Unidad en la Verdad: La Reforma que Aún Necesitamos

Las 5 Solas de la Reforma  •  Sermon  •  Submitted   •  Presented
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La verdadera unidad de la Iglesia no se sostiene en estructuras humanas, sino en la fidelidad constante a la Palabra de Dios, que reforma, purifica y santifica al pueblo para la gloria de Cristo.

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Introducción

Una de las acusaciones mas populares actualmente contra la reforma protestante es esta: “La Reforma dividió la Iglesia.”
El historiador Brad Gregory, por ejemplo, dice que ala búsqueda de fidelidad en los reformadores abrió la puerta a la fragmentación, al individualismo y, en última instancia, a la secularización. Esta crítica, a veces, viene acompañada de la caricatura de que Lutero era simplemente un "monje depravado que quería casarse y abandonar sus votos" para vivir una vida sin reglas.
Pero la pregunta que debemos hacernos esta noche no es histórica, sino pastoral:
¿Fue la Reforma realmente una ruptura, o fue una sanación?
¿Fue el inicio del caos religioso, o fue el momento en que Dios volvió a reformar Su Iglesia por la Palabra?
Martín Lutero no quiso fundar una nueva iglesia, sino reformar una enferma. Su Reforma comenzó en el púlpito y en la conciencia pastoral.
Lutero veía a su pueblo cargado de culpa, buscando alivio en monedas e indulgencias, en ritos que prometían paz… pero que robaban la gloria de Dios y la seguridad del Evangelio.
Su protesta, de hecho, fue inicialmente contra la laxitud moral de la venta de la gracia.
Mientras Tetzel repetía que cada moneda liberaba un alma
Lutero leyo en la palabra de Dios: “El justo por la fe vivirá” (Ro 1:17).
Su protesta no brotó del orgullo, sino del amor pastoral.
En Worms, su postura fue, en esencia: “Tengo la Palabra de Dios; ustedes tienen la palabra de los hombres; y no coinciden.”
Su súplica fue esta: “¡Volvamos a predicar lo que la Escritura predica, por el bien de los pecadores!”
Su preocupación por la unidad en la verdad es el eco exacto del clamor del apostol Pablo en Efesios 4:1-3 quien ruega:
“Andad como es digno del llamamiento… solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef 4:1–3).
Pablo escribe a una iglesia plural, diversa, tentada por divisiones y falsas doctrinas. Y su ruego no es por una unidad superficial, sino por una unidad en la verdad.
La implicación es vital: La unidad que el Espíritu produce nunca es un sentimiento vacío; es la unidad que nos une a Cristo, la Palabra encarnada.
Por lo tanto, guardar la unidad del Espíritu nos exige guardar la verdad doctrinal de la cual esa unidad procede. Si alguien me enseña un “evangelio diferente”, está rompiendo el vínculo del Espíritu.
Así como en el siglo XVI, el llamado hoy no es a levantar nuevas estructuras, sino a una nueva fidelidad. .
La verdadera unidad de la Iglesia no se sostiene en estructuras humanas, sino en la fidelidad constante a la Palabra de Dios que reforma, purifica y santifica al pueblo para la gloria de Cristo.
Hermanos, esta tarde veremos cómo Pablo nos llama a preservar la unidad, sobre qué fundamento se sostiene, cuál es el instrumento que Dios ha dado para mantenerla, y cuál es el propósito de esa unidad para la Iglesia y para la gloria de Cristo.

I. El Llamamiento a la Unidad del Espíritu (Efesios 4:1–3)

Pablo abre esta nueva sección con una exhortación profundamente pastoral:
“Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados.” (Ef 4:1)
Pablo no escribe desde la comodidad, sino desde una celda.
Su autodescripción —δέσμιος ἐν Κυρίῳ (“prisionero en el Señor”)— no es un detalle anecdótico, sino teológico. Él no se considera prisionero de Roma, sino prisionero de Cristo. Está encadenado al Evangelio, y desde esa realidad exhorta a la iglesia.
Su prisión es una evidencia de fidelidad, no de fracaso. Lo que Roma llama “vergüenza”, Pablo lo llama “vocación”.
El verbo παρακαλῶ (“ruego”) expresa cercanía pastoral. Pablo no impone, persuade; no ordena como un general, sino que ruega como un padre espiritual. Sabe que la unidad del cuerpo de Cristo no es un tema secundario, sino una cuestión de vida o muerte espiritual.
Efesios 4 marca la transición más clara entre la gracia recibida (caps. 1–3) y la vida vivida (caps. 4–6).
Pablo ya explicó lo que Dios ha hecho:
Nos bendijo en Cristo (1:3).
Nos eligió y predestinó (1:4–5).
Nos redimió con la sangre del Hijo (1:7).
Nos reveló el misterio de su voluntad (1:9).
Nos reconciliò en un solo pueblo (2:14–22).
Ahora, con el “οὖν” (“pues”) de 4:1, Pablo conecta esos indicativos teológicos con los imperativos morales.
Dicho de otro modo: lo que Dios ha hecho en nosotros determina cómo debemos vivir.
Su llamado es claro: “Andad (περιπατεῖν) de una manera digna (ἀξίως) de la vocación (κλῆσις) con que fuisteis llamados.”
Andar (περιπατεῖν): describe la vida diaria, la forma habitual de conducirse.
Dignamente (ἀξίως): literalmente “con peso equivalente”. Es vivir de modo coherente con lo que hemos recibido.
Vocación (κλῆσις): no es una invitación abierta, sino el llamado eficaz de Dios que nos sacó de muerte a vida (2:1–6).
No se trata de alcanzar un ideal moralista, sino de vivir en correspondencia con el llamamiento soberano.
Lo que somos en Cristo debe reflejarse en lo que hacemos por Cristo.
Como diría Lutero siglos después, la fe sola justifica, pero la fe verdadera nunca está sola: siempre produce un andar digno.
Pablo pasa del fundamento (el llamamiento) al fruto (el carácter).
El andar digno se manifiesta en una serie de virtudes espirituales, no naturales: “Con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros en amor.”
Humildad: En la cultura romana, era una palabra despreciada; significaba “baja condición”. Pero Cristo la transformó en virtud central. Él “se humilló a sí mismo” (Fil. 2:8). Por eso, la unidad comienza donde el orgullo muere. Donde el ego es exaltado, el cuerpo se divide; donde Cristo es exaltado, el cuerpo se une.
Mansedumbre: No es pasividad ni debilidad, sino poder bajo control. Es la fuerza que se somete al gobierno de Cristo. Jesús dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11:29). El manso no exige, sirve; no reacciona por la carne, responde guiado por el Espíritu.
Paciencia: Significa literalmente “larga ira”: la capacidad de soportar el mal sin buscar venganza. Refleja el carácter de Dios que “es lento para la ira y grande en misericordia” (Sal 103:8). La madurez de una iglesia se mide por cuánto puede soportar en amor sin perder la verdad.
Soportándoos unos a otros en amor: El verbo ἀνέχεσθαι implica “sostener el peso del otro”. La imagen es pastoral: las ovejas tropiezan, pero el amor las mantiene unidas. La unidad no se mantiene evitando conflictos, sino soportando debilidades.
“Esforzándoos (σπουδάζοντες) por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.”
El participio σπουδάζοντες implica diligencia activa, no pasividad: “poned todo empeño”, “luchad por mantenerla”.
La Iglesia debe trabajar activamente para mantener lo que el Espíritu ya ha dado.
La “unidad del Espíritu” no es un proyecto humano; es un don divino que debemos cuidar con celo.
El “vínculo de la paz” (σύνδεσμος τῆς εἰρήνης) se refiere a la reconciliación objetiva que Cristo logró en la cruz (2:14–18). Esa paz vertical con Dios es la base de la paz horizontal con los hermanos.
La expresión “vínculo de la paz” (σύνδεσμος τῆς εἰρήνης) describe la cinta que mantiene unido el cuerpo.
La paz aquí no es mera cordialidad, sino la reconciliación objetiva que Cristo logró en la cruz (2:14–18).
El Espíritu toma esa paz y la aplica a la comunión visible del pueblo redimido.
Pablo presenta aquí la ética del nuevo éxodo.
Así como Israel fue llamado a vivir dignamente tras ser liberado de Egipto, la Iglesia es llamada a vivir como un pueblo redimido del pecado.
El “andar digno” es la marcha del nuevo pueblo de Dios hacia la madurez en Cristo.
Y la meta no es moralismo, sino comunión trinitaria: el Padre llama, el Hijo reconcilia, el Espíritu une. Y nosotros mantenemos esta unidad en el vinculo de una paz que ya tenemos en Cristo.

Aplicación:

La unidad sin humildad es imposible. La Reforma comenzó cuando un hombre se humilló bajo la Palabra. Toda renovación espiritual inicia cuando dejamos de defender nuestro prestigio y empezamos a exaltar a Cristo.
El Espíritu produce una unidad doctrinal, no emocional. “Unidad del Espíritu” no es sentimentalismo; es comunión en la verdad. Por eso, cualquier “unidad” que diluye la doctrina destruye la paz que dice preservar.
La mansedumbre pastoral es el remedio contra la división. El pastor que se impone con orgullo divide; el que enseña con mansedumbre, edifica. El verdadero liderazgo espiritual se mide por cuánta gracia modela.
Debemos luchar activamente por la paz.“Esforzándoos” implica que la unidad no se mantiene sola. Requiere trabajo, perdón, diálogo y sometimiento mutuo bajo la Palabra.
Ahora que hemos visto el carácter del llamado a la Unidad; veamos:

II. El Fundamento Trinitario de la Unidad

Efesios 4:4–6 NBLA
Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también ustedes fueron llamados en una misma esperanza de su vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.
La unidad cristiana no se produce por afinidad, simpatía o acuerdo humano, sino porque Dios mismo es uno.
Estos versículos fueron una confesión litúrgica que probablemente se recitaba en las asambleas cristianas.
Pablo usa una estructura trinitaria de siete “unos” (heis… heis… heis) para mostrar que toda la comunión cristiana fluye de la comunión del Dios trino:
Un cuerpo – un Espíritu – una esperanza : El E.S. Crea y es dado como garantía que no morirá
Un Señor – una fe – un bautismo: El Hijo gobierna el cuerpo, le pertenecemos y debemos vivir para él en fe.
Un Dios y Padre de todos: El Padre sostiene el cuerpo.

El Espíritu es el autor de la unidad orgánica.

El término “cuerpo” (sōma) no es una metáfora retórica: es la realidad viva de la Iglesia, animada por un mismo Espíritu. Pablo ya lo explicó en 2:16–18: Cristo reconcilió a judíos y gentiles “en un solo cuerpo por medio de la cruz” y “por medio de Él ambos tenemos acceso en un mismo Espíritu al Padre.”
La unidad no se fabrica; se recibe como don del Espíritu. “Así como ustedes fueron llamados en una misma esperanza de su vocación.”
Aquí, el “llamado” (klēsis) retoma el v. 1, pero ahora con horizonte escatológico: la esperanza futura unifica a los creyentes en el presente.
La Iglesia vive entre el “ya” y el “todavía no” —una comunidad de peregrinos que comparten una misma herencia.
De manera que:
Una iglesia pierde su unidad cuando olvida su esperanza.
Cuando el horizonte eterno se oscurece, las diferencias temporales se vuelven montañas.
El Espíritu nos recuerda que somos una misma familia en camino a un mismo hogar.

El Señorío de Cristo (v. 5)

La palabra Kyrios (“Señor”) era una confesión de lealtad radical. Decir “Jesús es el Señor” implicaba negar que César lo fuera. Era proclamar que toda autoridad espiritual y terrenal está sometida a Cristo.
Por eso la Reforma se levantó: porque la Iglesia había reemplazado el señorío de Cristo con la voz del hombre. Roma hablaba como Kyrios, y el púlpito se había convertido en trono humano. El principio de la Sola Scriptura restauró el señorío de Cristo sobre su Iglesia.
El Señor Es quien otorga la salvación y reina sobre su cuerpo.
Las Fe es el instrumento por el cual esa gracia se recibe. Descansando en el contenido objetivo del Evangelio, la fe no es una emoción subjetiva.
El Bautismo el signo y sello del pacto de gracia, administrado en el nombre del Señor. El bautismo no es, ante todo, la declaración humana de fe, sino el acto divino por el cual Dios sella Su promesa del Evangelio a Su pueblo.
En nuestro tiempo, el liberalismo moderno busca una “unidad inclusiva” que ya no confiesa un solo Señor, sino muchos caminos. El semipelagianismo, pretende tener una fe sin gracia. .
Pablo nos recuerda que la verdadera unidad gira en torno a Cristo como único Señor y único Mediador.

“Un Dios y Padre de todos” (v. 6)

“Un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.”
La preposición triple —epi, dia, en— describe la soberanía del Padre:
“Sobre todos” — su autoridad.
“Por todos” — su providencia.
“En todos” — su presencia espiritual en los redimidos.
Este versículo no enseña panteísmo ni universalismo; Pablo habla de los “todos” que están “en Cristo”.
El Padre obra a través del Hijo y por el Espíritu.
Esta es la raíz de toda Reforma genuina: el regreso a la centralidad del Dios trino. La unidad de la Iglesia depende de su comunión con el Dios vivo.
Efesios 4:4–6 refleja el reverso del caos de Babel.
En Babel, la humanidad intentó unirse sin Dios, y fue dispersada (Gn 11).
En Pentecostés, el Espíritu unió a pueblos diversos bajo un solo Señor (Hch 2).
Aquí Pablo muestra que la Iglesia es el nuevo Pentecostés permanente: la comunión del Espíritu, bajo el señorío de Cristo, para la gloria del Padre.
La Reforma fue precisamente eso: un Pentecostés doctrinal. Dios volvió a unir a su pueblo por la Palabra inspirada y la predicación fiel.

Aplicaciones:

La unidad verdadera entonces, no nace de pactos humanos, sino de nuestra participación en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Al decir hoy “un Señor”, excluimos cualquier otro nombre. La Iglesia moderna necesita redescubrir esa exclusividad con humildad y valentía.
Donde el hombre confía en su mérito, el Espíritu se apaga y la Iglesia se divide. Solo la gracia preserva la comunión.
Cuando el púlpito vuelve a ser una cátedra de la Palabra, el pueblo vuelve a confesar una sola fe.
Ya hemos visto el fundamento espiritual y teológico de la unidad. Ahora, en los versículos 7–11, veamos el instrumento que Cristo usa para mantener y extender esa unidad:

III. Cristo Da Pastores para mantener y extender la unidad

Efesios 4:7–11 NBLA
Pero a cada uno de nosotros se nos ha concedido la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por tanto, dice: «Cuando ascendió a lo alto, Llevó cautiva un gran número de cautivos, Y dio dones a los hombres». Esta expresión: «Ascendió», ¿qué significa, sino que Él también había descendido a las profundidades de la tierra? El que descendió es también el mismo que ascendió mucho más arriba de todos los cielos, para poder llenarlo todo. Y Él dio a algunos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros,
“A cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.”
El apóstol pasa de la unidad (vv. 4–6) a la diversidad de dones.
La gracia aquí no se refiere a la gracia salvadora (charis), sino a la gracia capacitadora (charisma), el don funcional que Cristo otorga a cada miembro de Su cuerpo.
La frase “conforme a la medida del don de Cristo” subraya la soberanía del Señor resucitado: Él asigna a cada uno según Su sabiduría y propósito redentor.
La unidad no es uniformidad.
El cuerpo de Cristo es una sinfonía de dones, no un ejército de clones.
El problema pastoral no está en la diferencia, sino en la envidia o el desprecio de los dones ajenos.
El Cristo ascendido reparte Su gracia para la edificación común, no para la competencia.
“Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva a una hueste de cautivos, y dio dones a los hombres…”
Pablo cita libremente el Salmo 68:18, un himno de victoria que celebraba la entrada triunfal de Yahvé en Sión después de derrotar a sus enemigos.
En el contexto del salmo, el vencedor recibe tributos; pero Pablo, en un giro cristológico, muestra que Cristo, al vencer, reparte los dones.
El versículo 9 explica el misterio:
“¿Qué significa que subió, sino que también descendió…?”
Este descenso se refiere a la encarnación —el Hijo que baja a “las partes más bajas de la tierra”, es decir, al mundo caído, a nuestra humanidad y hasta la muerte misma.
Luego asciende sobre todos los cielos (v. 10), como el Rey victorioso que llena todas las cosas, cumpliendo su dominio universal.
El que descendió para salvar ahora asciende para gobernar.
Desde Su trono, distribuye los medios de gracia por los cuales Su Iglesia es edificada.
Cada pastor fiel, cada predicación fiel, es un acto visible del gobierno invisible de Cristo.
La Reforma redescubrió esta verdad.
El Cristo exaltado gobierna Su Iglesia no por jerarquías humanas, sino por Su Palabra y Espíritu.
El púlpito reformado es, en ese sentido, la extensión terrenal del trono celestial: donde la Palabra es expuesta fielmente, Cristo reina.
“Y Él dio a algunos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros.”
Apóstoles y profetas: oficios fundacionales (2:20), instrumentos de revelación inspirada.Su obra culminó con el cierre del canon bíblico.
Evangelistas: misioneros y plantadores en la expansión inicial de la Iglesia.
Pastores y maestros (poimenas kai didaskalous): un solo oficio en dos funciones —pastorear y enseñar, cuidar y alimentar con la Palabra. Este oficio pastoral no es un nuevo sacerdocio que media gracia; es un ministerio de Palabra que distribuye gracia. El texto no dice que Cristo instituyó mediadores entre Dios y los hombres, sino que dio ministros que anuncian el Evangelio de gracia gratuita.
Roma había enseñado que la gracia fluye de abajo hacia arriba, administrada por manos humanas.
Pablo enseña que la gracia desciende del Cristo ascendido, que la comunica por Su Espíritu y la confirma por Su Palabra. Pablo destruye toda noción de sacerdocio jerárquico que monopoliza la gracia.
La Reforma devolvió a Cristo Su trono al proclamar que la autoridad es magisterial en la Escritura, no sacerdotal en el hombre.
“A fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio…”
El verbo katartízō significa “restaurar”, “ajustar lo descompuesto”, “preparar para su función”. Era un término médico —usado para describir la acción de poner un hueso en su lugar— y también pesquero, para “remendar las redes” (cf. Mt 4:21).
Así, el propósito de los dones ministeriales no es crear dependencia, sino reparar lo que el pecado ha deformado en el cuerpo de Cristo.
El pastor-teólogo no es un supervisor institucional, sino un cirujano espiritual que, con la Palabra, ajusta lo torcido y sana lo herido.
“Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios.”
El objetivo del ministerio fiel: unidad en la verdad, no uniformidad en la ignorancia.
La palabra epignōsis (“conocimiento pleno”) no alude a mera información, sino a experiencia transformadora.
La fe y el conocimiento se entrelazan: conocer al Hijo es creer en Él; creer en Él es conocerlo más profundamente.
La madurez eclesial, entonces, no se mide por número de asistentes, sino por unidad doctrinal y devoción cristocéntrica.
Solo una iglesia saturada de la Palabra puede permanecer unida en el Hijo de Dios.
“Para que ya no seamos niños, sacudidos por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina…”
La iglesia inmadura es como una nave sin timón, agitada por los vientos de falsas doctrinas.
El término kludōnizomenoi (“zarandeados por las olas”) sugiere inestabilidad emocional y teológica.
Los “vientos de doctrina” son las modas teológicas, los discursos persuasivos que reemplazan el Evangelio por moralismo, experiencia o ideología.
En el siglo XVI, esos vientos soplaban desde Roma; hoy soplan desde el mercado espiritual y la psicología terapéutica.
La única defensa es el púlpito expositivo, donde el texto gobierna al predicador y no al revés.
“Sino que, hablando la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la Cabeza, esto es, Cristo.”
Puede traducirse literalmente como “viviendo verazmente en amor”. No se trata solo de decir la verdad, sino de encarnarla con ternura pastoral.
La verdad sin amor se vuelve fría, tajante y mata.
El amor sin verdad se vuelve blando, sentimental y engaña.
Pero la verdad en amor sana y edifica.
“De quien todo el cuerpo, bien concertado y unido por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.”
Cristo no solo es la Cabeza (autoridad), sino la fuente vital del cuerpo.
El verbo sumbibazomenon (“bien concertado”) indica conexión estructural; syndesmōn (“ligamentos”) habla de interdependencia.
La vida espiritual fluye de Cristo a cada miembro y de cada miembro a los demás.
La iglesia madura no es un auditorio, sino un organismo:
cada miembro sostiene, enseña, ora, consuela y sirve.
El crecimiento auténtico no se mide por visibilidad externa, sino por edificación mutua en amor.
Vimos como Pablo nos llama a preservar la unidad, sobre qué fundamento se sostiene, cuál es el instrumento que Dios ha dado para mantenerla, terminemos con el propósito de esa unidad:
La meta de Efesios 4 no es la tolerancia doctrinal, sino la madurez espiritual que tiene como meta la gloria de Dios.
Ese fue el grito de la Reforma, y debe seguir siendo el latido de la Iglesia:
no a la gloria del hombre,
no a la del sistema,
sino a la gloria del Redentor que descendió, ascendió y ahora llena todas las cosas.
“De Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén.” (Rom. 11:36)

🕯️ Llamado pastoral final

Hermanos, esta es la Reforma que aún necesitamos:
Que nuestros púlpitos vuelvan a ser cátedras de la Palabra, no plataformas de opinión.
Que nuestros pastores vuelvan a ser teólogos-pastores, no gestores de emociones.
Que nuestras iglesias busquen la unidad que nace del Evangelio, no la uniformidad que nace del miedo.
Que cada familia y creyente vuelva a escudriñar la Escritura, creyendo que en ella brilla el rostro de Cristo.
La iglesia reformada, necesita siempre asegurarse de permanecer en la Palabra que santifica, depender de la gracia que salva, de la fe que une y vivir para Cristo, quien reina por los siglos de los siglos.
“Un Señor, una fe, un bautismo;
un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.” (Ef. 4:5–6)
¡Soli Deo Gloria!
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