Ignacio de Antioquía
Ignacio de Antioquía: el portador de Dios
Alrededor del año 107, por motivos que desconocemos, el anciano obispo de Antioquía, Ignacio, fue acusado ante las autoridades y condenado a morir por negarse a adorar los dioses del Imperio. Puesto que en esos tiempos se celebraban grandes fiestas en Roma con motivo de la victoria sobre los dacios, Ignacio fue enviado a la capital para que su muerte contribuyera a los espectáculos que se proyectaban. Camino del martirio, Ignacio escribió siete cartas que constituyen uno de los más valiosos documentos del cristianismo antiguo, y a las cuales tendremos que volver repetidamente al tratar sobre diversos aspectos de la vida y el pensamiento de la iglesia a principios del siglo segundo. Sin embargo, lo que nos interesa por lo pronto es lo que estas cartas nos dicen acerca del propio Ignacio, de las circunstancias de su juicio y su muerte, y del modo en que él mismo interpretaba lo que estaba sucediendo. Ignacio nació probablemente alrededor del año 30 ó 35, y por tanto era ya anciano cuando selló su vida con el martirio. En sus cartas, él mismo nos dice repetidamente que lleva el sobrenombre de “Portador de Dios”, lo cual es índice del respeto de que gozaba en la comunidad cristiana. Siglos más tarde, sobre la base de un ligero cambio en el texto de sus cartas, se comenzó a hablar de Ignacio como el “Portado por Dios”, y surgió así la leyenda según la cual Ignacio fue el niño a quien Jesús tomó y colocó en medio de quienes le rodeaban (Mateo 18:2). En todo caso, a principios del siglo II Ignacio gozaba de gran autoridad en toda la iglesia, pues era el segundo obispo de una de las más antiguas comunidades cristianas. Nada sabemos acerca del arresto de Ignacio, ni de quiénes le acusaron, ni de su juicio. Todo lo que sabemos es lo que él mismo nos dice o nos da a entender en sus cartas. Al parecer había en la iglesia de Antioquía varias facciones, y algunas habían llegado a tales extremos en sus doctrinas que el anciano obispo se había opuesto a ellas tenazmente. Es posible que su acusación ante los tribunales haya resultado de esas pugnas. Pero también es posible que algún pagano, en vista de la veneración de que era objeto el viejo obispo, haya decidido llevarle ante los tribunales. En todo caso, por una u otra razón Ignacio fue detenido, juzgado y condenado a morir en Roma.
Camino de Roma, Ignacio y los soldados que le custodiaban pasaron por Asia Menor. A su paso, varios cristianos de la región vinieron a verle. Ignacio pudo recibirles y conversar con ellos por algún tiempo. Tenía además un amanuense, también cristiano, que escribía las cartas que él dictaba. Todo esto se comprende si tomamos en cuenta que en esa época no existía una persecución general contra todos los cristianos en todo el Imperio, sino que sólo se condenaba a quienes alguien acusaba. Por tanto, todas estas personas procedentes de diversas iglesias podían visitar impunemente a quien había sido condenado a morir por el mismo “delito” que ellos practicaban.
Las siete cartas de Ignacio son en su mayor parte el resultado de esas visitas. Desde la ciudad de Magnesia habían venido el obispo Damas, dos presbíteros y un diácono. De Trales había venido el obispo Polibio. Y Efeso había enviado una delegación numerosa encabezada por el obispo Onésimo, que bien puede haber sido el Onésimo de la Epístola a Filemón. A cada una de estas iglesias Ignacio le escribió una carta desde Esmirna. Más tarde, desde Troas, escribió otras tres cartas: una a la iglesia de Esmirna, otra a su obispo Policarpo y otra a la iglesia de Filadelfia. Pero para el tema que estamos discutiendo aquí —la persecución en el siglo II— la carta que más nos interesa es la que Ignacio escribió desde Esmirna a la iglesia de Roma. De algún modo, Ignacio había recibido noticias de que los cristianos de Roma proyectaban hacer gestiones para librarle de la muerte. Pero Ignacio no ve tal proyecto con buenos ojos. Ya él está presto para sellar su testimonio con su sangre, y cualquier gestión que los romanos puedan hacer le resultaría un impedimento. Por esa razón el anciano obispo les escribe a sus hermanos de Roma: Temo vuestra bondad, que puede hacerme daño. Pues vosotros podéis hacer con facilidad lo que proyectáis; pero si vosotros no prestáis atención a lo que os pido me será muy difícil a mí alcanzar a Dios (Romanos 1:2). El propósito de Ignacio es, según él mismo dice, ser imitador de la pasión de su Dios, es decir, de Jesucristo.
Ahora que se enfrenta al sacrificio supremo es que empieza a ser discípulo, y por tanto lo único que quiere que los romanos pidan para él es, no la libertad, sino fuerza para enfrentarse a toda prueba “para que no sólo me llame cristiano, sino que también me comporte como tal”. “Mi amor está crucificado [...] No me gusta ya la comida corruptible, [...] sino que quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo [...] y su sangre quiero beber, que es bebida imperecedera”. Porque “cuando yo sufra, seré libre en Jesucristo, y con él resucitaré en libertad”. “Soy trigo de Dios, y los dientes de las fieras han de molerme, para que pueda ser ofrecido como limpio pan de Cristo”. Y la razón por la que Ignacio está dispuesto a enfrentarse a la muerte es que a través de ella llegará a ser un testimonio vivo de Jesucristo: Si nada decís acerca de mí, yo vendré a ser palabra de Dios. Pero si os dejáis convencer por el amor que tenéis hacia mi carne, volveré a ser simple voz humana (Romanos 2:1).
Así veía su muerte aquel atleta del Señor, que marchaba gozoso hacia las fauces de los leones.
Poco tiempo después, el obispo Policarpo de Esmirna escribía a los filipenses pidiendo noticias acerca de la suerte de Ignacio. No sabemos a ciencia cierta qué le respondieron sus hermanos de Filipos, aunque todo parece indicar que Ignacio murió como esperaba, poco después de su llegada a Roma.
El martirio de Policarpo
Si bien es poco o nada lo que sabemos acerca del testimonio final de Ignacio, sí tenemos amplios detalles acerca del de su amigo Policarpo, cuando le llegó su hora casi medio siglo más tarde. Corría el año 155, y todavía estaba vigente la misma política que Trajano le había señalado a su gobernador Plinio. A los cristianos no se les buscaba; pero si alguien les delataba y se negaban entonces a servir a los dioses, era necesario castigarles. Policarpo era todavía obispo de Esmirna cuando un grupo de cristianos fue acusado y condenado por los tribunales. Según nos cuenta quien dice haber sido testigo de los hechos, se les aplicaron los más dolorosos castigos, y ninguno de ellos se quejó de su suerte, pues “descansando en la gracia de Cristo tenían en menos los dolores del mundo”. Por fin le tocó al anciano Germánico presentarse ante el tribunal, y cuando se le dijo que tuviera misericordia de su edad y abandonara la fe cristiana, Germánico respondió diciendo que no quería seguir viviendo en un mundo en el que se cometían las injusticias que se estaban cometiendo ante sus ojos, y uniendo la palabra al hecho incitó a las fieras para que le devorasen más rápidamente.
El valor y el desprecio de Germánico enardecieron a la multitud, que empezó a gritar: “¡Que mueran los ateos!” —es decir, los que se niegan a creer en nuestros dioses— y “¡Que traigan a Policarpo!” Cuando Policarpo supo que se le buscaba, y ante la insistencia de los miembros de su iglesia, salió de la ciudad y se refugió en una finca en las cercanías. A los pocos días, cuando los que le buscaban estaban a punto de dar con él, huyó a otra finca. Pero cuando supo que uno de los que habían quedado detrás, al ser torturado, había dicho dónde Policarpo se había escondido, el anciano obispo decidió dejar de huir y aguardar a los que le perseguían.
Cuando le llevaron ante el procónsul, éste trató de persuadirle, diciéndole que pensara en su avanzada edad y que adorara al emperador. Cuando Policarpo se negó a hacerlo, el juez le pidió que gritara: “¡Abajo los ateos!” Al sugerirle esto, el juez se refería naturalmente a los cristianos, que eran tenidos por ateos.
Pero Policarpo, señalando hacia la muchedumbre de paganos, dijo: “Sí. ¡Abajo los ateos!”
De nuevo el juez insistió, diciéndole que si juraba por el emperador y maldecía a Cristo quedaría libre. Empero Policarpo respondió: —Llevo ochenta y seis años sirviéndole, y ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi rey, que me salvó?
Así siguió el diálogo. Cuando el juez le pidió que convenciera a la multitud, Policarpo le respondió que si él quería trataría de persuadirle a él, pero que no consideraba a esa turba apasionada digna de escuchar su defensa. Cuando por fin el juez le amenazó, primero con las fieras, y después con ser quemado vivo, Policarpo le contestó que el fuego que el juez podía encender sólo duraría un momento, y luego se apagaría, mientras que el castigo eterno nunca se apagaría.
Ante la firmeza del anciano, el juez ordenó que Policarpo fuera quemado vivo, y todo el populacho salió a buscar ramas para preparar la hoguera.
Atado ya en medio de la hoguera, y cuando estaban a punto de encender el fuego, Policarpo elevó la mirada al cielo y oró en voz alta:
Señor Dios soberano [...] te doy gracias, porque me has tenido por digno de este momento, para que, junto a tus mártires, yo pueda tener parte en el cáliz de Cristo. [...] Por ello [...] te bendigo y te glorifico. [...] Amén.
Así entregó la vida aquel anciano obispo a quien años antes, cuando todavía era joven, el anciano Ignacio había dado consejos acerca de su labor pastoral y ejemplo de firmeza en medio de la persecución.
Por otra parte, las actas del martirio de Policarpo son interesantes porque en ellas podemos ver una de las cuestiones que más turbaban a los cristianos en esa época: la de si era lícito o no entregarse espontáneamente para sufrir el martirio. Al principio de esas actas se habla de un tal Quinto, que se entregó a sí mismo, y que al ver las fieras se acobardó. Y el autor de las actas nos dice que sólo son válidos los martirios que han tenido lugar por voluntad de Dios, y no de los mártires mismos. En la historia del propio Policarpo, vemos que se escondió dos veces antes de ser arrestado, y que sólo se dejó prender cuando llegó al convencimiento de que tal era la voluntad de Dios.
La razón por la que este documento insiste tanto en la necesidad de que sea Dios quien escoja a los mártires era que había quienes se acusaban a sí mismos a fin de sufrir el martirio. Tales personas, a quienes se llamaba “espontáneos”, eran a veces gentes de mente desequilibrada que no tenían la firmeza necesaria para resistir las pruebas que venían sobre ellos, y que por lo tanto acababan por acobardarse y renunciar de su fe en el momento supremo.
Pero no todos concordaban con el autor de las actas del martirio de Policarpo. A través de todo el período de las persecuciones, siempre hubo mártires espontáneos y—cuando sus martirios fueron consumados— siempre hubo también quien les venerara.
Esto puede verse en otro documento de la misma época, la Apología de Justino Mártir, donde se nos cuenta que en el juicio de un cristiano se presentaron otros dos a defenderle, y la consecuencia fue que los tres murieron como mártires. Al narrar esta historia, Justino no ofrece la menor indicación de que el martirio de los dos “espontáneos” no sea tan válido como el del cristiano que fue acusado ante los tribunales.
La persecución bajo Marco Aurelio
En el año 161, el gobierno del Imperio recayó sobre Marco Aurelio, quien había sido adoptado años antes por su predecesor, Antonino Pío. Marco Aurelio fue sin lugar a dudas una de las más preclaras luces del ocaso romano. No fue él, como Nerón y Domiciano, un hombre enamorado del poder y la vanagloria, sino un espíritu culto y refinado que dejó tras de sí una colección de Meditaciones, escritas sólo para su uso privado, que son una de las joyas literarias de la época. En esas Meditaciones Marco Aurelio muestra algunos de los ideales con los que trató de gobernar su vasto imperio:
Intenta a cada momento, como romano y como hombre, hacer lo que tienes delante con dignidad perfecta y sencilla, y con bondad, libertad y justicia. Trata de olvidar todo lo demás. Y podrás olvidarlo, si emprendes cada acción de tu vida como si fuera la última, dejando a un lado toda negligencia y toda la resistencia de las pasiones contra los dictados de la razón, y dejando también toda hipocresía, y egoísmo, y rebeldía contra la suerte que te ha tocado (Meditaciones, 2:5).
Bajo tal emperador, podría suponerse que los cristianos gozarían de un período de relativa paz. Marco Aurelio no era un Nerón ni un Domiciano. Y sin embargo, el mismo emperador que se expresaba en términos tan elevados acerca de sus deberes de gobernante desató también una fuerte persecución contra los cristianos. Marco Aurelio era hijo de su época, y como tal veía a los cristianos. En la única referencia al cristianismo que aparece en sus Meditaciones, el emperador filósofo alaba aquellas almas que están dispuestas a abandonar el cuerpo cuando sea necesario, pero luego sigue diciendo que tal disposición ha de ser producto de la razón, “y no de terquedad, como en el caso de los cristianos” (Meditaciones, 11. 3). Además, también como hijo de su época, el filósofo que alababa sobre todo el uso de la razón era en extremo supersticioso. A cada paso pedía ayuda y dirección de sus adivinos, y ordenaba que los sacerdotes ofrecieran sacrificios por el buen éxito de cada empresa. Durante los primeros años de su reinado, las invasiones, inundaciones, epidemias y otros desastres parecían sucederse unos a otros sin tregua alguna.
Pronto corrió la voz de que todo esto se debía a los cristianos, que habían atraído sobre el Imperio la ira de los dioses, y se desató entonces la persecución. No tenemos indicios de que Marco Aurelio haya pensado que de veras los cristianos tenían la culpa de lo que estaba sucediendo; pero todo parece indicar que le prestó su apoyo a la nueva ola de persecución, y que veía con buenos ojos este intento de regresar al culto de los antiguos dioses. Quizá, al igual que Plinio años antes, Marco Aurelio pensaba que era necesario castigar a los cristianos, si no por sus crímenes, al menos por su obstinación. En todo caso, tenemos informes bastante detallados de varios martirios que ocurrieron bajo el gobierno de Marco Aurelio.
Uno de estos martirios fue el de la viuda Felicidad y sus siete hijos. En esa época se acostumbraba en la iglesia que aquellas mujeres que quedaban viudas, y que así lo deseaban, se consagraran por entero al trabajo de la iglesia, que a su vez las mantenía. Esto se hacía, entre otras razones, porque en esa sociedad era muy difícil para una viuda pobre sostenerse a sí misma, y también porque si tal viuda se casaba con un pagano podía perder mucha de su libertad para actuar en el servicio del Señor. La obra de Felicidad era tal que los sacerdotes paganos decidieron impedirla, y con ese propósito la acusaron ante las autoridades, juntamente con sus siete hijos.
Cuando el prefecto de la ciudad trató de convencerla, primero con promesas y luego con amenazas, Felicidad le contestó que estaba perdiendo el tiempo, pues “viva, te venceré; y si me matas, en mi propia muerte te venceré todavía mejor”. El prefecto entonces trató de convencer a los hijos de Felicidad.
Pero ella les exhortó a que permanecieran firmes, y ni uno solo de ellos vaciló ante las promesas y las amenazas del prefecto. Por fin, las actas de los interrogatorios fueron enviadas a Marco Aurelio, quien ordenó que diversos jueces pronunciaran sentencia, a fin de que estos obstinados cristianos sufrieran distintos suplicios.
Otro de los mártires de esta época fue Justino, uno de los más distinguidos pensadores cristianos, a quien hemos de referirnos de nuevo en el próximo capítulo. Justino tenía una escuela en Roma, donde enseñaba lo que él llamaba “la verdadera filosofía”, es decir, el cristianismo. El filósofo cínico Crescente le retó a un debate del que el cristiano salió a todas luces vencedor, y al parecer Crescente tomó venganza acusando a su adversario ante los tribunales. En todo caso, en el año 163 Justino y seis de sus discípulos fueron llevados ante el prefecto Junio Rústico, quien había sido uno de los maestros de filosofía del emperador. En este caso, como en tantos otros, el juez trató de convencer a los cristianos acerca de la necedad de su fe. Pero Justino le contestó que, tras haber estudiado toda clase de doctrinas, había llegado a la conclusión de que la cristiana era la verdadera, y que por tanto no estaba dispuesto a abandonarla. Cuando, como era constumbre, el juez les amenazó de muerte, ellos le contestaron que su más ardiente deseo era sufrir por amor de Jesucristo, y que por tanto si el juez les mataba les haría un gran favor. Ante tal respuesta, el prefecto ordenó que fueran llevados al lugar del suplicio, donde primero se les azotó y luego fueron decapitados.
Por último, como ejemplo de la suerte de los cristianos bajo el régimen de Marco Aurelio, debemos mencionar la carta que las iglesias de Lión y Viena, en la Galia, les enviaron en el año 177 a sus hermanos de Frigia y Asia Menor. Al principio la persecución en esas dos ciudades parece haberse limitado a prohibiciones que les impedían a los cristianos presentarse en lugares públicos. Después la plebe comenzó a seguirles por las calles, insultándoles, golpeándoles y apedreándoles. Por fin varios de ellos fueron presos y llevados ante el gobernador para ser juzgados. En ese momento uno de entre la multitud, Vetio Epágato, se ofreció a defender a los acusados, y cuando el gobernador le preguntó si era cristiano y él respondió afirmativamente, sin permitirle decir una palabra más, el gobernador ordenó que se le añadiera al grupo de los acusados.
La persecución había caído sobre estas dos ciudades inesperadamente, “como un relámpago”, y por tanto no todos estaban listos para enfrentarse al martirio. Según nos cuenta la carta que estamos citando, alrededor de diez fueron débiles y “salieron del vientre de la iglesia como abortos”.
Los demás, sin embargo, se mostraron firmes, al mismo tiempo que tanto el gobernador como el pueblo se indignaban cada vez más contra ellos. De boca en boca corrían rumores acerca de las horribles prácticas de los cristianos, rumores sobre los que hemos de hablar en el próximo capítulo. En vista de su obstinación, y probablemente para ganarse la simpatía del pueblo, el gobernador hizo torturar a los acusados. Un tal Santo se limitó a responder: “soy cristiano”, y mientras más le torturaban y más preguntas le hacían, más firme se mostraba en no decir otra palabra. La cárcel estaba tan llena de prisioneros, que muchos murieron asfixiados antes que los verdugos pudieran aplicarles la pena de muerte. Algunos de los que antes habían negado su fe, al ver a sus hermanos tan valerosos en medio de tantas pruebas, volvieron a su antigua confesión y murieron también como mártires. Pero la más destacada de todos estos mártires fue Blandina, una mujer débil por quien temían sus hermanos. Cuando le llegó el momento de ser torturada, mostró tal resistencia que los verdugos tenían que turnarse. Cuando varios de los mártires fueron llevados al circo, Blandina fue colgada de un madero en medio de ellos y desde allí les alentaba. Como las fieras no la atacaron, los guardias la llevaron de nuevo a la cárcel. Por fin, el día de tan cruentos espectáculos, Blandina fue torturada en público de diversas maneras. Primero la azotaron; después la hicieron morder por fieras; acto seguido la sentaron en una silla de hierro candente; y a la postre la encerraron en una red e hicieron que un toro bravo la corneara.
Como en medio de tales tormentos Bandina seguía firme en su fe, por fin las autoridades ordenaron que fuese degollada.
Estos no son sino unos pocos ejemplos de los muchos martirios que tuvieron lugar en época de Marco Aurelio. Hay otros que nos son conocidos, y que pudiéramos haber narrado aquí. Pero sobre todo hubo muchos otros de los cuales la historia no ha dejado rastro, pero que indudablemente se encuentran indeleblemente impresos en el libro de la vida.
Hacia el fin del siglo segundo
Marco Aurelio murió en el año 180, y le sucedió Cómodo, quien había gobernado juntamente con Marco Aurelio a partir del 172. Al parecer, la tempestad amainó bajo el nuevo emperador, aunque siempre continuaron los martirios esporádicos. A la muerte de Cómodo, siguió un período de guerra civil, y los cristianos gozaron de relativa paz. Por fin, en el año 193, Septimio Severo se adueñó del poder. Al principio de su gobierno continuó la relativa paz de la iglesia, pero a la postre el nuevo emperador se unió a la larga lista de gobernantes que persiguieron al cristianismo. Sin embargo, puesto que tales acontecimientos tuvieron lugar en el siglo tercero, hemos de reservarlos para un capítulo posterior en nuestra narración.
En resumen, a través de todo el siglo segundo la posición de los cristianos fue precaria. No siempre se les perseguía. Y muchas veces se les perseguía en unas regiones del Imperio y no en otras. Todo dependía de las circunstancias del momento y del lugar. En particular, era cuestión de que hubiese o no quien les tuviese suficiente odio a los cristianos para delatarles ante los tribunales. Por tanto, la tarea de desmentir los rumores que circulaban acerca de los cristianos, y presentar la nueva fe del mejor modo posible, era cuestión de vida o muerte. A esa tarea se dedicaron algunos de los mejores pensadores con que la iglesia contaba.
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[1]González, J. L. (2003). Historia del cristianismo : Tomo 1 (1:58-67). Miami, Fla.: Editorial Unilit.