo de El Berit. Cuando Abimélec se enteró de que ellos se habían reunido allí, él y todos sus hombres subieron al monte Zalmón. Tomó un hacha, cortó algunas ramas, y se las puso sobre los hombros. A los hombres que estaban con él les ordenó: «¡Rápido! ¡Hagan lo mismo que me han visto hacer!» Todos los hombres cortaron ramas y siguieron a Abimélec hasta la fortaleza, donde amontonaron las ramas y les prendieron fuego. Así murió toda la gente que estaba dentro de la torre de Siquén, que eran como mil hombres y mujeres.
Después Abimélec fue a Tebes, la sitió y la capturó. Dentro de la ciudad había una torre fortificada, a la cual huyeron todos sus habitantes, hombres y mujeres. Se encerraron en la torre y subieron al techo. Abimélec se dirigió a la torre y la atacó. Pero cuando se acercaba a la entrada para prenderle fuego, una mujer le arrojó sobre la cabeza una piedra de moler y le partió el cráneo.
De inmediato llamó Abimélec a su escudero y le ordenó: «Saca tu espada y mátame, para que no se diga de mí: “¡Lo mató una mujer!” » Entonces su escudero le clavó la espada, y así murió. Cuando los israelitas vieron que Abimélec estaba muerto, regresaron a sus casas.
Fue así como Dios le pagó a Abimélec con la misma moneda, por el crimen que había cometido contra su padre al matar a sus setenta hermanos. Además, Dios hizo que los hombres de Siquén pagaran por toda su maldad. Así cayó sobre ellos la maldición de Jotán hijo de Yerubaal.
Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo. «Si se enojan, no pequen.» No permitan que el enojo les dure hasta la puesta del sol, ni den cabida al diablo. El que robaba, que no robe más, sino que trabaje honradamente con las manos para tener qué compartir con los necesitados.
Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan. No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención. Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.
Hijos, obedezcan en el Señor a sus padres, porque esto es justo. «Honra a tu padre y a tu madre—que es el primer mandamiento con promesa—para que te vaya bien y disfrutes de una larga vida en la tierra.»
Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor.
Ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, que es la vida de ustedes, se manifieste, entonces también ustedes serán manifestados con él en gloria.
Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría. Por estas cosas viene el castigo de Dios. Ustedes las practicaron en otro tiempo, cuando vivían en ellas. Pero ahora abandonen también todo esto: enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno. Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su Creador. En esta nueva naturaleza no hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, culto ni inculto, esclavo ni libre, sino que Cristo es todo y está en todos.
Quiero, pues, que en todas partes los hombres oren, levantando las manos al cielo con pureza de corazón, sin enojos ni contiendas.
En cuanto a las mujeres, quiero que ellas se vistan decorosamente, con modestia y recato, sin peinados ostentosos, ni oro, ni perlas ni vestidos costosos. Que se adornen más bien con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan servir a Dios.
La mujer debe aprender con serenidad, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe al hombre y ejerza autoridad sobre él; debe mantenerse ecuánime. Porque primero fue formado Adán, y Eva después. Además, no fue Adán el engañado, sino la mujer; y ella, una vez engañada, incurrió en pecado. Pero la mujer se salvará siendo madre y permaneciendo con sensatez en la fe, el amor y la santidad.
Te dejé en Creta para que pusieras en orden lo que quedaba por hacer y en cada pueblo nombraras ancianos de la iglesia, de acuerdo con las instrucciones que te di. El anciano debe ser intachable, esposo de una sola mujer; sus hijos deben ser creyentes, libres de sospecha de libertinaje o de desobediencia. El obispo tiene a su cargo la obra de Dios, y por lo tanto debe ser intachable: no arrogante, ni iracundo, ni borracho, ni violento, ni codicioso de ganancias mal habidas. Al contrario, debe ser hospitalario, amigo del bien, sensato, justo, santo y disciplinado. Debe apegarse a la palabra fiel, según la enseñanza que recibió, de modo que también pueda exhortar a otros con la sana doctrina y refutar a los que se opongan.
Por la fe Moisés, recién nacido, fue escondido por sus padres durante tres meses, porque vieron que era un niño precioso, y no tuvieron miedo del edicto del rey.
Por la fe Moisés, ya adulto, renunció a ser llamado hijo de la hija del faraón. Prefirió ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar de los efímeros placeres del pecado. Consideró que el oprobio por causa del Mesías era una mayor riqueza que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa. Por la fe salió de Egipto sin tenerle miedo a la ira del rey, pues se mantuvo firme como si estuviera viendo al Invisible. Por la fe celebró la Pascua y el rociamiento de la sangre, para que el exterminador de los primogénitos no tocara a los de Israel.
Por la fe el pueblo cruzó el Mar Rojo como por tierra seca; pero cuando los egipcios intentaron cruzarlo, se ahogaron.
Por tanto, renueven las fuerzas de sus manos cansadas y de sus rodillas debilitadas. «Hagan sendas derechas para sus pies», para que la pierna coja no se disloque sino que se sane.
Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Asegúrense de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz amarga brote y cause dificultades y corrompa a muchos; y de que nadie sea inmoral ni profano como Esaú, quien por un solo plato de comida vendió sus derechos de hijo mayor. Después, como ya saben, cuando quiso heredar esa bendición, fue rechazado: No se le dio lugar para el arrepentimiento, aunque con lágrimas buscó la bendición.
Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere.
Cuando el dragón se vio arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al varón. Pero a la mujer se le dieron las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto, al lugar donde sería sustentada durante un tiempo y tiempos y medio tiempo, lejos de la vista de la serpiente. La serpiente, persiguiendo a la mujer, arrojó por sus fauces agua como un río, para que la corriente la arrastrara. Pero la tierra ayudó a la mujer: abrió la boca y se tragó el río que el dragón había arrojado por sus fauces. Entonces el dragón se enfureció contra la mujer, y se fue a hacer guerra contra el resto de sus descendientes, los cuales obedecen los mandamientos de Dios y se mantienen fieles al testimonio de Jesús.
Y el dragón se plantó a la orilla del mar.
Entonces vi que del mar subía una bestia, la cual tenía diez cuernos y siete cabezas. En cada cuerno tenía una diadema, y en cada cabeza un nombre blasfemo contra Dios.
Se desató entonces una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron al dragón; éste y sus ángeles, a su vez, les hicieron frente, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. Así fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero. Junto con sus ángeles, fue arrojado a la tierra.
Luego oí en el cielo un gran clamor:
«Han llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios;
ha llegado ya la autoridad de su Cristo.
Porque ha sido expulsado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios.
Ellos lo han vencido
por medio de la sangre del Cordero
y por el mensaje del cual dieron testimonio;
no valoraron tanto su vida
como para evitar la muerte.
Por eso, ¡alégrense, cielos,
y ustedes que los habitan!
Pero ¡ay de la tierra y del mar!
El diablo, lleno de furor, ha descendido a ustedes,
porque sabe que le queda poco tiempo.»
Najás el amonita subió contra Jabés de Galaad y la sitió. Los habitantes de la ciudad le dijeron:
—Haz un pacto con nosotros, y seremos tus siervos.
—Haré un pacto con ustedes—contestó Najás el amonita—, pero con una condición: que les saque a cada uno de ustedes el ojo derecho. Así dejaré en desgracia a todo Israel.
—Danos siete días para que podamos enviar mensajeros por todo el territorio de Israel—respondieron los ancianos de Jabés—. Si no hay quien nos libre de ustedes, nos rendiremos.
Cuando los mensajeros llegaron a Guibeá, que era la ciudad de Saúl, y le comunicaron el mensaje al pueblo, todos se echaron a llorar. En esos momentos Saúl regresaba del campo arreando sus bueyes, y preguntó: «¿Qué le pasa a la gente? ¿Por qué están llorando?» Entonces le contaron lo que habían dicho los habitantes de Jabés.
Cuando Saúl escuchó la noticia, el Espíritu de Dios vino sobre él con poder. Enfurecido, agarró dos bueyes y los descuartizó, y con los mensajeros envió los pedazos por todo el territorio de Israel, con esta advertencia: «Así se hará con los bueyes de todo el que no salga para unirse a Saúl y Samuel.»
El temor del Señor se apoderó del pueblo, y todos ellos, como un solo hombre, salieron a la guerra. Saúl los reunió en Bézec para pasar revista, y había trescientos mil soldados de Israel y treinta mil de Judá. Luego les dijo a los mensajeros que habían venido: «Vayan y díganles a los habitantes de Jabés de Galaad: “Mañana, cuando más calor haga, serán librados.” »
Los mensajeros fueron y les comunicaron el mensaje a los de Jabés. Éstos se llenaron de alegría y les dijeron a los amonitas: «Mañana nos rendiremos, y podrán hacer con nosotros lo que bien les parezca.»
Al día siguiente, antes del amanecer, Saúl organizó a los soldados en tres columnas. Invadieron el campamento de los amonitas, e hicieron una masacre entre ellos hasta la hora más calurosa del día. Los que sobrevivieron fueron dispersados, así que no quedaron dos hombres juntos.
El pueblo le dijo entonces a Samuel:
—¿Quiénes son los que no querían que Saúl reinara sobre nosotros? Entréguenlos, que vamos a matarlos.
—¡Nadie va a morir hoy!—intervino Saúl—. En este día el Señor ha librado a Israel.
—¡Vengan!—le dijo Samuel al pueblo—. Vamos a Guilgal para confirmar a Saúl como rey.
Todos se fueron a Guilgal, y allí, ante el Señor, confirmaron a Saúl como rey. También allí, ante el Señor, ofrecieron sacrificios de comunión, y Saúl y todos los israelitas celebraron la ocasión con gran alegría.
La palabra del Señor vino a Samuel: «Me arrepiento de haber hecho rey a Saúl, pues se ha apartado de mí y no ha llevado a cabo mis instrucciones.»
Tanto se alteró Samuel que pasó la noche clamando al Señor. Por la mañana, muy temprano, se levantó y fue a encontrarse con Saúl, pero le dijeron: «Saúl se fue a Carmel, y allí se erigió un monumento. Luego dio una vuelta y continuó hacia Guilgal.»
Cuando Samuel llegó, Saúl le dijo:
—¡Que el Señor te bendiga! He cumplido las instrucciones del Señor.
—Y entonces, ¿qué significan esos balidos de oveja que me parece oír?—le reclamó Samuel—. ¿Y cómo es que oigo mugidos de vaca?
—Son las que nuestras tropas trajeron del país de Amalec—respondió Saúl—. Dejaron con vida a las mejores ovejas y vacas para ofrecerlas al Señor tu Dios, pero todo lo demás lo destruimos.
¡Basta!—lo interrumpió Samuel—. Voy a comunicarte lo que el Señor me dijo anoche.
—Te escucho—respondió Saúl.
Entonces Samuel le dijo:
—¿No es cierto que, aunque te creías poca cosa, has llegado a ser jefe de las tribus de Israel? ¿No fue el Señor quien te ungió como rey de Israel, y te envió a cumplir una misión? Él te dijo: “Ve y destruye a esos pecadores, los amalecitas. Atácalos hasta acabar con ellos.” ¿Por qué, entonces, no obedeciste al Señor? ¿Por qué echaste mano del botín e hiciste lo que ofende al Señor?
—¡Yo sí he obedecido al Señor!—insistió Saúl—. He cumplido la misión que él me encomendó. Traje prisionero a Agag, rey de Amalec, pero destruí a los amalecitas. Y del botín, los soldados tomaron ovejas y vacas con el propósito de ofrecerlas en Guilgal al Señor tu Dios.
Samuel respondió:
«¿Qué le agrada más al Señor:
que se le ofrezcan holocaustos y sacrificios,
o que se obedezca lo que él dice?
El obedecer vale más que el sacrificio,
y el prestar atención, más que la grasa de carneros.
La rebeldía es tan grave como la adivinación,
y la arrogancia, como el pecado de la idolatría.
Y como tú has rechazado la palabra del Señor,
él te ha rechazado como rey.»
—¡He pecado!—admitió Saúl—. He quebrantado el mandato del Señor y tus instrucciones. Los soldados me intimidaron y les hice caso. Pero te ruego que perdones mi pecado, y que regreses conmigo para adorar al Señor.
—No voy a regresar contigo—le respondió Samuel—. Tú has rechazado la palabra del Señor, y él te ha rechazado como rey de Israel.
Cuando Samuel se dio vuelta para irse, Saúl le agarró el borde del manto, y se lo arrancó. Entonces Samuel le dijo:
—Hoy mismo el Señor ha arrancado de tus manos el reino de Israel, y se lo ha entregado a otro más digno que tú. En verdad, el que es la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer, pues no es hombre para que se arrepienta.
—¡He pecado!—respondió Saúl—. Pero te pido que por ahora me sigas reconociendo ante los ancianos de mi pueblo y ante todo Israel. Regresa conmigo para adorar al Señor tu Dios.
Samuel regresó con él, y Saúl adoró al Señor. Luego dijo Samuel:
—Tráiganme a Agag, rey de Amalec.
Agag se le acercó muy confiado, pues pensaba: «Sin duda que el trago amargo de la muerte ya pasó.»
Pero Samuel le dijo:
—Ya que tu espada dejó a tantas mujeres sin hijos, también sin su hijo se quedará tu madre.
Y allí en Guilgal, en presencia del Señor, Samuel descuartizó a Agag. Luego regresó a Ramá, mientras que Saúl se fue a su casa en Guibeá de Saúl. Y como el Señor se había arrepentido de haber hecho a Saúl rey de Israel, nunca más volvió Samuel a ver a Saúl, sino que hizo duelo por él.
Un día, Isaí le dijo a su hijo David: «Toma esta bolsa de trigo tostado y estos diez panes, y vete pronto al campamento para dárselos a tus hermanos. Lleva también estos diez quesos para el jefe del batallón. Averigua cómo les va a tus hermanos, y tráeme una prueba de que ellos están bien. Los encontrarás en el valle de Elá, con Saúl y todos los soldados israelitas, peleando contra los filisteos.»
David cumplió con las instrucciones de Isaí. Se levantó muy de mañana y, después de encargarle el rebaño a un pastor, tomó las provisiones y se puso en camino. Llegó al campamento en el momento en que los soldados, lanzando gritos de guerra, salían a tomar sus posiciones. Los israelitas y los filisteos se alinearon frente a frente. David, por su parte, dejó su carga al cuidado del encargado de las provisiones, y corrió a las filas para saludar a sus hermanos. Mientras conversaban, Goliat, el gran guerrero filisteo de Gat, salió de entre las filas para repetir su desafío, y David lo oyó. Cada vez que los israelitas veían a Goliat huían despavoridos. Algunos decían: «¿Ven a ese hombre que sale a desafiar a Israel? A quien lo venza y lo mate, el rey lo colmará de riquezas. Además, le dará su hija como esposa, y su familia quedará exenta de impuestos aquí en Israel.»
David preguntó a los que estaban con él:
—¿Qué dicen que le darán a quien mate a ese filisteo y salve así el honor de Israel? ¿Quién se cree este filisteo pagano, que se atreve a desafiar al ejército del Dios viviente?
—Al que lo mate—repitieron—se le dará la recompensa anunciada.
Eliab, el hermano mayor de David, lo oyó hablar con los hombres y se puso furioso con él. Le reclamó:
—¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Con quién has dejado esas pocas ovejas en el desierto? Yo te conozco. Eres un atrevido y mal intencionado. ¡Seguro que has venido para ver la batalla!
—¿Y ahora qué hice?—protestó David—. ¡Si apenas he abierto la boca!
Apartándose de su hermano, les preguntó a otros, quienes le dijeron lo mismo. Algunos que oyeron lo que había dicho David, se lo contaron a Saúl, y éste mandó a llamarlo. Entonces David le dijo a Saúl:
—¡Nadie tiene por qué desanimarse a causa de este filisteo! Yo mismo iré a pelear contra él.
—¡Cómo vas a pelear tú solo contra este filisteo!—replicó Saúl—. No eres más que un muchacho, mientras que él ha sido un guerrero toda la vida.
David le respondió:
—A mí me toca cuidar el rebaño de mi padre. Cuando un león o un oso viene y se lleva una oveja del rebaño, yo lo persigo y lo golpeo hasta que suelta la presa. Y si el animal me ataca, lo agarro por la melena y lo sigo golpeando hasta matarlo. Si este siervo de Su Majestad ha matado leones y osos, lo mismo puede hacer con ese filisteo pagano, porque está desafiando al ejército del Dios viviente. El Señor, que me libró de las garras del león y del oso, también me librará del poder de ese filisteo.
—Anda, pues—dijo Saúl—, y que el Señor te acompañe.
Una vez que David y Saúl terminaron de hablar, Saúl tomó a David a su servicio y, desde ese día, no lo dejó volver a la casa de su padre. Jonatán, por su parte, entabló con David una amistad entrañable y llegó a quererlo como a sí mismo. Tanto lo quería, que hizo un pacto con él: Se quitó el manto que llevaba puesto y se lo dio a David; también le dio su túnica, y aun su espada, su arco y su cinturón.
Cualquier encargo que David recibía de Saúl, lo cumplía con éxito, de modo que Saúl lo puso al mando de todo su ejército, con la aprobación de los soldados de Saúl y hasta de sus oficiales.
Ahora bien, cuando el ejército regresó, después de haber matado David al filisteo, de todos los pueblos de Israel salían mujeres a recibir al rey Saúl. Al son de liras y panderetas, cantaban y bailaban, y exclamaban con gran regocijo:
«Saúl mató a sus miles,
¡pero David, a sus diez miles!»
Disgustado por lo que decían, Saúl se enfureció y protestó: «A David le dan crédito por diez miles, pero a mí por miles. ¡Lo único que falta es que le den el reino!» Y a partir de esa ocasión, Saúl empezó a mirar a David con recelo.
Al día siguiente, el espíritu maligno de parte de Dios se apoderó de Saúl, quien cayó en trance en su propio palacio. Andaba con una lanza en la mano y, mientras David tocaba el arpa, como era su costumbre, Saúl se la arrojó, pensando: «¡A éste lo clavo en la pared!» Dos veces lo intentó, pero David logró esquivar la lanza.
Saúl sabía que el Señor lo había abandonado, y que ahora estaba con David. Por eso tuvo temor de David y lo alejó de su presencia, nombrándolo jefe de mil soldados para que dirigiera al ejército en campaña. David tuvo éxito en todas sus expediciones, porque el Señor estaba con él. Al ver el éxito de David, Saúl se llenó de temor. Pero todos en Israel y Judá sentían gran aprecio por David, porque él los dirigía en campaña.
Saúl les comunicó a su hijo Jonatán y a todos sus funcionarios su decisión de matar a David. Pero como Jonatán le tenía tanto afecto a David, le advirtió: «Mi padre Saúl está buscando una oportunidad para matarte. Así que ten mucho cuidado mañana; escóndete en algún sitio seguro, y quédate allí. Yo saldré con mi padre al campo donde tú estés, y le hablaré de ti. Cuando averigüe lo que pasa, te lo haré saber.»
Jonatán le habló a su padre Saúl en favor de David:
—¡No vaya Su Majestad a pecar contra su siervo David!—le rogó—. Él no le ha hecho ningún mal; al contrario, lo que ha hecho ha sido de gran beneficio para Su Majestad. Para matar al filisteo arriesgó su propia vida, y el Señor le dio una gran victoria a todo Israel. Su Majestad mismo lo vio y se alegró. ¿Por qué ha de pecar contra un inocente y matar a David sin motivo?
Saúl le hizo caso a Jonatán, y exclamó:
—Tan cierto como que el Señor vive, te juro que David no morirá.
Entonces Jonatán llamó a David y, después de contarle toda la conversación, lo llevó ante Saúl para que estuviera a su servicio como antes.
Volvió a estallar la guerra. David salió a pelear contra los filisteos, y los combatió con tal violencia que tuvieron que huir.
Sin embargo, un espíritu maligno de parte del Señor se apoderó de Saúl. Estaba sentado en el palacio, con una lanza en la mano. Mientras David tocaba el arpa, intentó clavarlo en la pared con la lanza, pero David esquivó el golpe de Saúl, de modo que la lanza quedó clavada en la pared. Esa misma noche David se dio a la fuga.
Entonces Saúl mandó a varios hombres a casa de David, para que lo vigilaran durante la noche y lo mataran al día siguiente. Pero Mical, la esposa de David, le advirtió: «Si no te pones a salvo esta noche, mañana serás hombre muerto.» En seguida ella descolgó a David por la ventana, y así él pudo escapar. Luego Mical tomó un ídolo y lo puso en la cama con un tejido de pelo de cabra en la cabeza, y lo cubrió con una sábana.
Cuando Saúl mandó a los hombres para apresar a David, Mical les dijo: «Está enfermo.» Pero Saúl los mandó de nuevo a buscar a David: «Aunque esté en cama, ¡tráiganmelo aquí para matarlo!» Al entrar en la casa, los hombres vieron que lo que estaba en la cama era un ídolo, con un tejido de pelo de cabra en la cabeza. Entonces Saúl le reclamó a Mical:
—¿Por qué me has engañado así? ¿Por qué dejaste escapar a mi enemigo?
Ella respondió:
—Él me amenazó con matarme si no lo dejaba escapar.
Después de huir y ponerse a salvo, David fue a Ramá para ver a Samuel y contarle todo lo que Saúl le había hecho. Entonces los dos se fueron a vivir a Nayot. Cuando Saúl se enteró de que David estaba en Nayot de Ramá, mandó a sus hombres para que lo apresaran. Pero se encontraron con un grupo de profetas, dirigidos por Samuel, que estaban profetizando. Entonces el Espíritu de Dios vino con poder sobre los hombres de Saúl, y también ellos cayeron en trance profético. Al oír la noticia, Saúl envió otro grupo, pero ellos también cayeron en trance. Luego mandó un tercer grupo, y les pasó lo mismo. Por fin, Saúl en persona fue a Ramá y llegó al gran pozo que está en Secú.
—¿Dónde están Samuel y David?—preguntó.
—En Nayot de Ramá—alguien le respondió.
Saúl se dirigió entonces hacia allá, pero el Espíritu de Dios vino con poder también sobre él, y Saúl estuvo en trance profético por todo el camino, hasta llegar a Nayot de Ramá. Luego se quitó la ropa y, desnudo y en el suelo, estuvo en trance en presencia de Samuel todo el día y toda la noche. De ahí viene el dicho: «¿Acaso también Saúl es uno de los profetas?»
David se escondió en el campo. Cuando llegó la fiesta de luna nueva, el rey se sentó a la mesa para comer ocupando, como de costumbre, el puesto junto a la pared. Jonatán se sentó enfrente, mientras que Abner se acomodó a un lado de Saúl. El asiento de David quedó desocupado. Ese día Saúl no dijo nada, pues pensó: «Algo le habrá pasado a David, que lo dejó ritualmente impuro, y seguramente no pudo purificarse.» Pero como al día siguiente, que era el segundo del mes, el puesto de David seguía desocupado, Saúl le preguntó a Jonatán:
—¿Cómo es que ni ayer ni hoy vino el hijo de Isaí a la comida?
Jonatán respondió:
—David me insistió en que le diera permiso para ir a Belén. Me dijo: “Por favor, déjame ir. Mi familia va a celebrar el sacrificio anual en nuestro pueblo, y mi hermano me ha ordenado que vaya. Hazme este favor, y permite que me dé una escapada para ver a mis hermanos.” Por eso es que David no se ha sentado a comer con Su Majestad.
Al oír esto, Saúl se enfureció con Jonatán.
—¡Hijo de mala madre!—exclamó—. ¿Crees que no sé que eres muy amigo del hijo de Isaí, para vergüenza tuya y de tu desgraciada madre? Mientras el hijo de Isaí viva en esta tierra, ¡ni tú ni tu reino estarán seguros! Así que manda a buscarlo, y tráemelo, pues está condenado a morir.
—¿Y por qué ha de morir?—le reclamó Jonatán—. ¿Qué mal ha hecho?
Por toda respuesta, Saúl le arrojó su lanza para herirlo. Así Jonatán se convenció de que su padre estaba decidido a matar a David. Enfurecido, Jonatán se levantó de la mesa y no quiso tomar parte en la comida del segundo día de la fiesta. Estaba muy afligido porque su padre había insultado a David.
Por la mañana Jonatán salió al campo para encontrarse con David. Uno de sus criados más jóvenes lo acompañaba. Jonatán le dijo: «Corre a buscar las flechas que voy a lanzar.»
El criado se echó a correr, y Jonatán lanzó una flecha que lo sobrepasó. Cuando el criado llegó al lugar donde la flecha había caído, Jonatán le gritó: «¡Más allá! ¡La flecha está más allá! ¡Date prisa! ¡No te detengas!» Y así continuó gritándole Jonatán. Cuando el criado recogió la flecha y se la trajo a su amo, lo hizo sin sospechar nada, pues sólo Jonatán y David sabían de qué se trataba. Entonces Jonatán le dio sus armas al criado. «Vete—le dijo—; llévalas de vuelta a la ciudad.»
En cuanto el criado se fue, David salió de su escondite y, luego de inclinarse tres veces, se postró rostro en tierra. En seguida se besaron y lloraron juntos, hasta que David se desahogó.
«Puedes irte tranquilo—le dijo Jonatán a David—, pues los dos hemos hecho un juramento eterno en nombre del Señor, pidiéndole que juzgue entre tú y yo, y entre tus descendientes y los míos.» Así que David se fue, y Jonatán regresó a la ciudad.
David se fue de Gat y huyó a la cueva de Adulán. Cuando sus hermanos y el resto de la familia se enteraron, fueron a verlo allí. Además, se le unieron muchos otros que estaban en apuros, cargados de deudas o amargados. Así, David llegó a tener bajo su mando a unos cuatrocientos hombres.
De allí se dirigió a Mizpa, en Moab, y le pidió al rey de ese lugar: «Deja que mis padres vengan a vivir entre ustedes hasta que yo sepa lo que Dios quiere de mí.» Fue así como dejó a sus padres con el rey de Moab, y ellos se quedaron allí todo el tiempo que David permaneció en su refugio.
Pero el profeta Gad le dijo a David: «No te quedes en el refugio. Es mejor que regreses a la tierra de Judá.» Entonces David se fue de allí, y se metió en el bosque de Jaret.
Los filisteos reunieron a todas sus tropas en Afec. Los israelitas, por su parte, acamparon junto al manantial que está en Jezrel. Los jefes filisteos avanzaban en compañías de cien y de mil soldados, seguidos de Aquis y de David y sus hombres.
—Y estos hebreos, ¿qué hacen aquí?—preguntaron los generales filisteos.
Aquis les respondió:
—¿No se dan cuenta de que éste es David, quien antes estuvo al servicio de Saúl, rey de Israel? Hace ya más de un año que está conmigo, y desde el primer día que se unió a nosotros no he visto nada que me haga desconfiar de él.
Pero los generales filisteos, enojados con Aquis, le exigieron:
—Despídelo; que regrese al lugar que le diste. No dejes que nos acompañe en la batalla, no sea que en medio del combate se vuelva contra nosotros. ¿Qué mejor manera tendría de reconciliarse con su señor, que llevándole las cabezas de estos soldados? ¿Acaso no es éste el David por quien danzaban, y en sus cantos decían:
«Saúl mató a sus miles;
pero David, a sus diez miles»?
Ante esto, Aquis llamó a David y le dijo:
—Tan cierto como que el Señor vive, que tú eres un hombre honrado y me gustaría que me acompañaras en esta campaña. Desde el día en que llegaste, no he visto nada que me haga desconfiar de ti. Pero los jefes filisteos te miran con recelo. Así que, con mis mejores deseos, vuélvete a tu casa y no hagas nada que les desagrade.
—Pero, ¿qué es lo que he hecho?—reclamó David—. ¿Qué falla ha visto Su Majestad en este servidor suyo desde el día en que entré a su servicio hasta hoy? ¿Por qué no me permiten luchar contra los enemigos de mi señor y rey?
—Ya lo sé—respondió Aquis—. Para mí tú eres como un ángel de Dios. Sin embargo, los generales filisteos han decidido que no vayas con nosotros a la batalla. Por lo tanto, levántense mañana temprano, tú y los siervos de tu señor que vinieron contigo, y váyanse con la primera luz del día.
Así que al día siguiente David y sus hombres se levantaron temprano para regresar al país filisteo. Por su parte, los filisteos avanzaron hacia Jezrel.