Celebración y Consagración
Celebración
1. Lo construyó para la gloria y el honor de Dios; éste fue su motivo principal, su último fin. Lo edificó al nombre de Jehová Dios de Israel (v. 10), como morada para Dios (v. 2).
I. Vemos expresadas varias verdades doctrinales. 1. El Dios de Israel es un Ser de incomparable perfección. No podemos describirlo; pero sabemos que no hay semejante a Él en el cielo ni en la tierra (v. 14). 2. Que es fiel a toda palabra que dice, y todos los que le sirven sinceramente hallarán, sin duda, que es fiel y amoroso. 3. Que es infinito e inmenso, al que los cielos y los cielos de los cielos (los más altos cielos) no pueden contener, y a cuya felicidad nada podemos añadir por mucho que podamos hacer en servicio suyo (v. 18). Así como rebasa todas las fronteras del Universo, también supera infinitamente las alabanzas de todas las criaturas inteligentes. 4. Que sólo Él conoce el corazón de los hijos de los hombres (v. 30). Todos los pensamientos, intenciones, sentimientos, etc., están abiertos y desnudos delante de Él; nada podemos esconderle a Dios, quien no sólo conoce lo que hay en el corazón, sino que conoce el corazón mismo y todas sus palpitaciones. 5. Que en esta vida no puede hallarse tal cosa como una perfección absoluta (v. 36).
En fin, el gran propósito para el cual el templo fué edificado, fué precisamente el mismo que tienen las iglesias, el de proveer la oportunidad y los medios del culto público y social, según el ritual de la dispensación mosaica; el de pedir la misericordia y el favor divinos; el de dar gracias por anteriores casos de bondad y ofrecer peticiones de bendiciones futuras (véase 1 Reyes 8:22–61).
Por esto sabemos que Dios está presente donde quiera que los creyentes se reúnan alrededor de la Palabra y del sacramento y que cuando invocamos el nombre de Dios, no estamos hablando al aire sino al Dios que está. Por esto, en Cristo estamos tan seguros de que nuestra vida le agrada a Dios. Nuestro querido Padre no quiere que pasemos nuestro tiempo aquí en la tierra en una agonía causada por la duda, con la incertidumbre de si él nos escucha, inseguros en cuanto a si nuestra vida le agrada a él. La presencia de Dios entre nosotros no es el resultado de nuestras grandes esperanzas; Dios no se acerca a nosotros porque hayamos vivido muy piadosamente y muy bien. La presencia de Dios no depende de nuestro sentido de su cercanía; nuestros sentidos nos pueden engañar; nuestras propias esperanzas aumentan y disminuyen, y siempre estamos mucho más conscientes de nuestra propia debilidad pecadora que del gran poder de Dios.