La Última Voluntad en el Testamento
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INTRODUCCIÓN:
En esta porción vemos que Jesús vuelve a exhortar a sus discípulos a que no se turben por el hecho de que Él se marcha, sino a que conserven la paz que Él les da, junto con los motivos por los que deberían estar alegres.
I. Les dice primero que deberían ser receptivos al influjo de su paz: «La paz os dejo, mi paz os doy» (v. 27).
I. Les dice primero que deberían ser receptivos al influjo de su paz: «La paz os dejo, mi paz os doy» (v. 27).
Para un judío el vocablo «paz» (hebreo shalom, del verbo shalam = estar entero, completo, seguro) significa el cúmulo de bendiciones de toda clase que «descienden de parte del Padre de las lumbreras» (. Lit.). Es como si, en este versículo Jesús hiciese su testamento, ya próximo a morir, y les dejase a sus discípulos todo lo que le iba a quedar después del despojo que sufrió en su pasión y muerte en cruz.
1. Vemos primero lo que les deja. El legado es «paz» en el sentido indicado: «La paz …, mi paz». El espíritu lo entregará al Padre (v. 19:30, comp. con ); el cuerpo, a José de Arimatea, para que lo coloque en el sepulcro nuevo (19:38); sus vestidos, a los soldados que habían intervenido en su crucifixión (19:23–24); su madre, a Juan, que era el que lo escribió (19:27); su reino, a un ladrón arrepentido (). Entonces, ¿qué les iba a dejar a sus pobres discípulos? Oro ni plata no tenía, pero les dejó lo mejor que le quedaba (comp. con ): su paz. ¿Para qué querían más, si en la paz de Cristo se hallan concentrados todos los bienes que un creyente puede desear? La paz es para reconciliación y amor. Y, ¿qué paz verdadera puede poseer el que no tenga paz con Dios (), por haberse negado a reconciliarse con Él, una vez que Él hizo provisión, en Cristo, de una reconciliación al alcance de todos? (v. ). Esa es la paz que los ángeles desearon a los hombres en el nacimiento del Salvador (), y la que debemos conservar en nuestro interior () y, en cuanto dependa de nosotros, con todos los hombres ().
2. Vemos también a quiénes es legada esta paz: «Os dejo … os doy»; es decir, «esta paz es para vosotros, mis discípulos y seguidores». Esta paz es el legado de Cristo para todo cristiano que anda en el Espíritu (, ). Sólo la carnalidad puede privar de esta paz a un creyente.
3. Vemos después qué clase de paz y de qué modo se les da: «Yo no os la doy como el mundo la da». Como si dijese: «Mi paz no es de cumplido ni como mera rutina, sino una verdadera bendición. Los dones que yo otorgo no son como los que el mundo da». Efectivamente, los regalos que el mundo ofrece son temporales y afectan sólo al cuerpo o a la sensibilidad; en cambio, los dones de Cristo enriquecen el alma para toda la eternidad. Así que la paz que Cristo ofrece es infinitamente más valiosa que todo lo que el mundo puede ofrecer. Así como hay un abismo de diferencia entre un narcótico letal y un sueño que restaura las energías y da refrigerio al cansado, así también hay un abismo de diferencia entre la paz de Cristo y la del mundo.
4. Finalmente, cómo hay que echar mano de esta paz que Cristo da: «No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo» (v. 27b). Esto viene aquí como conclusión de todo lo que les ha dicho desde el comienzo del capítulo. Empezó diciendo: «No se turbe vuestro corazón» (v. 1), y lo repite ahora como algo de lo que hasta aquí había dado razones suficientes.
II. Les consuela haciéndoles ver que, aun cuando se marcha ahora, vendrá de nuevo a ellos: «Habéis oído que yo os he dicho: Voy y vengo a vosotros» (v. 28).
II. Les consuela haciéndoles ver que, aun cuando se marcha ahora, vendrá de nuevo a ellos: «Habéis oído que yo os he dicho: Voy y vengo a vosotros» (v. 28).
Cristo cobraba ánimos con el pensamiento de que, mediante sus sufrimientos y su muerte vendría de nuevo (v. 3, comp. con 10:17–18), y deseaba que sus discípulos cobrasen ánimos con el mismo pensamiento. Del mismo modo debería animarnos este pensamiento a todos los creyentes cuando hemos de partirnos de este mundo a la hora de la muerte; nos despedimos para volvernos a encontrar; la frase que debemos pronunciar al marcharnos de nuestros amigos y familiares ha de ser: «buenas noches» o «hasta luego», no un «adiós» definitivo.
III. Les dice que se marcha a su Padre, por lo cual deben regocijarse, no entristecerse: «Si me amarais, os alegraríais, porque he dicho que voy al Padre» (v. 28b).
III. Les dice que se marcha a su Padre, por lo cual deben regocijarse, no entristecerse: «Si me amarais, os alegraríais, porque he dicho que voy al Padre» (v. 28b).
Había razón para regocijarse, pues, aun cuando su partida tenía su lado oscuro, también tenía su lado rosa. La razón de esto es, como Él dice, «porque el Padre es mayor que yo» (v. 28c). Una mala inteligencia de esta frase ha servido de tropezadero, no sólo a los arrianos y unitarianos de todos los tiempos, incluidos los modernos «Testigos de Jehová», sino también a varios exegetas evangélicos tenidos por «conservadores», los cuales han llegado a deducir de aquí (y también de ) que el Hijo está, de algún modo, subordinado al Padre. Suele replicarse a esto y se dice que, al haber en Cristo dos naturalezas, no habla Él aquí como Dios, sino como hombre. Sin negar que esta respuesta sea teológicamente correcta, lo más probable, desde el punto de vista meramente exegético, es que ha de entenderse, no en contra de la total unidad de esencia con el Padre (v. 10:30), sino en virtud de su función mediatorial, en la que, al despojarse del brillo de su gloria, quedó en inferioridad de apariencia, no de naturaleza, respecto del Padre (v. ). Por eso, ha dicho: «Voy al Padre», es decir, a recuperar, junto a Él, «aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese» (17:5). Su condición junto al Padre iba a ser mucho mejor que la presente. Cristo levanta así los pensamientos y las esperanzas de sus discípulos hacia algo mucho más glorioso, grandioso y dichoso que lo que ellos pensaban ahora ser el fundamento de su propia felicidad a la sazón. El reino del Padre es mayor que el reino mediatorial de Cristo. Todos los discípulos de Cristo deben mostrar que le aman de veras en el gozo que experimenten por la gloria que para Cristo comporta el hecho de su exaltación a los cielos. Hay muchos que aman al Señor, pero no le aman «según conocimiento» (comp. con ); piensan que, si están constantemente en pena por Él, es entonces cuando mejor le aman, al ser así que, si le aman según Él mismo desea, deben «alegrarse». Dice el Apóstol a los fieles de Filipos: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!» ().
IV. Les dice también que su partida debe ser considerada como un medio para confirmar y robustecer la fe de ellos: «Y ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis» (v. 29).
IV. Les dice también que su partida debe ser considerada como un medio para confirmar y robustecer la fe de ellos: «Y ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis» (v. 29).
Palabras semejantes había dicho en 13:19 y dirá en 16:4. Cristo les habló a sus discípulos de su muerte inminente, porque después había de redundar en confirmación de la fe de ellos. El que les predecía estas cosas es porque tenía presciencia divina, y las cosas predichas habían de cumplirse de acuerdo con el propósito divino. Por tanto, es menester que cesen de turbarse, de preocuparse de sí mismos, y que piensen en la gloria que Él va a obtener mediante su muerte, en lo que ellos no deben entristecerse, sino, al contrario, regocijarse para robustecimiento de su fe.
V. Igualmente les asegura de la victoria que va a conseguir sobre Satanás (v. 30): «No hablaré ya mucho con vosotros».
V. Igualmente les asegura de la victoria que va a conseguir sobre Satanás (v. 30): «No hablaré ya mucho con vosotros».
Todavía iba a hablar con ellos un largo rato (caps. 15 y 16), pero, en comparación con lo que les había hablado hasta entonces, no era mucho. Una razón por la que no iba a hablar ya mucho con ellos era porque ahora tenía otra tarea urgente que llevar a cabo: «porque viene el príncipe de este mundo». Así le había llamado ya en 12:31 (comp. con ; ). Cristo viene a decirles que el diablo, «el príncipe de este mundo» (comp. con ; ) es su gran enemigo (v. ), pero no puede hacerle perjuicio: «él nada tiene en mí». Consideremos aquí:
1. Cómo era consciente Cristo del conflicto que se le avecinaba, no sólo con los hombre impíos, sino con los poderes de las tinieblas. El diablo le había asediado con sus tentaciones al comienzo de su ministerio público ( y ) y, como «mejor» alternativa que la programada por el Padre, le había ofrecido los reinos de este mundo. Ante el enérgico rechazo de Jesús, vemos que el diablo «se alejó de Él hasta un tiempo oportuno» (). Esta oportunidad llegaba ahora (v. ). La clara visión que Cristo tenía de la tentación inminente, le daba gran ventaja para prepararse a combatirla. Cuando se nos avisa de antemano, hemos de armarnos de antemano (v. y ss.). Como dice el refrán: «Los dardos previstos no hieren tanto».
2. La seguridad que tenía de salir triunfante en el conflicto: «Y él nada tiene en mí». Como en Cristo no había culpa alguna (8:46), no había en Él agarradero para Satanás. Es cierto que, por ser nuestro sustituto (v. ), había de padecer por nuestros pecados. Satanás iba, por tanto, a prevalecer contra Él en apariencia, al lograr que fuese sentenciado a muerte de cruz; pero no iba a conseguir aterrorizarle y hacerle volverse atrás; aunque se apresurara a llevarlo a la muerte, no lograría llevarle a la desesperación. Cuando Satanás viene a nosotros para turbar nuestra paz, tiene en nosotros algo con que causarnos perplejidad y turbación, porque todos hemos pecado (); pero, cuando quiso turbar a Cristo, no halló en Él nada con que causarle turbación, puesto que en Él no había corrupción. Tal era la pureza sin mancha de su naturaleza, que estaba inmune de la posibilidad misma de pecar. Para tener un concepto claro de esta impecabilidad de Cristo (nota del traductor), es preciso distinguir entre la posibilidad física de pecar, existente en todo ser libre, capaz de inclinar la voluntad hacia un lado u otro (v. 10:17–18), sin la que Cristo no habría muerto libremente, y la imposibilidad moral, por la total sumisión de su santa voluntad humana a la voluntad divina (v. ), así como la imposibilidad metafísica por cuanto, al haber en Cristo unidad de persona, el responsable del pecado, y sujeto de atribución del pecado, habría sido el Verbo, ¡Dios como el Padre! Pero esta referencia metafísica a la persona del Verbo no se interfería en la libertad psicológica de la naturaleza humana de Cristo, porque la personalidad en sí misma no es, como se dice técnicamente, «agencia ejecutiva», sino «sujeto responsable» de la acción. En otras palabras, la instrumentalidad de la acción no compete a la persona, sino a la naturaleza con la que obra.
VI. Les declara que su partida se llevaba a cabo en obediencia al Padre: «Mas, para que el mundo conozca que amo al Padre, actúo como el Padre me mandó» (v. 31, comp. con 10:18b).
VI. Les declara que su partida se llevaba a cabo en obediencia al Padre: «Mas, para que el mundo conozca que amo al Padre, actúo como el Padre me mandó» (v. 31, comp. con 10:18b).
Donde vemos que:
1. Confirma lo que tantas veces había dicho, que su empresa como Mediador era una demostración, cara al mundo, de que obraba de perfecto acuerdo con el Padre. Así como fue una prueba evidente de su amor a los hombres el que murió para salvarlos, así también fue una prueba evidente de su amor al Padre el que murió para su gloria. No hay mejor prueba de amor que la obediencia, como Él había recalcado (v. 21). Eso era cierto respecto de Él, lo mismo que de nosotros (v. 15:10). El mandamiento de Dios debe bastar para sostenernos en lo que resulta más discutible para otros, y para hacer que cobremos ánimo frente a lo que resulta más difícil para nosotros mismos.
2. Saca conclusión de lo que ahora acaba de decir: «Para que el mundo conozca que amo al Padre» (comp. con 17:21b). Por eso, para dar a entender con qué bravura, y aun gozo (v. ; ), se dirige al patíbulo, añade: «Levantaos, vámonos de aquí» (v. 31b). Cuando los sufrimientos se ven a distancia, es fácil decir: «Señor te seguiré adondequiera que vayas» (. V. también ); pero cuando, en el camino del deber, se cruza súbitamente un problema inevitable, decir entonces: «vámonos a él» en lugar de escabullirse de enmedio para evitarlo, es una señal inequívoca de que amamos al Señor, y el mundo puede conocerlo bien. Con esas palabras, Cristo estimula a sus discípulos a seguirle; no dice: «Tengo que irme», sino: «Vámonos». No les llama a pasar por ninguna dificultad por la que Él no haya pasado delante de ellos como buen guía y caudillo. Les da asimismo ejemplo de santo desprendimiento, y les enseña a estar siempre desapegados de las cosas de aquí abajo, y preparados para pensar y hablar con frecuencia de su disposición a dejarlas. Cuando nos hallemos bajo la sombra y protección del Señor, deleitados con su presencia y dulce comunión, propensos a decir: «Señor, bueno es estarnos aquí» (; ; ), pensemos también en estar preparados para levantarnos y descender del monte.[1]
[1] Henry, M. & Lacueva, F., 1999. Comentario Bı́blico de Matthew Henry, 08224 TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE.