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Sermón Evangelístico
Sermón Evangelístico
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
¿Qué es el arrepentimiento? ¿Qué implica?
En primer lugar, es claro y manifiesto que significa un cambio de idea y una confesión de que estábamos equivocados. El padre dijo al primer hijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue». Ahora bien, es obvio que este hijo tuvo que cambiar de idea.
Al principio se ofendió por la orden y el mandamiento de su padre. «¿Qué derecho tiene a mandarme?», se dijo a sí mismo, y otras cosas por el estilo. Y el resultado fue que se volvió a su padre y le dijo: «No iré». Y allí se quedó.
El primer paso en el arrepentimiento de este hijo fue volver a pensar en ello. Bien pudiera no haberlo hecho. Pudo haber apartado por completo la cuestión de su mente y haber pasado a otra cosa. Pero por un motivo u otro volvió a la cuestión. ¿Por qué? ¡Oh!, no importa realmente, pero podemos estar bastante seguros de que la principal razón era que había algo remordiéndole en su interior, condenándole e instándole a reconsiderar toda la cuestión. No le dejaba en paz. Y entonces se sentó y consideró la cuestión una vez más.
La afrontó de nuevo. Volvió a pensar al respecto. En lugar de dejarla a un lado y pasarla por alto o hacer todo lo posible para olvidarla sumergiéndose en el trabajo, el placer o algo semejante, se sentó, pensó en ello y lo reconsideró.
Ese es siempre el primer paso. Míralo en el caso del hijo pródigo y en el caso de todos los demás. La verdadera tragedia de tantos es que ni siquiera considerara dos veces la cuestión, no vuelven a pensar en ello.
Con un gesto rechazan la religión y enclaustrados en sus prejuicios no vuelven a pensar en ello siquiera.
Una vez que un hombre empieza a considerar estas cosas, hay esperanza para él. Una vez que un hombre empieza a asistir a un lugar de culto y a escuchar la tesis del evangelio, ya está encaminado.
En un sentido, el primer gran efecto del evangelio es simplemente pedir a los hombres que vuelvan a pensar.
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
Pero eso, de por sí, no es suficiente. El hombre de esta parábola no pensó meramente acerca de la cuestión, pensó profunda y concienzudamente, la sopeso genuinamente y consideró la situación; y, después de hacerlo, vio muy claramente que se había equivocado.
Y sin la menor duda, siendo honrado consigo mismo y con su mente, se confesó a sí mismo de inmediato que se había equivocado y cambió de idea con respecto a toda la cuestión.
Pensar de nuevo meramente no es arrepentimiento. La esencia misma del arrepentimiento es que haya un cambio de idea y confesión del error cometido.
Por otro lado, este es el punto fundamental en la historia del hijo pródigo. Recordemos cómo volvió en sí y empezó a pensar. Entonces comprendió lo necio que había sido y lo erróneos que habían sido sus actos. Se enfrentó a sí mismo con honradez y ya no intentó disculparse. «No hay disculpa —parece decir—, no puede haber disculpa para semejante locura. He sido un verdadero necio y no hay nada más que decir». Lo mismo puede decirse del publicano en la parábola del publicano y el fariseo. Confiesa sus errores y equivocaciones.
Cambia de idea con respecto a sí mismo y a todas las cosas que ha hecho. Ese es siempre el primer paso del arrepentimiento. ¿Te has enfrentado verdaderamente a ti mismo y a tu vida? Considérala ahora. Considérala honradamente. Afróntala de nuevo. ¿Puede defenderse realmente? ¿Y esas cosas específicas en ella sobre las que siempre estás discutiendo? No has empezado a arrepentirte hasta que las has afrontado honradamente, hasta que has admitido que son erróneas y has dejado de discutir respecto a ellas. ¿Sigues defendiéndote a ti y tus pecados? ¿Sigues intentando justificarte? ¿Sigues intentando persuadirte a ti mismo y a los demás de que no hay nada pernicioso en cuanto a esas cosas? Si es así, ciertamente eres diferente del hijo pródigo, el publicano y el primer hijo de esta parábola.
Estas personas fueron lo suficientemente honradas en primer lugar para afrontar la verdad y ceder. Tan cierto como que te estoy predicando, tú sabes que esas cosas son erróneas. Muy bien, deja de discutir acerca de ellas. Simplemente admite y confiésate a ti mismo que son erróneas. No hace falta que digas ni una palabra a nadie más por el momento. Simplemente admítelo ante ti mismo. Ese es el primer paso del arrepentimiento.
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
Pero es tan solo el primer paso. Después de admitir ante sí que estaba equivocado, el primer hijo pasa después a admitirlo ante su padre y ante todo el mundo, cambiando de idea, haciendo lo que se había negado a hacer.
En otras palabras, el segundo principio en el arrepentimiento es que reconozcamos nuestra pecaminosidad ante Dios y lamentemos haberle ofendido.
El primer hijo, después de ver que estaba realmente equivocado, debió de hablarse a sí mismo del siguiente modo: «Después de todo, esta no es forma de tratar a mi padre. Ha sido bueno y amable conmigo, y en cualquier caso es mi padre y tiene derecho a mandarme. No debí hablarle de esa forma. No solo fue indebido, sino cruel, y debe de haberle dolido.
Esa conducta es auténticamente injustificable». Por otro lado, esto aparece como un principio en todos los casos clásicos de arrepentimiento del Nuevo Testamento. ¿Recuerdas al hijo pródigo dirigiéndose a su padre? «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». En otras palabras, tiene un sentimiento de vergüenza.
Es consciente de haber sido un canalla y admite abiertamente y con prontitud que no tiene derecho alguno al amor de su padre. Ha perdido cualquier derecho. Lo mismo se puede decir del publicano. Cae a tierra, se golpea el pecho y se siente tan indigno que, sin tan siquiera levantar la vista, clama: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
¿Es preciso que aplique lo que estoy diciendo? Este hijo bien podía entristecerse consigo mismo por cómo había tratado a su padre.
Bien podía el hijo pródigo quebrantar su corazón en aquella tierra extranjera al comprender cómo había agraviado a su padre y ensuciado el nombre de la familia.
¿Pero qué sucede contigo, querido amigo? ¿Y tu relación con el Padre celestial? Si tu vida no es recta para ti, ¿cuánto menos lo será para él? Si tu padre terrenal lo siente mucho, ¿cuánto más lo hará Dios, el Padre celestial? ¿Puedes seguir sin hacerle caso, criticándole y considerándole más un enemigo que un Padre? ¿Puedes seguir preguntando enfurecido: «¿Por qué hace Dios esto y por qué habría de hacer esto otro?» ¿Sigues creyendo que el castigo es injusto y que Dios te trata injustamente? Él fue quien te creó. Él es el que te ha sostenido.
Todo bien que has conocido proviene de Dios. ¿Cuántas veces te ha librado cuando podía haberte destruido? ¿Cuán a menudo te ha refrenado cuando menos te dabas cuenta? ¡Sí!, considera cómo envió a su Hijo unigénito para vivir y morir por ti, cómo lo dio todo por ti y cómo te reíste de ello, te burlaste y se lo echaste en cara, diciendo como este hombre: «No quiero». Sin duda ahora puedes ver la gravedad de todo ello.
Sin duda debes sentirte peor que un canalla. Sin duda debes estar de acuerdo con el publicano y todos los demás pecadores en que no tienes derecho alguno en absoluto al amor de Dios y que no tienes excusa alguna. ¿Estás dispuesto a admitirlo ahora? ¿Y ante él? ¿Estás dispuesto a decírselo, a confesar ante él y a confiarte únicamente a su misericordia, incondicionalmente, sin discusión?
Esa es la segunda fase del arrepentimiento: ver no solo que estás equivocado, sino que has agraviado a Dios, y lamentarte por haberlo hecho.
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
Pero la autenticidad del arrepentimiento se puede medir por medio del tercer principio que nuestro Señor enuncia en esta parábola. El primer hijo no solo ve que ha agraviado a su padre y lamenta haberlo hecho. ¡Lo demuestra y corrobora yendo y haciendo lo que antes se había negado a hacer! Y, en un sentido, esa es la prueba de fuego.
Ese es el punto más importante de todos. Porque no reconocemos a Dios, ni reconocemos verdaderamente que nos entristece y que lamentamos haber pecado contra él, hasta que nos ponemos por completo en sus manos y hacemos exactamente lo que nos dice.
Pero esta es la cuestión más difícil de todas. Aquí es donde se nos prueba por encima de todo. Una cosa es ver que estás equivocado, y hasta que se ha agraviado a Dios y aun lamentarlo.
Pero otra muy distinta y mucho más difícil es renunciar a ti mismo y reconocerle totalmente.
Aquí es donde falló el joven rico. Iba bastante bien hasta este punto. Pero cuando Cristo le pidió que diera una prueba práctica de su verdadero deseo de obtener la vida eterna a cualquier precio, pidiéndole que vendiera todo lo que tenía y lo diera a los pobres, no lo hizo y se fue triste (cf. Marcos 10:22).
Decir que lamentas haber desobedecido a Dios en el pasado no es suficiente. Debes darle una prueba tangible de ello obedeciéndole en el presente y dedicándote a obedecerle mientras vivas.
Porque eso es lo que verdaderamente desea Dios: tener tu voluntad. De manera que pone esta prueba al principio mismo. ¡Y cuán perfectamente lo ilustra el caso de este primer hijo! No hay más discusión o duda. Simplemente va y hace lo que sabe que es la voluntad de su padre, sin ningún otro motivo salvo que su padre se lo ha solicitado. Dios el Padre celestial está esperando que todos lleguemos precisamente a ese punto.
Sermones evangelísticos (Capítulo 16: El arrepentimiento: la puerta del Reino)
¿Cuál es ese punto, pues? ¿Cuál es la voluntad de Dios para nosotros? ¿Qué desea que hagamos? Esta es la respuesta que da nuestro Señor: «Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado» (Juan 6:29).
Eso es lo que Dios quiere que hagamos. Esa es la forma de complacerle: simplemente creer en el Señor Jesucristo, reconocer que él es el Hijo de Dios, que vino a la tierra y vivió, murió y resucitó a fin de salvarte; admitir y confesar que fuera de lo que ha hecho por ti eres completamente impotente y que confías única y exclusivamente en su mérito, que tomas ahora la determinación de mostrar tu estima de lo que ha hecho por ti entregándote a una vida de obediencia a él y de, por medio de su gracia y fortaleza y ayuda, abandonar todo pecado del que seas consciente.
Ese es el mandamiento de Dios para nosotros. Eso es lo que Dios quiere que hagamos: que creamos que nos perdona a todos porque Cristo murió por nosotros, que creamos que por su amor envió a Cristo específicamente a tal fin y que, creyendo eso, renunciemos a nuestra vida de pecado, confiando en él para guardarnos y sostenernos.
Dios el Padre te pide que hagas únicamente eso y que lo hagas porque te lo pide. Es la última fase del arrepentimiento. Ni lamentar el pecado ni todas las buenas acciones del mundo valen para sustituirla. Su voluntad es «que creáis en el que él ha enviado» (Juan 6:29).
No pide que tengamos diversos sentimientos, no pide comprensión o aprendizaje, no pide sino una simple creencia en el Señor Jesucristo y que te entregues a él con obediencia y te alejes de tu pecado.
Detenerse, plantear distintas preguntas y manifestar ciertas dificultades es adoptar la postura de este primer hijo antes de arrepentirse. Luego se detuvo, dudó, pensó esto y aquello, discutió y se negó a ir.
Pero después de arrepentirse, sin duda ni discusión, simplemente se levantó y fue. ¿Estás dispuesto a comportarte del mismo modo o estás esperando a experimentar ciertos sentimientos, hasta que te sientas un gran pecador, a sentirte mejor y más fuerte y apto para ser cristiano, a entender cómo te salva Cristo, o a comprender los milagros?
Todo eso simplemente significa desobediencia y dirigirte a Dios diciendo: «No iré».
Dios te pide ahora, exactamente donde estás y como eres, que creas en este evangelio y actúes en consecuencia.
Te pide que aceptes su Palabra sin señales ni sentimientos. Ha enviado a su Hijo y te pide que le aceptes sin comprender, y que creas el relato y actúes en consecuencia.
Te pide que te conviertas en un niño pequeño y digas: «Creo que Jesucristo murió por mí, creo que Dios me perdona únicamente por esa razón, y por ese motivo doy mi espalda al pecado y al mal a partir de esta noche confiando en Jesucristo para que me guarde y proteja». ¡Eso es!
¿Estás dispuesto a hacerlo? No te habrás arrepentido hasta que lo hayas hecho; y sin arrepentimiento, permítaseme volver a recordarlo, no hay entrada al Reino de Dios, ni amor de Dios para ti, ni salvación y, por tanto, no te aguarda nada salvo el desastre y la condenación. Sé sabio, imita a este primer hijo. ¡Levántate y hazlo ahora!