11. La fe viva Santiago 2:21-26
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Handout
21 ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? 22 ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? 23 Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios. 24 Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe. 25 Asimismo también Rahab la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro camino? 26 Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta.
Aquí Santiago compara la fe viva con lo que acaba de describir como fe muerta (Santiago 2:14-20), la fe salvadora con la fe no salvadora, la fe productiva con la fe improductiva, la fe santa con un tipo de fe que incluso la practican los demonios.
Al hacerlo, hace lo que sería de esperarse, dando ejemplos vivientes de la fe viva. El primero es Abraham, reverenciado patriarca y padre del pueblo hebreo (Santiago 2: 21-24). La segunda es Rahab, una prostituta gentil (Santiago 2:25).
ABRAHAM
¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios. Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe. (Santiago 2:21-24)
Como se observa en la Introducción, la primera frase del versículo Santiago 1:21 era una piedra de tropiezo para Martín Lutero. Fue tan inflexible en su oposición al dogma de la Iglesia Católica de salvación por obras, y tan firme defensor de la verdad de la salvación solo por gracia mediante la fe, que no entendió lo que quiso decir Santiago aquí, refiriéndose a todo el escrito como “una epístola bastante floja”. Sin embargo, como se explicó en el capítulo anterior del comentario, Santiago no estaba contradiciendo la doctrina de la salvación por la fe. No estaba tratando acerca del medio de salvación, sino más bien de su resultado, la evidencia de que genuinamente había ocurrido.
Después de establecer que la ausencia de buenas obras muestra que la fe profesada no es real y salvadora, sino que es más bien engañosa y está muerta, subraya entonces la verdad que se deriva, que la genuina salvación, que es siempre y solo por la gracia de Dios obrando a través de la fe del hombre, inevitablemente se mostrará exteriormente en la forma de obras de justicia.
Aunque los principales lectores de Santiago eran judíos (Santiago 1:1 ), el contexto sugiere que su alusión a Abraham nuestro padre no es racial. Más bien parece escribir de Abraham en el mismo sentido espiritual que lo hace Pablo en varios lugares. En su carta a la iglesia de Roma, el apóstol se refiere a Abraham como “padre de todos los creyentes” (Ro. 4:11), y en su carta a las iglesias de Galacia declara que “los que son de fe, estos son hijos de Abraham” (Gá. 3:7). Abraham es el modelo de la fe salvadora, tanto para judíos como para gentiles, un hombre cuya fe era viva y agradable delante de Dios.
Como el hombre caído está en bancarrota moral y espiritual, sin méritos redentores delante de Dios, nada que él pueda hacer en sí mismo y por su propio poder, puede hacerlo justo y aceptable delante del Señor. Por esa razón la salvación siempre ha sido posible únicamente mediante la pura misericordia de Dios obrando a través de una respuesta fiel a su gracia.
No es que en el Antiguo Testamento los hombres se salvaran mediante las leyes, y que en el Nuevo solo se salvan por fe.
En cualquier punto de la revelación de la obra de Dios que los seres humanos puedan haber vivido y vivan alguna vez, Dios no les exige nada para la salvación, sino verdadera fe en Él.
Hebreos 11 deja bien claro que tanto antes como después que la ley fue dada en el Sinaí, la salvación era por medio de la fe. Abraham “creyó a Jehová”, nos dice Moisés, “y le fue contado por justicia” (Gn. 15:6).
Pero Santiago dice que el padre de los fieles, cuya fe misma fue un don de Dios (Ef. 2:8), fue no obstante justificado por las obras.
Esa aparente contradicción, que ha frustrado y confundido a los creyentes a lo largo de la historia de la iglesia, se aclara al entender que la justificación por la fe tiene que ver con la posición de una persona ante Dios, mientras que la justificación por las obras, a la que Santiago se refiere en este versículo, tiene que ver con la posición de la persona ante los hombres.
Algunos han imaginado una contradicción entre la declaración de Santiago de que Abraham fue justificado por obras y la enseñanza clara de Pablo de que él fue justificado únicamente por gracia mediante la fe (Ro. 4:1-25; Gá. 3:6-9).
Sin embargo, ese no es el caso. Santiago ya ha subrayado que la salvación es el don misericordioso de Dios (Santiago 1:17–18“17 Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. 18 El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” ),
y en el Santiago 2:23 del capítulo 2 cita Génesis 15:6, que afirma que Dios atribuyó justicia a Abraham exclusivamente sobre la base de su fe.
Además, el acontecimiento específico que Santiago dijo que justificó a Abraham por obras fue el ofrecer a Isaac (Santiago 1: 21 ; cp. Gn. 22:9-12), un suceso que ocurrió muchos años después que Dios lo hubiera declarado justo (Gn. 12:1-7; 15:6).
De modo que Santiago está enseñando que la disposición de Abraham de ofrecer a Isaac hizo valer su fe delante de los hombres; una enseñanza con la que el apóstol Pablo estaba de acuerdo con todo el corazón (Ef. 2:10). De modo que no hay conflicto alguno entre los dos inspirados escritores.
Es importante comprender que el verbo griego dikaioō (justificado) tiene dos significados generales. El primero está relacionado con absolución, es decir, declarar y tratar a una persona como justa. Ese es su significado con relación a la salvación y es el sentido en el que Pablo casi siempre emplea el término. Él declara, por ejemplo, que somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Ro. 3:24), “justificado por fe sin las obras de la ley” (3:28), y que, “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (5:1; cp. el v. 9). En otra carta dice: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gá. 2:16; cp. 3:11, 24). Le recuerda a Tito que “justificados por su gracia, [somos] herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tit. 3:7).
El segundo significado de dikaioō está relacionado con vindicación, o prueba de justicia. Se emplea varias veces con ese sentido en el Nuevo Testamento, con relación a Dios y también a los hombres. Pablo dice: “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso; como está escrito: Para que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando fueres juzgado” (Ro. 3:4).
Le escribe a Timoteo y le dice que Dios “fue manifestado en carne, justificado [de dikaioō] en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1 Ti. 3:16). Jesús comentó que “la sabiduría es justificada por todos sus hijos” (Lc. 7:35).
Es el segundo sentido en el que Santiago emplea dikaioō en Santiago 2:21, preguntando retóricamente ¿No fue justificado por las obras Abraham?
Explica que la suprema demostración de esa justificación por parte de Abraham ocurrió cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar, lo cual, como se observó antes, ocurrió muchos años después de su justificación por la fe que registra Génesis 15:6. Fue cuando ofreció a su hijo Isaac que todo el mundo pudo percibir la realidad de su fe, que era genuina y no ficticia, obediente y no engañosa, viva y no muerta.
Aunque el mandato de Dios para Abraham de sacrificar a Isaac su hijo amenazaba con invalidar su promesa de bendecir al mundo específicamente por medio de Isaac, y también estaba en contradicción con lo que Abraham sabía sobre la prohibición de Dios de sacrificios humanos (una forma de crimen), el patriarca confió tácitamente en Dios.
Sin duda ni incertidumbre: “Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo” (Gn. 22:3). No sabemos todas las cosas que pasaron por la mente de Abraham en ese momento, pero él le dijo a los jóvenes que los acompañaban: “Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros” (Genesis 22:5 , cursivas añadidas).
Abraham sabía que, a pesar de lo que ocurriera en el Monte Moriah, él e Isaac volverían vivos. Aunque nada semejante había sucedido antes, él sabía que, si era necesario, Dios levantaría a Isaac “aun de entre los muertos” (He. 11:19). Él creyó inmutablemente en el carácter justo de Dios, que Él nunca violaría ni su pacto divino ni sus normas santas.
Abraham NO era un hombre perfecto, ni en su fe ni en sus acciones. Después que habían pasado muchos años sin que Sara tuviera al heredero prometido, se hizo cargo del asunto y tuvo un hijo, Ismael, de Agar, la criada de su esposa. Su vacilante confianza en el Señor lo llevó a cometer adulterio. Eso, a su vez, llevó a la creación de los pueblos árabes, que, desde entonces, han sido una espina constante en el costado de los judíos, el pueblo escogido de Dios por medio de Isaac.
En esos y otros casos, como las dos veces que mintió diciendo que Sara era su hermana (Gn. 12:19; 20:2), es obvio que sus acciones no lo justificaban delante de los hombres.
Pero lo que Santiago quiere decir es que, mirando como un todo su vida, Abraham vindicó fielmente su fe salvadora mediante sus muchas buenas obras, por encima de todo al ofrecer a Isaac.
Cuando un hombre es justificado ante Dios, él siempre mostrará tal justificación ante el resto de los hombres.
Un hombre que ha sido declarado y hecho justo vivirá rectamente.
La justicia imputada manifestará justicia práctica. Como dice Juan Calvino: “La fe sola justifica; pero la fe que justifica nunca está sola”. Y como dice un poeta desconocido:
Quien mantenga esta fe y esta esperanza, en santos hechos su alma esté abrigada; así la fe sinceridad alcanza, por activas virtudes coronada.
Santiago 2:22 “22 ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?”
No es que la salvación requiera la fe más las obras, sino que las obras son la consiguiente consumación y consecuencia de la fe genuina. Como señaló Jesús en varias ocasiones, el propósito de una planta es crecer y dar fruto; el fruto representa su producción natural, ya sean higos, aceitunas, nueces, flores o cualquier otra cosa.
Por consiguiente, “todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:19-20). El dar fruto no es una función añadida a la planta, sino que es parte integral de su plan y propósito.
Aun antes de que se siembre, una semilla tiene la estructura genética para producir su propia clase de fruto. Cuando una persona nace de nuevo mediante la fe salvadora y Dios le da una nueva naturaleza, se le da la estructura genética, por decirlo así, para que produzca buenas obras morales y espirituales. Ese es el sentido en que se [perfecciona] la fe. Produce los frutos piadosos para los cuales fue diseñada (Ef. 2:10). De la misma forma en la que un árbol frutal no ha cumplido su meta hasta que produce fruto, la fe no ha alcanzado su propósito hasta que no se demuestra en una vida recta.
Ese es el sentido en el que Abraham fue justificado por las obras. Su disposición sin reservas a sacrificar a Isaac, el único hijo de la promesa, fue la obra por la que se mostró su justificación por la fe y se hizo manifiesta a los hombres. Citando el pasaje de Génesis 15:6, ya mencionado antes, Santiago dice que “se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia”. se cumplió no se refiere a un cumplimiento de la profecía, sino más bien al cumplimiento del principio de que la justificación por la fe resulta en justificación por obras. Aquí Santiago cita el mismo texto que Pablo emplea en su potente defensa de la justificación por la fe:
“Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Ro. 4:2-5).
Abraham no tenía ninguna revelación divina escrita para leerla, y sabía muy poco acerca del Señor. Pero respondió positivamente a todo lo que Dios le dijo, y fue entonces cuando su fe le [fue] contada por justicia.
Pero ¿cómo pudo Dios haber justificado y salvado a Abraham, que vivió unos dos mil años antes de Cristo, cuando nadie puede salvarse sin Jesucristo? (Mt. 10:32; Jn. 8:56; Ro. 10:9-10; 1 Co. 1:30; 2 Co. 5:21; y más). “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Ro. 14:9).
Jesús dijo: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn. 8:56). A pesar de su limitado conocimiento teológico, la confianza de Abraham en el Señor fue suficiente, y era equivalente a creer en el Señor Jesucristo, el Mesías venidero y Salvador del mundo. Como todos los verdaderos creyentes que vivieron antes de Cristo, que “conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido”, no obstante Dios permitió a Abraham entender que un Salvador vendría para cumplir todas las promesas de Dios, y lo saludó “mirándolo de lejos” (He. 11:13).
Debido a esa fe y su obediencia resultante, Abraham fue llamado amigo de Dios. ¡Qué dignidad, honor y gozo! Como su fe fue genuina y por lo tanto, se manifestó y se mostró, él entró en el maravilloso compañerismo de aquellos a los que Dios llama sus amigos. El escritor de 2 Crónicas se regocija: “Dios nuestro, ¿no echaste tú los moradores de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre?” (2 Cr. 20:7). Por medio de Isaías el Señor mismo se refirió a Abraham como “mi amigo” (Is. 41:8). El fundamento de esa amistad divina fue la obediencia de Abraham, su justificación por obras. Así como fue el padre de los fieles (Ro. 4:11; Gá. 3:7), pudieran también llamarle el padre de los obedientes, porque estas dos características son inseparables. “Vosotros sois mis amigos”, dijo Jesús, “si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14).
RAHAB
“Asimismo también Rahab la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando recibió a los mensajeros y los envió por otro camino? Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta”. (Santiago 2:25-26)
La segunda persona que Santiago usa para ilustrar la justificación por obras se presenta en marcado contraste con Abraham. Era una mujer, una gentil y una prostituta.
Abraham era un hombre moral; ella era una mujer inmoral.
Él era un noble caldeo; ella era una corrompida cananea.
Él era un gran líder; ella era una ciudadana común.
Él estaba en la cima en el orden económico y social; ella estaba en lo más bajo.
Pero Rahab la ramera aparece en la lista junto con Abraham en la ilustre galería de los fieles (He. 11:8, 17, 31) e incluso está en el linaje humano de Jesús, al ser la bisabuela de David (Mt. 1:5).
Como se informa en Josué 2, Rahab era una posadera en Jericó. Cuando Josué envió a dos hombres a la ciudad para que espiaran, su posada era un lugar lógico a donde ir, porque estaba en el muro y no habría necesidad de adentrarse mucho en la ciudad. Cuando el rey de Jericó se enteró de su presencia, envió funcionarios a la casa de Rahab para arrestarlos, pero ella informó falsamente que los espías habían abandonado la ciudad antes de que oscureciera y sugirió que enviaran soldados para capturarlos. Ella había escondido los dos hombres detrás de los manojos de lino que tenía en el terrado y después que los funcionarios se fueron, ella les dijo a los israelitas:
“Sé que Jehová os ha dado esta tierra; porque el temor de vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los moradores del país ya han desmayado por causa de vosotros. Porque hemos oído que Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y lo que habéis hecho a los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a los cuales habéis destruido. Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más aliento en hombre alguno por causa de vosotros, porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra. Os ruego pues, ahora, que me juréis por Jehová, que como he hecho misericordia con vosotros, así la haréis vosotros con la casa de mi padre, de lo cual me daréis una señal segura” (Jos. 2:9-12).
Rahab no solo reconoció que el Dios de Israel era el verdadero Señor, sino que es obvio que confiaba en Él.
Aunque sin duda NO sabía nada de la salvación como la entienden los cristianos, o aun como la entendían los israelitas de la antigüedad, su corazón era recto delante del Señor, y Él por su gracia aceptó la fe de ella por justicia.
También la protección que brindó a los espías, como un acto de obediencia a Él y por lo tanto, ella fue justificada por obras cuando recibió a los mensajeros y los envió de regreso por otro camino. Al igual que con Abraham y con cualquier otro creyente verdadero, la justicia imputada, que tiene como base la fe, resultó en justicia práctica reflejada en buenas obras. Su vida exterior manifestó su vida interior de fe.
Sin embargo, al igual que Abraham, ella NO era perfecta. Su profesión era despreciable y su mentira, pecaminosa.
Ella no honró al Señor con ninguna de las dos. Había nacido y se había criado en una corrupta sociedad pagana que el Señor estaba a punto de destruir, en la que las mentiras y todo tipo de pecados eran la norma. Pero cuando ella tuvo la oportunidad de demostrar su fe en el Señor, puso su vida a su disposición.
Si el rey descubría lo que estaba haciendo, ella y su familia serían ejecutadas por traición. En su inmensurable gracia, Dios aceptó su fe en Él y su servicio a Él, rescató su familia y la usó para sus propósitos divinos, convirtiéndola en un ejemplo de fe y un antepasado del Mesías.
La justificación de Abraham y de Rahab por las obras no se demostró por su profesión de fe, su adoración, ritual o por ninguna otra actividad religiosa. En ambos casos se demostró al poner todo lo que les era querido a disposición del Señor, encomendándolo a Él sin salvedades ni reservas.
Estaban totalmente comprometidos con el Señor, costara lo que costara. Es en el vórtice de los grandes planes, decisiones y encrucijadas de la vida, donde están en juego ambiciones, esperanzas, sueños, destinos y la propia vida, donde la verdadera fe se revela indefectiblemente.
Mucho antes de la crucifixión de Jesús, Abraham y Rahab estuvieron dispuestos a tomar su cruz, por decirlo así, y seguirlo (Mr. 8:34). Aborrecieron su vida en este mundo a fin de conservarla en el mundo venidero (Jn. 12:25).
Es también en ese mismo vórtice que se revela la fe falsa y engañosa. Santiago subraya que como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta. Él compara la fe muerta, que se profesa pero no tiene obras, con un cuerpo sin espíritu. Ambos son inútiles, carentes del poder que da la vida.
Es una seria realidad que no todos los que dicen tener fe en el Señor Jesucristo serán salvos. Como advirtió en Mateo 7:21-23: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”.
Consciente de tal aterradora verdad, Pablo exhortó: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos” (2 Co. 13:5). Abraham y Rahab permanecen para todos los tiempos como ejemplos de aquellos cuya fe viva pasó la prueba.