Sermón sin título (18)
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Pasada la tormenta clareó un nuevo día de paz y bendición. El temor que espantaba el alma de Job resultó ser una quimera, y aquello que él más temió -perder la amistad de Dios- fue una falsedad.
«Jehová quitó su aflicción cuando oró por sus amigos»: la misericordia triunfa sobre la injusticia, y es la respuesta adecuada para la incomprensión. (¿No oró también así Cristo por los que le crucificaron?). Job comprendió, al fin, en toda su magnitud, el error de sus angustiadores.
«Jehová aumentó con creces las cosas que habían sido de Job»: ¿Restituye Dios aquello que quitó? No: lo aumenta «al doble», si no en esta vida, en la porvenir.
«Vinieron sus hermanos y hermanas a consolarle»: recuperó la relación perdida. Se vio así el fruto de su aflicción, se conoció aquella comunión que nace del sufrimiento.
¿En qué consiste, para nosotros hoy, la consolación de Cristo? Consiste en una nueva comprensión, la serenidad de una firme fe, una más nítida visión. He aquí el testimonio de C. S. Lewis, al recobrar, pasado algún tiempo, su confianza en Dios:
«Poco a poco he llegado a sentir que la puerta ya no está cerrada ni tiene echados los cerrojos. ¿No sería mi propia necesidad frenética lo que la cerraba en las narices? Los momentos en que el alma no encierra más que un puro grito de auxilio deben ser precisamente aquellos en que Dios no la puede socorrer. Igual que un hombre a punto de ahogarse al que nadie puede socorrer porque se aferra a quien lo intenta y le aprieta sin dejarle respiro. Es muy posible que nuestros propios gritos reiterados ensordezcan la voz que esperábamos oir».
La bondad de Dios no depende de nuestra situación, ni puede quedar como rehén de nuestra subjetiva reacción: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (); y en Dios «no hay mudanza, ni sombra de variación» (). Se trata de un problema de perspectiva por parte nuestra; es cuestión, en suma, de un cambio de mentalidad.
Y no obstante, para muchos, persiste la duda. George Steiner, intelectual judío, en diálogo con el pensador cristiano Pierre Boutang, expresó así su rechazo de Jesucristo:
STEINER: ¡Es demasiado fácil! Una prefiguración que no trae ningún cambio fundamental en la historia, ¡eso es literatura, como se dice en francés!
BOUTANG: ¿Cómo?
STEINER: Le respondo. Estamos a dos mil años del acontecimiento, crucial para ustedes, y todo el mundo continúa revolcándose en la sangre, la barbarie, la tortura y la iniquidad de la peor especie. ¿Así que dónde está el cambio? (…) ¿Por qué no sucede nada en el momento de Cristo?
Así es. El Holocausto, el mundo de Auschwitz, y todas las muertes inútiles, ¿no dan la razón al escepticismo, no confirman, al fin, el desespero?
Pero ¿de verdad no ha cambiado nada? El mundo, ciertamente, no quiso cambiar. Rechazó a Cristo: su propio pueblo le clavó en una Cruz. El cambio sólo se produce en el corazón del individuo que le quiera recibir. Cristo no vino a vulnerar la libertad del hombre: le invita a elegir. El Evangelista lo expresó así:
«En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» ().
Podemos conocerle, si queremos. Y si, en el entretanto, el mundo persiste en su fatal carrera hacia el abismo, un día Dios pondrá fin -¿habrá otro remedio?- y vendrá, de forma definitiva, el esperado reino de Dios.
La consolación de Cristo consiste, asimismo, en una nueva relación. Aquel que sufrió por nosotros, nos ama y nos conoce, nos envía su Espíritu, el divino Consolador:
«Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora en vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros» ().
Cristo nos ofrece su compañía constante, su amistad e íntima comunión:
«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» ().
Consiste, finalmente, en una nueva compasión. Job oró por sus amigos, y la presencia de Cristo en nosotros infunde interés y solicitud por los demás. Dios nos amó en Cristo; nosotros podemos compartir, en medio de los avatares de la vida, aquel mismo amor. El apóstol Pablo describió así la hermosa realidad de una mutua consolación:
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación. Pero si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación y salvación, la cual se opera en el sufrir las mismas aflicciones que nosotros también padecemos. Y nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que así como sois compañeros en las aflicciones, también lo sois en la consolación» ().
Job ejemplifica esta comunión. Su sufrimiento trasciende los siglos y llega a nosotros hoy. Jesucristo padeció por nosotros y nos ha mostrado el amor de Dios. Dios no es nuestro enemigo: es el Padre de misericordias y Dios de toda consolación.
Y gracias a su Palabra nos consuela y con su consolación, nos consolamos mutuamente.
Park, S. S. (2005). In Memoriam: El dolor humano y la consolación de Cristo (pp. 99–102). Barcelona: Publicaciones Andamio.