47. El acto supremo de adoración espiritual del creyente Romanos 12:1-2

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Romanos 12:1–2
1 Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. 2 No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.
Tras concluir once capítulos de enseñanza profunda y apasionante acerca de lo que Dios ha dado a los creyentes, Pablo ahora encarga a estos creyentes todo lo que necesitan darle a Dios.
“La clave de la vida eterna espiritual y la felicidad verdadera no consiste en tratar de obtener todo lo que podamos de Dios, sino en dar todo lo que somos y tenemos a Él”.
Existen miles de personas en la actualidad, incluyendo muchos cristianos genuinos, que asisten en masa a diversas iglesias, seminarios y conferencias en busca de múltiples beneficios personales a nivel práctico, emocional y espiritual que tienen la esperanza de recibir.
Hacen exactamente lo opuesto a lo que Pablo subraya con tanta claridad en Romanos 12:1-2.
En esta exhortación llena de fuerza y compasión, el apóstol NO se enfoca en qué otras cosas necesitamos recibir de Dios, sino en lo que debemos darle.
La clave de una vida cristiana productiva y satisfactoria no se encuentra en conseguir más sino en darlo todo.
Jesús dijo: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Jn. 4:23).
Dios se entregó a sí mismo por nosotros a fin de que nosotros pudiésemos entregarnos nosotros mismos a Él.
Pablo define a los cristianos como “aquellos que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Fil. 3:3)
Todo cristiano es como Melquisedec, un “sacerdote del Dios Altísimo”(Gn. 14:18). Juntos formamos un sacerdocio espiritual, de forma similar a los sacerdocios levítico y aarónico del antiguo pacto.
La iglesia es un “sacerdocio santo” cuyo llamado es “ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo... [es un] real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:5, 9).
Nuestro llamado supremo es servir a Dios con todo nuestro ser, y de manera preeminente en la adoración. El escritor de Hebreos nos insta que “ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él [Cristo], sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (He. 13:15).
La adoración verdadera incluye muchas cosas además de los elemntos obvios de oración, alabanza y acción de gracias. Incluye servir a Dios mediante el servicio a otros en su nombre, en especial a hermanos en la fe.
La adoración sacrificada incluye el no olvidarse de “hacer bien y... la ayuda mutua... porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13:15-16; cp. Fil. 4:14).
Sin embargo, por encima de todo lo demás, nuestro acto supremo de adoración consiste en ofrecernos nosotros mismos como sacrificios vivos de manera total y continua al Señor.
Trágicamente, eso está muy lejos de la manera común en que muchos creyentes procuran hoy día encontrar la clave de la vida abundante. Algunos dicen que la victoria en la vida cristiana depende de tener más de Dios y recibir cosas de Dios, aunque lo cierto es que el “Padre de nuestro Señor Jesucristo [ya] nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3, cursivas añadidas).
Además, nosotros ya tenemos en Cristo “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”, de manera pues que en Él ya “estamos completos” (Col. 2:3, 10).
Pedro dijo que en el conocimiento verdadero de Cristo que lleva a la salvación, tenemos “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (2 P. 1:3).
Además contamos con la enseñanza continua de la verdad por parte del Espíritu Santo, cuya unción según nos dice Juan, nos “enseña todas las cosas” (1 Jn. 2:27). Por lo tanto, en el sentido más profundo y eterno, no podemos obtener más de Dios que lo que ya poseemos. Sin embargo, resulta más que obvio que la mayoría de nosotros no tenemos la plenitud de gozo que esta plenitud de bendición debería traer.
El gozo y la satisfacción por los que tantos cristianos están luchando en vano pueden tenerse únicamente cuando rendimos de regreso al Señor todo lo que Él ya nos ha dado, incluyendo lo más profundo de nuestro ser.
El primer y más grande mandamiento es el que Jesús dijo que siempre ha sido: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37; cp. Dt. 6:5).
En el texto de este capítulo descubrimos cuatro elementos en la presentación de nosotros mismos a Dios como un sacrificio vivo, santo y agradable, que son en esencia los mismos cuatro elementos hallados en el primero y más grande mandamiento.
Ellos son:
ofrecer a Dios nuestras almas,
nuestros cuerpos,
nuestras mentes
y nuestras voluntades.
Al tiempo que se reconoce que estos cuatro se superponen, podemos ver cómo su análisis individual nos ayuda a captar el significado de este texto.
EL ALMA HA SIDO DADA A DIOS
Romanos 12:11 Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.
Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, (12:1a)
Al decir ruego Pablo utiliza la expresión parakaleō, que tiene el significado básico de ir al lado y llamar para ayudar o prestar auxilio. Más tarde adquirió la connotación de exhortar, amonestar y animar.
En su discurso en el aposento alto, poco antes de ser traicionado y arrestado, Jesús se refirió al Espíritu Santo como el Paraklētos, nuestro Ayudador divino (traducido también como Consolador, Consejero, Abogado). Él sería el “otro Consolador”, quien en esta vida presente toma el lugar del Señor encarnado (Jn. 14:16; cp. v. 26; 15:26; 16:7).
El mandato afable [os ruego] que Pablo procede a dar puede ser obedecido únicamente por hermanos en la fe, aquellos que ya pertenecen a la familia de Dios.
Ninguna otra ofrenda es aceptable a Dios a no ser que primero le hayamos ofrecido nuestras almas.
Para los cristianos, ese primer elemento del “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” ya ha sido presentado ante Él.
La persona no regenerada no puede entregar su cuerpo, su mente o su voluntad a Dios, porque no ha entregado su mismo ser a Dios.
Debido a que carece de una relación de salvación con Dios, “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14).
Los redimidos son los únicos que pueden presentar un sacrificio vivo a Dios, porque ellos son los únicos que tienen vida espiritual. Además, quienes pueden venir delante de Dios con una ofrenda tienen que ser creyentes y sacerdotes. “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mt. 16:26).
El alma es la parte interna e invisible del hombre, la esencia misma de su ser. Por lo tanto, hasta que el alma de un hombre le pertenezca a Dios, nada más vale o tiene alguna relevancia espiritual.
Antes que cualquier cosa que valga la pena y sea aceptable pueda darse a Dios, es necesario que el alma sea entregada a Él mediante la fe que salva en Jesucristo para regeneración. Antes en la epístola Pablo dejó en claro que “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:8).
Sin importar cuáles puedan ser sus sentimientos personales, la persona no redimida es incapaz de adorar a Dios, no puede hacer una ofrenda aceptable a Dios, no puede agradar a Dios en cualquier forma con la ofrenda que sea.
Esto es análogo a lo que Pablo quiso decir con esta declaración: “Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Co. 13:3).
Si una persona no posee el amor de Dios, todas sus ofrendas, sin importar lo costosas que sean, carecen de valor para Él.
Por cuanto el alma de un incrédulo no ha sido ofrecida a Dios, esa persona no puede hacer algún otro sacrificio que pueda agradarle.
Los no redimidos no pueden presentar sus cuerpos a Dios como sacrificios vivos porque no se han presentado a sí mismos a Dios para recibir vida espiritual.
La única manera como llegamos a estar en capacidad y adquirimos el deseo genuino de glorificar al Señor es que hayamos sido salvados por las misericordias de Dios. Como se indicó antes, Dios ya “nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef. 1:3).
Las misericordias de Dios de que Pablo habla aquí incluyen las muchas bendiciones gratuitas o dones de gracia (Rom 11:29) que él ha discutido en los primeros once capítulos de Romanos.
Quizás las dos misericordias de Dios más preciosas para nosotros son su amor y su gracia.
En Cristo somos los “amados de Dios” (Ro. 1:7; Ro. 5:5; 8:35, 39), y al igual que el apóstol, todos “recibimos la gracia” por medio de Jesucristo nuestro Señor (1:6-7; 3:24; 5:2, 20-21; 6:15).
Las misericordias de Dios se reflejan en su poder de salvación (Ro 1:16) y en su gran bondad hacia quienes Él salva (Ro 2:4; 11:22). Sus misericordias en Cristo nos traen el perdón y la propiciación de nuestros pecados (3:25; 3:4; etc.) ante Él, conformación a su Hijo (Ro 8:29), glorificación (Ro 8:30) en su misma imagen, vida eterna (Ro 5:21; 6:22-23) en su misma presencia, y la resurrección de nuestros cuerpos (Ro 8:11) para servirle en su reino eterno.
Hemos recibido las misericordias de llegar a ser hijos de Dios (Ro 8:14-17) y recibir al Espíritu Santo, quien mora en nosotros personalmente (Ro 8:9, 11), quien intercede por nosotros (Ro 8:26), y a través de quien “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Ro 5:5).
En Cristo también hemos recibido las misericordias de la fe (mencionada treinta veces en Romanos 1–11), la paz (1:7; 2:10; 5:1; 8:6), la esperanza (5:2; 20, 24).
Las misericordias de Dios incluyen su justicia que imparte en nosotros (3:21-22; 4:6, 11, 13; 5:17, 19, 21; etc.) e incluso su gloria que refleja en nosotros (2:10; 5:2; 8:18; 9:23), también honra (2:10; cp. 9:21).
Por supuesto, las misericordias de Dios incluyen su misericordia soberana (9:15-16, 18; 11:30-32).
Tales misericordias que salvan el alma deberían motivar a los creyentes a su dedicación completa al Señor.
El Nuevo Testamento da muchas advertencias acerca de la disciplina que Dios aplica a los creyentes infieles y desobedientes.
“El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción” (Gá. 6:8),
y “el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (He. 12:6).
Es necesario que un día “todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10).
No obstante, el motivo que más constriñe al creyente a vivir en fidelidad y obediencia no debería ser la amenaza de disciplina o la pérdida de recompensas, sino la gratitud rebosante e incesante por las misericordias de Dios.
EL CUERPO DEBE SER DADO A DIOS
Romanos 12:1 RVR60
1 Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.
que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. (12:1b)
El segundo y consiguiente elemento de presentarnos a Dios es el ofrecer a Él nuestros cuerpos.
Después de quedar implícito que los creyentes han dado sus almas a Dios por medio de la fe en Jesucristo, reciben el llamado específico a que presentéis vuestros cuerpos a Él como un sacrificio vivo, santo, agradable.
En la Septuaginta (Antiguo Testamento en griego), la expresión paristēmi (presentar) se empleaba con frecuencia como un término técnico para aludir al acto realizado por un sacerdote cuando colocaba una ofrenda sobre el altar.
Por lo tanto, transmitía la idea general de rendir o entregar. Como miembros del “sacerdocio santo” de Dios en la actualidad (1 P. 2:5), los cristianos son exhortados a ejecutar lo que en esencia es un acto sacerdotal de adoración.
Puesto que el verbo está en modo imperativo, la exhortación tiene el peso de un mandato.
Lo primero que somos ordenados a presentar a Dios son nuestros cuerpos.
Como nuestras almas pertenecen a Dios mediante la salvación, Él ya ha recibido al hombre interior; pero Él también quiere al hombre exterior dentro del cual habita el hombre interior. Sin embargo, nuestros cuerpos son más que caparazones físicos que albergan nuestras almas.
También son el lugar donde reside nuestro hombre viejo y no redimido. De hecho, nuestra condición humana es parte de nuestros cuerpos, en tanto que nuestras almas no lo son.
Nuestros cuerpos acogen de manera estrecha nuestra condición humana, y esa condición humana está fusionada con nuestra carne, y nuestra carne es la incorporación de nuestro pecado, como Romanos 6 y 7 lo explican con bastante claridad.
Por lo tanto, nuestros cuerpos abarcan no solo nuestro ser físico sino también los malos deseos de nuestra mente, nuestras emociones y nuestra voluntad. “Porque mientras estábamos en la carne”, nos informa Pablo, “las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevandofruto para muerte” (Ro. 7:5).
Sin embargo, mucho tiempo después de haber sido salvo, el apóstol confesó: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro. 7:22-23).
En otras palabras, el alma redimida debe residir en un cuerpo de carne que todavía es el reducto del pecado, un lugar que puede entregarse con facilidad a entretener pensamientos y deseos corruptos. Es esa fuerza poderosa que actúa dentro de nuestros “cuerpos mortales” la que nos tienta y seduce a hacer el mal.
Cuando nuestros “cuerpos mortales” sucumben a los impulsos de la mente carnal, se convierten otra vez en instrumentos de pecado e injusticia.
Es algo temible considerar que si permitimos que lo hagan, nuestros cuerpos caídos y no redimidos todavía son capaces de trastornar los impulsos de nuestras almas redimidas y eternas.
El cuerpo sigue siendo el centro de todos los deseos pecaminosos, la depresión emocional y las dudas espirituales.
Pablo nos muestra algunos aspectos de esta grave realidad en su propia experiencia: “sino que Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado [o descalificado]” (1 Co. 9:27).
A fin de mantener una vida y testimonio santos y poder ministrar con eficacia, aun el gran apóstol tuvo que realizar grandes y continuos esfuerzos para controlar su parte humana y pecaminosa que de manera persistente buscaba gobernar y corromper su vida y su obra para el Señor.
En Romanos 8 aprendimos que él tuvo que someter su carne a muerte.
Pablo también dijo que Dios le había dado un “aguijón” que azotaba y humillaba su carne para que no cayera en el orgullo (2 Co. 12:7).
Como la situación era bastante similar a la actual, en vista de que la inmoralidad proliferaba tanto, muchos cristianos que no llevaban vidas inmorales ellos mismos llegaron a ser tolerantes frente al pecado que era evidente en sus hermanos en la fe, pensando que era un resultado normal de lo que la carne hacía por naturaleza, algo por completo independiente de la influencia o responsabilidad del alma.
No obstante, Pablo enseñó con claridad que el cuerpo puede ser controlado por el alma redimida.
Él dijo a los corintios que estaban envueltos en toda clase de pecados que el cuerpo no es para la inmoralidad “sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Co. 6:11-13).
La Biblia enseña con claridad que Dios creó el cuerpo como algo bueno (Génesis), y que a pesar de su corrupción continua por el pecado, los cuerpos de las almas redimidas un día serán también redimidos y santificados. Incluso ahora mientras aguardamos ese día, nuestros cuerpos pueden y deben ser hechos esclavos que se someten al poder de nuestras almas redimidas.
Así como nuestras almas, el Señor creó nuestros cuerpos para Él, y en esta vida Él no puede obrar por medio de nosotros sin hacerlo de alguna manera a través de nuestros cuerpos.
Si hablamos en su nombre, debe ser con nuestras bocas. Si leemos su Palabra, debe ser con nuestros ojos (o las manos para quienes son ciegos). Si escuchamos su Palabra tiene que ser por medio de nuestros oídos. Si vamos a hacer su obra, debemos usar nuestros pies, y si ayudamos a otros en su nombre, debe ser con nuestras manos. Si pensamos para Él, debe ser con nuestras mentes, las cuales residen ahora en nuestros cuerpos.
La santificación y la vida en santidad no pueden hacerse realidad aparte de nuestros cuerpos.
Por esa razón Pablo oró: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts. 5:23).
Es debido a que nuestros cuerpos aún no han sido redimidos que deben ser objeto de una rendición continua al Señor.
Fue por esa razón que Pablo advirtió: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis en sus concupiscencias” (Ro. 6:12).
A continuación Pablo dio una admonición positiva similar a la que encontramos en nuestro texto (Romanos 12:1 ),
antecedida por su correspondiente negativa: “Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Ro. 6:13).
Bajo el control de Dios, nuestros cuerpos no redimidos pueden y deben convertirse en instrumentos de justicia.
Pablo hizo esta pregunta retórica a los creyentes de Corinto: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Co. 6:19).
En otras palabras, ¡nuestros cuerpos no redimidos son el hogar temporal de Dios! Es debido a que nuestros cuerpos aún son mortales y pecaminosos que “nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:23).
Nuestra “ciudadanía está en los cielos”, explicó Pablo a los filipenses, “de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:20-21).
No podemos impedir que algunos residuos de pecado sigan existiendo en nuestros cuerpos mortales, pero sí estamos en capacidad, contando con el poder del Señor, para evitar que ese pecado gobierne nuestros cuerpos.
Puesto que por medio de Cristo nos ha sido dada una naturaleza nueva habitada por el Espíritu Santo, el pecado no puede reinar en nuestras almas.
Por ende, tampoco debería reinar en nuestros cuerpos (Ro. 8:11). El pecado no reinará “si por el Espíritu [hacemos] morir las obras de la carne” (Ro. 8:13; cp. 6:16).
Pablo nos exhorta, por las misericordias de Dios, a que ofrezcamos nuestros cuerpos imperfectos pero útiles al Señor, como un sacrificio vivo y santo.
Ya se indicó antes que Pablo emplea aquí el lenguaje de las ofrendas rituales del Antiguo Testamento que se presentaban en el tabernáculo y en el templo, es decir, el lenguaje del sacerdocio levítico. De acuerdo a la ley, un judío traía su ofrenda de un animal al sacerdote, quien lo tomaba en sus manos, lo mataba, y lo colocaba sobre el altar en beneficio de la persona que lo había llevado para tal efecto.
Mas ahora los sacrificios requeridos por la ley han dejado de tener efecto, incluso efecto simbólico, porque “estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (He. 9:11-12).
Los sacrificios de animales muertos han dejado de ser aceptables para Dios. En vista de que el Cordero de Dios fue sacrificado en su lugar, los redimidos del Señor ahora deben ofrecerse ellos mismos en sacrificio al Señor, con todo lo que son y tienen como sacrificios vivos.
La única ofrenda de adoración aceptable bajo el nuevo pacto es aquella en la cual un creyente se ofrece a sí mismo a Dios.
Desde el principio, el primer y más importante requisito de Dios para que la adoración sea aceptable ha sido un corazón fiel y obediente.
Es debido a que Dios desea primero que todo un corazón fiel y obediente. David, el sucesor de Saúl al trono, entendió esa verdad. Cuando fue confrontado por el profeta Natán respecto a su adulterio con Betsabé, David no ofreció un sacrificio animal sino que más bien confesó: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
David ofreció a Dios su corazón arrepentido como un sacrificio vivo, aparte de cualquier ceremonia externa y visible, y en consecuencia fue perdonado (2 S. 12:13).
Una ilustración que ayuda a ver la diferencia entre un sacrificio muerto y un sacrificio vivo es la historia de Abraham e Isaac. Isaac fue el hijo de la promesa, el único heredero a través del cual podría cumplirse el pacto de Dios con Abraham.
Fue concebido por intervención milagrosa mucho tiempo después que Sara, la esposa de Abraham, había pasado la edad para tener hijos. Solo a partir de Isaac era posible que descendiera la nación escogida de Dios, cuyos ciudadanos serían tan innumerables como las estrellas en el cielo y los granos de arena en el mar (Gn. 15:5; 22:17).
Sin embargo, cuando Isaac era apenas un joven menor de veinte años, Dios mandó a Abraham: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Gn. 22:2).
Sin hacer preguntas y sin vacilar, Abraham empezó de inmediato a obedecer. Tras llegar a Moriah y atar a Isaac al altar, Abraham se dispuso a clavar el cuchillo en el corazón de su hijo amado. Si el patriarca hubiese llevado a cabo ese sacrificio, Isaac habría sido una ofrenda muerta, al igual que las ovejas y corderos que serían ofrecidos más adelante en el altar del templo por los sacerdotes de Israel. Abraham habría sido un sacrificio vivo, por así decirlo, y en efecto habría dicho a Dios: “Te obedeceré aun si ello significa que viviré sin mi hijo, sin mi heredero, sin la esperanza de que tu promesa de pacto sea cumplida”.
Por otro lado, Isaac el hijo de la promesa habría sido un sacrificio muerto. Hebreos 11:19 deja en claro que Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac porque tenía la certeza absoluta de que Dios podía levantarle de los muertos a fin de cumplir su promesa.
Abraham estuvo dispuesto a encomendarle todo a Dios y confiar en Él sin reservas y sin importar cuán grande fuera la demanda y devastador el sacrificio, porque Dios sería fiel.
Dios no exigió al padre o al hijo que llevaran a cabo el sacrificio designado. Ambos hombres ya habían ofrecido el sacrificio real que Dios quería recibir: su disposición de corazón para entregarle todo lo que valoraban.
El sacrificio vivo que debemos ofrecer al Señor que murió por nosotros es la disposición voluntaria a rendirle todas nuestras esperanzas, planes, y todo lo que es valioso para nosotros, todo lo que tiene importancia humana para nosotros, todo lo que nos hace sentir realizados.
Al igual que Pablo, en ese sentido deberíamos ser capaces de decir “cada día muero” (1 Co. 15:31), porque para nosotros “el vivir es Cristo” (Fil. 1:21).
Por cuanto Jesucristo ya ha hecho el único sacrificio de muerte exigido por el nuevo pacto, el único sacrificio que tiene poder para salvar a los hombres de la muerte eterna, todo lo que resta por hacer a quienes le adoran es la presentación de ellos mismos como sacrificios vivos.
Se cuenta la historia de un cristiano de la China que fue movido a compasión cuando muchos de sus compatriotas fueron llevados a trabajar como peones en excavaciones sudafricanas. Con el fin de poder testificar a sus paisanos chinos, este hombre ilustre se vendió a sí mismo a la compañía minera para trabajar como peón durante cinco años. Allí murió como un esclavo, pero no hasta que hubo ganado a más de doscientos hombres para Cristo. Él fue un sacrificio vivo en el sentido más pleno de la expresión.
A mediados del siglo diecisiete, un inglés de cierta reputación fue capturado por piratas de Argelia y convertido en esclavo. Estando en esa condición, fundó una iglesia. Cuando su hermano hizo arreglos para su liberación, él rehusó la libertad porque había hecho el voto de ser esclavo hasta su muerte para continuar sirviendo en la iglesia que había fundado.
Hoy existe una iglesia en Argelia que lleva su nombre en una placa conmemorativa. David Livingstone, el misionero noble y renombrado del continente africano, escribió en su diario: La gente habla mucho acerca del sacrificio que hice por pasar gran parte de mi vida en África. ¿Puede llamarse sacrificio a algo que no pasa de ser el pago de una mínima parte de la deuda infinita para con nuestro Dios, la cual nunca podremos pagar?
¿Acaso es sacrificio aquello que genera su propia recompensa en una vida activa y saludable, la conciencia de hacer el bien, paz mental y la esperanza radiante de un destino glorioso de aquí en adelante? ...me aparto de tal palabra, de tal manera de ver las cosas, ¡de siquiera concebirlo! Soy enfático al decir que no fue un sacrificio en absoluto. Digo más bien que es un privilegio.
Es posible que la ansiedad, la enfermedad, el sufrimiento o el peligro aquí y allá, combinados con las conveniencias y caridades comunes de esta vida, nos distraigan con ciertas pausas y causen algo de conmoción en nuestro espíritu; pero tales cosas no duran más que un momento y son como nada cuando se comparan con la gloria que será revelada en y para nosotros. Yo nunca hice un sacrificio.
En tales términos jamás deberíamos hablar si es que recordamos el gran sacrificio hecho por Cristo, quien dejó el trono de su Padre en las alturas para entregarse a sí mismo por nosotros. (Livingstone’s Private Journal: 1851–53, ed. por I. Schapera [Londres: Chatto & Windus, 1960], pp. 108, 132)
Así como Livingstone, los cristianos que ofrecen un sacrificio vivo de ellos mismos no lo consideran usualmente como un sacrificio.
Además, no se trata de un sacrificio en el sentido común de perder algo valioso. Las únicas cosas a las cuales renunciamos por completo para darlas a Dios a fin de ser quitadas y destruidas del todo, son el pecado y las cosas pecaminosas que solo significan perjuicio y muerte para nosotros.
En cambio, cuando ofrecemos a Dios el sacrificio vivo de nosotros mismos, Él no destruye lo que le damos sino que más bien lo refina y purifica, no solo para su gloria sino también para nuestro beneficio presente y eterno.
Nuestro sacrificio vivo también debe ser santo. La palabra hagios (santo) tiene el significado literal de ser apartado para un propósito especial.
En la sociedad secular y pagana la palabra no llevaba la idea de pureza moral o espiritual.
Los dioses fabricados por el hombre eran tan pecaminosos y degradados como los hombres que los hacían, y en esa mentalidad simplemente no se requería de una palabra que aludiera a la justicia suprema.
Como sucedió con los eruditos hebreos que tradujeron el Antiguo Testamento al griego (la Septuaginta), el cristianismo santificó el término y lo empleó para describir a Dios, las personas piadosas y las cosas de Dios. Bajo el antiguo pacto, un animal para el sacrificio debía estar libre de cualquier mancha o defecto. Esa pureza física simbolizaba la pureza espiritual y moral que Dios requería del ofrendante mismo. Así como el adorador que debía presentarse ante Dios “limpio de manos y puro de corazón” (Sal. 24:4), el ofrecimiento que un cristiano hace de su cuerpo no solo debe ser un sacrificio vivo, sino también santo.
Por medio de Malaquías, el Señor reprendió a los que sacrificaban animales ciegos o defectuosos: “Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto?” (Mal. 1:8).
Había personas que estaban dispuestas a dar al Señor una ofrenda de segunda clase al Señor, la cual nunca se les ocurriría presentar como una dádiva o para pagar impuestos a un representante del gobierno. Temían a los hombres más que a Dios.
Aunque nosotros hemos sido contados como justos y somos hechos justos a causa de la salvación en Jesucristo, aún no hemos sido perfeccionados en justicia.
Por esa razón el propósito del Señor para su iglesia es “santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no [tenga] mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que [sea] santa y sin mancha” (Ef. 5:25-27).
Ese fue también el propósito que Pablo tenía acerca de aquellos a quienes ministraba: “Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Co. 11:2). Lo triste es que así como en el tiempo de Malaquías, muchas personas en la actualidad solo están dispuestas a darle a Dios lo que les sobra y significa poco para ellas, que de hecho significa aun menos para Él.
Solo un sacrificio vivo y santo, la entrega de nosotros mismos y lo mejor que tenemos, es lo que resulta agradable a Dios. Esa es la única forma en que podemos darle nuestro culto racional y espiritual verdadero.
La palabra griega logikos (racional) es el término del cual derivamos lógica y el adjetivo lógico.
Ciertamente, nuestra ofrenda personal a Dios es algo espiritual, pero Pablo habla aquí de algo que también puede traducirse como razonable.
El apóstol está diciendo que, en vista de la “profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios”, de sus “juicios insondables” y sus “caminos inescrutables”; y teniendo en cuenta que “de él, y por él, y para él, son todas las cosas” (Ro. 11:33, 36), incluyendo sus “misericordias” inmensurables que ya hemos recibido (12:1a), nuestro único y razonable culto espiritual de adoración a Dios consiste en presentarle todo lo que somos y todo lo que tenemos.
La palabra culto se traduce del griego latreia, que se refiere a un acto o servicio de cualquier clase, que por el contexto se sabe que es religioso y de adoración. Al igual que paristēmi y hagios (mencionados antes), latreia se utilizó en el Antiguo Testamento griego para hacer referencia a adorar a Dios conforme a las ceremonias prescritas en el Levítico, y llegó a formar parte del lenguaje sacerdotal con referencia a las ofrendas y los sacrificios. El culto sacerdotal era parte integral de la adoración rendida a Dios en el Antiguo Testamento. El escritor de Hebreos emplea latreia para describir “los oficios del culto” (9:6) desempeñados por los sacerdotes del Antiguo Testamento. La adoración verdadera no consiste en oraciones elaboradas y llamativas, una liturgia intrincada, templos con vitrales artísticos, velas encendidas, túnicas amplias, incienso y música sagrada clásica. No requiere gran talento, habilidades específicas o un despliegue de liderazgo y oratoria. Muchas de esas cosas pueden ser parte de las formas externas en que se expresa la adoración genuina, pero solo son aceptables para Dios si el corazón y la mente de la persona que adora están enfocados en Él. En este sentido, el único culto racional que honra y agrada a Dios es la devoción y alabanza sinceras, reflexivas y amorosas que brotan del corazón de sus hijos.
Después de una conferencia en la que prediqué acerca de las diferencias que existen entre creyentes falsos y verdaderos, un hombre que se acercó a mí con lágrimas en su rostro dijo desconsolado: “Creo que soy un cristiano postizo”. Yo contesté: “Déjeme preguntarle algo. ¿Cuál es el deseo más profundo de su corazón? ¿Cuál es la carga que más pesa en su corazón? ¿Qué ocupa su mente y sus pensamientos más que cualquier otra cosa?”. Él respondió: “Mi deseo más grande es dar todo lo que soy y tengo a Jesucristo”. Yo dije: “Mi amigo, ese no es el deseo de un cristiano postizo. Ese es el deseo que un alma redimida tiene por el Espíritu, de convertirse en un sacrificio vivo”.
LA MENTE DEBE SER DADA A DIOS
No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, (12:2a)
El tercer elemento de nuestro autosacrificio sacerdotal es ofrendar a Dios nuestras mentes y entendimiento.
Es en el entendimiento que nuestra nueva naturaleza y nuestra vieja condición humana están más entremezclados.
El entendimiento es donde elegimos si vamos a expresar nuestra nueva naturaleza con una vida santa o a permitir que nuestra humanidad carnal actúe en contra de la santidad de Dios.
La expresión conforméis proviene de susquēmatizō, que se refiere a una expresión externa que no refleja lo que hay en el interior.
Se emplea para aludir a enmascarar, desfigurar o montar una actuación siguiendo un patrón o esquema (gr. schēma) prescrito.
También transmite la idea de algo que es transitorio, perecedero e inestable.
El negativo mē (No) hace prohibitiva la acción. El verbo mismo es pasivo e imperativo; el modo pasivo indica que tal conformación es algo que permitimos que sea hecho a nosotros, y el imperativo indica que es un mandato, no una sugerencia.
El mandato afable pero firme de Pablo es que no permitamos que seamos conformados a este siglo (mundo).
No debemos adquirir la forma de una persona del mundo, por ninguna razón.
J. B. Phillips traduce esta frase de la siguiente manera: “No permitan que el mundo que los rodea se las arregle para meterlos a la fuerza en su propio molde”.
No debemos seguir el patrón o dejar que se nos imponga el patrón establecido por el espíritu que opera en los hijos de desobediencia.
Nunca debemos convertirnos en víctimas del mundo.
No debemos permitir que seamos modelados conforme al tiempo maligno en que vivimos en el presente.
Siglo es la traducción de aiōn, que significa “era” y se refiere a la era actual donde impera el pecado, al sistema del mundo que es dominado ahora por Satanás, “el dios de este siglo (aiōn)” (2 Co. 4:4).
Aquí siglo representa todo el conjunto de la filosofía de la vida concebida desde un punto de vista humano y satánico.
Corresponde a la expresión Zeitgeist en alemán (el espíritu de la época), que se ha descrito bien como “la masa flotante de pensamientos, opiniones, máximas, especulaciones, esperanzas, impulsos, metas, aspiraciones, vigentes en cualquier momento en el mundo, que puede ser imposible atrapar y definir con precisión, pero que constituye un poder real y efectivo porque es la atmósfera moral, inmoral o amoral que inhalamos en todo momento de nuestra vida, y la cual de forma inevitable también exhalamos” (G. C. Trench, Synonyms of the New Testament [Grand Rapids: Eerdmans, 1973], pp. 217-18).
No es poco común que los incrédulos se pongan máscara de cristianos. Lo triste es que también es muy común que los cristianos se pongan las máscaras del mundo. Quieren disfrutar las diversiones del mundo, las modas del mundo, el vocabulario del mundo, la música del mundo, y muchas de las actitudes del mundo, aun cuando es claro que esas cosas no se conforman a los estándares de la Palabra de Dios. Esa clase de vida es del todo inaceptable para Dios.
El mundo es un instrumento de Satanás, y su influencia impía es pandémica. Esto se puede ver en el espíritu de rebelión y orgullo, las mentiras, el error y la propagación rápida de religiones falsas, en especial aquellas que promueven el yo y se agrupan bajo la amplia sombrilla de la “nueva era”. Juan escribió hace casi dos mil años: “Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn. 5:19).
La evidencia es rotunda, todavía lo está. En lugar de esto, Pablo prosigue a decir, los cristianos deben acatar el mandato de transformaos.
El verbo griego (metamorphoō) denota un cambio en la apariencia externa, y es el término del cual se deriva la palabra metamorfosis.
Nuestra naturaleza interna redimida también debe manifestarse en lo externo, pero de una manera tan completa y continua como sea posible en nuestra vida diaria. Así como el verbo precedente (conforméis), transformaos es un imperativo pasivo.
En un sentido positivo, tenemos el mandato de dejar que seamos cambiados en lo externo de conformidad con nuestras naturalezas redimidas internas. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18).
Aunque debemos aspirar a tener este cambio externo, solo puede ser obrado por el Espíritu Santo quien obra en nosotros, cuando somos “llenos del Espíritu” (Ef. 5:18). El Espíritu Santo logra esta transformación por medio de la renovación del entendimiento, un tema esencial y reiterado del Nuevo Testamento.
La transformación externa es efectuada por un cambio interno en la mente, y el medio que aplica el Espíritu para transformar nuestras mentes es la Palabra.
David testificó: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Sal. 119:11).
La misma Palabra de Dios es el instrumento que su propio Espíritu Santo usa para renovar nuestras mentes, las cuales a su vez Él utiliza para transformar nuestra manera de vivir.
En repetidas ocasiones Pablo destacó esa verdad en su carta a los colosenses. El apóstol proclamaba a Cristo “amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Col. 1:28).
Cada ser humano que recibe a Cristo como Señor y Salvador, es “revestido del nuevo [hombre], el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Col 3:10).
En consecuencia, debemos dejar que “ la palabra de Cristo more en abundancia en [nosotros], enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en [nuestros] corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Col 3:16).
El entendimiento transformado y renovado es aquella mente que está saturada por completo con la Palabra de Dios y que es controlada por ella.
Es aquella mente que pasa el menor tiempo posible aun con las cosas necesarias de la vida en la tierra y la mayor cantidad de tiempo posible en las cosas de Dios.
Es la mente que “pone la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2). Sea bueno o malo, cuando cualquier cosa sucede en nuestra vida, la respuesta inmediata y casi instintiva que tengamos debería ser bíblica.
Durante su encarnación, Jesús respondió a las tentaciones de Satanás con las Escrituras (Mt. 4:4, 7, 10). Solo la mente que es renovada constantemente por el Espíritu de Dios obrando a través de la Palabra de Dios es agradable a Dios.
Solo una mente así está en capacidad de hacer de nuestra vida un “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es [nuestro] culto racional”.
LA VOLUNTAD DEBE SER DADA A DIOS
..para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta. (12:2b)
Un cuarto elemento implícito en la presentación de nosotros mismos a Dios en sacrificio vivo, santo y agradable, es que ofrezcamos a Él nuestras voluntades, que permitamos a su Espíritu mediante su Palabra que conforme nuestras voluntades a la voluntad de Dios.
La construcción original en el griego hace de para que comprobéis una frase de propósito/resultado. Es decir, cuando la mente de un creyente es transformada, su capacidad para pensar, su razonamiento moral y su entendimiento espiritual están en capacidad de evaluar todas las cosas como es debido, y de aceptar únicamente lo que se conforma a la voluntad de Dios.
Podemos en nuestra vida comprobar cuál [es] la voluntad de Dios solo cuando hacemos las cosas que son buenas, agradables y perfectas para Él.
Cuando emplea la palabra euarestos (agradable), Pablo usa otra expresión del lenguaje de sacrificios del Antiguo Testamento para describir la clase de vida santa que Dios aprueba como un “sacrificio vivo” que no tiene mancha ni defecto moral o espiritual alguno.
La palabra perfecta alude a la idea de ser completo, algo que es todo lo que debería ser.
Nuestras voluntades deben desear solo aquello que Dios desea y llevarnos a hacer solo aquello que Él quiere que hagamos de la manera que Él quiere que sea hecho, de acuerdo a su voluntad y por su poder.
Nuestras voluntades imperfectas siempre deben someterse a su voluntad perfecta.
Una mente transformada produce una voluntad transformada, de tal manera que contamos con el deseo y la capacidad, con la ayuda del Espíritu, para poner a un lado nuestros planes y aceptar en plena confianza los de Dios, sin importar cuál sea el costo.
Esta rendición continua incluye el fuerte deseo de conocer mejor a Dios y seguir su propósito para nuestra vida. La transformación divina de nuestras mentes y voluntades debe ser constante. Debido a que todavía seguimos siendo tentados de continuo por medio de lo que queda de nuestra condición humana, nuestras mentes y voluntades deben ser objeto de una transformación continua por la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios. El producto de una mente transformada es una vida que hace las cosas que Dios ha declarado como justas, aceptables y completas. Esa es la meta del acto supremo de adoración espiritual, y esto prepara el escenario para lo que Pablo trata a continuación: el ministerio de nuestros dones espirituales.
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