Salmo 8
Introducción
VISIÓN DE CONJUNTO (DESDE GÉNESIS HASTA MALAQUÍAS)
El desarrollo histórico del trato de Dios con su pueblo del Antiguo Testamento es en sí mismo una verdad emocionante. Especialmente cuando nos damos cuenta de que la historia del pueblo de Dios que se desarrolla en la Palabra de Dios es también nuestra propia historia, si hemos creído en el Señor. Nosotros somos también pueblo de Dios. Lo que él le dijo a su pueblo hace miles de años tiene ciertamente una gran significación para nosotros hoy en día, porque Dios nunca cambia, y la necesidad que de Él tiene su pueblo tampoco cambiará jamás. Ni cambiará tampoco la naturaleza humana, a no ser por la gracia de Dios. En realidad, la revelación del Antiguo Testamento es la narración de cómo Dios ha cambiado a una muchedumbre de pecadores, transformándolos en propiedad suya, escogida entre los pueblos de la tierra. Puesto que esa labor comenzada en el Edén continúa hoy en día, la nube de testigos de los milenios pasados tiene mucho que decirnos a los de hoy.
El libro del Génesis nos habla sobre los orígenes del pueblo de Dios sobre la tierra. Nos cuenta sobre el propósito creador de Dios, y cómo creó ordenadamente todas las cosas, buenas y para su gloria. En Él se recoge la entrada del pecado en la vida del hombre, junto con la consiguiente pérdida de su amistad con Dios, que a su vez lo condujo al sufrimiento y al juicio. La crónica de la perversión del hombre que trajo como consecuencia el juicio terrible del diluvio da testimonio de la necesidad que el hombre tiene de Dios y de su gracia y salvación. Así, la idea de Dios como Salvador, que proporciona esperanza a través de su gracia, se convierte en una de las grandes doctrinas del Génesis y de toda la Palabra de Dios.
A través de todo el Antiguo Testamento podemos seguir una de las señales distintivas de los hijos de Dios, a saber, aquella sensación de necesidad de él. Vemos así cómo Jacob, Moisés, David, y Ezequías, entre muchos otros fieles, aprenden a confiar en Dios por encima de todo, y a buscar en él las respuestas a todas las perplejidades y pruebas de la vida.
Este es el pueblo de Dios, cuyos miembros son llamados uno a uno a pertenecer a la familia de Dios, y señalados por su fe en él. Así es como Dios llama a los que han de ser suyos, y este llamado aparece por vez primera en el Génesis.
Abraham, Isaac, Jacob, Judá, y sus hermanos, son todos llamados a la fe en Dios. También vemos cómo la fe que ha entrado por la gracia de Dios en los corazones de los miembros de su pueblo crece en cada uno de ellos. En ninguna otra parte del Antiguo o del Nuevo Testamento ofrece la Escritura una visión más clara del crecimiento de la fe en un hombre que cuando presenta el crecimiento de la fe de Abraham.
Al mismo tiempo vemos cómo se va desarrollando otra cualidad esencial del pueblo de Dios. El amor nace y crece en los que por naturaleza eran pecadores hostiles luego que la gracia de Dios efectúa su obra en sus corazones. Y así vemos a la familia de Jacob, egoísta y beligerante, unirse más profundamente con lazos de amor a través de las dificultades y las pruebas. Lo notamos de manera especial en dos hombres del Génesis, Judá y José.
Además de la fe y el amor, otra marcada característica de los hijos de Dios que se ve con frecuencia cada vez mayor en la Escritura es la esperanza. Esta esperanza le llega al pueblo de Dios, especialmente a Abraham y a sus hijos, a través de las promesas de Dios. Dichas promesas abarcan principalmente dos grandes esperanzas: la esperanza de una simiente (una multitud de descendientes), y la esperanza de una herencia (un lugar permanente donde vivir en la presencia de Dios).
En el Antiguo Testamento; vemos cómo se desarrollan ambos conceptos. La promesa de una simiente, dada por primera vez en Génesis 3:15, donde es llamada «la simiente de la mujer», es renovada posteriormente a Abraham. Se le da un hijo, Isaac, a través del cual se canalizan todas las promesas de Dios. Se le asegura que esa descendencia terminará convirtiéndose en una multitud. Y, como señala el Nuevo Testamento, la simiente prometida a Abraham culmina en una persona: el Cristo (Gá 3:16).
De igual manera, la herencia prometida primeramente a Abraham es la tierra de Canaán, tierra de promisión donde habrá de habitar su descendencia. En la época de Josué la posesión se convierte en una realidad, y en la de David, mil años después de Abraham, crece hasta alcanzar desde el río de Egipto hasta el Eufrates. Sin embargo, Israel a causa de su pecado, no es capaz de retener su posesión, y el imperio se va hundiendo, hasta que la misma Jerusalén cae en manos del enemigo.
En los días de la decadencia en particular el Señor comienza a mostrarles un nuevo concepto, la esperanza de un nuevo cielo y una nueva tierra, de una nueva Jerusalén. Ahora los ojos del pueblo de Dios se levantan para esperar una herencia que no se desvanecerá, y hacia esa misma esperanza sigue señalando el Nuevo Testamento (1 P 1:3, 4; Ap 21 y 22). Aunque la llamamos «esperanza nueva», el escritor de la Epístola a los Hebreos aclara bien que aun Abraham llevó consigo esta elevada esperanza hasta su muerte, y lo mismo sucedió con los demás creyentes del Antiguo Testamento (Heb 11:9, 10, 13–16).
Es necesario añadir una última observación con respecto al pueblo de Dios cuando, en los días de Abraham, comenzó a estar consciente de su llamamiento. El propósito de Dios no era solamente derramar sus bendiciones sobre ellos sino también que se convirtieran en un pueblo santo. Debían honrarlo y glorificarlo con sus vidas, en medio de los hombres de la tierra. Para que pudieran hacer esto, Dios los llamó a vivir una vida que lo honrara a través de la obediencia a su Palabra.
Una de las expresiones más claras de este continuo deseo de Dios para su pueblo se encuentra en Génesis 18:19, donde el Señor habla del principal propósito por el cual había llamado a Abraham. Dice el Señor: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él». Aquí vemos expresado llanamente que Dios, al escoger primero a Abraham y llamarlo, tenía la intención de que tanto él como su descendencia vivieran con una fidelidad tal que reflejaran la voluntad de Dios en sus vidas. La realización misma de las bendiciones que Dios había prometido a su pueblo dependía de si resultaba evidente en sus vidas que eran verdaderos hijos suyos. Los términos «justicia» y «juicio» usados aquí describen a través de toda la Escritura las altas esperanzas que Dios tenía puestas en su pueblo. Nunca suavizó sus exigencias, y a través de todo el período de la revelación del Antiguo Testamento reclamó continuamente de sus hijos esta vida y estos niveles de exigencia. Profeta tras profeta midió Israel a través de esas exigencias de justicia y juicio.
Hay un momento en el que el Señor le dice a Abraham: «Anda delante de mí y sé perfecto» (Gn 17:1). Dios nunca altera ni suaviza estas exigencias. Así vemos a Jesús decir mucho más tarde a sus discípulos: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt 5:48). No puede haber exigencia mayor para el pueblo de Dios.
Más tarde, el Señor les dijo en el monte Sinaí a los que habían salido de Egipto que ellos eran su pueblo santo. Inmediatamente después de esta declaración, que está en el capítulo 19 del Éxodo, en el siguiente capítulo, el 20, les dio a conocer su voluntad bajo la forma de los Diez Mandamientos. Estos fueron, por tanto, dados al pueblo de Dios como expresión de la clase de vida que él quería que manifestaran al mundo.
A continuación de estas reglas específicas de conducta, que abarcan la totalidad de la voluntad revelada de Dios y que exponen más a fondo la voluntad de Dios con respecto a su pueblo, es decir, el «hacer justicia y juicio», Dios les dio un gran número de ejemplos o «juicios» que afectan a todos los aspectos de la vida. Así, siguiendo el Éxodo, en el capítulo 21 les da numerosos ejemplos tomados de la vida diaria y les enseña cómo toda faceta de su vida debe reflejar un esfuerzo conscientes por hacer la voluntad de Dios (los Diez Mandamientos).
Es aquí también donde Dios describe al pueblo los sacrificios o los medios de hacer que se dé cuenta de sus pecados y de su consiguiente necesidad del perdón divino. El pueblo no daría la talla de las altas normas establecidas por Dios. Por lo tanto, Dios les dio los sacrificios para impresionarlos con esta realidad y, al mismo tiempo, con la seriedad misma del pecado. Este debería romper el corazón de los hijos de Dios y hacerlo contrito ante él; así aprenderían a confiar en él. La totalidad del sistema sacrificial fue el medio que usó el Antiguo Testamento para humillar al pueblo de Dios y enseñarle a confiar en él. Además de todo eso, el sistema señalaba la necesidad de un salvador que pudiera rescatarlos del pecado.
El tabernáculo, introducido también en este período de la revelación, fue diseñado para mostrar al pueblo de Dios su necesidad espiritual y para llevarlo a confiar en el Salvador que Dios habría de enviarle. En sí mismo era un esquema de la obra de Cristo, como testifica posteriormente el autor de la Epístola a los Hebreos (Heb 9 y 10).
El libro del Génesis recoge también el inicio de la obra de Satanás, el gran enemigo de Dios y de su pueblo. A medida que se revelan el plan y el propósito de Dios para con su pueblo, se ve a Satanás en total oposición a los mismos y teniendo éxito cuando provoca al hombre, creado por Dios, a adoptar el mismo corazón rebelde y la misma naturaleza que él poseía. El Génesis recoge la tentación y la caída del hombre y el origen de los hijos de Satanás, los cuales continúan oponiéndose, a través de toda la historia de la redención, a Dios y a su familia, los hijos de Dios.
Satanás comienza en el Edén, pero no se detiene allí. Después de la caída, vemos a Caín, descendencia de Satanás, oponerse a Abel, quien, no obstante ser su hermano según la carne, era alguien totalmente ajeno a él en asuntos espirituales. Caín, como su padre el diablo, intenta destruir al hijo de Dios y logra matar al justo Abel, pero no puede frustrar el plan divino. Tan pronto como muere Abel, Dios hace surgir de Adán y Eva otro hijo, Set, en cuyos días, los hijos de Dios comenzaron a buscar al Señor. Es así como aparecen y se desarrollan las dos sucesiones de seres humanos en la superficie de la tierra.
Desde el punto de vista de Dios, nunca ha habido más que dos clases de hombres: los hijos de Dios y los hijos de Satanás. La trayectoria de ambos grupos puede seguirse a través de todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, y sus respectivas categorías permanecen en realidad hasta nuestros días. Gran parte de las riquezas de la Palabra de Dios la vemos en la revelación bíblica con respecto a la naturaleza de los hijos de Dios y los hijos de Satanás, y el trato que Dios da a cada uno de ellos.
La oposición de Satanás continúa incluso después del diluvio. Así encontramos, por ejemplo, que Abraham y sus hijos se enfrentan con la continua hostilidad de la descendencia de Satanás que vive en Canaán. Más tarde, en Egipto, la malvada oposición de la simiente de Satanás en la persona del faraón y los egipcios es bien evidente. Cuando Israel sale de Egipto y se dirige de nuevo hacia Canaán, esta hostilidad de los enemigos de Dios aumenta. Toda la historia de Israel está repleta de enemigos.
Monte Sinaí
Trágicamente vemos cómo los hijos de Satanás se van infiltrando gradualmente en la familia del pueblo de Dios, la iglesia del Antiguo Testamento. Pronto habrá tantos incrédulos como creyentes, o quizá aun más, en la iglesia, el cuerpo visible del pueblo de Dios. En el Antiguo Testamento las hostilidades culminan con la caída de Jerusalén y la consiguiente cautividad en Babilonia. Pero la enemistad no termina ahí. Después del regreso, encontramos a Jerusalén y a Judea llenas de enemigos del pueblo de Dios.
En los tiempos del Nuevo Testamento la iglesia se ve penetrada de nuevo por los no creyentes. Los agentes de Satanás en la iglesia, la mayoría de los judíos de la época de Jesús, se alían finalmente con el poder secular de Roma para expresar el máximo de su hostilidad con la crucifixión del mismo Jesucristo, Hijo de Dios.
El Nuevo Testamento abunda aun más con respecto a la continua hostilidad entre el pueblo de Dios y los hijos de Satanás. Esto lo vemos vivamente descrito en el capítulo doce del Apocalipsis.
Al señalar estos importantes temas en el Génesis, hemos mostrado también cómo están presentes a todo lo largo del Antiguo Testamento: la necesidad que tiene el hombre de Dios; el llamado del pueblo de Dios; la labor opositora de Satanás. La Escritura traza después la historia del trato de Dios con su pueblo en la historia de Israel. Dicha historia ha sido escrita teniendo como fondo la del mundo secular. El surgimiento y la caída de las naciones y de los grandes imperios están entretejidos en el plano posterior de la historia bíblica. La obra de Dios para redimir a su pueblo no fue algo aislado de la realidad cotidiana de la historia que se desarrollaba alrededor de Israel.
La historia del pueblo de Dios resulta ser la compilación de los éxitos y fracasos de Israel, que dependen de su mayor o menor obediencia a su Señor.
Cuando Israel heredó la tierra de Canaán, tuvo éxito y prosperó en ella solo mientras se mantuvo sujeto a la Palabra y a la voluntad de Dios. Cuando los padres comenzaron a dejar de preocuparse por instruir a sus hijos de acuerdo con el deseo expreso de Dios manifestado en Deuteronomio 6:4ss, toda la nación sufrió. Así lo leemos en el recuento de los trágicos días de los jueces.
Cuando el pueblo era quebrantado por sus enemigos, y alcanzaba el punto extremo de la desesperación, Dios hacía surgir hombres del estilo de Samuel y David, quienes le hablaban de volverse a él. Los ejemplos de caudillaje de Saúl y de David muestran el marcado contraste que existe entre un pastor del rebaño de Dios que es infiel y otro que es fiel, confrontación que es típica de toda la historia del Antiguo Testamento.
Cuando fallan los dirigentes, como sucedió en los tiempos de Salomón y sus sucesores, los trágicos resultados afectan a toda la iglesia, y todos sufren, tanto los pecadores como los santos. Tanto la descendencia de Satanás en Israel como los creyentes verdaderos sufren las consecuencias de las infidelidades de Israel.
Para contrarrestar la mala influencia de Salomón y de otros como él, que llevaron a Israel por caminos de perdición, ciertos escritores anónimos de la Palabra de Dios les hicieron resistencia escribiendo obras como el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés. El estudio de dichos libros muestra lo devastadora que puede ser la infidelidad de los líderes para toda la iglesia.
También para contrarrestar la mala influencia de Salomón y sus malvados sucesores al trono de Israel, Dios hizo surgir una continua oleada de profetas. Estos profetas se enfrentaron valientemente a la hostilidad de la falta de fe que existía en Israel para exhortar a aquellos que confiaban en Dios a continuar siéndole fieles.
Desde Joel en el siglo noveno antes de Cristo, quien previene contra la decadencia espiritual, mientras el gozo de servir a Dios desaparece de los corazones del pueblo; a través de todo el siglo octavo, con el gran número de profetas que denuncian los pecados sociales y las injusticias de sus días; y hasta los siglos séptimo y sexto, con su deterioro espiritual, Dios envía profeta tras profeta para que llamen al pueblo al arrepentimiento y al regreso a su Señor.
Amós reprende su falta de amor mutuo, mientras que Oseas describe su falta de amor a Dios. Jonás representa la aversión de algunos de los verdaderos hijos de Dios a obedecerle y someterse a sus designios redentores para con los hombres. Jeremías enfoca la condición pecadora de los corazones en el pueblo, y señala con esperanza una solución definitiva que vendrá de parte de Dios: el cambio de corazón.
En la cautividad, profetas como Ezequiel y Daniel dan testimonio de la gracia continua de Dios y de cómo él sostiene a quienes ponen en él toda su confianza.
La doctrina del remanente, que fue presentada en el siglo octavo por los profetas Amós e Isaías, y desarrollada posteriormente por los profetas Jeremías y Ezequiel, muestra que aunque el pueblo de Dios deberá pasar por grandes pruebas y terribles juicios, Dios preservará a todos aquellos que pongan su confianza en él. En ningún otro lugar tenemos una expresión mejor y más ferviente de esta esperanza que en el profeta Habacuc, cuyo ministerio se desarrolla en la época de la caída de Jerusalén.
El remanente del pueblo de Dios regresó de veras a su tierra. De la cautividad de Babilonia salió el gran contingente de todos aquellos que querían hacer la voluntad de Dios. Este remanente regresó a Jerusalén y reconstruyó su templo y sus muros. Esta época está marcada por un gran amor por la Palabra de Dios, y en especial por la Ley de Moisés. Es un período de reavivamiento y de regreso, o al menos, de un gran deseo de regresar a los altos niveles de exigencia que Dios había fijado para su pueblo en la Ley de Moisés.
Durante todo este tiempo, de avivamiento o decadencia espiritual del pueblo de Dios según se narra en el Antiguo Testamento, hay continuamente salmos, cantos, y proverbios que expresan la fe de los hijos de Dios que vivieron a través de todas esas épocas. Los autores de la mayoría de esos escritos nos son desconocidos. Pero puesto que han sido conservados en la Palabra de Dios, sabemos que lo que expresan, como cualquiera otra porción de las Escrituras, es Palabra de Dios.
Job manifiesta la fe de un hijo de Dios, probada en la confrontación con pruebas sumamente difíciles, pérdidas y sufrimientos. Es un testimonio de la longanimidad de Dios, comunicada a su vez a un hijo suyo, dándole fuerzas para mantenerse en su fe, aun en los momentos en que las personas más cercanas a él estaban en duda.
Los Salmos recogen en forma bella la fe de muchos de los hijos de Dios, además de David, el gran salmista. Quizá el Salmo primero es el que mejor ejemplifica el contenido de todo el libro. Presenta la justicia del pueblo de Dios, en contraste con la maldad de los que no tienen fe. Aquí, como en muchos otros lugares, el hijo de Dios se describe como un árbol trasplantado junto a corrientes de aguas de gracia y de la Palabra de Dios. Da su fruto a su tiempo y su hoja no cae. Ilustra maravillosamente la dependencia absoluta de los hijos de Dios en la Palabra y el poder sustentador de ese Dios. La pone también en fuerte contraste con la estéril vida del malvado, y su inevitable final sin esperanza y sin herencia.
Hemos esquematizado aquí solo brevemente el desarrollo del contenido del mensaje que Dios presentó a su pueblo en el Antiguo Testamento. Ello basta para demostrar la gran importancia que tiene este antiguo mensaje de Dios para su pueblo de hoy en día. La validez siempre actual de la Palabra de Dios fue elocuentemente expresada por el mismo Jesús cuando le hablaba a su propia generación. En cierta ocasión les replicó a los fariseos: «Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día, y lo vio, y se gozó.… Antes que Abraham fuese, yo soy» (Jn 8:56, 58). Como afirma también el autor de la Epístola a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Heb 13:8). El Cristo eterno hace que la Palabra de Dios sea siempre para el pueblo de Dios algo importante y de sabor contemporáneo.
En los capítulos siguientes, pues, haremos algo más que estudiar la vida de un pueblo antiguo y aprender cosas sobre el mismo. Vamos a estudiar la revelación que hace Dios mismo sobre su verdad y su voluntad con respecto a su pueblo, no solo el pueblo de las épocas antiguas sino el de todos los tiempos. En este estudio tenemos mucho que aprender para nuestros días y para nuestra vida cotidiana.