Los Dos Prodigos!!!!
160. UNA DECISIÓN ACERTADA
(Lucas 15:11–32)
INTRODUCCIÓN: todos conocemos la historia del hijo pródigo, la cual es una de las mejores ilustraciones con que Jesús muestra el secreto de la salvación por medio del arrepentimiento y la fe. Fijémonos en esta decisión y hagámonos tres preguntas acerca de la misma.
1. ¿Qué la provocó? «Vino una grande hambre en aquella provincia». Todos los hombres tenemos hambre de vida y de felicidad, desde el mismo momento en que existimos. Hay quienes son lo que llamamos afortunados en sus negocios y amontonan capitales que les permiten hacer algo semejante al hijo pródigo. Pero este mal gasto no hace sino empobrecerles más. Queman su salud y se encuentran después en la posición en que se encontró el pródigo:
a) «Perezco de hambre». Se apoderó del desgraciado el temor de la muerte. ¿No es esta la situación de millares de pecadores al acentuarse los signos de la vejez?
b) La esperanza de una reconciliación con su padre. Hay muchos que difieren esta decisión hasta que no pueden valerse de sí mismos y llaman al Viático, pensando en poner a su favor la intercesión de la Iglesia. Pero notemos que el hijo pródigo no buscó un compañero que abogase por él ante su padre; se decidió y emprendió el camino solo.
2. ¿Cuál fue la naturaleza de su resolución?
a) Levantarse, no quedarse tan solo a meditar sobre su situación.
b) Ir a su padre, aun cuando fuera largo y penoso. Afortunadamente no es éste el caso con los pecadores (Sal. 145:18). Jesús confirma esta experiencia del salmista en Mt. 6:6. En cualquier lugar podemos encontrar a Dios, pero a veces cuesta un largo camino el llegar a la resolución definitiva y moverse al arrepentimiento.
c) «A mi padre». Al ofendido … Posiblemente, se había visto chasqueado acudiendo a otros.
d) «Confesar su pecado». Nótese que en su confesión se reconoce culpable contra Dios y contra los hombres. Con esto Jesús da a entender que todo pecado que remuerda nuestras conciencias, aun cuando sea contra algún prójimo, es en primer término un pecado contra Dios.
3. ¿Cuál fue el resultado de su resolución?
a) Recibió el perdón. Nótese que el padre le besó antes de haber oído su confesión. Su actitud de volver era suficiente evidencia de lo que había en su corazón.
b) Recibió las credenciales de la categoría primitiva que le habría correspondido por ley natural. Los que arrepentidos acuden a Dios, invocando los méritos de Jesucristo, reciben las arras del Espíritu Santo (Ef. 1:13, 14; Ro. 8:16).
El Camino Hacia la Reconciliación: La Historia del Hijo Pródigo
En la conocida parábola del hijo pródigo, sabemos que el padre perdonó antes de que el hijo se arrepintiera y volviera a casa. Al hacerlo, se libró a sí mismo de vivir la tormenta de la constante amargura. Él estaba libre para continuar con su vida. Pero ahí no es donde termina la historia. El anhelo más profundo de este padre, era que su hijo volviera. Él miraba y esperaba que se diera esta posibilidad, y cuando llegó, la aprovechó.
Dios siempre quiere paz con nosotros y entre nosotros. Él pagó un alto precio para reconciliarse con el mundo, y después nos pasó ese ministerio a nosotros. La Biblia dice que Dios:
Por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: “En nombre de Cristo, les rogamos que se reconcilien con Dios.”
¿Esto significa que hemos fallado si nuestro perdón no siempre lleva a la reconciliación? Ya que tenemos que perdonar sin importar lo que sea, ¿debemos también reconciliarnos sin importar lo que sea? La respuesta es ¡No!
Al regresar a casa, el pródigo arrepentido dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”.
El padre inmediatamente restauró a su hijo en su posición anterior en la familia, e hizo una fiesta para celebrar su regreso.
Supón que el hijo hubiera dicho: “Oye, viejo, ya se me acabó el dinero. Dame más y me iré de aquí antes de que me lo pidas, “vino, mujeres y canciones” ”.
En este caso, la historia hubiera terminado sin reconciliación. El perdón extendido por el padre y su deseo de recuperar la unidad, no hubieran sido suficientes para que hubiera una reconciliación.
pródigo, -ga adj./n. m. y f. 1 [persona] Que despilfarra o gasta sin cuidado sus bienes: la parábola del hijo pródigo.
2 adj. [persona] Que da con generosidad lo que tiene o lo pone al servicio de los demás: fue pródigo en explicaciones; un padre pródigo con sus hijos.
3 [cosa] Que produce en abundancia lo que se expresa: la pródiga naturaleza; un año pródigo en noticias; las décadas de 1960 y 1970 fueron pródigas en movimientos de reivindicación social en América Latina.
Llamamos a esta historia “la parábola del hijo pródigo” (la palabra “pródigo” quiere decir desperdiciador), pero también se la podría llamar “La parábola del padre amante”, porque hace énfasis en la bondad del padre más que en el pecado del hijo. A diferencia del pastor y la mujer en las parábolas previas, el padre no salió a buscar al hijo, sino que fue el recuerdo de la benignidad del padre lo que llevó al muchacho al arrepentimiento y al perdón (ve Romanos 2:4). En esta historia fíjate en las tres experiencias del joven.
Rebelión: Se fue a un país lejano (15:11–16). Según la ley judía el hijo mayor recibía el doble de lo que recibían los demás hijos (Deuteronomio 21:17), y el padre podía repartir su riqueza en vida si lo quería. Era perfectamente legal que el hijo menor le pidiera su parte de las propiedades e incluso que la vendiera, pero seguramente no fue algo amable de su parte. Era como si le estuviera diciendo a su padre: “¡Quisiera que estuvieras muerto!” Tomás Huxley dijo: “Las peores dificultades de un hombre empiezan cuando puede hacer lo que se le antoja”. ¡Cuán cierto!
Siempre habrá problemas cuando valoramos las cosas más que las personas, el placer más que el deber, y las escenas distantes más que las bendiciones que tenemos en casa. Jesús una vez les advirtió a dos hermanos que discutían: “Mirad, y guardaos de toda avaricia” (Lucas 12:15). ¿Por qué? Porque la persona avarienta jamás se satisface por mucho que adquiera, y un corazón insatisfecho conduce a una vida de desilusión. El pródigo aprendió por medio de experiencias amargas que no se puede disfrutar de las cosas que el dinero puede comprar si se hace caso omiso de las cosas que el dinero no puede comprar.
El país lejano no es necesariamente un lugar distante adonde tenemos que viajar, porque el país lejano existe primero que nada en nuestro corazón. El hijo menor soñaba con disfrutar de la libertad lejos de casa y lejos de su padre y de su hermano mayor. Si la oveja se perdió debido a su insensatez y la moneda debido al descuido, el hijo se perdió por voluntad propia. Quería salirse con la suya así que se rebeló contra su propio padre y le destrozó el corazón.
Pero la vida en el país lejano no fue lo que esperaba. Se le acabaron sus recursos, sus amigos lo abandonaron, surgió una hambruna, y el joven se vio obligado a hacer para un extraño lo que no quiso hacer para su propio padre: ¡trabajar! Esta escena en el drama es la manera en que nuestro Señor recalca lo que el pecado en realidad hace en las vidas de los que rechazan la voluntad del Padre. El pecado promete libertad, pero sólo trae esclavitud (Juan 8:34); promete éxito, pero produce fracaso; promete vida, pero “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). El joven pensó que “se hallaría a sí mismo” pero todo lo que consiguió fue perderse. Cuando se deja a Dios fuera de nuestra vida, la diversión se convierte en esclavitud.
Arrepentimiento: Volvió en sí (15:17–19). Arrepentirse quiere decir cambiar de parecer, y eso es exactamente lo que hizo el joven mientras cuidaba los cerdos. (¡Qué trabajo para un joven judío!) La frase “volviendo en sí”, sugiere que hasta ese punto en realidad estaba fuera de sí. Hay en el pecado una locura que parece paralizar la imagen de Dios que hay adentro de nosotros y liberar al animal que llevamos dentro. A los que estudian las obras de Shakespeare les gusta contrastar dos citas para describir esta contradicción en la naturaleza del hombre:
¡Qué obra es un hombre! ¡Qué noble en razón! ¡Qué infinito en facultad! en forma, en movimiento, ¡qué exacto y admirable! ¡en acción como un ángel! ¡En comprensión como un dios!
(Hamlet, II, ii)
Cuando es lo mejor, es poco peor que un hombre; y cuando es lo peor, es poco mejor que una bestia.
(El Mercader de Venecia, I, ii)
El joven cambió de parecer en cuanto a sí mismo y su situación, y reconoció que era un pecador. Confesó que su padre era un hombre generoso y que servir en casa era mucho mejor que la libertad en el país lejano. Es la bondad de Dios, y no sólo la maldad del hombre, lo que nos lleva al arrepentimiento (Romanos 2:4). Si el joven hubiera pensado sólo en sí mismo, su hambre, su añoranza de su hogar, su soledad, se habría dado a la desesperación. Pero sus circunstancias dolorosas le ayudaron a ver a su padre con otra perspectiva, y esto le dio esperanza. Ya que su padre era tan bueno con los criados, tal vez estaría dispuesto a perdonar a un hijo.
Si el joven sólo hubiera quedado pensando, todo lo que habría experimentado hubiera sido remordimiento y lamentación (2 Corintios 7:10), pero el verdadero arrepentimiento incluye la voluntad tanto como el entendimiento y las emociones: “Me levantaré… iré… diré…” Nuestras resoluciones pueden ser nobles, pero a menos que las pongamos en acción, nunca podrán en sí mismas producir ningún bien permanente. Si el arrepentimiento es verdaderamente obra de Dios (Hechos 11:18), entonces el pecador obedecerá a Dios y pondrá en Jesucristo la fe que salva (Hechos 20:21).
Regocijo: Vino a su padre (15:20–24). Aquí Jesús responde a las acusaciones de los escribas y fariseos (Lucas 15:2), porque el padre no sólo corrió para recibir a su hijo, sino que honró el regreso del joven por preparar un gran banquete e invitar a todo el pueblo. El padre no le permitió al hijo menor que terminara su confesión; le interrumpió, le perdonó, ¡y ordenó que empezara el festejo!
Por supuesto, el padre nos ilustra la actitud de nuestro Padre celestial hacia los pecadores que se arrepienten: Él es rico en misericordia y gracia, y grande en su amor hacia ellos (Efesios 2:1–10). Todo esto es posible gracias al sacrificio de su Hijo en la cruz. No importa lo que algunos predicadores (y cantantes) digan, no somos salvos por el amor de Dios; Dios ama a todo el mundo, pero no todo el mundo es salvo. Somos salvos por la gracia de Dios, y la gracia es amor que paga el precio.
En el Oriente los hombres mayores no acostumbran a correr; sin embargo el padre corrió para darle al encuentro a su hijo. ¿Por qué? Una razón obvia fue su amor por él, y su deseo de demostrarle ese amor. Pero hay algo más. Este hijo descarriado había traído deshonra a su familia y pueblo y, según Deuteronomio 21:18–21, debía ser apedreado hasta morir. Si los vecinos hubieran empezado a apedrearlo, habrían tenido que apedrear primero al padre que abrazaba al hijo. ¡Que descripción de lo que Jesús hizo por nosotros en la cruz!
Todo lo que el joven había esperado hallar en el país lejano, lo descubrió al regresar a casa: ropa, joyas, amigos, celebración gozosa, amor y seguridad para el futuro. ¿Cuál fue la diferencia? En lugar de decir “Padre: ¡dame!” dijo, “Padre: ¡hazme!” ¡Estaba dispuesto a ser un criado! Por supuesto, el padre no le pidió que se ganara su perdón, porque ninguna cantidad de buenas obras puede salvarnos de nuestros pecados (Efesios 2:8–10; Tito 3:3–7). En el país lejano el pródigo aprendió lo que significa la miseria; pero de vuelta en casa descubrió lo que significa la misericordia.
El “anillo” era una señal de su condición de hijo, y el “mejor vestido” (sin duda el del padre) era prueba de su aceptación de nuevo en la familia (ve Génesis 41:42; Isaías 61:10; 2 Corintios 5:21). Los criados no llevaban anillos, ni zapatos, ni ropa costosa. El banquete fue la manera en que el padre mostraba su alegría y la compartía con otros. Si hubiera tratado al muchacho de acuerdo a la ley, se habría celebrado un funeral, no un festejo. ¡Qué hermosa ilustración del Salmo 103:10–14!
Es interesante considerar cómo el padre describe la experiencia del hijo: estaba muerto, y ahora está vivo; estaba perdido, pero ahora ha sido hallado. Esta es la experiencia espiritual de todo pecador que viene al Padre mediante la fe en Jesucristo (Juan 5:24; Efesios 2:1–10). Nota las ideas afines entre el regreso del pródigo al padre y nuestra venida al Padre por medio de Cristo (Juan 14:6).
El pródigo
Jesucristo
Estaba perdido (v. 24)
“Yo soy el camino”
Ignorante (v. 17)
“Yo soy la verdad”
Estaba muerto (v. 24)
“Yo soy la vida”
Hay sólo una manera de venir al Padre, y es por medio de la fe en Jesucristo. ¿Has regresado ya a casa?
A estas alturas en la parábola los escribas y fariseos se sentían confiados de que se habían escapado del juicio de parte de nuestro Señor, porque él había dirigido su atención a los publicanos y pecadores, ilustrados por el hijo pródigo. Pero Jesús siguió la historia e introdujo en ella al hermano mayor, que es una clara ilustración de los escribas y fariseos. Los publicanos y pecadores eran culpables de los pecados obvios de la carne, pero los fariseos y escribas eran culpables de pecados del espíritu (2 Corintios 7:1). Sus acciones externas tal vez eran intachables, pero sus actitudes internas eran abominables (ve Mateo 23:25–28).
Debemos reconocer que el hermano mayor tenía algunas virtudes dignas de elogio. Había trabajado arduamente y había obedecido a su padre. Nunca había traído deshonra ni a su casa ni a su ciudad, y al parecer tenía suficientes amigos como para poder organizar una buena fiesta (Lucas 15:29). Parece haber sido un ciudadano respetable y, comparado con su hermano menor, casi un santo.
Sin embargo, por importantes que sean la obediencia y la diligencia, no son la única prueba del carácter. Jesús enseñó que los dos mandamientos más grandes son amar a Dios y amar a los demás (Lucas 10:25–28), pero el hermano mayor violó ambos mandamientos divinos. No amaba a Dios (representado en la historia por el padre), y no amaba a su hermano. El hermano mayor no quiso perdonar a su hermano menor por haber desperdiciado la herencia de la familia y haber deshonrado a su familia. ¡Pero tampoco quería perdonar a su padre que con toda gracia había perdonado al joven esos mismos pecados!
Cuando se examinan los pecados del hermano mayor se puede entender fácilmente por qué él representa a los escribas y fariseos. Para empezar, era un santurrón. Abiertamente denunció los pecados de su hermano, pero no reconoció los suyos propios (ve Lucas 18:9–14). Los fariseos definían el pecado primordialmente en términos de acciones, y no de actitudes. Dejaron a un lado por completo el sermón del monte y su énfasis en las actitudes internas y santidad de corazón (Mateo 5–7).
El orgullo era otra de sus faltas. Pensarlo, ¡había servido a su padre todos esos años y jamás le había desobedecido! ¡Qué testimonio! Pero su corazón no estaba en su trabajo, y siempre estaba soñando con hacer una gran fiesta en la que él y sus amigos pudieran disfrutar. Se sentía como si fuera nada más que un esclavo del trabajo. Como el profeta Jonás, el hermano mayor hizo la voluntad de Dios pero no de corazón (Jonás 4; Efesios 6:6). Trabajaba duro y con lealtad—cualidades que hay que elogiar—pero su trabajo no era obra de amor que agradara a su padre.
No se puede dejar de notar su despreocupación por el hermano menor. Imagínate, ¡fue necesario que le dijeran que su hermano menor había vuelto a casa! El padre esperaba día tras días el regreso de su hijo, y finalmente le vio de lejos, pero el hermano mayor no supo que su hermano había regresado sino cuando un criado se lo dijo.
Aun cuando sabía que eso alegraría a su padre, no quería que su hermano regresara a casa. ¿Por qué tendría que compartir sus bienes con alguien que había desperdiciado su propia herencia? ¿Por qué compartir incluso el amor de su padre con alguien que había traído vergüenza a la familia y al pueblo? Los informes de la forma de vida del pródigo hicieron que el hijo mayor se viera mejor, y tal vez esto haría que el padre amara más a su hijo obediente. Sin duda alguna, la llegada del hijo menor fue un problema para el hermano mayor.
Tal vez lo más perturbador en el hijo mayor fue su cólera feroz. Se enfureció contra su padre y su hermano, y ni siquiera quería entrar en casa y participar de la celebración.
La ira es una emoción normal y no es necesariamente pecado. “Airaos, pero no pequéis” (Efesios 4:26; Salmo 4:4). Moisés, David, los profetas y nuestro Señor Jesús mostraron ira santa contra el pecado, y lo mismo debemos hacer nosotros hoy. El predicador puritano Tomás Fuller dijo que la ira era una de las “fibras del alma”. Aristóteles dio buen consejo cuando escribió: “Cualquiera puede encolerizarse. Eso es fácil. Pero encolerizarse contra la persona debida, en el grado debido, en el momento debido, con el propósito debido, y de la manera debida, eso no es posible para todo mundo, y no es fácil”.
El hermano mayor se enfadó contra su padre porque el padre le había hecho al hijo menor la fiesta que el mayor siempre había querido. “Nunca me has dado ni siquiera un cabrito”, le dijo a su padre, “pero para él has matado el mejor becerro gordo”. Los sueños del hermano mayor quedaron destrozados porque el padre había perdonado al pródigo.
Por supuesto que el hermano mayor se enfadó porque su hermano menor estaba recibiendo toda la atención y regalos especiales de parte del padre. En la opinión del hermano mayor, el hermano menor no se merecía nada de eso. ¿Había sido fiel? ¡No! ¿Había obedecido al padre? ¡No! Entonces, ¿por qué se le debía tratar con bondad y amor?
Los fariseos tenían una religión de obras. Mediante sus ayunos, estudios, oraciones y ofrendas, esperaban ganarse las bendiciones de Dios y merecer la vida eterna. Conocían muy poco o nada de la gracia de Dios. Sin embargo, no fue lo que ellos hicieron, sino lo que no hicieron, lo que los alejó de Dios (ve Mateo 23:23–24). Cuando vieron a Jesús recibiendo y perdonando a gente impía, se rebelaron. Todavía más, no lograron ver que ellos mismos también necesitaban al Salvador.
El mismo padre que corrió al encuentro del pródigo salió de la casa del festejo para suplicarle al hermano mayor. ¡Cuánta gracia y condescendencia tiene nuestro Padre, y qué paciencia tiene con nuestras debilidades! El padre le explicó que habría estado dispuesto a hacerle una fiesta a él y a sus amigos, pero que nunca se lo pidió. Es más, desde el momento que se repartieron los bienes, el hijo mayor llegó a ser dueño de todo, y podía disponer de él como quisiera.
El hermano mayor rehusó entrar; se quedó afuera enfadado. Se perdió el gozo de perdonar a su hermano y de restaurar la comunión, el gozo de agradar a su padre y de unir nuevamente a la familia. Qué extraño que el hermano mayor pudiera hablar pacíficamente a un criado, ¡pero no lo pudo hacer con su hermano ni con su padre!
Si estamos fuera de comunión con Dios, no podemos tener comunión con nuestros hermanos y hermanas, y, por otro lado, si albergamos una actitud no perdonadora hacia otros, no podemos tener comunión con Dios (ve Mateo 5:21–26; 1 Juan 4:18–21). Cuando aquellos que nos han ofendido muestran genuino arrepentimiento, debemos perdonarlos, y buscar restaurarlos con gracia y humildad (Mateo 18:15–35; Gálatas 6:1–5; Efesios 4:32).
El padre de la parábola tuvo la última palabra, así que no sabemos cómo terminó la historia. (Ve en Jonás 4 una narración paralela.) Lo que sí sabemos es que los escribas y fariseos continuaron oponiéndose a Jesús y separándose de sus seguidores, y que sus dirigentes a la larga motivaron el arresto y la muerte del Señor. A pesar del ruego del Padre Celestial, no quisieron entrar.
Todas las personas mencionadas en Lucas capítulo 15 experimentaron gozo menos el hermano mayor. El pastor, la mujer y sus amigos tuvieron el gozo de hallar lo perdido. El hijo menor tuvo el gozo del regreso y de ser recibido por un padre lleno de amor y gracia. El padre experimentó el gozo de recibir de regreso a su hijo sano y salvo. Pero el hermano mayor no quiso perdonar a su hermano, y así no tuvo ningún gozo. Podía haberse arrepentido y entrado a la fiesta, pero rehusó hacerlo; así que se quedó fuera y sufrió.
En mis años de ministerio como pastor y predicador, he conocido hermanos (¡y hermanas!) mayores que prefirieron guardar rencor en lugar de disfrutar de la comunión con Dios y con el pueblo de Dios. Debido a que no quieren perdonar, se alejan de la iglesia e incluso de su propia familia; están muy seguros de que todo mundo está equivocado y que ellos son los únicos que tienen la razón. Pueden hacer alarde de los pecados de otros, pero son ciegos a los suyos propios.
“¡Jamás perdono!” le dijo el general Oglethorpe a Juan Wesley, a lo cual Wesley le replicó: “Entonces, señor, espero que usted jamás peque!”
¡No te quedes afuera! ¡Entra y disfruta de la fiesta!