Los Discipulos vuelven a reunirse con Jesus
Introduccion
En este pasaje vemos, en segundo lugar, cuán absorbente es la influencia de la gracia cuando entra por primera vez en el corazón de un creyente. Se nos dice que, después de que nuestro Señor dijera a la samaritana que era el Mesías, “la mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Había salido de su casa con el propósito de ir por agua. Había llevado una voluminosa vasija al pozo con la intención de regresar con ella llena. Pero en el pozo encontró un nuevo corazón y nuevos objetos de interés. Se convirtió en una nueva criatura. Las cosas viejas pasaron: todas fueron hechas nuevas. Al momento, todo lo demás quedó olvidado: no podía pensar más que en las verdades que había oído y en el Salvador que había encontrado. Con el corazón desbordado, “dejó su cántaro” y se apresuró a mostrar sus sentimientos a los demás.
Vemos aquí el poder de expulsión que tiene la gracia del Espíritu Santo. Una vez que se introduce la gracia en el corazón, echa fuera los viejos gustos e intereses. Un converso ya no se preocupa por lo que solía preocuparse. La casa tiene un nuevo inquilino: hay un nuevo piloto al timón. El mundo entero parece distinto. Todas las cosas han sido hechas nuevas. Así ocurrió con Mateo el publicano: en el momento en que recibió la gracia en su corazón abandonó el banco de los tributos públicos (cf. Mateo 9:9). Así fue en los casos de Pedro, Santiago, Juan y Andrés: en cuanto se convirtieron dejaron atrás sus redes y barcas de pesca (cf. Marcos 1:19). Así fue en el caso de Saulo el fariseo: en cuanto se convirtió renunció a sus brillantes perspectivas como judío a fin de predicar la fe que en un tiempo había despreciado (cf. Hechos 9:20). La conducta de la mujer samaritana fue exactamente del mismo tipo: en ese momento la salvación que había encontrado ocupó toda su mente. No podemos saber si llegó a regresar para recoger su cántaro. Pero bajo las primeras impresiones de la nueva vida espiritual, se marchó y “dejó su cántaro” atrás.
En este pasaje vemos, por último, cuán celosa de hacer el bien a otros es una persona que se ha convertido verdaderamente. Se nos dice que la mujer samaritana “fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?”. En el día de su conversión se convirtió en misionera. Sintió de manera tan profunda el asombroso beneficio que había recibido de Cristo que no podía mantenerse callada con respecto a Él. Así como Andrés habló de Jesús a su hermano Pedro, Felipe dijo a Natanael que había encontrado al Mesías y Saulo predicó de inmediato a Cristo al convertirse, de la misma forma, la mujer samaritana dijo: “Venid, ved” a Cristo. No utilizó argumentos abstrusos: no intentó razonar profundamente acerca de la afirmación de Jesús de que era el Mesías. Solamente dijo: “Venid, ved”. De la abundancia de su corazón habló su boca.
Es sorprendente comprobar cómo una gran tarea puede elevar a una persona por encima y más allá de las necesidades corporales.
El gran luchador por la libertad de los esclavos, Wilberforce, fue durante toda la vida un tipo pequeño, insignificante y enfermizo. En la Cámara de los Comunes, sus señorías casi siempre sonreían al descubrir apenas cuando se ponía en pie para hablar; pero cuando empezaban a salir raudales de fuego y de poder de aquella figurilla, el lugar estaba abarrotado y en suspense. Como decían, «el alevín se volvía una ballena». Su mensaje, su misión, la llama de la verdad y la dinámica del poder conquistaban su debilidad física.
Hay un cuadro de John Knox predicando en su ancianidad. Era un hombre acabado físicamente; tan débil, que tenían que subirle casi en vilo por los peldaños del púlpito, y dejarle apoyándose en el atril. Pero, poco después de empezar a predicar, su voz ya había recuperado su antigua potencia de trompeta, y parecía como si fuera a reducir el púlpito a astillas de los puñetazos que le daba, y salirse de un salto de él. El mensaje infundía en el hombre una especie de fuerza sobrenatural.
35 »Después de sembrar el trigo, ustedes dicen: “Dentro de cuatro meses recogeremos la cosecha.” Fíjense bien: toda esa gente que viene es como un campo de trigo que ya está listo para la cosecha. 36 Dios premiará a los que trabajan recogiendo toda esta cosecha de gente, pues todos tendrán vida eterna. Así, el que sembró el campo y los que recojan la cosecha se alegrarán juntos. 37 Es cierto lo que dice el refrán: “Uno es el que siembra, y otro el que cosecha.” 38 Yo los envío a cosechar lo que a ustedes no les costó ningún trabajo sembrar. Otros invitaron a toda esta gente a venir, y ustedes se han beneficiado del trabajo de ellos.»