y ahora que sigue?
y ahora que sigue?
Se le da al vidente una vara de medir que es como un bastón. La palabra para vara de medir es literalmente caña. Había ciertas plantas con tallos como los del bambú de hasta dos o tres metros de altura, que eran los que se usaban para medir. La palabra vara representaba la unidad de longitud entre los judíos, como era también corriente en España, y equivalía a seis codos. El codo era originalmente el espacio que va desde el codo hasta la punta del dedo corazón, que equivalía a su vez a diecisiete o dieciocho pulgadas; así es que la vara eran unos tres metros.
La escena de la medición es frecuente en las visiones de los profetas. La encontramos en Ezequiel 40:3, 6; Zacarías 2:1, y Amós 7:7–9; no cabe duda que Juan tendría en mente esas visiones del pasado.
Encontramos que la idea de la medición se usa de más de una manera. Se usa como una preparación para edificar o para restaurar, y también para destruir. Pero aquí el sentido es para preservar. La medición es como el sellado que se describe en 7:2s; el sellado y la medición son ambos para la protección de los fieles de Dios en los terrores demoníacos que han de descender sobre la Tierra.
El vidente tiene que medir el Templo, pero tiene que omitir en su medición el Atrio exterior, que se les ha entregado a los gentiles. El Templo de Jerusalén estaba dividido en cuatro atrios concéntricos, que convergían, por así decirlo, en el Lugar Santísimo. Estaba el Atrio de los Gentiles, donde podían entrar los no judíos pero más allá del cual no podían pasar bajo pena de muerte. Entre él y el atrio siguiente había una balaustrada en la que se encontraban lápidas que advertían a los gentiles que el pasar más adentro suponía hacerse reos de la pena capital. El siguiente era el Atrio de las Mujeres, y éstas no podían pasar más adelante. Luego estaba el Atrio de los Israelitas, más allá del cual no podían entrar los laicos. Por último estaba el Atrio de los Sacerdotes, donde estaban el altar de los holocaustos, de bronce, el altar del incienso, de oro, y el Lugar Santísimo; y a este atrio solo podían entrar los sacerdotes.
El vidente había de medir el Templo; pero la fecha del Apocalipsis, como ya hemos visto, es alrededor del año 90 d.C., y el Templo dejó de existir el año 70 d.C. ¿Cómo se podía medir el Templo?
La solución está en esto: es casi seguro que Juan está siguiendo una descripción que se conocía de antes. Seguramente este pasaje se habló o escribió originalmente el año 70 d.C., durante el último asedio de Jerusalén. Durante ese asedio, la denominación judía que no estaba dispuesta a admitir la derrota era la de los celotas, que preferían morir todos a una, como acabaron por hacer de hecho. Cuando los romanos abrieron brechas en los muros de la ciudad, los celotas se concentraron en el Templo para presentar allí una resistencia desesperada. Es casi seguro que algunos de sus profetas dijeron: «¡No temáis! Los invasores puede que lleguen al Atrio de los Gentiles y lo profanen, pero no entrarán jamás en el interior del Templo. ¡Dios no lo permitirá!». Esa confianza resultó fallida; los celotas perecieron, y el Templo fue destruido; pero originalmente la medida de los atrios interiores y el abandono del atrio exterior representó la esperanza celota en aquellos últimos días terribles.
Juan toma esta figura, y la espiritualiza totalmente. Cuando habla del Templo, no está pensando en los edificios sagrados de los judíos, que habían sido demolidos hacía por lo menos veinte años. Para él el Templo es la Iglesia Cristiana, el Pueblo de Dios. Encontramos esta figura repetidamente en el Nuevo Testamento. Los cristianos somos piedras vivas, edificados en una casa espiritual (1 Pedro 2:5). La Iglesia está fundada sobre los apóstoles y los profetas; Jesús es la piedra angular; toda la Iglesia va creciendo para ser un Templo santo en el Señor (Efesios 2:20s). «¿Es que no sabéis —dice Pablo— que sois el Templo de Dios?» (1 Corintios 3:16; cp. 2 Corintios 6:16).
Medir el Templo es lo mismo que sellar al pueblo de Dios para eximirlos del terrible tiempo de la prueba; pero el resto están condenados a la destrucción.
Se le da al vidente una vara de medir que es como un bastón. La palabra para vara de medir es literalmente caña. Había ciertas plantas con tallos como los del bambú de hasta dos o tres metros de altura, que eran los que se usaban para medir. La palabra vara representaba la unidad de longitud entre los judíos, como era también corriente en España, y equivalía a seis codos. El codo era originalmente el espacio que va desde el codo hasta la punta del dedo corazón, que equivalía a su vez a diecisiete o dieciocho pulgadas; así es que la vara eran unos tres metros.
La escena de la medición es frecuente en las visiones de los profetas. La encontramos en Ezequiel 40:3, 6; Zacarías 2:1, y Amós 7:7–9; no cabe duda que Juan tendría en mente esas visiones del pasado.
Encontramos que la idea de la medición se usa de más de una manera. Se usa como una preparación para edificar o para restaurar, y también para destruir. Pero aquí el sentido es para preservar. La medición es como el sellado que se describe en 7:2s; el sellado y la medición son ambos para la protección de los fieles de Dios en los terrores demoníacos que han de descender sobre la Tierra.
El vidente tiene que medir el Templo, pero tiene que omitir en su medición el Atrio exterior, que se les ha entregado a los gentiles. El Templo de Jerusalén estaba dividido en cuatro atrios concéntricos, que convergían, por así decirlo, en el Lugar Santísimo. Estaba el Atrio de los Gentiles, donde podían entrar los no judíos pero más allá del cual no podían pasar bajo pena de muerte. Entre él y el atrio siguiente había una balaustrada en la que se encontraban lápidas que advertían a los gentiles que el pasar más adentro suponía hacerse reos de la pena capital. El siguiente era el Atrio de las Mujeres, y éstas no podían pasar más adelante. Luego estaba el Atrio de los Israelitas, más allá del cual no podían entrar los laicos. Por último estaba el Atrio de los Sacerdotes, donde estaban el altar de los holocaustos, de bronce, el altar del incienso, de oro, y el Lugar Santísimo; y a este atrio solo podían entrar los sacerdotes.
El vidente había de medir el Templo; pero la fecha del Apocalipsis, como ya hemos visto, es alrededor del año 90 d.C., y el Templo dejó de existir el año 70 d.C. ¿Cómo se podía medir el Templo?
La solución está en esto: es casi seguro que Juan está siguiendo una descripción que se conocía de antes. Seguramente este pasaje se habló o escribió originalmente el año 70 d.C., durante el último asedio de Jerusalén. Durante ese asedio, la denominación judía que no estaba dispuesta a admitir la derrota era la de los celotas, que preferían morir todos a una, como acabaron por hacer de hecho. Cuando los romanos abrieron brechas en los muros de la ciudad, los celotas se concentraron en el Templo para presentar allí una resistencia desesperada. Es casi seguro que algunos de sus profetas dijeron: «¡No temáis! Los invasores puede que lleguen al Atrio de los Gentiles y lo profanen, pero no entrarán jamás en el interior del Templo. ¡Dios no lo permitirá!». Esa confianza resultó fallida; los celotas perecieron, y el Templo fue destruido; pero originalmente la medida de los atrios interiores y el abandono del atrio exterior representó la esperanza celota en aquellos últimos días terribles.
Juan toma esta figura, y la espiritualiza totalmente. Cuando habla del Templo, no está pensando en los edificios sagrados de los judíos, que habían sido demolidos hacía por lo menos veinte años. Para él el Templo es la Iglesia Cristiana, el Pueblo de Dios. Encontramos esta figura repetidamente en el Nuevo Testamento. Los cristianos somos piedras vivas, edificados en una casa espiritual (1 Pedro 2:5). La Iglesia está fundada sobre los apóstoles y los profetas; Jesús es la piedra angular; toda la Iglesia va creciendo para ser un Templo santo en el Señor (Efesios 2:20s). «¿Es que no sabéis —dice Pablo— que sois el Templo de Dios?» (1 Corintios 3:16; cp. 2 Corintios 6:16).
Medir el Templo es lo mismo que sellar al pueblo de Dios para eximirlos del terrible tiempo de la prueba; pero el resto están condenados a la destrucción.