Mansedumbre
MANSEDUMBRE. Es aquella serenidad de espíritu pacífica y humilde, en virtud de la cual el hombre no se deja arrebatar fácilmente de la cólera con motivo de las faltas o el enojo de los demás (Pr. 16:32; Stg. 3:7, 8, 13). Dios mora con un espíritu de ese linaje y le concede bendiciones especiales (Is. 57:15; 66:2; Mt. 5:5). La mansedumbre es una gracia cristiana (1 Ti. 6:11), adquirida aun por muchos espíritas naturalmente fogosos, como Moisés (Éx. 2:12; Nm. 12:3) y Pablo (Hch. 26:10, 11; 1 Co. 9:19), y debe adquirirse por todos los que quieran ser como Cristo. Es un fruto del Espíritu (Gá. 5:23; 6:1), del amor (1 Co. 4:21) y de la bondad divina (Col. 3:12).
La octava manifestación es humildad o mansedumbre (gr. prautes, πραυτης). No se trata de debilidad ni flaqueza. El vocablo es de traducción difícil. Está relacionado con ser dócil, obediente, sujeto, humilde. Humildad o mansedumbre expresan adecuadamente el sentido del griego, que conlleva la idea de ternura y gracia. Es una palabra acariciadora, y encierra el secreto de la ecuanimidad y la compostura. La persona mansa es la que nunca se aira a destiempo, sino que es dócil y humilde porque tiene un control perfecto de sus emociones. No es una docilidad pusilánime, una ternura sentimentaloide, un quietismo pasivo. Es fuerza bajo control.