El que ha adquirido una deuda con Dios recibe más ayuda para conseguir pagarla que el que se ha endeudado con el hombre. El hombre exige dinero por dinero, y esto no siempre está en control del deudor. Dios exige el afecto del corazón, el cual está en nuestro poder. Ninguno que le debe a Dios es pobre, excepto el que se ha hecho pobre a sí mismo. Aunque no tenga nada que vender, sin embargo, tiene algo con que pagar. Oración, ayuno y lágrimas son la fuente de un deudor honesto, y mucho más abundante que si uno ofrece, sin fe, el precio de sus bienes.