Bienaventurado el hombre a quién Dios corrige
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Reina Valera Revisada (1960) Capítulo 5
17 He aquí, bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga;
Por tanto, no menosprecies la corrección del Todopoderoso.
18 Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará;
El hiere, y sus manos curan.
INTRODUCCIÓN:
Anteriormente Elifaz había declarado cuál es el poder de Dios para que estuviésemos mejor preparados para recibir la doctrina que ahora añade. Pues vemos por qué no somos tan abiertos a la enseñanza como debiéramos, es decir, porque no conocemos suficientemente la majestad de Dios para ser tocados por el temor a él. Por eso tenemos que saber cómo gobierna Dios al mundo, y tenemos que considerar su infinita justicia, su poder y sabiduría. Ahora bien, si los malvados son confundidos porque Dios se muestra contrario a ellos y así les tapa la boca, ¿cuál ha de ser nuestra actitud? Porque Dios no tiene por qué constreñirnos a rendirle honor; es suficiente con darnos la ocasión y con mostrarnos como es que hay motivos justos para hacerlo, y por qué nosotros deberíamos venir por nuestra propia decisión. De manera entonces, tengamos en mente lo que ha sido previamente declarado, esto es, que cuando los juicios de Dios son puestos ante nosotros, no es asunto de reírnos o de bobear, sino que corresponde que todas las criaturas tiemblen ante ellos. Y ahora dice que es “bienaventurado el hombre a quien Dios castiga y que por eso no debemos rehusar la corrección del Todopoderoso”. Si alguien nos dijera que Dios no hace daño a los hombres cuando se constituye en su Juez usando de gran severidad y rigor hacia ellos, sería algo que ciertamente debiera afectarnos suficientemente; de todos modos estaríamos tan asombrados por semejante doctrina como lo estaríamos si un hombre nos diera con un martillo en la cabeza. ¿Qué hemos de hacer entonces? Debe haber mezclado un poco de azúcar para que gustemos lo que está por decir, asegurándonos que es provechoso para nuestra salvación. De modo entonces, que después que Elifaz hubo declarado los juicios de Dios en términos generales, para que estemos dispuestos a temerle con toda humildad, ahora nos muestra que Dios manifiesta amor, sin importar el rumbo que el mundo tome; y que, especialmente al castigarnos, nunca es tan severo con nosotros que no nos haga sentir su bondad y misericordia en ellos, a efectos de que nos acerquemos a él y nos desmayemos, como aquellos que tienen temor de ser confundidos. Dios entonces, no tiene la intención de que su majestad sea tan terrible para nosotros, su intención, en cambio, es acercarnos a sí mismo, para que le amemos, no únicamente cuando nos hace bien, sino también cuando nos castiga por nuestros pecados. Vemos entonces lo que debemos aprovechar de este pasaje. Sin embargo, pareciera que esta afirmación es contraria a lo que está escrito en el resto de las Sagradas Escrituras; es decir, que todas las miserias y calamidades de esta vida terrenal provienen del pecado y consecuentemente de la maldición de Dios. ¿Cómo pueden concordar estas cosas: que seamos bendecidos cuando Dios nos castiga; que todos los males que nos sobrevienen de sus manos son señales de su ira; que le hemos ofendido y que él nos maldice? Porque, ¿de dónde proviene nuestra felicidad y gozo, sino de Dios? Y, por el contrario, cuando Dios está contra nosotros vemos que nuestra vida está en maldición. Nuevamente, cuando sentimos que por el hecho de castigarnos Dios está enojado con nosotros, aparentemente no hay felicidad en ello. Pero hemos de notar que aquí cómo Elifaz tiene en cuenta la intención y el final que Dios persigue al castigarnos. Es cierto que Dios indica cuanto aborrece el pecado, y es cierto que el orden por El señalado en la creación del mundo es trastornado cuando no nos trata como un padre. Entonces ustedes ven, cómo todas las adversidades de la vida nos dan una señal de la maldición de Dios, para que así entendamos que el pecado desagrada a Dios, y que Dios lo odia y aborrece, y que no lo soporta puesto que Él es la fuente de toda justicia. Pero a pesar de esto, cuando Dios nos ha declarado así la aversión que tiene contra el pecado también nos hace percibir cómo nos atrae, exhorta y emplaza a arrepentirnos. Entonces, ¿nos aflige Dios? Ello es una señal de que no quiere que perezcamos y que nos solicita a volver a él. Porque las correcciones son como testimonio de que Dios está dispuesto a recibirnos en misericordia si reconocemos nuestras faltas y sinceramente pedimos que nos perdone. Siendo esto el caso, no nos debe parecer extraño que Elifaz diga que es bienaventurado el hombre a quien Dios castiga. En cambio, debemos recordar los dos puntos que he mencionado, de los cuales el primero es que, tan pronto nos sobreviene un mal, debe presentarse ante nosotros la ira de Dios para que entendamos que él no puede soportar el pecado; en consecuencia hemos de considerar la severidad de su juicio de modo de apenarnos sinceramente por haberle ofendido. He aquí el punto por donde hemos de comenzar. Luego debemos considerar la bondad de Dios no dejándonos correr a la perdición, atrayéndonos en cambio a regresar al hogar a sí mismo, demostrándonos su intención de hacernos volver tantas veces cuantas veces nos aflige. Vemos cómo hemos de considerar todas nuestras aflicciones. Pero aún queda un punto difícil aquí; porque mientras vemos que las aflicciones son comunes a todos los hombres, Dios castiga a aquellos a quienes quiere mostrar su misericordia; pero vemos que también castiga a los malvados, permitiendo que sigan pecando para su mayor condenación. ¿De qué le sirvieron a Faraón todos los azotes, sino para hacerlo tanto más inexcusable, puesto que siguió testarudo e incorregible hacia Dios, hasta su mismo final? Siendo entonces, que Dios aflige tanto a buenos como a malos y que, como vemos por experiencia, las aflicciones son fuego para encender tanto más la ira de Dios contra los malvados, concluimos que Dios castiga a muchas personas que no serán bendecidas con ello.
I.- VEAMOS A ELIFAZ HABLANDO.
I.- VEAMOS A ELIFAZ HABLANDO.
Entonces esto nos lleva a notar que aquí Elifaz habla solamente de aquellos que Dios castiga como a hijos suyos, para provecho de ellos, según lo declara con las palabras que siguen, afirmando que él “hace la llaga y él la vendará”. El las venda, él les coloca vendaje y sana la llaga. Ustedes ven que Elifaz limita su afirmación a aquellos en quienes Dios convierte el castigo en auténtica corrección. Pero esta afirmación seguirá siendo un tanto oscura hasta que sea explicada más detalladamente, de modo que ustedes sean clara y firmemente persuadidos por ella. Notemos cómo Dios obra con los malvados. Es cierto que con el castigo él exhorta a todos los hombres al arrepentimiento como hemos dicho y es lo mismo que si los despertase y les dijera: “Conozcan sus faltas, y ya no sigan más en ellas, en cambio, vuélvanse a mí, y yo estoy dispuesto a mostrarles misericordia”. Sin embargo, a pesar de todo ello, es bien sabido que el castigo no aprovecha a todos los hombres y que no a todos concede la gracia de volverse a él. Porque a Dios no le basta con herirnos con su mano, a menos que también nos toque interiormente con su Espíritu Santo. Si Dios no quitara la dureza de nuestro corazón nos ocurriría lo que también le ocurrió a Faraón. Porque los hombres son como yunques. Los golpes no cambian su naturaleza; puesto que vemos cómo los rechazan. De igual manera entonces, hasta que Dios nos haya tocado en lo más profundo de nuestro interior, es cierto que no haremos nada sino dar coces contra él, escupiendo más y más veneno; y toda vez que nos castigue crujiremos los dientes; y no haremos nada sino atacarle a él. Y, en efecto, tan malvada es la iniquidad de los hombres, tan testaruda, tan desesperada que cuando Dios más los castiga, más le escupen en sus blasfemias, mostrándose totalmente incorregibles, de modo que no hay forma de hacerles entrar en razón. Aprendamos entonces, que hasta que Dios no sea justo el obrar de esa manera. ¿Y por qué? Porque de esa manera los hombres se convencen. De modo que si Dios no los mantuviera a raya, castigando sus pecados, ellos podrían argumentar ignorancia, afirmando que no lo sabían, y que ellos se excedían por no haber sido invitados por Dios a reconocer sus faltas. Pero una vez que sintieron la mano de Dios, y percibieron sus juicios, a pesar de crujir sus dientes, y de ser emplazados, no sólo han ido de mal en peor, sino que se han inflado con rebelión abierta y manifiesta contra Dios; con lo cual vemos que, en efecto, tienen sus bocas tapadas y ya no pueden decir nada por ellos mismos. Entonces ustedes ven cómo Dios muestra su justicia cada vez que castiga a los hombres, aunque dicho castigo resulta no ser una corrección para su enmienda.
Además, cuando Dios castiga a los malvados es como si precisamente hubiera comenzado a mostrar su ira sobre ellos, y que el fuego de su ira ya se hubiera encendido. Es cierto que por el momento no son consumidos totalmente; entonces éstas son señales de la horrible venganza que les está preparada para el día final. Ustedes ven que muchas personas son tocadas por la mano de Dios y sin embargo, son malditas. Porque ya comienzan su infierno en este mundo, conforme a los ejemplos que tenemos en todos aquellos que no cambian su malvada vida cuando Dios les envía aflicciones; se los puede ver en una esquina aullando como perros, y aunque no pueden hacer otra cosa, no dejan demostrar una continua cólera. O bien son como caballos desbocados como se los compara en el ; o también están completamente viciados de manera que no reconocen su propio mal, quiero decir como para considerar la mano que los golpea, como dice el profeta: “habrá llanto, porque pasaré en medio de ti”. Pero, ¿de qué sirve? Ellos ya no piensan en la mano de Dios, ni saben cómo es que él los visita. Vemos entonces, con nuestros ojos que muchas personas son aun más desdichadas al ser castigadas por la mano de Dios porque no les aprovecha su escuela ni reciben ningún beneficio de sus azotes. Pero aquí se mencionan particularmente a aquellos a quienes Dios castiga tocándolos con su Santo Espíritu. Por eso, estemos nosotros mismos seguros de que cuando Dios nos hace sentir su mano, de modo de humillarnos bajo ella, que Dios nos está haciendo un favor especial, y que se trata de un privilegio que él no concede a ninguno, sino a sus propios hijos. Cuando sentimos la corrección que él nos manda, y además somos enseñados a disgustarnos con nosotros mismos por causa de nuestras ofensas, a suspirar y a gemir por ellas en su presencia y a refugiarnos en su misericordia; digo que si ese es nuestro sentimiento en cuanto a los castigos de Dios, será señal de que él ha obrado en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo. Porque es demasiada sabiduría para que crezca por sí misma en la mente del hombre; tiene que proceder de la libre y buena voluntad de nuestro Dios; el Espíritu Santo primero tiene que haber suavizado esa maldita dureza y testarudez que hemos mencionado y a la cual nos inclinamos por naturaleza. Entedamos entones que este texto se refiere particularmente a los hijos de Dios, los cuales no están empecinados contra la mano de Dios, sino que han sido vencidos y son dóciles por la obra del Espíritu Santo, a efectos de que ya no luchen contra las aflicciones que él les manda. Pero, aun así, esta afirmación parecerá extraña conforme a la opinión de la carne. ¿Por qué? Todas las circunstancias que resultan distintas a nuestros anhelos las tildamos de “adversidades”. Cuando sufrimos hambre, sed, frío o calor decimos que es grande el mal. ¿Por qué? Porque queremos gratificar a nuestros propios apetitos y deseos. Y, en efecto, esta manera de hablar (diciendo que las desgracias que Dios nos envía son adversidades, esto es, cosas contrarias a nosotros) no carece de razón. Por eso debemos entender su propósito, esto es, que Dios aflige por causa de nuestros pecados. Por eso, no seamos seducidos a adularnos a nosotros mismos. Además yo ya les he dicho que nos es necesario considerar que las aflicciones que nos manda Dios son porque él odia el pecado, y que si él nos emplaza ante su presencia es para hacernos sentir que él es nuestro Juez; pero también porque era necesario extendernos sus brazos y mostrarnos que está dispuesto a reconciliarnos consigo cuando nos acercamos con verdadero arrepentimiento. Percibamos entonces que son bienaventurados aquellos a quienes Dios castiga, aunque huyamos de la adversidad tanto como nos sea posible. De modo entonces que nunca seremos capaces de consentir esta doctrina y recibirla en nuestros corazones hasta que la fe nos haya hecho comprender la bondad que Dios usa para con sus siervos cuando los atrae de vuelta a sí mismo. Y para que podamos comprenderlo mejor señalemos lo que ocurre con las personas cuando Dios las deja libradas a sí mismas, y cuando no tiene intención de limpiarlas de sus pecados. Miren a una persona que es dada al mal: por ejemplo, consideremos al hombre que desprecia a Dios, si Dios lo deja solo y aparentemente no lo castiga, verán que esa persona se endurece a sí misma, y el diablo la lleva más y más lejos; por eso le habría sido mucho mejor si hubiera sido castigada antes. De modo que la mayor desgracia que nos puede ocurrir es que Dios permita que nos revolquemos en nuestras iniquidades; porque en ese caso, finalmente nos pudriremos en ellas. Ciertamente, es de desear en gran manera que los hombres vengan a Dios por su propia voluntad, sin ser espoleados para hacerlo, y que se aferrasen a él sin mediar advertencia por causa de sus faltas y sin que sean reprochados; esto (digo) es algo en gran manera deseable, y más a un, que no hubiese faltas en nosotros, y que fuésemos como ángeles, deseando únicamente rendir obediencia a nuestro Creador y honrarle y amarle como a nuestro Padre. Pero teniendo en cuenta que somos tan perversos, que no cesamos de ofender a Dios y que además actuamos con hipocresía delante de él, anhelando solamente ocultar nuestras faltas; teniendo en cuenta que hay tanto orgullo en nosotros al extremo de querer que Dios nos deje solos y que nos sustente en nuestros deseos, de modo que finalmente nosotros seríamos los jueces suyos en vez de que él sea el nuestro; considerando (digo) lo perversos que somos, Dios ciertamente tiene que usar algún remedio violento a efectos de atraernos a sí mismo. Porque si nos tratara en forma absolutamente gentil, ¿qué ocurriría?. En parte podemos verlo incluso en niños pequeños. Pues si su padre o madre no los castigan, ellos los mandarían a la horca. Ciertamente ellos no lo perciben; sin embargo, la experiencia lo demuestra y tenemos refranes populares de ellos: “cuánto más los apañas, más pañales mojan”. Y las madres van aun más allá, porque les gusta adularlos mientras que ellos se echan a perder; de esta manera Dios realmente nos ofrece pequeñas ilustraciones de aquello que es mucho mayor en él. Porque si nos tratara suavemente nos arruinaríamos del todo sin posibilidad de ser rescatados. Por eso para ser mostrarse como padre hacia nosotros tiene que ser severo viendo que somos de una naturaleza tan rebelde que tratándonos gentilmente no seríamos capaces de aprovecharlo. ¿Ven ustedes cómo podemos entender la verdad de esta doctrina, de que es bienaventurado aquel a quien Dios castiga? Es decir, para ser claros, considerando cuál es nuestra naturaleza, cuando testarudos somos, y cuan difícil es ponernos en orden, y que, si Dios nunca nos castigase no nos sería provechoso; y que por eso es menester que él nos mantenga bajo control, y nos dé tantos azotes como sean necesarios para que nos acordemos de él. Entonces, finalmente llegaremos a la conclusión de que es bienaventurado el hombre a quien Dios castiga; ciertamente, tanto más si añade la segunda gracia, esto es, para ser precisos, si aplica sus varas y sus correcciones enviando al Espíritu Santo para obrar de tal modo en el corazón del hombre que éste ya no se empecine en su oposición a Dios sino que pueda tener la consideración de reflexionar sobre sus propios pecados y ser dócil y humillarse verdaderamente.