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Las Escrituras son indispensables para llegar a Dios y para crecer en la fe (1 P. 1:23–2:2), y además son el antídoto a la maldad de los hombres y a sus herejías
Salmo 19.7
7 La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma;
El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo.
A. M. Chirgwin en La Biblia en el Evangelismo Mundial cuenta la historia de una enfermera del pabellón de los niños en un hospital de Inglaterra. Hacía tiempo que encontraba la vida, como ella misma decía, inútil y sin sentido. Había leído muchos libros y estudiado muchas filosofías tratando de encontrar satisfacción. Nunca había probado la Biblia, porque una amiga la había convencido con argumentos sutiles de que la razón no podía estar en ella. Cierto día llegó un visitante a la sala y dejó algunos evangelios. Convenció a la enfermera para que leyera un ejemplar de San Juan. «Brillaba y relucía con la verdad —dijo—, y todo mi ser respondió a ella. Las palabras que acabaron por decidirme fueron las de Juan 18:37: “Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad oye Mi voz”. Así es que escuché esa voz, y oí la verdad, y encontré a mi Salvador.»
Solamente en el Nuevo Testamento tenemos una descripción de Jesús, un relato de Su vida y una exposición de su enseñanza. Por esa misma razón es indiscutible que, sea lo que sea lo que se pueda discutir acerca del resto de la Biblia, es imposible para la Iglesia el pasarse sin los Evangelios. Es absolutamente cierto —como hemos dicho a menudo—que el Cristianismo no está fundado sobre un libro impreso sino sobre una Persona viva. El hecho sigue en pie de que el único lugar en todo el mundo en el que obtenemos un informe de primera mano acerca de esa Persona y de Su enseñanza es el Nuevo Testamento. Por eso la Iglesia que no tiene un estudio bíblico es una Iglesia en la que falta un elemento esencial.
No se quiere decir que las Escrituras valgan para sacar faltas; lo que sí se quiere decir es que son valiosas para convencer a una persona de que está en el error e indicarle el camino correcto. A.M. Chirgwin tiene una historia tras otra sobre cómo las Escrituras llegaron por casualidad a manos de personas y cambiaron sus vidas.
Una noche oscura en un bosque de Sicilia un bandolero detuvo a un colportor a punta de revólver. Le ordenó que encendiera una hoguera y quemara sus libros. Encendió el fuego y entonces preguntó si podía leer un poco de cada libro antes de arrojarlo a las llamas. Leyó el Salmo 23 para empezar; luego, de otro libro, la parábola del Buen Samaritano; de otro, el Sermón del Monte; de otro, 1 Corintios 13. Al final de cada lectura, el bandolero decía: «Ése es un buen libro; no lo quemaremos; dámelo». Por último, no se quemó ni un solo libro; el bandolero dejó al colportor y se internó en la oscuridad con los libros. Años más tarde apareció otra vez en escena aquel mismo bandolero, pero ya no era el mismo. Esta vez era un pastor cristiano, y era a aquella lectura de los libros a lo que atribuía su cambio.
Está fuera de toda duda que las Escrituras pueden convencer a una persona de su error y del poder de Cristo.
(iv) Las Escrituras son útiles para la corrección. El verdadero significado de esto es que todas las teorías, todas las teologías, todas las éticas, han de ponerse a prueba en la piedra de toque de la Biblia. Si contradicen la enseñanza de la Biblia, hay que rechazarlas. Tenemos la obligación de usar la mente y aun de lanzarla a la aventura; pero la prueba siempre debe ser el estar de acuerdo con la enseñanza de Jesucristo como nos la presentan las Escrituras.
v) Pablo hace una última observación. El estudio de las Escrituras entrena a la persona en integridad hasta equiparla para toda obra buena. Aquí tenemos la conclusión esencial. No se deben estudiar nunca las Escrituras con un fin egoísta, simplemente para hacer bien al alma de cada uno. Una conversión que no hace pensar nada más que en el hecho de que uno es salvo, no es una verdadera conversión. El cristiano debe estudiar las Escrituras para hacerse útil a Dios y a sus semejantes. Nadie es salvo a menos que esté apasionadamente entregado a salvar a otros.