Cómo acercarse a Dios - Santiago 4:7-10

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Santiago 4:7–10 RVR60
7 Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. 8 Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. 9 Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. 10 Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.
Esos cuatro versículos tienen diez mandatos, dados todos en la forma del verbo imperativo aoristo del griego. Juntos forman uno de los más claros llamados a la salvación en toda la Biblia. Lamentablemente, muchos comentaristas han considerado que este pasaje se refiere a los cristianos, y que es un llamado para que regresen de la mundanalidad a la fidelidad a Dios. Por consiguiente, muchas veces se pierde esta gran invitación. El propósito de Santiago en toda la epístola es que, quienes se dicen cristianos, prueben su fe para saber si es genuina o falsa. No quiere que a ninguno lo engañen. Al igual que su Señor, él quiere descubrir la cizaña entre el trigo (vea Mt. 13:24-30). Su objetivo fundamental se declara en los versículos finales de Santiago: “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados” (5:19-20). Salvar el alma de una persona de la muerte es traerla a la salvación en Jesucristo. Comenzando en 3:13, Santiago advierte contra la sabiduría terrenal de los incrédulos, que “no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica” (v. 15). Produce “celos amargos y contención, …perturbación y toda obra perversa” (v. 16) y da testimonio de que el que la posee es “enemigo de Dios” (4:4). Aquí les ofrece a los incrédulos una invitación a la fe salvadora. Este texto, como la epístola en su totalidad, incluye exhortaciones a los creyentes para que aparten de sí cualquier vestigio que quede de su antigua forma de vivir, que sigue dañando su vida espiritual. Pero el énfasis primordial está claramente en los que dicen ser salvos pero no lo son. La clave de interpretación para identificar a los destinatarios de la reprensión de Santiago como incrédulos, es el término “pecadores”, un término empleado solo para describir a los inconversos (vea el análisis del v. 8 más adelante; cp. 5:20). La Palabra de Dios dice con toda claridad que Él escogió a los hombres para salvación “en él [Cristo] antes de la fundación del mundo… [y nos predestinó] para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:4-5) y que “a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29). Sin embargo, también es evidente que el Señor “manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hch. 17:30), “no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:9), y que Él por su gracia “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Ti. 2:4). Por consiguiente, en toda su Palabra, Dios lanza repetidos llamados a los hombres pecadores para que se arrepientan y regresen a Él y sean salvos. Por medio de Moisés, el Señor declaró:
he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días; a fin de que habites sobre la tierra que juró Jehová a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob, que les había de dar (Dt. 30:19-20). Por medio de Isaías, exhortó: “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Is. 55:6-7). Jesús prometió: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11:28-29), y que “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (16:24-25). Jesús les ordenó a sus apóstoles que fueran “por todo el mundo y [predicaran] el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15), “y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lc. 24:47). Pablo y Silas le aseguraron al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch. 16:31). En su carta a la iglesia de Roma, Pablo escribió: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:9-10). Ya en los finales de su Palabra, el Señor hace un llamado final a los inconversos al decir, “el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Ap. 22:17). La “mayor gracia”que Santiago acaba de mencionar (4:6) es la gracia justificadora, santificadora, glorificadora de Dios para salvación, este favor divino, soberano y amoroso, que otorga gratuitamente a pecadores indignos que confían en su Hijo Jesucristo como Salvador y Señor. Su gracia redentora es mayor que el poder del pecado, mayor que el poder de la carne y del mundo, mayor que el poder de Satanás. No importa cuán pecadora pueda ser una persona, no importa cuánto pueda amar al mundo y seguirlo, no importa cuán esclavizado pueda estar a la lujuria y a las pasiones por las cosas del mundo, la gracia de Dios tiene poder más que suficiente para salvar, redimir, purificar y santificar. J. A. Motyer escribe:
¡Qué contraste hay en este versículo! Nos dice que Dios está incansablemente de nuestro lado. Nunca titubea respecto a nuestras necesidades, siempre tiene más gracia a la mano para nosotros. Él nunca es menos que suficiente, siempre tiene más y aun más para dar. Sin importar las cosas a las que perdimos el derecho cuando pusimos el ego en primer lugar, no podemos perder el derecho a nuestra salvación, porque siempre hay mayor gracia. Sin que importe lo que le hagamos, Él nunca es derrotado. Podemos engañar la gracia de elección, contradecir la gracia de reconciliación, pasar por alto la presencia interior de la gracia; pero da mayor gracia. Aun cuando nos volvamos a Él y le digamos: “Lo que he recibido hasta aquí es mucho menos que lo suficiente”, Él replicaría: “Bien, puedes tener más”. Sus recursos nunca llegan al fin, su paciencia nunca se agota, su iniciativa nunca se detiene, su generosidad no conoce límites: Él da mayor gracia. (The Message of James [El mensaje de Santiago] [Downers Grove, Ill.: InterVarsity, 1985], 150; cursivas en el original) Los diez imperativos que Santiago ofrece aquí no están en orden soteriológico. Esto es, la salvación no viene por seguir estos pasos en este orden. La misericordiosa salvación de Dios es un gran misterio y no puede reducirse a una fórmula. Santiago sencillamente enumera los elementos de lo que Dios pide de los hombres en respuesta a su soberano llamado de gracia. La provisión divina del Señor exige una respuesta del hombre. Santiago exige de los creyentes, en respuesta al llamamiento divino, sumisión, resistencia, comunión, limpieza, purificación, aflicción, lamento, lágrimas, seriedad y humildad. SUMISIÓN Someteos, pues, a Dios. (4:7a) El primero de los diez mandatos viene de hupotassō (someteos), que es primordialmente un término militar que significa literalmente “estar por debajo en rango”. La forma pasiva indica que la sumisión ha de ser voluntaria. Se emplea a menudo el verbo en el Nuevo Testamento. Lucas lo emplea para referirse la obediencia de Jesús a sus padres cuando era niño (Lc. 2:51). Pablo lo emplea para indicar la responsabilidad de un cristiano ante el gobierno humano (Ro. 13:1), la responsabilidad de una esposa ante su esposo (Ef. 5:2124), y de un siervo ante su amo (Tit. 2:9; cp. 1 P. 2:18). Nadie puede ser salvo sin someterse a Dios, viviendo voluntariamente bajo su autoridad soberana como Señor, para seguir su voluntad a pesar de todo. Someterse a Dios es obedecer su Palabra sobre Cristo y la plenitud del “evangelio de Dios” (Ro. 1:1), así como someterse a Jesús como Señor y Dios (Ro. 10:9-10). Jesús dijo: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 10:39), y “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:27). En contra de lo que se enseña en algunos círculos evangélicos en la actualidad, sencillamente no se puede confiar en Cristo como Salvador si en el mismo momento uno no se somete a Él como Señor. Como el creyente estuvo una vez bajo el señorío de Satanás, ahora, mediante la fe salvadora, él con entusiasmo se pone a sí mismo bajo el señorío de Jesucristo. Como fue una vez enemigo de Dios y esclavo del pecado, ahora es un leal súbdito de su Señor y Maestro. RESISTENCIA resistid al diablo, y huirá de vosotros. (4:7b) Prácticamente por definición, el someterse a Dios, su nuevo Señor, es [resistir] al diablo, su viejo señor. resistid se traduce anthisētmi, que significa literalmente “levantarse en contra”, “oponerse”. No hay avenimiento posible, ni neutralidad alguna. Como Santiago acaba de poner en claro, “la amistad con el mundo [el dominio de Satanás] es enemistad contra Dios. Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (4:4; cp. 1 Jn. 2:15-17). Levantarse con el Señor es levantarse en contra de todo lo pecaminoso y mundano que anteriormente estaba atrayendo, corrompiendo y esclavizando. Como Pablo les recordó a los creyentes de Éfeso: Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás (Ef. 2:1-3; cp. He. 2:14-15). Diabolos (diablo) significa calumniador o acusador, uno de los títulos más comunes de Satanás en las Escrituras. Cualquiera que no sea de Cristo es un hijo del diablo (Jn. 8:44), y “el que practica el pecado es del diablo” (1 Jn. 3:8). El que es de Cristo es un hijo de Dios. La salvación trae un cambio de amo, un cambio de lealtad y un cambio de familia. La vida del creyente deja de servir al diablo para servir a Dios, y deja de ser esclavo del pecado y de Satanás para ser esclavo de la justicia y de Dios (Ro. 6:16-22). Al igual que el diablo dejó a Jesús después de las tentaciones en el desierto (Mt. 4:11), también huirá de los que lo resistan. Aquí hay una garantía de que el diablo puede ser vencido, a pesar de lo poderoso que es. Aun los que están sujetos en su poder (1 Jn. 5:19) pueden triunfar. El Señor Jesucristo lo venció en sus tentaciones y en la cruz (Jn. 12:31-33) y lo dejó vulnerable. No puede sostener a un pecador en contra de su voluntad. Incluso no puede conducir a un creyente al pecado sin el consentimiento de la voluntad de ese creyente. Cuando se le confronta y se le resiste con la verdad del evangelio, huye, suelta su agarre, mientras que el pecador arrepentido que cree, es sacado de las tinieblas a la luz. Después de la salvación, él viene una y otra vez mediante la obra de la carne del sistema del mundo, pero puede derrotarlo reiteradas veces el creyente que tiene la “espada del Espíritu”y el resto de la armadura (Ef. 6:10-17).
COMUNIÓN
Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. (4:8a) Acercaos es el tercer mandato, es acercarse en íntima comunión al Dios vivo, eterno y Todopoderoso. La salvación incluye el someterse a Dios como Señor y Salvador, pero también da el deseo de una verdadera relación con Él. Buscar la salvación es buscar a Dios (cp. Sal. 42:1; Mt. 7:7-11). Una de las funciones principales de los sacerdotes del Antiguo Testamento era “[acercarse] a Jehová, para que Jehová no [hiciera] en ellos estrago” (Éx. 19:22; cp. Lv. 10:3; Ez. 43:9; 44:13). Nuestro gran Sumo Sacerdote, Jesucristo, que nos lleva a Dios, oró a su Padre: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3), y después confirmó y definió a los que creen en Él, pidiendo que “todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (v. 21). Por encima de todo, el apóstol Pablo procuraba “conocerle [a Cristo], y el poder de su resurrección y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:10). Acercaos a Dios era en el Antiguo Testamento una expresión común para el que sinceramente se acercaba a Dios con contrición y humildad. Por medio de Isaías, el Señor dijo de los que se le acercaban hipócrita y superficialmente: “Este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” (Is. 29:13). Pero el salmista declaró: “En cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; he puesto en Jehová el Señor mi esperanza, para contar todas tus obras” (Sal. 73:28). David nos asegura que “Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Sal. 145:18). Aconsejó a su propio hijo Salomón: “Reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos. Si tú le buscares, lo hallarás” (1 Cr. 28:9; cp. 2 Cr. 15:1-2; Zac. 1:3). Por medio de Jeremías, el Señor prometió: “me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jer. 29:13). Como son impulsados por el propio Espíritu de Dios y aceptados por el Señor Jesús (Jn. 6:44, 65), los que tratan de conocer, adorar y tener comunión con Dios serán satisfechos. Como se observó antes, esa fue la voluntad del Padre mucho antes de que fuera la de ellos (Ro. 8:29: Ef. 1:4-5). Cuando vuelven a Él al igual que el hijo pródigo, con humildad, contrición y quebrantamiento por su pecado, el Padre celestial dice, en realidad, lo que aquel padre terrenal dijo para su hijo: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc. 15:22-24). Jesús le dijo a la mujer samaritana de Sicar: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn. 4:2324; cp. Fil. 3:3). El escritor de Hebreos aconseja a los creyentes: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro… acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (He. 4:16; 10:22). En su mensaje a los filósofos paganos en la colina de Marte, Pablo dijo:
porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas. Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos (Hch. 17:23-28). El corazón redimido busca la comunión con Dios (Sal. 27:8; 63:1-2; 84:2; 143:6; Mt. 22:37). LIMPIEZA Pecadores, limpiad las manos; (4:8b) El cuarto mandato en esta invitación a la salvación es Pecadores, limpiad las manos. El origen de este concepto estaba en la prescripción ceremonial judía para los sacerdotes, antes de que vinieran delante del Señor a ofrecer sacrificios en el tabernáculo o en el templo. Dios le ordenó a Moisés: Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce, para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y pondrás en ella agua. Y de ella se lavarán Aarón y sus hijos las manos y los pies. Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran. Y lo tendrán por estatuto perpetuo él y su descendencia por sus generaciones (Éx. 30:18-21; cp. Lv. 16:4). Isaías empleó la misma figura para representar el pecado no arrepentido de los que presumían adorar a Dios. Por medio de ese profeta el Señor advirtió a su pueblo: “Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos. Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo” (Is. 1:15-16; cp. 59:2). David se regocijó al pensar que “Jehová me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado” (Sal. 18:20). Pablo también empleó la condición de las manos para representar la conducta externa de la vida, diciendo: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda” (1 Ti. 2:8). “Manos santas” representa una vida espiritual y moralmente pura, sin la cual nadie puede acercarse a Dios. Es el pecado el que separa al hombre depravado del Dios santo. Por lo tanto, “Todo aquel que permanece en él, no peca”, afirma Juan; “todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn. 3:6). Aunque podemos resistir el pecado, la tentación y al diablo, no está en poder de ninguna persona, ni siquiera el poder de un creyente, el limpiarse espiritualmente. Por eso nuestro misericordioso Señor promete que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9). Por lo tanto, el mandato a limpiar las manos es una orden de someterse (vea Stg. 4:7a) a la divina purificación espiritual de Dios. El hecho de que la orden se dirige específicamente a pecadores, es una evidencia adicional de que Santiago está hablando a inconversos, llamándolos al arrepentimiento y a una relación salvadora con Dios. A lo largo del Nuevo Testamento, hamartōlos (pecadores) se usa solo para los inconversos (vea los textos mencionados más adelante). Los intérpretes que insisten en que todo este pasaje (4:7-10) se escribe a creyentes, deben por tanto sostener que el uso del de hamartōlos en el versículo 8 es la única excepción. Pero decir esto, en especial respecto a una palabra tan significativa y tan empleada, no se justifica sin una evidencia convincente en el contexto. Sencillamente no hay aquí tal evidencia convincente. De sus antiguas Escrituras, los judíos a quienes les escribía Santiago habrían entendido que pecadores se refería a inconversos. Los corruptos e impíos “hombres de Sodoma eran malos y pecadores contra Jehová en gran manera” (Gn. 13:13). El libro de Salmos comienza con estas palabras: “Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado” (1:1). El versículo 5 de ese salmo deja aun más claro que “pecadores” se refiere a no salvos: “No se levantarán los malos en el juicio, ni los pecadores en la congregación de los justos”. David habló de enseñar a los transgresores los caminos de Dios a fin de que “los pecadores se [conviertan] a ti” (Sal. 51:13). Isaías declara que “los rebeldes y pecadores a una serán quebrantados, y los que dejan a Jehová serán consumidos” (Is. 1:28) y que “el día de Jehová viene, terrible, y de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad, y raer de ella a sus pecadores” (Is. 13:9; cp. Am. 9:10). También en la época del Nuevo Testamento, como se refleja claramente en los Evangelios, hamartōlos se empleaba para referirse a los que estaban endurecidos en el pecado, no se habían arrepentido y eran a todas luces inmorales. Jesús aconsejó a sus oyentes: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt. 9:13). En otra ocasión dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lc. 5:32; cp. Mt. 9:13; Mr. 2:17). Antes de que fuera salva, Lucas llama a María de Betania “pecadora” (Lc. 7:37; cp. Jn. 12:3). Mientras estaba con pesar en el templo, “el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lc. 18:13). Pablo les recuerda a los creyentes que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8) y que “así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (5:19). En su primera carta a Timoteo, el apóstol clasifica a los pecadores con “los transgresores y desobedientes,… los impíos …los irreverentes y profanos” (1 Ti. 1:9). Algunos versículos más adelante identifica de modo aun más explícito a los pecadores con los inconversos, al decir: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (v. 15). Por consiguiente, parece estar fuera de toda duda que, al igual que el Antiguo Testamento y el resto del Nuevo, Santiago igualó los pecadores a los inconversos, los no salvos.
PURIFICACIÓN
y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. (4:8c) En este paralelismo hebraico, purificad vuestros corazones corresponde a “limpiad las manos” y vosotros los de doble ánimo corresponde a “pecadores”, las segundas frases añaden una dimensión más específica. Al igual que David, Santiago asocia los pecados externos de las manos con los pecados internos del corazón. “¿Quién subirá al monte de Jehová?”, pregunta David. “¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño” (Sal. 24:3-4; cp. 51:10). El inconverso no solo debe volverse de sus pecados externos, sino, aun más importante, de sus pecados internos del corazón, de donde brotan todos los pecados externos. “Del corazón”, dijo Jesús, “salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19). “Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén”, proclamó Jeremías, “para que seas salva. ¿Hasta cuándo permitirás en medio de ti los pensamientos de iniquidad?” (Jer. 4:14). “Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado”, implora Ezequiel a sus conciudadanos israelitas, “y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo” (Ez. 18:31). Cuando eso ocurre, el Señor promete: Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra (36:25-27). El evangelista del siglo XVIII George Whitefield dijo: “Cada hombre por su propia naturaleza aborrece a Dios. Pero cuando se vuelve a Dios por medio de un arrepentimiento evangélico, cambia su voluntad; entonces su conciencia, ahora endurecida y embotada, será vivificada y debilitada; su duro corazón será ablandado y sus rebeldes afecciones serán crucificadas. Así, por ese arrepentimiento, toda el alma cambiará, tendrá nuevas inclinaciones, nuevos deseos y nuevos hábitos”. Dipsuchos (de doble ánimo) literalmente significa “doble alma”, y solamente Santiago la emplea en el Nuevo Testamento (vea también 1:8). Esta es la persona carente de integridad, que dice ser una cosa y vive otra. Este es el hipócrita en la congregación de los creyentes, que por lo general es confrontado en Santiago. He aquí una prueba más de que Santiago está hablando de y a los incrédulos. El Señor mismo puso en claro que “ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Mt. 6:24) y que “el que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (12:30). Por lo tanto, una persona de doble ánimo no puede ser cristiana. Isaías estaba llamando al pecador de doble ánimo a que purificara su corazón cuando imploró: “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Is. 55:6-7).
AFLICCIÓN
Afligíos (4:9a) Los tres mandatos siguientes son una serie de verbos simples, sin modificadores. El primero es talaipōreō (afligíos), que se emplea solo aquí en el Nuevo Testamento, aunque las formas nominales y adjetivales se emplean en otras partes (vea Ro. 3:16 {desventura}; 7:24 {miserable}; Stg. 5:1 {miserias}; Ap. 3:17 {miserable}). Denota el concepto de estar quebrantado y sentirse miserable por las circunstancias propias; en este caso, el de un pecador, perdido y separado de Dios. Este es exactamente el sentimiento que expresó el publicano del que habló Jesús que “no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lc. 18:13). Carlos Spurgeon escribió: “Hay una relación esencial entre la agonía del alma y la sana doctrina. La gracia soberana está cerca de los que han gemido profundamente al ver lo terriblemente pecadores que son”. La aflicción a la que se refiere aquí Santiago no tiene nada que ver con estar afligido por las circunstancias desfavorables de la vida y desear que Dios nos ayude para tener circunstancias mejores. No se relaciona con ascetismo religioso, o una autorrenuncia extrema o gran sacrificio que se supone haga a una persona humilde y más digna ante los ojos de Dios. Pablo rechaza abiertamente tal tipo de aflicción impuesta por la propia persona, advirtiendo que: el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia, prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad (1 Ti. 4:1-3). Como el apóstol explica a los creyentes de Colosas: “Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (Col. 2:23). Esta aflicción tiene que ver con el quebrantamiento por los pecados de uno y la violación de la santa ley de Dios y el temor al juicio. LAMENTO y lamentad (4:9b) Junto con afligirse, el pecador contrito ha de lamentarse por su pecado. La idea es la de una profunda aflicción y compunción, un total desespero que se lamenta por el pecado, de la misa forma que uno se acongoja por la muerte de un miembro de la familia o un amigo cercano. Es uno de los requisitos que establece el Señor mismo durante su encarnación: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mt. 5:4). Junto con la aflicción y el llanto, define la emoción del arrepentimiento (cp. 2 Co. 7:9-11). Francis Fuller sabiamente observó: Arrepentirse es acusarse y condenarse a sí mismo; cargar sobre nosotros el desamparo del infierno; ponernos de parte de Dios en contra nuestra, y justificarlo en todo lo que hace contra nosotros; avergonzarnos y confundirnos por nuestros pecados; tenerlos siempre delante de nosotros, y en todo momento sobre nuestro corazón, de forma que estemos en diaria aflicción por ellos; renunciar a aquellos pecados que producen placer y que nos han sido tan queridos como nuestra vida, de forma que nunca más tengamos que ver con ellos, los aborrezcamos y los destruyamos como cosas para las que, por naturaleza, estemos totalmente desmotivados. Como por naturaleza nos amamos y pensamos muy bien de nosotros mismos, ocultamos nuestras imperfecciones, disminuimos y justificamos nuestras faltas, nos complacemos en las cosas que nos agradan, nos desenfrenamos con nuestras lujurias y las seguimos, aunque para nuestra propia destrucción. (Citado en Spiros Zodhiates, The Behavior of Belief [El comportamiento de la fe) [Grand Rapids: Eerdmans, 1973], 2:286) LÁGRIMAS y llorad (4:9c) Llorar es la manifestación externa de la aflicción y el lamento antes mencionados. Eso es lo que el profeta Isaías le dijo que hiciera a la infiel Israel, recordándole: “Por tanto, el Señor, Jehová de los ejércitos, llamó en este día a llanto y a endechas, a raparse el cabello y a vestir cilicio” (Is. 22:12). Es lo que Pedro hizo después de comprender que, tal como predijo el Señor, lo había negado. “Y el gallo cantó la segunda vez. Entonces Pedro se acordó de las palabras que Jesús le había dicho: Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces. Y pensando en esto, lloraba” (Mr. 14:72). Es el llanto de “la tristeza que es según Dios [el que] produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse” (2 Co. 7:10). En un perspicaz poema, H. Caunter escribió: Una lágrima mancha la mejilla y habla más que la lengua que mancilla, sus palabras sin nombre hábil entrenza mostrando las angustias interiores de pecados inmundos y de horrores; es la lágrima vil de la vergüenza. (Citado en Zodhiates, The Behavior of Belief SERIEDAD Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. (4:9d) El noveno mandato, como el cuarto y el quinto (4:8b-c), está en la forma de un dístico hebreo, expresando la misma verdad fundamental en dos formas diferentes pero paralelas. Santiago no está condenando la risa o el gozo legítimos, sino la risa y el gozo frívolos, mundanos, egoístas y sensuales que muestran los inconversos, a pesar de, y a menudo debido a, sus placeres pecaminosos. Corresponde con la advertencia de Jesús: “¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis” (Lc. 6:25), y es lo opuesto de una bienaventuranza dada algunos versículos antes, que solo aparece en Lucas: “Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis” (v. 21). En ambos versículos Jesús empleó una forma verbal del sustantivo que en el texto en estudio se traduce risa. Al confesar los pecados de su pueblo, Jeremías se lamentaba: “Cesó el gozo de nuestro corazón; nuestra danza se cambió en luto. Cayó la corona de nuestra cabeza; ¡Ay ahora de nosotros! porque pecamos” (Lm. 5:15-16). Santiago está llamando a los incrédulos a lamentarse y angustiarse por “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Jn. 2:16) que había caracterizado su vida anterior y los había hecho enemigos de Dios (Stg. 4:4). HUMILDAD Humillaos delante del Señor, y él os exaltará. (4:10) Como se ha observado varias veces en este comentario, la humildad es en realidad el punto de partida y resumen de la salvación, en lo que tiene que ver con la respuesta humana. La primera bienaventuranza es: “Bienaventurados los pobres en espíritu [los humildes], porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5:3). Ya en este pasaje Santiago ha declarado que “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (4:6). Tapeinoō (humillaos) significa literalmente “hacer bajo”. Aquí significa empequeñecerse uno mismo, no con la falsa humildad que muchos emplean a fin de inducir a otros a engrandecerlos, sino en una genuina realización de completa indignidad por causa del pecado. Cuando el pecador arrepentido se somete a Dios y trata de estar cerca de Él, clama como Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5). Cuanto más ve un inconverso a Dios como en realidad es, glorioso y santo, con tanta mayor claridad se ve a sí mismo como en realidad es, pecador y corrompido. Aun Pedro se quedó consternado y espantado cuando vio que Jesús milagrosamente llenó su red, gritando: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8). Después los discípulos tuvieron más temor de Jesús por calmar la tormenta, que el temor que habían sentido por la tormenta misma, “y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?” (8:25). Dios siempre ha exaltado a los que son espiritualmente humildes. El Señor dio testimonio a Salomón: “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra” (2 Cr. 7:14). El salmista alabó al Señor diciendo: “El deseo de los humildes oíste, oh Jehová; tú dispones su corazón, y haces atento tu oído” (Sal. 10:17). Por medio de Isaías Dios prometió: “Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is. 57:15). Jesús puso en claro que “el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23:12). En este caso también el hijo pródigo es el ejemplo perfecto de contrita humildad. Cuando volvió en sí en aquel país lejano, se dijo: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15:18-19). Cuando regresó a su casa y expresó esta sincera contrición, “el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc. 15:22-24). Este es un cuadro de la forma en la que Dios da su “mayor gracia” (Stg. 4:6) a los que llegan delante del Señor arrepentidos y humillados. Él los exaltará espléndidamente. Es de esta exaltación por gracia que Pablo habla en su carta a la iglesia de Éfeso: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia (Ef. 1:3-7). Aun más que eso, nuestro amoroso Padre celestial “juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (2:6). 16. El terrible pecado de difamar a los demás Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro? (4:11-12)
Cuando los monjes medievales compilaron una lista de los siete pecados capitales, incluyeron el orgullo, la codicia, la lujuria, la envidia, la gula, la ira y la pereza. Notoriamente ausente de esa lista estuvo el pecado de difamar a los demás. Con toda probabilidad, la difamación tampoco estaría en los primeros lugares de alguna lista de graves pecados que se hiciera en nuestra época. Está tan generalizada que apenas parecemos notarla. A pesar de nuestra despreocupada actitud hacia él, el difamar es un pecado muy destructivo. La difamación ataca la dignidad de las personas, denigra su personalidad y destruye su reputación; su más preciado bien terrenal (Pr. 22:1; Ec. 7:1). La sociedad humana reconoce la gravedad de la difamación y aprueba leyes que permiten a aquellos cuyo buen nombre es calumniado, demandar por difamación de su persona. La difamación no es solamente un pecado devastador, es también ubicuo. Mientras otros pecados requieren una serie de circunstancias particulares antes de que se cometan, la difamación solo necesita una lengua maliciosa manejada por el odio (cp. Sal. 41:7-8; 109:3). Al ser tan fácil de cometer, la difamación está muy extendida, casi ineludible. Como Hamlet advirtió a Ofelia: “aunque vos seáis casta como el hielo y tan pura como la nieve, no escaparás de la calumnia [difamación]” (Shakespeare, Hamlet, acto 3, escena 1). La Biblia tiene mucho que decir acerca de la difamación. El Antiguo Testamento denuncia el pecado de calumniar a Dios, o a los hombres, muchas veces más que lo hace de otro pecado. En Levítico 19:16, Dios le ordena a su pueblo: “No andarás chismeando entre tu pueblo”. Es la característica de un hombre santo que “no calumnia con su lengua” (Sal. 15:3); es la característica de los malvados que ellos calumnian a los demás (Sal. 50:19-20; Jer. 6:28; 9:4; Ro. 1:30). La seriedad de la calumnia hizo que David jurara: “Al que solapadamente infama a su prójimo, yo lo destruiré” (Sal. 101:5), y que dijera: “El hombre deslenguado no será firme en la tierra” (Sal. 140:11). Salomón sabiamente aconsejó sobre el peligro de asociarse a un calumniador (Pr. 20:19). El Nuevo Testamento también condena la difamación. El Señor Jesús identificó que su fuente es un corazón malo (Mt. 15:19) y enseñó que contamina a la persona (Mt. 15:20). Pablo temía encontrar difamaciones [maledicencias] entre los corintios cuando los visitara (2 Co. 12:20), y ordenó a los efesios (Ef. 4:31) y a los colosenses (Col. 3:8) que la evitaran. Pedro también exhortó a sus lectores a no difamar a otros (1 P. 2:1). Las Escrituras recogen las consecuencias devastadoras de la difamación. Proverbios 16:28 y 17:9 advierten que destruye las amistades. Proverbios 18:8 y 26:22 hablan de las profundas heridas que inflige en el calumniado, mientras Proverbios 11:9 y Isaías 32:7 advierten que la difamación puede a la postre destruir personas. Los calumniadores avivan la contienda (Pr. 26:20), siembran discordias (6:19), y se hacen necios (10:18). La Biblia presenta muchos ejemplos de difamación. Los hijos de Labán difamaron a Jacob, diciendo de él: “Jacob ha tomado todo lo que era de nuestro padre, y de lo que era de nuestro padre ha adquirido toda esta riqueza” (Gn. 31:1). Siba, el siervo de Saúl, difamó al hijo de Jonatán, Mefi-boset, ante David, acusándolo falsamente de un complot para usurpar su trono (2 S. 16:3); una acusación que Mefi-boset negó con vehemencia (2 S. 19:25-27). Ante la instigación de la malvada reina Jezabel, dos hombres indignos difamaron del justo Nabot, lo que causó su ejecución (1 R. 21:13). Los enemigos de los judíos que regresaron del exilio difamaron de ellos ante los jefes de Persia (Esd. 4:6-16), provocando la detención de la reconstrucción de Jerusalén (Esd. 4:17-24). El rey árabe, Gasmu, difamó a los que regresaron del exilio y a Nehemías, diciendo que tramaban rebelarse y hacer a Nehemías su rey (Neh. 6:5-7). Amán, el genocida adversario de los judíos, habló mal de ellos a Asuero, el rey persa (Est. 3:8). David (1 S. 24:9; Sal. 31:13), Juan el Bautista (Mt. 11:18), nuestro Señor (Mt. 11:19; 26:59; Jn. 8:41, 48), y el apóstol Pablo (Ro. 3:8) fueron también blanco de la difamación. Una de las ilustraciones más impresionantes del daño catastrófico que el pecado de la difamación puede causar se encuentra en la guerra de David con los amonitas y sus aliados arameos. La historia se desarrolla en 2 Samuel 10: Después de esto, aconteció que murió el rey de los hijos de Amón, y reinó en lugar suyo Hanún su hijo. Y dijo David: Yo haré misericordia con Hanún hijo de Nahas, como su padre la hizo conmigo. Y envió David sus siervos para consolarlo por su padre (vv. 1-2a). Buscando mostrar buena voluntad al rey amonita, cuyo padre le había mostrado a él buena voluntad (tal vez cuando David había estado fugitivo de Saúl cerca de Moab; cp. 1 S. 22:3-4), David envió una delegación para consolarlo. Sin embargo, los consejeros de Hanún envenenaron su mente contra David: Mas llegados los siervos de David a la tierra de los hijos de Amón, los príncipes de los hijos de Amón dijeron a Hanún su señor: ¿Te parece que por honrar David a tu padre te ha enviado consoladores? ¿No ha enviado David sus siervos a ti para reconocer e inspeccionar la ciudad, para destruirla? Entonces Hanún tomó los siervos, de David les rapó la mitad de la barba, les cortó los vestidos por la mitad hasta las nalgas, y los despidió. Cuando se le hizo saber esto a David, envió a encontrarles, porque ellos estaban en extremo avergonzados; y el rey mandó que les dijeran: Quedaos en Jericó hasta que os vuelva a nacer la barba, y entonces volved (vv. 2b-5). Conscientes de que esa humillación pública a los enviados de David resultaría inevitablemente en guerra con Israel, los amonitas contrataron mercenarios (v. 6). Al enterarse de la movilización de los amonitas, David envió su ejército, comandado por Joab, para enfrentarlos en la batalla (v. 7). La guerra resultante finalizó con una desastrosa derrota para los amonitas y sus aliados: Y saliendo los hijos de Amón, se pusieron en orden de batalla a la entrada de la puerta; pero los sirios de Soba, de Rehob, de Is-tob y de Maaca estaban aparte en el campo. Viendo, pues, Joab que se le presentaba la batalla de frente y a la retaguardia, entresacó de todos los escogidos de Israel, y se puso en orden de batalla contra los sirios. Entregó luego el resto del ejército en mano de Abisai su hermano, y lo alineó para encontrar a los amonitas. Y dijo: Si los sirios pudieren más que yo, tú me ayudarás; y si los hijos de Amón pudieren más que tú, yo te daré ayuda. Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere. Y se acercó Joab, y el pueblo que con él estaba, para pelear contra los sirios; mas ellos huyeron delante de él. Entonces los hijos de Amón, viendo que los sirios habían huido, huyeron también ellos delante de Abisai, y se refugiaron en la ciudad. Se volvió, pues, Joab de luchar contra los hijos de Amón, y vino a Jerusalén. Pero los sirios, viendo que habían sido derrotados por Israel, se volvieron a reunir. Y envió Hadad-ezer e hizo salir a los sirios que estaban al otro lado del Éufrates, los cuales vinieron a Helam, llevando por jefe a Sobac, general del ejército de Hadad-ezer. Cuando fue dado aviso a David, reunió a todo Israel, y pasando el Jordán vino a Helam; y los sirios se pusieron en orden de batalla contra David y pelearon contra él. Mas los sirios huyeron delante de Israel; y David mató de los sirios a la gente de setecientos carros, y cuarenta mil hombres de a caballo; hirió también a Sobac general del ejército, quien murió allí. Viendo, pues, todos los reyes que ayudaban a Hadad-ezer, cómo habían sido derrotados delante de Israel, hicieron paz con Israel y le sirvieron; y de allí en adelante los sirios temieron ayudar más a los hijos de Amón. Aconteció al año siguiente, en el tiempo que salen los reyes a la guerra, que David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel, y destruyeron a los amonitas, y sitiaron a Rabá; pero David se quedó en Jerusalén (10:8–11:1). Una guerra en la que participaron varias naciones, ocasionó más de cuarenta mil muertos solo en el grupo de los perdedores (entre ellos el general de las fuerzas arameas), así como la pérdida de la ciudad capital de Amón (2 S. 12:2629), fue el resultado de las difamantes mentiras de los príncipes amonitas con relación a los motivos de David (2 S. 10:3). La difamación se originó en el Huerto del Edén, perpetrada por Satanás (cuyo otro título común, “diablo”, apropiadamente significa “calumniador”; cp. Ap. 12:10). La clave para su éxito al tentar a Eva estuvo en las difamadoras tergiversaciones del carácter y de los motivos de Dios: Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella (Gn. 3:1-6). En el versículo 1 Satanás difamó la integridad de Dios (“¿Conque Dios os ha dicho…”); en el versículo 5 lo hizo con relación a los motivos de Dios (“sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios…”), insinuando que Dios estaba ocultando egoístamente algo bueno para Adán y Eva. Así que, el primer acto de difamación en la historia humana llevó directamente al primer pecado. La difamación es un pecado muy grave que Dios aborrece (Pr. 6:16-19) y juzgará (Sal. 52:1-5). Antes de analizar el texto de Santiago 4:11-12, debe tratarse sobre una interpretación errónea común. Los mandatos bíblicos contra la difamación no prohíben, como muchos creen erróneamente en la iglesia actual, el reprender a los que persisten en no arrepentirse de algún pecado. Por el contrario, tal exposición pública del pecado se ordena en las Escrituras. En Mateo 18:15-17, Jesús estableció parámetros para tratar con los cristianos que pecan: Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano.
Esos que se niegan a arrepentirse después de exhortaciones privadas, deben ser reprendidos en público ante la iglesia. Pablo repitió el mandato del Señor en Tito 3:10, diciéndole a Tito que deseche “al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación”, y él mismo reprendió a tales personas (1 Co. 5:1-5). De modo que las palabras de Santiago de no murmuréis los unos de los otros no prohíbe la denuncia del pecado con un propósito justo, sino la mentira con un propósito malicioso. Katalaleō (murmuréis) aparece solo aquí y en 1 Pedro 2:12 y 3:16. Junto con los sustantivos relacionados katalalia (2 Co. 12:20 “maledicencias”; 1 P. 2:1 “detracciones”) y katalalous (“detractores”; Ro. 1:30), se refiere al hablar en contra de otros de forma irreflexiva, desconsiderada, descuidada, crítica, despectiva y falsa. Como se ha observado a lo largo de este comentario, Santiago escribió su epístola a fin de presentar pruebas de una fe viva, genuina y salvadora. Habiendo mostrado que la característica de un verdadero creyente es la humildad (Stg. 4:10), muestra entonces una forma práctica en la que se viola la humildad y se revela el orgullo, a través de la murmuración de otros. Una persona cuya vida se caracteriza por una habitual difamación y condena a los demás, deja ver un corazón malvado, no amoroso y no regenerado (1 Jn. 2:9-10; 4:20). Su boca se convierte en un túnel a través del cual escapa la corrupción de su corazón. Por otra parte, una manera santa de hablar distingue al creyente (Ef. 4:25, 29; Col. 4:6). El tema de la murmuración, entonces, se convierte en una prueba de la genuina salvación, y para los creyentes, una medida de madurez espiritual. Para ayudar a los creyentes a controlar su lengua y evitar la murmuración, Santiago nos exhorta a examinar cuatro aspectos de nuestro pensamiento: “Lo que pensamos de los demás, de la ley, de Dios y de nosotros mismos”. LO QUE PENSAMOS DE LOS DEMÁS Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, (4:11a) La triple repetición hermanos… hermano… hermano nos recuerda la relación familiar que tenemos con otros cristianos. Murmurar es la antítesis de lo que se espera y es aceptable en una familia, cuyos miembros deben amarse, apoyarse y protegerse mutuamente. Aunque los cristianos deben esperar murmuraciones de los que no están en la iglesia (1 P. 2:12; 3:16), la murmuración dentro de la iglesia es inaceptable. “Pero si os mordéis y os coméis unos a otros”, advirtió Pablo a los gálatas, “mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gá. 5:15). La solemne advertencia de nuestro Señor que aparece en Mateo 18:6 refleja la seriedad de murmurar de otros creyentes: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. Mejor sufrir una muerte horrenda, dijo Jesús, que ofender a otro creyente. Los cristianos deben tomar medidas radicales para evitar tales ofensas (vv. 8-9), sabiendo que el Padre se interesa en cómo se trata a sus hijos (v. 10).
Muy asociado con el pecado de la murmuración está el de ser condenatorio. Así que, después de advertir a sus lectores que no murmuraran los unos de los otros, Santiago con autoridad advierte a los que juzgan al hermano, que lo dejen de hacer. Krinō (juzga) no se refiere a evaluación, sino a condenación. Su advertencia es semejante a la de nuestro Señor: No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano (Mt. 7:1-5). Si a los demás creyentes se les ve como los escogidos por Dios antes de la fundación del mundo, por quienes Cristo murió, que son amados y exaltados por Dios, y con quienes pasaremos la eternidad en el cielo, buscaremos honrarlos, amarlos y protegerlos. El primer paso para evitar el pecado de la murmuración no es mantener sellados nuestros labios, sino tener pensamientos correctos sobre los demás. LO QUE PENSAMOS DE LA LEY murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. (4:11b) Este es el próximo paso lógico en la línea de pensamiento de Santiago. Como el amar a los demás es la quintaesencia de la ley (Ro. 13:8; Stg. 2:8), y la murmuración muestra falta de amor por otros, entonces la murmuración es una violación de la ley. La ley es el amor codificado; es la expresión de cómo amar a los demás. Un examen de los Diez Mandamientos muestra que son diez características del amor expresado. El primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éx. 20:3), muestra que el amor no es inconstante, sino resuelto, consagrado, leal. El segundo mandamiento: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra” (v. 4), describe, por otra parte, la fidelidad del amor. El amor no solo es leal en actitud, sino fiel en la práctica. El tercer mandamiento: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (v. 7), revela que el amor debe ser respetuoso. El cuarto mandamiento: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo” (v. 8), describe la intimidad del amor o su consagración. El quinto mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da” (v. 12), revela que el amor debe ser sumiso a la autoridad, representada aquí por la autoridad de los padres. Los creyentes deben, por supuesto, someterse a Dios. También deben, como escribió Pablo, “[someterse] unos a otros en el temor de Dios” (Ef. 5:21). El sexto mandamiento: “No matarás” (Éx. 20:13), expresa el valor que el amor le da a los demás. En el Nuevo Testamento, Jesús reveló que la intención real de este mandamiento no era simplemente prohibir el asesinato, sino también la ira que puede llevar al asesinato (Mt. 5:21-22). El
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