Llamados a Servir a Dios con Gratitud

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Introducción

Vivimos en un mundo que está siendo sacudido continuamente. Todo aquello en lo que la gente pone su confianza—gobiernos, economías, personas, o instituciones—es inestable y frágil. Lo que hoy parece una fuente de seguridad, mañana se desvanece. Esto nos llena de incertidumbre, porque no hay nada en este mundo que nos ofrezca estabilidad.
De hecho, el texto que veremos esta mañana nos recuerda que este mundo, tal como lo conocemos, será sacudido y no permanecerá. Sin embargo, también nos ofrece una certeza firme: todos los que hemos puesto nuestra esperanza en Cristo no seremos conmovidos. Dios, en su gracia, nos ha ofrecido en Cristo un reino inconmovible que permanecerá para siempre.
Toda persona que vive a la luz de esta esperanza es llamada por Dios a servirle con gratitud y reverencia. Mientras meditamos juntos en Hebreos 12:18-29, veremos una última exhortación a medida que nos acercamos al final de esta carta. Es una exhortación en la que el Espíritu de Dios nos llama a responder con gratitud y reverencia a la gracia que nos ha sido dada, al ser llamados por Dios, por la fe en Cristo, a participar de su reino inconmovible.
Hebreos 12:18–29 NBLA
Porque ustedes no se han acercado a un monte que se puede tocar, ni a fuego ardiente, ni a tinieblas, ni a oscuridad, ni a torbellino, ni a sonido de trompeta, ni a ruido de palabras tal, que los que oyeron rogaron que no se les hablara más. Porque ellos no podían soportar el mandato: «Si aun una bestia toca el monte, será apedreada». Tan terrible era el espectáculo, que Moisés dijo: «Estoy aterrado y temblando». Ustedes, en cambio, se han acercado al monte Sión y a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, a la asamblea general e iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos, y a Dios, el Juez de todos, y a los espíritus de los justos hechos ya perfectos, y a Jesús, el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la sangre de Abel. Tengan cuidado de no rechazar a Aquel que habla. Porque si aquellos no escaparon cuando rechazaron al que les amonestó sobre la tierra, mucho menos escaparemos nosotros si nos apartamos de Aquel que nos amonesta desde el cielo. Su voz hizo temblar entonces la tierra, pero ahora Él ha prometido, diciendo: «Aún una vez más, yo haré temblar no solo la tierra, sino también el cielo». Y esta expresión: Aún, una vez más, indica la remoción de las cosas movibles, como las cosas creadas, a fin de que permanezcan las cosas que son inconmovibles. Por lo cual, puesto que recibimos un reino que es inconmovible, demostremos gratitud, mediante la cual ofrezcamos a Dios un servicio aceptable con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor.
Vamos a considerar en nuestro texto tres razones que el Espíritu de Dios nos da para que, en un mundo que está siendo y será conmovido, sirvamos a Dios con gratitud.
Dios espera que vivamos de esta manera, en respuesta a la gracia que nos ha ofrecido, al darnos en Cristo un reino inconmovible que permanecerá para siempre. Esta respuesta de gratitud y servicio reverente no es opcional; es el fruto natural en la vida de un verdadero creyente.
La primera razón para servir a Dios agradecidos:

1. Él nos ha dado acceso a su gloria (vv. 18-24)

El pasaje de Hebreos 12:18-24 establece un contraste profundo entre dos montes que representan dos momentos clave en la relación de Dios con su pueblo: la adoración en el Monte Sinaí y la adoración en el Monte Sion. Este contraste marca una diferencia en el desarrollo del plan redentor de Dios, desde el antiguo pacto hasta el nuevo pacto en Cristo.
Comenzamos con la adoración que tuvo lugar en el Monte Sinaí, descrita en los versículos 18-21. Aquí el pueblo de Israel, después de ser redimido de la esclavitud en Egipto, fue guiado por la columna de nube y de fuego hasta este monte para adorar y servir a Jehová en la hermosura de su santidad. El Monte Sinaí era un lugar de encuentro con Dios, pero la experiencia de Israel allí estaba marcada por el temor, la distancia y la separación.
Dios descendió desde su templo celestial para estar con su pueblo, y su presencia fue tan poderosa y santa que todo el monte fue envuelto en fuego, humo, y oscuridad.
El monte fue santificado por la presencia de Dios, transformándose en un lugar santísimo donde nadie podía acercarse sin morir, excepto aquellos que habían sido santificados, como Moisés. El fuego y las tinieblas eran símbolos de la gloria inalcanzable de Dios y del juicio que caería sobre aquellos que se acercaran sin el debido respeto a las instrucciones de Dios.
Esta experiencia en el Monte Sinaí, aunque real e impactante, fue también una sombra de algo mayor. Aqui se recreó la escena del Monte Edén.
En Edén, Adán adoro a Dios como sumo sacerdote, mediando la relación entre Dios y la creación, el Monte Sinaí prefigura esa relación mediada, donde Moisés actúa como el representante del pueblo. Moisés subió al monte como mediador del antiguo pacto, recibiendo la ley, ofreciendo sacrificios y trayendo la palabra de Dios al pueblo.
Esta mediación, sin embargo, era limitada y no podía resolver completamente el problema del pecado.
El Monte Sinaí es también un recordatorio de la santidad y justicia de Dios. El fuego ardiente en el monte reflejaba su pureza, y las tinieblas y la tormenta eran una imagen visual de la separación que el pecado crea entre Dios y el hombre.
El pueblo estaba cerca de Dios, pero al mismo tiempo terriblemente lejos. No podían soportar oír la voz de Dios directamente, rogando a Moisés que fuera su intermediario.
Hebreos 12:19 NBLA
ni a sonido de trompeta, ni a ruido de palabras tal, que los que oyeron rogaron que no se les hablara más.
La santidad de la voz de Dios expuso su pecaminosidad y la incapacidad de estar en la presencia de Dios sin un mediador.
Este cuadro del Monte Sinaí nos muestra la realidad del antiguo pacto: una adoración marcada por el temor, la distancia, y la separación. Aunque había comunión entre Dios e Israel, esta comunión estaba mediada por la ley y los sacrificios, y estaba llena de restricciones.
El pueblo no podía acercarse plenamente a Dios porque el pecado aún no había sido tratado completamente.
Todo lo que sucedió en Sinaí apuntaba hacia la necesidad de un mediador perfecto, alguien que pudiera abrir el camino al acceso completo y libre a Dios.
El Monte Sinaí también representaba un límite entre el cielo y la tierra. Sinai fue una proyección del cielo en la tierra, donde la gloria de Dios descendió momentáneamente para encontrarse con su pueblo.
Sin embargo, este encuentro está marcado por la advertencia:
Hebreos 12:20 NBLA
Porque ellos no podían soportar el mandato: «Si aun una bestia toca el monte, será apedreada».
El monte era un lugar santo, pero esa santidad era inaccesible para el pueblo. La adoración en Sinaí era real, pero insuficiente. Estaba basada en la ley, que mantenía la separación entre Dios y su pueblo hasta que la obra redentora de Cristo abriera el camino.
Contrastemos esto con la adoración que tiene lugar hoy en el Monte Sion:
Hebreos 12:22–24 NBLA
Ustedes, en cambio, se han acercado al monte Sión y a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, a la asamblea general e iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos, y a Dios, el Juez de todos, y a los espíritus de los justos hechos ya perfectos, y a Jesús, el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la sangre de Abel.
Mientras que el Monte Sinaí simboliza la distancia y el temor, el Monte Sion representa la comunión plena y gozosa con Dios.
Este acceso que tenemos ahora es mucho mayor que el acceso restringido de Sinaí. En Cristo, el mediador del nuevo pacto, hemos sido llevados directamente al cielo, donde tenemos acceso completo a la presencia de Dios.
La adoración en el Monte Sion es celestial, donde no solo estamos en comunión con Dios, sino que nos unimos a los ángeles y a los santos glorificados en la adoración continua. Esta es la verdadera realidad espiritual en la que participamos cuando adoramos a Dios en Cristo. Ya no hay miedo ni restricciones. Ya no hay límites entre el cielo y la tierra, porque Cristo ha roto esas barreras.
A diferencia de Sinaí, donde solo Moisés podía subir y el pueblo debía mantenerse alejado, en el Monte Sion todos los creyentes tienen acceso directo a Dios.
Nos hemos acercado “a Dios, el juez de todos”, pero ya no tememos su juicio, porque hemos sido justificados por la sangre de Cristo. Este acceso completo a la presencia de Dios es una realidad gloriosa que supera lo que Israel experimentó en Sinaí. Lo que allí fue una sombra, aquí es una realidad.
Finalmente, Hebreos 12:24 nos dice que nos hemos acercado a Jesús, el mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel. Mientras que la sangre de Abel clamaba por justicia, la sangre de Cristo clama por perdón.
Cristo es el mediador perfecto, el nuevo y mejor Adán, que ha abierto el camino a la presencia de Dios para su pueblo. En Cristo, ya no hay barreras ni miedo, solo gracia y acceso libre.
Aplicación:
Este acceso a la gloria de Dios, pleno y sin restricciones, debe llevarnos a vivir una vida de gratitud y reverencia. A diferencia del Monte Sinaí, donde el temor predominaba, nuestra adoración en Cristo debe estar marcada por la confianza en su obra redentora.
Pero al mismo tiempo, debemos acercarnos con un temor reverente, reconociendo que aunque tenemos acceso completo, seguimos adorando a un Dios santo.
Vivimos en la era del acceso libre a Dios por medio de Cristo. No vivimos con las sombras del antiguo pacto, sino con la realidad gloriosa de que, en Cristo, hemos sido acercados a la misma presencia de Dios, junto a los ángeles y los santos redimidos. Nuestra adoración no es terrenal, sino celestial.
Esta es la primera razón que nos debe motivar a servir a Dios con gratitud y reverencia: Hemos sido liberados del temor del Monte Sinaí y llevados al gozo del Monte Sion, donde podemos acercarnos confiadamente a Dios por medio de Cristo.
Veamos la segunda razón:

2.⁠ ⁠Él nos habla hoy desde los cielos (vv. 25-27)

ersículo 25 comienza con una advertencia: “Mirad que no desechéis al que habla”.
El verbo “desechar” implica una actitud activa de resistencia y rechazo. Esta advertencia no es nueva en Hebreos. A lo largo de toda la epístola, el autor ha hecho llamados continuos a prestar atención a la voz de Dios y no apartarse de la salvación en Cristo (Hebreos 2:1-4; 3:12-15).
La voz que habla no es la de Moisés el mediador del Sinaí por medio de quien Dios le dio la ley a Israel, sino la de Cristo mismo, quien ahora nos habla desde el cielo como el mediador del nuevo pacto.
El contraste es crucial: mientras que la voz en Sinaí aterrorizaba y mostraba la distancia entre Dios y su pueblo, la voz de Cristo nos llama a acercarnos en fe y obediencia. Sin embargo, el peligro sigue siendo el mismo: rechazar esa voz es exponerse al juicio de Dios.
En Sinaí, aquellos que rechazaron la voz de Dios no escaparon de su juicio. La historia de Israel está marcada por las consecuencias del rechazo a la palabra de Dios. Desde las rebeliones en el desierto, pasando por la idolatría, hasta la caída de la nación y el exilio, la desobediencia a la voz de Dios trajo juicio ineludible. Como dice el autor: “Si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos” (v. 25). El juicio bajo el antiguo pacto era severo, pero ahora, bajo el nuevo pacto, el rechazo de la voz de Cristo trae consigo un juicio aún mayor. El mensaje es claro: la voz de Dios no ha dejado de hablar, y su llamado sigue siendo de obediencia y fidelidad.
Dios ha hablado de manera continua y progresiva, revelándose desde la creación hasta la redención en Cristo y hoy nos sigue hablando en su palabra.
Así como Dios habló en el Edén, luego en Sinaí, y finalmente en Cristo por medio de su palabra, el llamado sigue siendo el mismo: un llamado a la comunión, a la obediencia y al pacto.
La diferencia, sin embargo, está en el grado de claridad y accesibilidad. En Cristo, la voz de Dios ha sido plenamente revelada. En el Sinaí, la voz de Dios reveló su santidad y justicia, pero estaba velada por las sombras del pacto antiguo. En el nuevo pacto, la voz de Cristo nos revela no solo la santidad de Dios, sino también su gracia y misericordia. Aún así, el llamado a ser agradecidos y aservir a Dios sigue en pie, y el juicio para los que rechacen ese llamado será inevitable.
Noten la solemnidad de esta advertencia: Versículo 26 “La voz del cual conmovió entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una vez más, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo”.
Esta es una cita de Hageo 2:6, donde Dios promete que un día sacudirá no solo la tierra, sino también el cielo. Esto nos habla de un evento cósmico, en el cual toda la creación será conmovida y todo lo que no esté fundado en Cristo será removido.
La primera sacudida, en Sinaí, fue una manifestación de la gloria de Dios en el contexto del antiguo pacto, donde la tierra tembló y el pueblo fue testigo de la majestad de Dios. Sin embargo, esa sacudida fue solo una anticipación de un juicio mayor, que vendrá cuando Dios finalmente sacuda no solo la tierra, sino también los cielos. Este juicio futuro se refiere al fin de los tiempos, cuando Cristo regrese y establezca su reino inconmovible.
Todo lo que no sea parte del reino de Dios será removido, y solo lo que pertenece al nuevo pacto en Cristo permanecerá.
La voz que sacudió la tierra en Sinaí ahora habla desde los cielos, anunciando el fin de todas las cosas y la renovación de la creación. (Romanos 8:19-22).
El propósito de esta sacudida cósmica es remover todo lo que es temporal, todo lo que pertenece a la creación caída. Solo lo eterno permanecerá. “Y esta frase: Aún una vez, indica la remoción de las cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las inconmovibles”.
Aquí el autor nos está recordando que debemos anclar nuestra fe en lo que es inconmovible: el reino de Dios, que ha sido establecido en Cristo. Las cosas movibles—gobiernos, poderes terrenales, riquezas, placeres—serán sacudidas y desaparecerán. Solo el reino de Dios es eterno, y solo aquellos que han respondido a la voz de Cristo serán parte de ese reino.
La voz de Cristo sigue hablándonos hoy a través de las Escrituras, a través del Espíritu Santo, y a través de la predicación del Evangelio. No debemos ignorar esta voz, sino escucharla. Esto significa:
Responder con obediencia.
Significa tomar su Palabra en serio, no solo como una guía moral, sino como la verdad misma que define nuestras vidas.
Escuchar su voz significa confiar en Él, aún cuando las cosas a nuestro alrededor sean sacudidas.
Significa poner nuestra esperanza en el reino inconmovible de Dios, y no en las cosas temporales de este mundo.
La advertencia es clara: así como en el Sinaí el juicio cayó sobre aquellos que rechazaron a Dios, mucho más ahora debemos temer el juicio si rechazamos su llamado desde los cielos. Pero para aquellos que obedecen, hay una promesa gloriosa: aunque el mundo a nuestro alrededor sea sacudido, aunque todo lo que es terrenal y pasajero desaparezca, nosotros permaneceremos firmes en el reino inconmovible de Dios.
No es esta una razón poderosa para servir hoy a Dios con gratitud y reverencia? Pero Dios no solo nos ha dado acceso a su gloria, y nos habla hoy desde los cielos para guiarnos y estimularnos en este mundo. Él también nos ha dado algo más:

3.⁠ ⁠Nos ha dado un reino inconmovible (vv. 28-29)

Versículo 28 nos dice: “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia”. Aquí, el autor de Hebreos nos invita a meditar en la naturaleza del reino que hemos recibido en Cristo.
No es un reino pasajero, ni una promesa temporal, como los reinos de este mundo que son sacudidos y removidos. Es un reino inconmovible, eterno y seguro.
Este reino inconmovible es el reino de Dios, inaugurado por Cristo en su primera venida y consumado en su segunda venida.
Este reino se anticipa desde el Génesis, cuando Dios prometió un redentor que aplastaría la cabeza de la serpiente, y se va revelando progresivamente a lo largo de la historia redentora. Lo que antes era una promesa, ahora es una realidad presente y futura para los creyentes. Aunque todavía vivimos en un mundo que es sacudido por el pecado, por el juicio y por las dificultades, nuestro reino es inconmovible porque está fundado en Cristo, quien ha vencido el pecado y la muerte.
Mientras que las naciones, los gobiernos, las riquezas y los sistemas terrenales pasarán, el reino de Dios permanecerá para siempre. El contraste es claro: lo que pertenece a este mundo es frágil y temporal, pero lo que pertenece a Cristo y su reino es firme y eterno.
El reino de Cristo, no puede ser sacudido por los cambios políticos, las crisis económicas o los desastres naturales. El reino de Dios no está limitado por las estructuras temporales de este mundo, sino que es un reino que trasciende el tiempo y el espacio, anclado en la obra redentora de Cristo.
¿Cómo debemos responder a esta realidad? El autor de Hebreos dice: “tengamos gratitud” (ἔχωμεν χάριν). La respuesta adecuada al reino inconmovible que hemos recibido es la gratitud. Esta gratitud no es solo una emoción superficial, sino una postura continua de adoración y agradecimiento. La palabra “gratitud” aquí también puede traducirse como “gracia” (χάριν), lo que indica que debemos vivir en la gracia de Dios, reconociendo que todo lo que tenemos, lo hemos recibido por su misericordia.
Sin embargo, la gratitud no es suficiente por sí sola. El autor continúa diciendo: “y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia”. La gratitud que sentimos debe manifestarse en acción: un servicio reverente y santo. El verbo “sirvamos” (λατρεύωμεν) tiene la connotación de adoración y servicio continuo. No estamos llamados a servir a Dios de cualquier manera, sino de una manera que le agrade. Nuestra adoración debe ser aceptable ante sus ojos, marcada por “temor” (φόβος) y “reverencia” (αἰδώς).
El “temor” y la “reverencia” mencionados aquí no son sinónimos de miedo paralizante. Más bien, se refieren a una actitud de respeto profundo y de reconocimiento de la santidad de Dios. Es una respuesta adecuada a su grandeza. En el Monte Sinaí, el pueblo temió porque no podían acercarse a Dios debido a su pecado. Pero ahora, bajo el nuevo pacto, nos acercamos a Dios con confianza, sabiendo que somos aceptados en Cristo. Sin embargo, esta confianza no elimina la necesidad de temor reverente, porque Dios sigue siendo santo y justo.
El versículo 29 nos da la razón por la cual debemos adorar y servir a Dios con temor y reverencia: “porque nuestro Dios es fuego consumidor”. Esta es una referencia directa a Deuteronomio 4:24, donde Dios es descrito como un fuego que consume. Este fuego simboliza tanto el juicio de Dios sobre el pecado como su capacidad de purificar. Dios es amor, pero también es santo, y no podemos tomar a la ligera su santidad.
El fuego consumidor de Dios nos recuerda que, aunque hemos recibido un reino inconmovible, Dios no ha cambiado en su esencia. Sigue siendo santo, sigue siendo justo, y no tolera el pecado. Su santidad no ha cambiado; lo que ha cambiado es nuestra relación con él gracias a la mediación de Cristo.
Este versículo nos llama a equilibrar la gracia que hemos recibido con la santidad de Dios. No debemos tomar su gracia como una excusa para la complacencia o la irreverencia. El Dios que nos ha dado acceso a su reino es el mismo Dios que juzgará el pecado y purificará su creación.
Recordemos pues, que nuestro Dios es fuego consumidor, esto significa que él purifica y transforma todo lo que toca:
Para los que han puesto su confianza en Cristo, este fuego no es un fuego de destrucción, sino de purificación. Dios, en su amor, nos está moldeando y refinando para prepararnos para su reino eterno.
Pero para aquellos que rechazan su voz, este fuego será un fuego de juicio. Esta es una advertencia seria para todos nosotros: si hemos recibido este reino inconmovible, debemos vivir en consecuencia, con temor reverente y gratitud constante.
Este llamado a la adoración reverente y al temor santo nos desafía a evaluar nuestra vida espiritual. ¿Cómo estamos adorando a Dios? ¿Es nuestra adoración superficial o está marcada por un temor santo? ¿Estamos sirviendo a Dios con gratitud y reverencia, o hemos caído en la complacencia?
Dios nos ha dado un reino inconmovible, pero nuestra respuesta a ese don debe ser una vida de servicio que le agrade. No podemos servir a Dios de cualquier manera. Debemos adorarle en espíritu y en verdad, reconociendo que Él es digno de todo honor y reverencia. Nuestra adoración no es simplemente un acto externo, sino una respuesta interna a su santidad y gracia. Debe brotar de un corazón agradecido y reverente, sabiendo que estamos delante de un Dios que es fuego consumidor.

Conclusión:

Hemos considerado tres razones poderosas que nos motivan a servir a Dios con gratitud y reverencia: 1) Él nos ha dado acceso a su gloria, 2) Él nos habla hoy desde los cielos, y 3) nos ha dado un reino inconmovible. Este llamado a la gratitud y al servicio reverente es una respuesta natural al gran regalo que hemos recibido en Cristo. Vivamos entonces con gozo, sirviendo a Dios fielmente, sabiendo que pertenecemos a un reino que no será sacudido.
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