Alcansando Almas
Celulas en las casas
Principios o enunciados precisos
Hay ciertos principios o enunciados precisos sobre la relación de los hechos en la esfera del ministerio cristiano, que pueden ser considerados como “leyes del ministerio”. Estos principios o enunciados son el resultado de la repetida corroboración en la experiencia y práctica ministerial, y generalmente cuentan con la aceptación de los líderes más experimentados en el ministerio. Una ley o principio del ministerio cristiano es una hipótesis que ha sido a tal punto verificada por la experiencia, que se la considera como probablemente verdadera y efectiva. Una ley del ministerio de este tipo, se transforma en un enunciado universal y predictivo. Es universal en el sentido de que se considera que la relación establecida ocurrirá bajo las condiciones especificadas, aunque estas condiciones sean muy limitativas. Es predictiva porue si se dan las condiciones específicadas, se puede predecir que seguirá la relación y los resultados anticipados.
Cuando el Señor nos llama a bogar mar adentro y a echar nuestras redes para pescar (Lc. 5:4) está enunciando de manera metafórica una de estas leyes del ministerio. Si vamos a ser efectivos en nuestra responsabilidad como “pescadores de hombres” (Mr. 1:17), será necesario que prestemos atención al principio estratégico que Jesús mismo estableció para ello: llevar la barca “hacia aguas más profundas”, y echar allí las redes para pescar. Es en las aguas más profundas donde se pueden conseguir mejores resultados y más abundantes. Pero esta pesca no es ingenua ni cándida. Por el contrario, esta acción de pesca a la que el Señor nos llama como líderes e iglesias está sujeta a ciertas leyes del ministerio, cuyo conocimiento y aplicación es vital para garantizarnos los mejores resultados en nuestros esfuerzos.
Diez leyes del ministerio
En este sentido, hay diez leyes del ministerio que tienen que ver con la visión que deben tener los líderes cristianos, a fin de conducir a su iglesia en el cumplimiento de la misión. Una visión claramente definida nos da un sentido de dirección. Por eso el líder tiene que ser, como ya hemos visto, una persona de visión. La visión nos ayuda a enfocarnos más específicamente en nuestra misión, y en consecuencia, nos permite ser más efectivos en el cumplimiento de la misma. Es por esto mismo, que una visión celestial nos ayuda también a seguir adelante hasta alcanzar la meta que nos es propuesta (Fil. 3:12–14).
Dios puede darnos una visión maravillosa, pero es necesario que transformemos la visión en acción. La mejor manera de hacerlo es teniendo en cuenta estas diez leyes del ministerio, que son parte de la visión de Dios para el ministerio del liderazgo de la iglesia. Estas leyes surgen de una comprensión misiológica del ministerio a la luz de las Escrituras.
La ley de la visión global y la acción local
El mandato de Jesús a sus primeros seguidores y a su iglesia universal abarca la doble dimensión de lo global y lo local. En Hechos 1:8, leemos: “Cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén (dimensión local) como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (dimensión global)”.
Los líderes necesitamos una visión global. Por tener un carácter apostólico, la visión de la comunidad de fe debe alcanzar hasta “los confines de la tierra.” Para ser relevantes en el mundo de hoy, nuestra visión debe romper el cautiverio del provincialismo y la limitación de una vista corta. En un mundo globalizado es necesario que los líderes se muevan en una dimensión global para el cumplimiento de su ministerio. Esto no sólo tiene que ver con la información de la que el líder se alimenta sino particularmente con la manera en que imagina su ministerio y el alcance del mismo. El contexto de la visión del liderazgo hoy tiene que trascender a la congregación local para alcanzar al reino de Dios. Debemos servir pensando en el reino de Dios y sus fines, más que limitarnos a la iglesia local y sus objetivos.
Los líderes necesitamos una acción local. Mientras nos ocupamos de llegar hasta lo último de la tierra con el evangelio, debemos también hacer efectiva la presencia del reino en el lugar inmediato en el que Dios nos ha colocado. El camino del testimonio cristiano que llega hasta lo más remoto de la tierra, comienza por el testimonio en nuestra Jerusalén. La única manera de concretar ambas dimensiones de la misión cristiana es, bien parados y comprometidos en el lugar donde nos ha colocado el Señor, alzar nuestros ojos para ver los campos del mundo que ya están listos para que se recojan los frutos. Como señaló Jesús: “¡Abran los ojos y miren los campos sembrados! Ya la cosecha está madura” (Jn. 4:35)
La acción es más importante que las actividades. El líder debe comprometerse con un programa de acción más que con un programa de actividades. En términos bíblicos, la acción y la misión cristianas dependen más de lo que somos que de lo que hacemos. El Señor no nos pide que hagamos esto o aquello, sino que seamos un determinado tipo de personas: santos (1 P. 1:16), pacientes (1 Ts. 5:14b), misericordiosos (Lc. 6:36), perfectos (Mt. 5:48), agradecidos (Col. 3:15b), maduros (1 Cor. 14:20). Nuestra acción como líderes debe ser la expresión de nuestra fe (Stg. 2:22), “por el poder que obra eficazmente en nosotros” (Ef. 3:20).
La simplificación es más importante que la sofisticación. Sofisticación no es sinónimo de efectividad, del mismo modo que simplificación no es indicación de fracaso. Debemos aprender la lección de que con poco se puede lograr mucho. Con cinco panes y dos peces se puede dar de comer a una multitud, en el poder del Señor. Los medios por los cuales el líder cumpla sus objetivos serán siempre los más directos, sencillos y efectivos. ¿Para qué gastar energía y recursos en la producción de follaje, cuando lo que el Señor nos pide es que produzcamos fruto? Recordemos lo que le pasó a la higuera que no produjo el fruto que Jesús esperaba encontrar (Mt. 21:18–22).
La ley de la acción y la simplificación
La amenaza más siniestra contra el desarrollo de un liderazgo efectivo es el activismo. El activismo tiene que ver con una acción física y observable, que ha perdido todo sentido y objetivo, y se ha transformado en un fin en sí mismo, desvirtuando así su propósito. En el ministerio esto resulta en una acumulación de actividades que responde a la fantasía e ilusión de que cuanto más actividades haya tanto mejor se alcanzarán los objetivos trazados. La realidad es que el activismo es el peor enemigo de la acción inteligente y efectiva. Con lo cual la suma de acción y simplificación parece ser la fórmula más adecuada para el logro de los fines que se buscan.
La acción es más importante que las actividades. El líder debe comprometerse con un programa de acción más que con un programa de actividades. En términos bíblicos, la acción y la misión cristianas dependen más de lo que somos que de lo que hacemos. El Señor no nos pide que hagamos esto o aquello, sino que seamos un determinado tipo de personas: santos (1 P. 1:16), pacientes (1 Ts. 5:14b), misericordiosos (Lc. 6:36), perfectos (Mt. 5:48), agradecidos (Col. 3:15b), maduros (1 Cor. 14:20). Nuestra acción como líderes debe ser la expresión de nuestra fe (Stg. 2:22), “por el poder que obra eficazmente en nosotros” (Ef. 3:20).
La simplificación es más importante que la sofisticación. Sofisticación no es sinónimo de efectividad, del mismo modo que simplificación no es indicación de fracaso. Debemos aprender la lección de que con poco se puede lograr mucho. Con cinco panes y dos peces se puede dar de comer a una multitud, en el poder del Señor. Los medios por los cuales el líder cumpla sus objetivos serán siempre los más directos, sencillos y efectivos. ¿Para qué gastar energía y recursos en la producción de follaje, cuando lo que el Señor nos pide es que produzcamos fruto? Recordemos lo que le pasó a la higuera que no produjo el fruto que Jesús esperaba encontrar (Mt. 21:18–22).
La ley del organismo y la relación orgánica
La mayor parte de las imágenes y metáforas que encontramos en el Nuevo Testamento en relación con la iglesia la describen como un organismo. La comunidad de fe es algo vivo, dinámico, interconectado y palpitante. La imagen por excelencia de la iglesia es la que elabora Pablo cuando habla de ella como el cuerpo de Cristo, lo cual es una imagen orgánica plena. A lo largo de los siglos y especialmente bajo el paradigma de la cristiandad, este sentido neotestamentario de la iglesia se ha ido perdiendo y se ha impuesto casi universalmente el concepto de la comunidad de fe como una institución. Es hora que la iglesia de Jesucristo en el nuevo milenio se desarrolle como una comunidad de personas y, en consecuencia, se conciba a sí misma como un organismo vivo.
Esta es la ley de la desinstitucionalización. La naturaleza de la comunidad de fe no es la de una institución formal regida por leyes estancas y rígidas, sino más bien la de un organismo integrado por principios operativos orientados al cumplimiento de su misión fuera de sí misma. El líder cristiano debe privilegiar lo relacional por sobre lo formal, el establecimiento de redes de ministerio por sobre las jerarquías institucionales, la autoridad espiritual por sobre los privilegios de estatus o posición, la constitución de equipos ministeriales por sobre el personalismo, la búsqueda del consenso por sobre la decisión de la mayoría, el funcionamiento como cuerpo por sobre los mecanismos de la corporación, la vida del organismo por sobre la estructura de una organización. El líder debe verse más como integrando una red de relaciones de amor en Cristo en función de la misión, que como parte de una estructura estática de jerarquías, posiciones o estratos de influencia y poder.
Esta es la ley del cuerpo de Cristo. Somos el cuerpo viviente en la tierra del Señor viviente en los cielos. Pablo destaca la esencia de la iglesia, cuando les dice a los cristianos corintios: “Ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro de ese cuerpo” (1 Co. 12:27). Esta fue la manera preferida de Pablo para referirse a la iglesia (Ro. 12; 1 Co. 12; Ef. 1:22, 23; 4:4, 12; 5:23, 30; Col. 1:18, 24; 2:1). El líder tiene que entender que ser el cuerpo de Cristo es nuestro privilegio y potencia; nuestra autoridad y poder.
Esta es la figura ecológica más completa y sugestiva que se encuentra en la Biblia. La figura representa autoridad, unidad, diversidad, universalidad y mutualidad. Estos rasgos caracterizan las relaciones entre los miembros del cuerpo y la cabeza, y de los miembros entre sí. (1) La autoridad en la iglesia reside en Cristo mismo quien es la cabeza del Cuerpo (Col. 1:18), mientras los creyentes son los miembros o partes individuales. (2) La unidad de la iglesia tiene que ser como la unidad del cuerpo humano, es decir, hay muchos miembros pero sólo un cuerpo (1 Co. 12:12, 13). (3) La diversidad de la iglesia se pone de manifiesto en la variedad de dones y ministerios que el Señor ha repartido en su cuerpo y que se complementan en el logro de la misión (1 Co. 12:4–6). (4) La universalidad de la iglesia se ve en el hecho de que el cuerpo es tanto la iglesia universal como las congregaciones individuales (Ef. 1:22, 23). (5) La mutualidad de la iglesia está expresada en la capacidad que los diversos miembros del cuerpo tienen para compartir todo y cuidarse los unos a los otros, es decir, los miembros del cuerpo tienen ciertas obligaciones los unos para con los otros (1 Co. 11:17–29)”.
La ley de la homogeneidad en la diversidad
A lo largo de la historia del testimonio cristiano es posible ver los resultados trágicos de los intentos humanos por imponer la uniformidad religiosa en la iglesia de Jesucristo. Especialmente nefastos fueron estos proyectos cuando el Estado intervino y se ocupó en la persecución de la disidencia o los que diferían de la fe y la práctica de la misma establecida por la iglesia establecida. Es importante en esto recordar la diferencia que existe entre uniformidad, unidad y unanimidad. Los dos últimos son los ideales bíblicos. Lo primero viola el deseo y propósito de Dios para su pueblo.
El valor de la homogeneidad. Es un hecho comprobado que las personas tienden a sentirse más cómodas y son más receptivas cuando se integran a grupos de personas de características similares. En razón de este principio, la comunión y el servicio en la comunidad de fe y el ministerio pastoral deben orientarse tomando en cuenta la mayor efectividad que se logra a partir de la constitución de grupos homogéneos: por sexo, por edad, por situación de vida, por identidad cultural o por condición social. Es de esperar que en estos grupos homogéneos se pueda desarrollar el testimonio cristiano con personas de un perfil más o menos parecido al propio, dentro de la comunión mayor y diversa de toda la congregación. Pero habrá que tener sumo cuidado en no hacer de la homogeneidad el patrón definitivo para el crecimiento de la iglesia, porque ya está probado que esta pauta no es bíblica ni resulta efectiva para el desarrollo de una comunidad de fe madura.
La necesidad de la diversidad. La homogeneidad es de valor cuando se da en el marco de la diversidad. La iglesia tiene como objetivo llegar a “todas las naciones” con el mensaje del evangelio, a fin de hacer de todos los pueblos un solo pueblo para Cristo (Ef. 2:14–22). El líder debe reconocer el valor misiológico de una aproximación más específicamente orientada a cada grupo humano, con el fin de ganar a mayor número (1 Co. 9:19–23). Pero debe hacerlo con el idea de desarrollar una comunidad rica en diversidad, matizada por un amplio pluralismo y dotada de la multiforme gracia del Señor.
La ley de la promoción más que de la asistencia
Uno de los males más nefastos para el desarrollo de una comunidad de fe responsable es la práctica del asistencialismo. Este vocablo designa a un conjunto de acciones encaminadas a dar una satisfacción inmediata y pasajera a las necesidades sentidas de las personas, pero sin generar en ellas el potencial y la oportunidad de resolver el problema de manera profunda y permanente. Es decir, es darle un pedacito de pan al que está hambriento en lugar de enseñarle cómo producirlo para que nunca le falte. Los primeros cristianos entendieron este principio fundamental y lo pusieron en práctica, con excelentes resultados. Las necesidades en la comunidad eran muchas, pero lejos de darles paliativos temporales, supieron desarrollar y aprovechar los recursos que estaban en la propia congregación y que fueron potenciados por el Espíritu Santo, de modo que “no había ningún necesitado en la comunidad” (Hch. 4:34). Esto, a su vez, fue posible, porque “todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar” (Hch. 4:32). Esta experiencia colectiva de los primeros creyentes nos llama la atención sobre tres cosas a notar:
Una declaración. El servicio y la atención a las necesidades de los miembros de la comunidad de fe tienen como meta la promoción humana de cada persona. La meta de la acción cristiana debe ser que cada creyente llegue a ser un ser humano completo, conforme al propósito eterno de Dios en Cristo (Ef. 1:11–12). La iglesia debe procurar facilitar en ella la expresión plena de la potencialidad de cada persona en Cristo Jesús. El proyecto de Dios para cada uno de sus hijos debe encontrar en la comunidad de fe el contexto más adecuado para su desarrollo y la oportunidad más efectiva para su realización. La meta de la más plena realización humana no es para una elite o para unos pocos privilegiados, sino para todos los que están en Cristo. Cuando esto ocurre, entonces se cumple el deseo de Dios de que “todos llegaremos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo” (Ef. 4:13).
Un rechazo. El pastor o líder debe rechazar toda estrategia de mero asistencialismo como contraria al evangelio y al propósito de Dios para cada persona en Cristo. El asistencialismo se agota en paliar parcialmente una necesidad inmediata, pero no ataca a la necesidad en su raíz y causas fundamentales. La acción social cristiana es el intento organizado de la comunidad de fe de resolver un problema social desde una perspectiva cristiana y como expresión de un compromiso con el reino de Dios. La acción social cristiana debe tender a asegurar el escenario en el cual la Palabra pueda ser escuchada con libertad y respondida con responsabilidad. La preocupación primera de la acción social cristiana es por el ser humano total, más que por sus instituciones por más sagradas e imponentes que éstas puedan ser.
Una afirmación. El pastor o líder debe afirmar su compromiso con la promoción humana de cada persona que Dios se ha propuesto llevar a cabo a través de la obra de gracia de Cristo Jesús. Esta promoción se expresará especialmente hacia adentro de la comunidad de fe. Los miembros de la familia de Dios deben tener prioridad a la hora de promover una vida verdaderamente humana y luchar para que se den las condiciones para la misma. La Palabra es clara en su admonición sobre este particular: “No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe” (Gá. 6:9–10). La meta debe ser que nadie de los que la integran padezca necesidad alguna. Este es el cuadro que tenemos de los primeros cristianos y su comunidad de fe (Hch. 4:34, 35). Esto hará de la iglesia una verdadera comunidad alternativa y un modelo para la sociedad.
La ley del trabajo grupal más que del logro individual
No cabe duda que la iglesia y su ministerio ofrecen una oportunidad magnífica para el desarrollo de la potencialidad individual y el logro de grandes satisfacciones personales. Esto no está mal, a menos que se haga a expensas de la frustración y desencanto de la mayoría en la comunidad de fe. El éxito y satisfacción de uno debe ser el de todos y viceversa. Para ello, es necesario que la comunidad de los hijos de Dios sea como la de los primeros cristianos: “Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar” (Hch. 4:32a).
Esta es la estrategia bíblica. La tarea de la proclamación del reino es una responsabilidad colectiva y debe ser llevada a cabo como tal, siguiendo la estrategia implementada por Jesús mismo con sus discípulos. Él jamás envió a los suyos a actuar en el mundo como una especie de Llaneros Solitarios, sino como equipos de hombres y mujeres que sirven complementándose mutuamente y compartiendo los buenos resultados obtenidos (Lc. 10:1). Esta fue también la estrategia que emplearon los apóstoles en el cumplimiento de la misión. Llama la atención en el libro de los Hechos la manera en que se fueron integrando equipos de trabajo, en los que sus integrantes no sólo se complementaban en cuanto a sus dones, sino que también lograban balancear positivamente sus personalidades diferentes, sus dones y talentos diversos.
Esta es la estrategia que debemos seguir. Toda acción que encare la comunidad de fe y el pastor se expresará a partir del compromiso de equipos ministeriales y no de la gestión de individuos, por más capacitados que estén. Las redes ministeriales deben caracterizar la estrategia funcional de la comunidad de fe y del ministerio pastoral para que logren los mejores resultados. El trabajo ministerial en equipos siempre será mucho más efectivo, y en consecuencia, resultará más fructífero en tiempos de avivamiento. Esta es una de las enseñanzas que Pablo quiso comunicar a la iglesia de Corinto, que tenía serias dificultades en comprender la importancia del trabajo en equipo y complementario, en lugar de exaltar los personalismos y caudillismos (1 Co. 3:5–10).
La ley de la misión colectiva más que de los proyectos individuales
Llama la atención la actitud de los primeros cristianos sobre este particular. Según Hechos 4:32b: “Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían”. Este talante es diametralmente opuesto al que predomina en nuestro mundo y cultura actual. Una actitud extremadamente individualista y egoísta parece dominar incluso nuestra ética cristiana y la manera en que definimos nuestras acciones y prioridades dentro de la iglesia. La apertura solidaria de los primeros cristianos continúa desafiándonos de manera radical y llamándonos a revisar nuestra manera de proceder como cuerpo de Cristo en el mundo.
Los proyectos individuales tienen su lugar en la iglesia. Tiene que haber lugar en la comunidad de fe para los proyectos que el Señor indique a cada miembro en particular. Felipe y su ministerio en Samaria; su encuentro con el etíope. El pastor puede dar lugar a todo proyecto individual siempre y cuando tales proyectos involucren a otros hermanos y no compitan o limiten el cumplimiento de los objetivos de la comunidad en su conjunto, conforme la visión que Dios le ha dado. Los proyectos individuales o particulares deberán ser alentados, pero bajo ciertas condiciones. Deberán estar sujetos a la confirmación del pastor. Hechos 8:4–17: predicación de Felipe en Samaria. Deberán contar con el consenso de todo el liderazgo y de la comunidad como un todo. Hechos 15:22–29: Concilio de Jerusalén.
Los proyectos colectivos tienen que tener un lugar prioritario en la iglesia. La realidad de que juntos y unidos somos el cuerpo de Cristo en la tierra, debe recordarnos permanentemente que cualquier iniciativa individual debe estar integrada a la acción del conjunto. Un cuerpo no se mueve a partir de las iniciativas propias de los miembros individuales, sino que lo hace de manera armoniosa bajo la dirección que le impone “la cabeza”. La efectividad del conjunto depende de la armonía de cada miembro entre sí y de la unión de todos ellos con la cabeza. Esto significa que la voluntad de Cristo, como cabeza de la iglesia, encontrará una expresión más acabada no tanto en las grandes realizaciones individuales, sino en los proyectos colectivos que se llevan a cabo bajo la guía de su Espíritu. La efectividad de una iglesia no depende del brillo estelar de algunos astros, sino de la luminosidad en conjunto de cada creyente irradiando la luz de Jesús.
La ley de la prioridad del alcance individual más que del alcance masivo
En un mundo masificado como el que vivimos, es muy fácil caer presa de la masificación. La masa es un conjunto numeroso de personas que constituye la audiencia de algún tipo de comunicación estandarizada, como puede ser la proclamación del mensaje cristiano. Pero una masa es una población muy diversa, que no tiene organización social, aunque responda a los estímulos culturales comunes de una manera relativamente uniforme. Además, la masa carece de conciencia moral y de compromiso espiritual. Un evangelio masificado tiene éxito en “juntar” a mucha gente, pero fracasa en introducirlos al reino como discípulos responsables.
La iglesia primitiva entendió que el evangelio era para todos, pero que debía alcanzar a cada uno en su necesidad. Es interesante notar que los primeros cristianos expresaban su compromiso con la masa de necesitados entregando los recursos que podían a los apóstoles “para que se distribuyeran a cada uno según su necesidad” (Hch. 4:35).
Debemos ir con el evangelio a todo el mundo. El objetivo trazado por el Señor es que procuremos llegar con el evangelio del reino a “todas las naciones” (Mt. 28:19) de modo de cubrir “todo el mundo” a fin de que “toda criatura” (Mr. 16:15) tenga la oportunidad de creer y ser salva. El desafío estará siempre más allá de nuestro alcance, pero continúa siendo la meta para todos nuestros esfuerzos a favor del reino. Si nos proponemos alcanzar a todos, seguramente podremos lograr contactar a algunos con el mensaje redentor.
Debemos ganar para Cristo a cada persona individual. La mira para el cumplimiento de la misión en la comunidad de fe no debe estar puesta prioritariamente en las masas, sino en cada persona individual. La presentación del evangelio no se dará de manera masificada sino individualizada, considerando seriamente las necesidades y características de la persona humana a quien va dirigida la misión. Entendemos que el evangelio es para todos, pero está dirigido a cada uno. Esto significa que, como hizo Jesús, proclamaremos el reino a las multitudes, pero ganaremos para el reino a cada persona individual.
La ley de la prioridad de las personas más que de las actividades
En Hechos 4:36–37 encontramos el ejemplo de liderazgo de Bernabé, un siervo del Señor que supo poner a las personas y sus necesidades sentidas por sobre su gestión como líder. Entre varias otras empresas en las que Bernabé se destacó como un gran administrador de “consuelo”, se destaca el hecho de que “vendió un terreno que poseía, llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles”. Para él, el servicio abnegado a otros era más importante que invertir sus energías en un programa de actividades, mayormente orientado a destacar su persona por sobre los demás.
Las actividades son tan solo un medio para llegar a un fin. Las actividades son acciones físicas vigorosas, enérgicas y observables, que se llevan a cabo con un fin determinado. Son emprendimientos en el que una persona o grupo se involucran en procura de un objetivo determinado. Las actividades deben estar regidas por los fines que se busca alcanzar o los objetivos que se tienen. Cuando las actividades se tornan en un fin en sí mismo, se transforman en un ídolo que consume energías y recursos, además de hacernos perder el tiempo en cuestiones fuera del propósito de Dios.
Las personas son un fin en sí mismo. Todo lo que la comunidad de fe lleva a cabo y todo lo que el pastor hace tendrá como mira a la persona humana total como objeto del amor de Dios, y no un programa de actividades. Las acciones que no respondan a este criterio básico deberán serán eliminadas. Toda vez que una actividad ponga en peligro la integridad y salud plena del individuo, la familia o la comunidad como un todo, deberá ser quitada. Por otro lado, priorizaremos todas las acciones que promuevan a las personas, la familia y la vida comunitaria, como expresiones más adecuadas de la presencia del reino de Dios entre nosotros.