CUAN GRANDES COSAS HA HECHO DIOS CON NOSOTROS
INTRODUCCIÓN
I. GRANDES COSAS A HECHO DIOS
II. LA MANO DE DIOS CON SU PUEBLO
I. A punto de perecer. «Las olas irrumpían en la barca, de tal manera que ya se estaba llenando» (v. 37). La barca estaba llena de agua, y a punto de hundirse. Había dos causas para ello. Había:
1. LA TEMPESTAD AFUERA. Las circunstancias habían cambiado, y todas las cosas parecían estar contra ellos. El viento de la adversidad proviene de diferentes lugares. Los negocios pueden fallar, puede que un miembro de la familia se haya extraviado, que la enfermedad haya rodeado como una víbora a algún ser amado, que la muerte haya visitado el hogar, y Jesús parece dormido, y no parece haber ninguna ayuda cercana. O quizá se trate de
2. LAS AGUAS ADENTRO que llenan de temor y alarma. Una nave en la mar puede capear la tormenta, pero cuando el mar irrumpe en ella la situación se hace desesperada. Cuando los elementos del pecado y de iniquidad inundan el alma, entonces se pierde toda perspectiva de seguridad. Todos los remos y bombas del esfuerzo humano son impotentes. Deja de luchar y clama al Señor.
II. La gran pregunta. «Maestro, ¿no te importa que estemos pereciendo?» (v. 38). Solo cuando la nave comenzó a llenarse comenzaron ellos a clamar. Es desde luego un momento oportuno para clamar a Dios cuando encontramos que cuanto más intentamos mantenernos a flote tanto más nos hundimos en el mar de iniquidad y fracaso. Hay algo sorprendentemente duro acerca de este clamor: «¿No te importa…?» ¿No le importaba? ¿Era su sueño el de la indiferencia? Su compostura serena hubiera debido reprenderlos acerca de sus temores e incredulidad. Si Él podía permitirse esta tranquilidad, lo mismo ellos. «¿No te importa que estemos pereciendo?» Que su humillación, sufrimiento y muerte en la Cruz sean la respuesta. «Él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7; 2 P. 3:9). «Invócame en el día de la angustia, y Yo te libraré.»
III. La respuesta divina. «Él se levantó, increpó al viento, y dijo al mar: ¡Calla, enmudece!» (v. 39). Cuando Él se levanta para ayudar a los necesitados su ayuda es una ayuda omnipotente. Todos los recursos de los Cielos y de la tierra, de Dios y de la eternidad, se centran en Él (Col. 1:17). Él se levantó de entre los muertos para nuestra justificación.
Jesucristo responde plenamente al clamor de los que están para perecer mediante:
1. SU PALABRA DE REPRENSIÓN. «Increpó al viento» (v. 39). No es –gloria a su Nombre– el clamor de los necesitados lo que recibe su reprensión, sino la causa de la angustia que padecen. Él reprende el poder tempestuoso del pecado que azota sus olas de tristeza y temor en el alma que se hunde. Mediante su resurrección de entre los muertos ha quedado reprendida para cada creyente la tempestad de la justa ira de Dios. Por ello, no hay condenación para los que están en Cristo Jesús. Él nos ha liberado de la ira que ha de venir.
2. SU PALABRA PACIFICADORA. «Y dijo al mar: ¡Calla, enmudece!» (v. 39). Él no solo elimina la causa, sino que también sana el efecto. No solo salva de la ira, sino también del poder del pecado. No solo salva del temor, sino que llena el alma de la paz de Dios. Estos discípulos no podían conseguir esta paz aparte de su Palabra, como tampoco puedes conseguirla tú. La paz que Él les dio fue su paz. Él ha hecho la paz «mediante la sangre de su cruz» (Col. 1:20). «Mi paz os doy» (Jn. 14:27). Cree en Él, y entra en su reposo.
IV. El asombroso efecto. Hubo:
1. UNA OBEDIENCIA INSTANTÁNEA. «El viento cesó» (v. 39). Ellos llamaron, Él habló, y fue hecho. Su Palabra era con poder. ¡Oh, que la divinidad puede estar durmiendo a nuestro lado como las grandes fuerzas de la naturaleza que han sido en estos tiempos despertadas para ayudar al hombre! ¿Sabemos de verdad lo que significa «Dios con nosotros»? El viento y las olas obedecen su voluntad. Él hará caer su venganza sobre «los que no obedecen» (2 Ts. 1:8).
2. UNA GRAN CALMA. La calma de Cristo es siempre tan grande como la tempestad del pecado. Él «cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus olas» (Sal. 107:29). El sacrificio de Cristo tiene un efecto poderosamente apaciguador sobre los juicios de Dios y sobre las agitadas olas de la duda en el alma humana. «Mucha paz tienen los que aman tu ley» (Sal. 119:165). Hay una serenidad que ni las tempestades de la vida ni las olas de la muerte pueden perturbar. Nuestro celestial Jonás fue echado a un mar de pecado y padecimientos, y para nosotros «el mar se aquietó de su furor» (Jon. 1:15). Que su apaciguamiento del mar nos sea paz para nosotros.
3. UN TEMBLOROSO ASOMBRO LLENO DE MARAVILLA. «Ellos se aterraron mucho, y se decían unos a otros: ¿Pues quién es éste?» El temor y la incredulidad de ellos queda reprendido por la manifestación llena de gracia de su cuidado y poder vencedor. «¿Pues quién es éste?» «¿Llegaremos a conocer todo lo que Jesucristo puede ser y hacer por nosotros? Cuando le veamos como Él es en la gloria de su Padre, entonces podremos decir con un sentido aún más profundo: «¿Quién es éste?» (Ap. 1:13–18).
950. EL TERRIBLE ENDEMONIADO
Marcos 5:1–20
Cristo acababa de calmar el mar y había hecho que las furiosas olas quedasen apaciguadas a sus pies. En el otro lado Él se encuentra otra vez cada a cara con un alma perdida atrapada en un huracán de malos espíritus. Esta alma, como la barca de los discípulos, estaba ahora llena, pero Aquel que se cuida de los que están para perecer ha venido a buscar y a salvar. El carácter de un espíritu inmundo sale en las acciones de este hombre, el cual:
I. Moraba entre los sepulcros (v. 3). ¿Qué era lo que lo había llevado allí? Semejante lleva a semejante. Un espíritu inmundo siempre escogerá un lugar inmundo. Nada hay en el hombre que contradiga o resista a esta sucia pasión. El malvado espíritu dentro de Él es su dueño. Él es el impotente instrumento en manos del diablo. «Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 7:20). Nunca salen higos de los espinos.
II. Iba errante por los montes (v. 5). El camino de su andar diario era accidentado. El camino de los transgresores es duro. Los conducidos por el espíritu de inmundicia sufrirán muchos tropezones por los tenebrosos montes del remordimiento y de la desesperanza. En estos caminos acechan las fieras, las bestias carroñeras, y traicioneros hoyos. Oscuridad dentro y fuera, y ninguna mano amistosa ni estrella que dé guía. ¡Oh, alma sin Cristo, éste eres tú! (Ef. 2:12).
III. No podía ser refrenado. «Le habían atado muchas veces», pero Él había roto y destrozado» las cadenas y los grilletes (v. 4). Ahora tenían que confesar que «nadie tenía fuerza para dominarle». ¡Qué ilustración de un hombre poseído por el demonio de la bebida o de la concupiscencia de impureza! Ninguna promesa de temperancia ni ningún freno humano podrán jamás dominar a un impío hasta el punto de que pueda vivir la vida de un cristiano. Los malvados, egoístas e incrédulos espíritus de las tinieblas deben ser echados fuera. La persuasión moral no tiene mucho efecto sobre un endemoniado. El único remedio es la regeneración (Jn. 3:3). Las cadenas del decoro social son cordeles quemados para los crédulos seguidores del diablo, carentes de todo principio.
IV. Dando gritos y cortándose con piedras (v. 5). Gritando y cortándose a sí mismos es una descripción de los sentimientos y de las acciones de muchos que son siervos del pecado. Cortándose por la noche con las afiladas piedras de la concupiscencia y de la borrachera, y clamando por la mañana por el dolor o remordimiento o postración física. Lo que caracteriza a los endemoniados es que se arrojan sufrimientos sobre sí mismos. Sirven a un duro amo, uno que los empuja cruelmente, con su propio consentimiento, a obrar su propia destrucción.
V. Tenía miedo de Jesús. Gritó «con gran voz»: «¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?» (v. 7). Los poseídos por un demonio inmundo contemplan al santo Hijo de Dios como un enemigo para sus vidas. La luz es resentida porque revela la corrupción adentro. «¿Qué tengo yo que ver contigo?» Precisamente lo que la culpa tiene que ver con la misericordia, o la pobreza abyecta con la infinita suficiencia. Cada uno tiene que ver con Él. El pecado se aferra de tal forma en el espíritu del hombre que le hace temer aun más a Aquel que vino a salvar.
VI. Oró por los demonios. «Y le suplicaba con insistencia que no los enviara fuera de la región» (v. 10). La unidad de intereses entre el hombre y los espíritus inmundos es terriblemente real. Cuando los impíos se justifican a sí mismos están en realidad abogando por la causa de Satanás. Si no hay separación de intereses ahora no habrá separación de castigos en el más allá (Mt. 25:41). Un hombre está justificando al diablo cuando intenta buscar la seguridad en su pecado en lugar de aparte de Él, cuando busca paz sin perdón.
VII. Sentado a los pies de Jesús (v. 15). ¡Qué cambio ahora! ¡Qué misericordia que Jesús sepa cuán absolutamente impotente es un alma poseída por un demonio, y que Él puede librar y está dispuesto a hacerlo, incluso cuando no hay nada más que temor y alarma ante su Nombre. El hombre estaba
1. SENTADO. El pobre endemoniado que iba errante «de noche y de día… por los montes» ha hallado ahora un lugar de reposo a los pies de Jesús. Nadie podía atarlo ni dominarlo, pero la gracia de Dios fue suficiente para Él. Respira libremente ahora, habiendo sido liberado «del reino de Satanás y trasladado al reino del amado Hijo de Dios» (cf. Col. 1:13).
2. VESTIDO. Lucas dice que «no iba vestido de ropa alguna». Los siervos de Satanás son todos unos locos desnudos a los ojos de Dios. El Pródigo retornado recibe un nuevo vestido, la justicia de Dios que es para todos y sobre todos los que creen.
3. EN SU SANO JUICIO. Es una evidencia de locura cuando alguien prefiere los sepulcros de los muertos a la comunión de los vivos. Nadie está en su sano juicio si no tiene la mente de Cristo.
VIII. Dio testimonio de Jesús. «Comenzó a proclamar… cuanto había hecho Jesús por Él» (v. 20). Estaba ahora movido por un nuevo espíritu, la evidencia de ser una nueva criatura. El testimonio es el resultado natural del gozo de la salvación (Sal. 51:12, 13; Is. 38:9–19; Jn. 1:40–42).