Sermón sin título (2)

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JUan testimonio de la luz

Era enseñanza corriente entre los judíos que la Palabra de Dios era una misma cosa que Dios.

Hay dos clases de palabra: La palabra que se piensa y la palabra que se expresa. 1. La palabra que se piensa es lo que llamamos concepto, por ser el producto primero e inmediato de lo que concebimos mentalmente.

Y, si es tan misteriosa la elaboración de nuestros pensamientos, ¿qué diremos de la mente divina, cuyo concepto es una Palabra viva y sustancial, tanto que es una persona divina? 2. La palabra que se expresa al exterior es un medio de comunicación de lo que pensamos, pues mediante ella nos relacionamos con los demás. En este sentido, Cristo es la Palabra de Dios, porque «En estos últimos días nos ha hablado (Dios) en el Hijo» (

William Barclay
Juan se enfrentó con este problema directa y honradamente. Y encontró una de las mayores soluciones que hayan entrado nunca en la mente humana. Más adelante, en el comentario, trataremos de la gran solución de Juan mucho más en detalle. De momento sólo la mencionaremos brevemente. Los griegos tenían dos grandes concepciones.
(a) Tenían la concepción del Logos. En griego, logos quiere decir dos cosas: palabra y razón. Los judíos estaban familiarizados con la idea de la Palabra todopoderosa de Dios: «Dios dijo: «¡Que haya luz!» Y hubo luz» (Génesis 1:3). Los griegos estaban familiarizados con la idea de la razón. Cuando observaban el universo, veían un orden magnífico e infalible. El día y la noche se sucedían con constante regularidad; las estaciones del año seguían su turno indefectiblemente; las estrellas y los planetas recorrían sus rutas invariables; la naturaleza tenía leyes inalterables. ¿Qué producía este orden? Los griegos contestaban sin dudar que el Logos, la Mente de Dios, es responsable del orden mayestático del universo. Y a la pregunta sobre qué es lo que le da al hombre la capacidad de pensar, razonar y saber, contestaban igualmente sin la menor duda que el Logos, la Mente de Dios que mora en el interior del hombre, le hace un ser pensante racional.
haciendo siempre y de lo que es Jesús siempre; son ventanas a la realidad de Dios. No es sólo que Jesús alimentó una vez a cinco mil personas; esa era una ilustración de que es siempre el pan de vida real. No es sólo que Jesús le dio la vista a uno que había nacido ciego, sino que Él es siempre la luz del mundo. No es sólo que Jesús resucitó una vez a Lázaro, sino que Él es siempre y para todos los hombres la resurrección y la vida. Para Juan, un milagro no era meramente un hecho aislado, sino una ventana abierta a la realidad de lo que Jesús ha sido siempre, y es, y siempre ha hecho, y siempre hace.
Con esto en mente, aquel gran investigador que fue Clemente de Alejandría (c. 230 d.C.) llegó a uno de los más famosos y convincentes veredictos acerca del origen y propósito del Cuarto Evangelio. Su sugerencia era que los evangelios que contienen las genealogías se habían escrito primero —es decir, Mateo y Lucas—; y que más tarde Marcos, a ruego de muchos que habían oído predicar al apóstol Pedro, escribió su evangelio, que incluía los materiales de la predicación de Pedro; y que «por último, Juan, reconociendo que lo que hacía referencia a las cosas corporales del ministerio de Jesús se había narrado suficientemente, y animado por sus amigos e inspirado por el Espíritu Santo, escribió un evangelio espiritual.» (Citado por Eusebio, Historia Eclesiástica 6:14). Lo que Clemente quería decir era que Juan no estaba tan interesado en los hechos concretos como en su significado; no tanto en los datos como en la verdad. Juan no veía los acontecimientos de la vida de Jesús simplemente como sucesos en el tiempo; los veía como ventanas por las que se ve la eternidad; e investigaba el sentido espiritual de los hechos y de las palabras de Jesús como no lo intentaron los otros tres evangelistas.
Ese sigue siendo uno de los veredictos más convincentes y profundos que se han alcanzado acerca del Cuarto Evangelio.
Así pues, lo primero de todo, Juan presentó a Jesús como la Mente de Dios que había venido a la Tierra en una Persona humana; una Persona que posee la realidad en vez de las sombras, y que puede conducir a los hombres de las sombras al mundo real que Platón y otros grandes griegos habían intuido. El Evangelio, que
El segundo de los hechos importantes que confrontaban a la Iglesia cuando se escribió el Cuarto Evangelio era el brote de las herejías. Hacía ya setenta años que Jesús había sido crucificado. La Iglesia era ya una organización y una institución. Se ¡ban concibiendo y formulando teologías y credos; e, inevitablemente, los pensamientos de algunos siguieron caminos equivocados y surgieron herejías. Una herejía no suele ser una falsedad total; a menudo se produce cuando se subraya exageradamente algún aspecto de la verdad. Podemos descubrir por lo menos dos de las herejías que el autor del Cuarto Evangelio trataba de combatir.
(a) Había ciertos cristianos, especialmente los de origen judío, que le asignaban un lugar demasiado alto a Juan el Bautista. Había habido algo en él que era natural que produjera una gran impresión en los judíos. Pertenecía a la estirpe de los profetas, y hablaba con voz profética. Sabemos que en tiempo posterior hubo una secta de Juan el Bautista.
En Hechos 19:1-7 leemos que Pablo encontró en Éfeso a un grupito de doce hombres en la frontera de la Iglesia Cristiana que no habían llegado más allá del bautismo de Juan.
Así es que las herejías gnósticas se presentaban en dos formas. O bien creían que Jesús no era realmente divino sino simplemente una de la serie de emanaciones que procedían de Dios, o que no era humano en ningún sentido, sino una especie de fantasma que se presentaba en forma humana. Las creencias gnósticas destruían a la vez la divinidad real y la humanidad real de Jesús.
El Cuarto Evangelio nos presenta a un Jesús que no era una figura irreal o decética, sino Uno que experimentaba el cansancio de un cuerpo agotado, y las heridas de una mente y de un corazón apesadumbrados. Es el Jesús humano en todos los sentidos el Que el Cuarto Evangelio nos presenta.Por otra parte, ningún otro evangelio nos presenta más claramente la deidad de Jesús.
(a) Juan subraya la preexistencia de Jesús. «Antes que Abraham fuese —les dijo Jesús—, Yo soy» (8:58); Jesús habla de la gloria que tuvo cerca de Dios antes que el mundo existiera (17:5). Una y otra vez habla de Su bajada desde el Cielo (6:33-38). Juan veía en Jesús a Uno que había existido siempre, hasta antes de la creación del mundo.
(b) El Cuarto Evangelio hace hincapié más que los otros en /a omnisciencia de Jesús. Juan nos presenta que Jesús sabía, al parecer milagrosamente, el pasado de la mujer samaritana (4:1617); sin que nadie se lo dijera, Jesús sabía el tiempo que había estado aquel enfermo cerca del estanque milagroso (5:6); desde antes, ya sabía la respuesta a la pregunta que le hizo a Felipe (6:6); sabía que Judas Le iba a traicionar (6:61-64), y antes de que nadie Se lo dijera ya sabía que Lázaro había muerto (11:14). Juan veía que Jesús tenía un conocimiento especial y milagroso independientemente de lo que otros Le pudieran decir. No tenía necesidad de hacer preguntas, porque ya sabía todas las respuestas.
) El Cuarto Evangelio hace hincapié en el hecho de que Jesús hacía siempre las cosas por propia iniciativa y sin depender de nadie. No fue la petición de Su madre lo que Le movió a realizar el milagro de las bodas de Caná de Galilea, sino Su propia decisión personal (2:4); la insistencia de Sus hermanos no fue lo que Le obligó a ir a Jerusalén para la Fiesta de los Tabernáculos (7:10); nadie Le quitó la vida: Él mismo la ofreció voluntaria y libremente (10:18; 19:11). Juan se dio cuenta de que Jesús actuaba con una independencia divina, libre de toda influencia humana. Jesús siempre decidía y actuaba por Sí mismo.
Para salirles al paso a los gnósticos y a sus extrañas doctrinas, Juan nos presenta a un Jesús que era indudablemente humano, pero que era también indudablemente divino.
Era el más joven de los hijos de un tal Zebedeo, que tenía un negocio de pesca lo suficientemente bien montado como para tener empleados además de sus hijos (Marcos 1:19s). Su madre se llamaba Salomé, y parece probable que fuera hermana de María, la madre de Jesús (Mateo 27:56; Marcos 16:1). Con su hermano Santiago obedeció la llamada de Jesús (Marcos 1:20). Parecería que Santiago y Juan eran socios de Pedro en el negocio de la pesca (Lucas 5:7-10). Era uno de los que formaban el círculo más íntimo de los discípulos, porque las listas empiezan siempre por los nombres de Pedro, Santiago y Juan, y hay ciertas ocasiones especiales en las que Jesús llevó sólo consigo a estos tres (Marcos 3:17; 5:37; 9:2; 14:33).
En segundo lugar, el Cuarto Evangelio tiene una especie de personaje al que podríamos llamar el Testigo. Cuando nos refiere que la lanza hirió el costado de Jesús, del que salió agua con sangre, se añade: «Y el que lo vio ha dado testimonio —su testimonio es verdad, y él sabe que dice la verdad— para que vosotros también creáis» (19:35). Al final del evangelio se hace la afirmación de que fue el Discípulo amado quien testificó de estas cosas, «y sabemos que su testimonio es verdad» (21:24).
Aquí nos enfrentamos con algo bastante extraño. Juan no se menciona a sí mismo en el Cuarto Evangelio, pero sí al Discípulo amado y, además, al Testigo mayor de toda excepción de la historia. Nunca se ha dudado realmente en la tradición que el Discípulo amado era Juan. Algunos han tratado de identificarle con Lázaro, porque se nos dice que Jesús le amaba (11:3, 5), o con el joven rico, del que se dice que Jesús le amó cuando le vio (Marcos 10:21). Pero, aunque el evangelio nunca lo dice con todas las letras, la tradición ha identificado siempre a Juan con el Discípulo amado, y no hay razón de peso para dudar de esa identificación.
Pero surge un detalle muy real: Supongamos que fue Juan mismo el que escribió el evangelio. ¿Sería normal que hablara de sí mismo como el Discípulo amado de Jesús? ¿Sería realmente normal que se destacara a sí mismo de esa manera, como si quisiera decir: «Yo era Su favorito, al que Jesús quería más que a nadie»? Es realmente muy poco probable que Juan se asignara ese título; si fueron otros los que se lo aplicaron, es bonito; pero, si fue él mismo, parece presunción.
Cuanto más sabemos del Cuarto Evangelio más precioso nos resulta. Juan había estado pensando en Jesús setenta años. Día a día el Espíritu Santo le había estado descubriendo el sentido de lo que Jesús había dicho y hecho; así es que, cuando Juan ya tenía cerca de un siglo de edad y eran contados los días que le quedaban, se sentó con sus amigos para recordar. El anciano Juan
manejaba la pluma para escribir para su maestro, Juan el apóstol; y el último de los apóstoles dejó constancia, no sólo de lo que él Le había oído decir a Jesús, sino también de lo que él comprendía entonces que Jesús había querido decir. Recordaba que Jesús había dicho: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podríais asumir; pero, cuando venga el Espíritu de la Verdad, Él se encargará de guiaros a la Verdad total» (Juan 16:12-13). Había muchas cosas que Juan no había entendido setenta años atrás; había muchas cosas que en esos setenta años el Espíritu de la Verdad le había revelado; y Juan nos las dejó cuando ya la gloria eterna le estaba amaneciendo. Cuando leamos este evangelio, recordemos que estamos leyendo el que es más la obra del Espíritu Santo
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