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PARABOLAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO  •  Sermon  •  Submitted   •  Presented
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El profeta Natán narró esta parábola al rey David cuando este había pecado con Betsabé.

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Algunos piensan que Jesús fue el único en utilizar las parábolas como recurso para ilustrar su mensaje, pero en el Antiguo Testamento encontramos ejemplos que demuestran lo contrario.
Las parábolas son una herramienta que se ha usado desde hace miles de años, incluso antes que Jesús.
esto es porque las historias nos ayudan a tener una mejor comprensión de conceptos que parecen difíciles.
Sabiendo que muchos no comprenderían su mensaje, Jesús las empleó para que sus seguidores —y todos los que le escuchaban— entiendan que el reino de Dios no estaba fuera de su alcance; y además tengan una idea más clara de sus palabras.
En el Antiguo Testamento también hubo otros personajes que usaron las parábolas para llamar la atención, contar una verdad o llevar el mensaje de Dios.
PARÁBOLAS QUE APARECEN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
2º Samuel 12:1–7 RVR60
1Jehová envió a Natán a David; y viniendo a él, le dijo: Había dos hombres en una ciudad, el uno rico, y el otro pobre. 2El rico tenía numerosas ovejas y vacas; 3pero el pobre no tenía más que una sola corderita, que él había comprado y criado, y que había crecido con él y con sus hijos juntamente, comiendo de su bocado y bebiendo de su vaso, y durmiendo en su seno; y la tenía como a una hija. 4Y vino uno de camino al hombre rico; y éste no quiso tomar de sus ovejas y de sus vacas, para guisar para el caminante que había venido a él, sino que tomó la oveja de aquel hombre pobre, y la preparó para aquel que había venido a él. 5Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. 6Y debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo tal cosa, y no tuvo misericordia. 7Entonces dijo Natán a David: Tú eres aquel hombre. Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl,
David tendría que haberse sentido muy contento.
Había conseguido lo que quería y al parecer había logrado huir de todas las consecuencias negativas.
Pero no era nada feliz. No lo era porque sentía esa agitación interior que causa una conciencia intranquila.
Ese silbo apacible y delicado debió de haber dejado a David muchas noches sin dormir en los meses que siguieron a su pecado.
Cuando recordaba ese tiempo sólo podía decir: “Se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día” (Sal. 32:3). Es más fácil encubrir el pecado de los ojos de los demás que acallar la voz de la conciencia.
Y eso no era todo.
David no había perdido la conciencia, pero sí había perdido algunas cosas.
Aquel corazón luminoso y contento que tan pronto se encendía para las cosas de Dios y le hacía sentirse lleno de gozo y de profundo deleite había desaparecido.
Aquel corazón había sido sustituido por un corazón frío, duro y muerto como una roca.
Podemos estar seguros de que David continuaría su alabanza en el Tabernáculo, pero ya no era igual. Un corazón frío hace que la adoración sea una tarea pesada y aburrida.
Quizá David se convenció de que era cuestión de aguantar un poco.
El paso del tiempo acabaría por silenciar su conciencia y devolverle el gozo.
Pero Dios tenía otros planes.
El único modo que tiene alguien de su pueblo de liberarse del pecado es escuchar la voz de la conciencia, confesar el pecado y recibir el perdón.
EL PECADO DENUNCIADO
Se cree que existe un período de casi un año entre los capítulos doce y trece.
Durante ese tiempo, el rey cargó con la culpa de su pecado, pero no lo confesó ni se arrepintió.
Su condición se describe en Salmos 32:3–4 y 51:6–12.
Estos dos salmos se deben leer y meditar antes de seguir el estudio.
Es interesante notar que el capítulo 11 termina con la misma palabra con que comienza el 12: Jehová.
Estaba molesto con David y por eso, en el tiempo propicio, le envió al profeta Natán.
Uno de sus trabajos era asegurar que el rey recordara y cumpliera las estipulaciones del pacto, y que fuera un ejemplo digno para el pueblo.
La parábola de denuncia 12:1–6
Para ayudarle a hacer esto, Dios le envió al profeta Natán.
El profeta Natán era sabio y muy buen maestro.
(Algunos se preguntan cómo se enteró Natán del pecado de David. La respuesta es muy simple: ¡Dios se lo dijo!).
¿Estaba atemorizado Natán ante la idea de enfrentarse a su rey? Probablemente no.
Como verdadero profeta de Dios, sabía que había un Rey mayor que David, un Rey que no era un hombre corriente como David.
Natán tenía mucho más temor a ofender a aquel Rey que a ofender a David.
El Señor le dio a Natán un relato para que se lo contara a David.
El propósito del mismo era llevarle a pronunciar el juicio respecto a sí mismo.
Funcionó a la perfección.
Natán entró y le contó la historia.
Una parábola que llegara a su corazón (vv. 1–4), lo hiciera recapacitar y se condenara a sí mismo (vv. 5–6).
El soberano incauto cayó en la “trampa” del profeta.
Natán fue enviado de Dios para hacerle ver su culpabilidad.
Muy sabiamente, Natán presentó a David un caso de estudio para que David diese su juicio al respecto.
La injusticia del rico, en la parábola, era clara y repugnante: el rico había actuado con avaricia, con injusticia, sin ninguna compasión y sin ninguna justificación por el hecho.
David se enfureció tremendamente ante la conducta de aquel rico y demandó que el rico pagase al pobre con cuatro ovejas, porque así lo requería la ley (Exo. 22:1).
La indignación de David para con el hombre rico fue tan grande que llegó a pensar que éste merecía la pena de muerte.
(Es más fácil reconocer la injusticia en otros, que en uno mismo.)
Al reconocer la injusticia en la acción de aquel hombre rico, David estaba en la posición que Natán quería.
Natán había conseguido la reacción que buscaba en David, ahora podía confrontarle directamente.
Describir el caso no era suficiente, era necesaria una confrontación directa: Tú eres ese hombre.
David era culpable de una acción que sí merecía la muerte.
David, aunque fuese el rey, no escapaba al juicio de Dios.
Las personas en su naturaleza humana tratan de esconder y encubrir su propio pecado; pero, la palabra de Dios se encarga de descubrir el pecado, aun en los ricos y poderosos.
La palabra de Dios se encarga de derribar las barreras que las personas construyen a su alrededor, penetrando hasta lo más profundo del corazón de la persona.
La sentencia “tú eres ese hombre” es una sentencia universal: Porque todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios (Rom. 3:23).
David ciertamente era el hombre rico de la parábola. Dios le había ungido como rey, le había protegido de Saúl y le había dado la casa de Saúl, el trono de Judá e Israel; y, por si aún no le parecía bastante, estaba dispuesto a darle más (vv. 7–8). Pero David, sin la más mínima consideración y con un frío egoísmo, había ido a casa de su vecino pobre y, sin vestigio alguno de lástima, le había quitado lo que le pertenecía y hasta le había mandado matar (v. 9).
Cada ser humano lleva grabada en su frente la sentencia: “tú eres ese hombre”, porque cada ser humano lleva sobre sí mismo la naturaleza del pecado y la condenación que viene a causa del pecado.
Solamente un hombre, Jesucristo, ha recibido una sentencia diferente: ¡Verdaderamente, este hombre era justo! (Luc. 23:47); es por su justicia que cada persona puede ser salva de la condenación y recibir su justicia por medio de la fe.
Un principio de gran valor para aprender es que jamás se puede pensar que, si peco, de todos modos, Dios después me perdona (Ro 6). ¿Qué nos impediría pensar de esta manera? ¿No es cierto que Dios perdona? Sí, pero eso no nos libra de las lesiones del pecado en esta vida; tal como ocurrió con David, que se arrepintió del pecado cometido con Betsabé (Sal 51) y fue perdonado (2S 12:3), pero no escapó de sufrir las consecuencias (2S 12:14–15).
Dios trae al arrepentimiento a personas en distintas maneras.
David vio la «paja» en aquel parabólico personaje, pero Dios le mostró la «viga» que él tenía.
David escondió su pecado, pero Dios se lo descubrió; enterró su culpa en lo profundo de la conciencia, pero le fue desenterrada; echó su maldad en el mar profundo del olvido, pero la misma salió a flote.
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