LA CRUZ DE CRISTO
Introducción
08_La muerte de Jesús nos enseña cómo vivir: una mirada a las siete frases desde la cruz
Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
1 Pedro 2:21
Este sermón se predicó el Domingo de Resurrección y es uno de los pocos sermones de Semana Santa en los que John MacArthur se enfoca más en la crucifixión que en la resurrección. Sin embargo, el mensaje está lleno de esperanza en la resurrección y concluye con una exhortación acerca de la importancia práctica del poder de la resurrección en la vida diaria del creyente.
El mensaje mismo examina las siete frases últimas de Cristo en la cruz. Cada frase tiene una aplicación práctica para nosotros como creyentes. Es una mirada poderosa y conmovedora al mensaje potente que un Cristo casi silente proclamó en la cruz.
Dos días antes a la predicación de este sermón, el Exxon Valdez encalló en la ensenada Prince William de Alaska, derramando casi un cuarto de millón de galones de petróleo en el mar. En el plazo de un año la limpieza total removió todos los indicios visibles del derrame de petróleo. Pero los científicos en la actualidad creen que algunos de los métodos usados en los esfuerzos masivos de limpieza, especialmente la alta presión y los lavados de agua caliente de la línea costera, hicieron un daño ecológico más duradero que el derrame mismo, por la muerte del plancton y otros organismos microbianos que son las bases de la cadena alimenticia del área. Un equipo de científicos que estudiaron la región diecinueve años después dijo que se requería de otra década o más antes de que los hábitats que se afectaron adversamente por los esfuerzos de limpieza regresaran a la normalidad.
Por supuesto que esta historia dominó las agencias de noticias seculares durante la Semana Santa en 1989. Como de costumbre el centro del mensaje de John es intemporal e ignora el alboroto y la histeria que se asocia usualmente a los eventos de actualidad. Sin embargo, al mirar atrás el desastre del Exxon Valdez, casi parece irónico que toda la historia hace una ilustración apropiada de la futilidad de la reforma propia y la necesidad de la gracia divina para la limpieza del pecado.
08_La muerte de Jesús nos enseña cómo vivir: una mirada a las siete frases desde la cruz
Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
1 Pedro 2:21
Este sermón se predicó el Domingo de Resurrección y es uno de los pocos sermones de Semana Santa en los que John MacArthur se enfoca más en la crucifixión que en la resurrección. Sin embargo, el mensaje está lleno de esperanza en la resurrección y concluye con una exhortación acerca de la importancia práctica del poder de la resurrección en la vida diaria del creyente.
El mensaje mismo examina las siete frases últimas de Cristo en la cruz. Cada frase tiene una aplicación práctica para nosotros como creyentes. Es una mirada poderosa y conmovedora al mensaje potente que un Cristo casi silente proclamó en la cruz.
Dos días antes a la predicación de este sermón, el Exxon Valdez encalló en la ensenada Prince William de Alaska, derramando casi un cuarto de millón de galones de petróleo en el mar. En el plazo de un año la limpieza total removió todos los indicios visibles del derrame de petróleo. Pero los científicos en la actualidad creen que algunos de los métodos usados en los esfuerzos masivos de limpieza, especialmente la alta presión y los lavados de agua caliente de la línea costera, hicieron un daño ecológico más duradero que el derrame mismo, por la muerte del plancton y otros organismos microbianos que son las bases de la cadena alimenticia del área. Un equipo de científicos que estudiaron la región diecinueve años después dijo que se requería de otra década o más antes de que los hábitats que se afectaron adversamente por los esfuerzos de limpieza regresaran a la normalidad.
Por supuesto que esta historia dominó las agencias de noticias seculares durante la Semana Santa en 1989. Como de costumbre el centro del mensaje de John es intemporal e ignora el alboroto y la histeria que se asocia usualmente a los eventos de actualidad. Sin embargo, al mirar atrás el desastre del Exxon Valdez, casi parece irónico que toda la historia hace una ilustración apropiada de la futilidad de la reforma propia y la necesidad de la gracia divina para la limpieza del pecado.
BOSQUEJO
— La Primera Frase: Perdonar a otros
— La Segunda Frase: Alcanzar a otros
— La Tercera Frase: Atiende las necesidades de otros
— La Cuarta Frase: Entender la seriedad del pecado
— La Quinta Frase: Depender de otros
— La Sexta Frase: Terminar lo que se comienza
— La Séptima Frase: Encomendarse a Dios
SERMÓN
Quiero atraer su atención a 1 Pedro 2:21 que dice: «Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas».
Muchos comprenden que la vida de Cristo es un ejemplo a seguir para los cristianos. Pero me parece que la mayoría de las personas no asume que la muerte de Cristo es un ejemplo y eso es exactamente lo que Pedro dice que es: Que tanto en la muerte como en el sufrimiento Cristo nos ha dejado un ejemplo a seguir. La Biblia nos dice que Él fue el hombre perfecto, que nació sin pecado, no cometió pecado, santo, inocente, impoluto, y apartado de los pecadores. Él es nuestro ejemplo perfecto en esta vida. Nosotros tenemos que ser santos como Él fue santo, puros como Él lo fue, mansos como Él lo fue, sabios como Él lo fue y humildes como Él lo fue. Cristo fue obediente a Dios y nosotros tenemos que imitar su ejemplo. Nuestro servicio debe ser como el suyo y nuestra actitud hacia el mundo debe reflejar su actitud hacia el mundo. Nosotros comprendemos que la vida de Cristo fue ejemplar. Pocas personas lo discutirían.
Sin embargo el tema ante nosotros en 1 Pedro 2:21 es que Cristo es nuestro ejemplo, no sólo en la manera en que vivió, sino también en su muerte. Con frecuencia aprendemos más del carácter de una persona por cómo muere que por cómo vivió.
La revelación más cierta de nosotros mismos generalmente viene durante las pruebas más profundas. Las pruebas revelan el carácter; la adversidad revela la virtud, o la falta ella. Generalmente mientras mayor es el problema, más pura es la revelación de lo que verdaderamente somos. Me doy cuenta de que no siento que conozco a una persona verdaderamente si sólo, lo o la he conocido durante los buenos tiempos. Los tiempos difíciles son los que revelan el carácter. Por tanto, también es real que la revelación más pura y más cierta del carácter de Jesucristo la encontramos en los momentos de sus pruebas más grandes. Nosotros vemos que Jesús —en sus momentos de agonía— fue tan perfecto como lo fue durante su vida. Su muerte sólo confirma el carácter perfecto que manifestó durante su vida.
En su muerte Jesucristo nos enseña cómo vivir. Con frecuencia vemos sus momentos de agonía y nos damos cuenta que su muerte ilustra la seriedad de pecado y la necesidad de un Salvador para pagar el precio por nuestra iniquidad. Reconocemos que por su muerte sustitutiva Él murió en nuestro lugar. Pero Pedro dice que aún hay más que eso sobre la cruz. Cristo no sólo murió por nosotros sino también como un ejemplo para nosotros. Él murió para enseñarnos cómo vivir.
Entonces, ¿cómo vamos a conocer algo sobre Él en su muerte? ¿Cómo se revela su carácter? Su carácter no se pudo revelar por lo que hizo. Él estaba clavado en una cruz e impedido para hacer algo. No se nos pudo revelar por medio de algo que piensa porque nosotros no podemos leer sus pensamientos. El carácter de Cristo se reveló en su muerte por lo que Él dijo. Desde sus primeros años la iglesia ha celebrado la muerte y la resurrección de Cristo recordando sus siete frases últimas en la cruz. De sus palabras en la muerte devienen principios para la vida.
La Primera Frase: Perdonar a otros
En Lucas 23:34 Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Cristo murió perdonando a los que pecaron contra Él. Ese es un principio por el cual vivir. En su muerte Cristo reveló su corazón compasivo, aun después de una vida de experimentar los peores tratos humanos. Cristo creó el mundo y vino a él, pero el mundo no se lo agradeció. Los ojos cegados por el pecado no lo quisieron, ni vieron belleza alguna en Él. Su nacimiento en un establo anunció el trato que recibiría de la humanidad a través de su vida. Poco después de su nacimiento, el rey Herodes trató de matarlo, lo que fue sólo el inicio de la hostilidad de los hombres hacia Él durante toda su vida. Una y otra vez sus enemigos buscaron su destrucción. Su traición vil alcanzó su clímax en la cruz. El Hijo de Dios se ha entregado a sí mismo en sus manos y ellos están en camino a ejecutarlo.
El perdón de Cristo a sus asesinos vino después del juicio falso de acusaciones inventadas. El juez admitió que no encontró falta en Él, sin embargo lo utilizó para aplacar a la multitud que clamaba. Como ninguna muerte ordinaria iba a satisfacer a los adversarios implacables de Cristo, ellos se aseguraron que padeciera la más dolorosa, intensa y vergonzosa muerte imaginable, la de morir colgado de una cruz.
Su perdón vino como si Él hubiera colgado en la cruz (desde una perspectiva humana) a la víctima del odio, la animosidad, la amargura, la venganza, y la maldad vil de hombres y demonios. Desde un punto de vista humano, nosotros naturalmente lo imaginamos clamando a Dios por piedad o sacudiendo sus manos en la cara de Dios por su ejecución injusta. De haber escrito nosotros la historia, lo habríamos mostrado a Él vociferando maldiciones y amenazas de venganza hacia sus asesinos. Pero el Hijo de Dios no hizo nada de esto.
Lo primero que Él dice es una oración, una oración a Dios para que perdone a aquellos que le estaban quitando la vida, y subyacente en su oración de perdón, hay una comprensión de la miseria del corazón humano: «porque no saben lo que hacen» (v. 34). Jesús comprendió el pecado del hombre y la ceguera del corazón humano. Él estaba consciente desafortunadamente de la ignorancia de la depravación. Él sabía que sus asesinos no comprendieron ni la identidad de su víctima ni la inmensidad de su crimen. Ellos no sabían que estaban matando al Príncipe de la vida, a su Creador. Ellos no supieron que estaban asesinando al Mesías.
Los asesinos de Cristo necesitaron el perdón. La única manera de poder llevarlos a la presencia del Dios santo y experimentar por siempre el gozo que Dios ofrece a aquel que está en comunión con Él era si se perdonaban sus pecados. Cristo oró por la necesidad más profunda de quienes lo mataron. Él estuvo más preocupado por perdonar a sus asesinos malvados que por buscar venganza. Ese es el corazón magnánimo de Cristo. Esa es la revelación más real de un corazón puro, porque un corazón puro no busca la venganza. Mientras «le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 P. 2:23).
El perdón es la necesidad más grande que tiene el hombre. Es la única manera de que podamos entrar en comunión con Dios y evitar el infierno; por esto Jesús oró por el perdón. Necesitamos reconocer que apartados de Cristo somos pecadores, indignos de la presencia del Dios santo. Ideales nobles, resoluciones buenas y reglas excelentes por las cuales vivir son inútiles si no se trata con el pecado. Mientras hay pecado entre usted y Dios no tiene ninguna utilidad el intentar desarrollar un carácter hermoso e inspirarse para hacer esto que luego se topará con la aprobación de Dios. Esto sería como ajustarle los zapatos a un paralítico o comprarle espejuelos a un ciego.
La cuestión del perdón de pecados es la cuestión fundamental entre todo lo demás. No importa si yo soy altamente respetado en el círculo de mis amigos si aún estoy en mi pecado. No importa que haya alcanzado un cierto nivel de bondad humana si estoy aún en mi pecado. Jesús comprendió la necesidad profunda del hombre. Él comprendió que la única manera de que el hombre pudiera escapar finalmente del infierno y conocer la bendición era si sus pecados se perdonaban. A Jesús no le importó que el pecado que buscaba perdonar era el pecado de matarlo a Él.
Los cristianos deben estar más ocupados con Dios perdonando a aquellos que pecan contra ellos que ocupados con venganzas. Esteban mientras era apedreado de muerte por predicar de Cristo, oró: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch. 7:60). Él siguió el ejemplo del propio Señor. Así, debemos hacerlo nosotros.
La Segunda Frase: Alcanzar a otros
En Lucas 23:43 Jesús dice: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso». Junto a Cristo crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. En respuesta al pedido del ladrón —«Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc. 23:42)—, Jesús dice: «hoy estarás conmigo en el paraíso». Nuestro Señor murió brindando la verdad de la vida eternal a un alma condenada.
Es difícil imaginar cómo Jesús, colgando de una cruz, sintiendo el odio venenoso de sus perseguidores y cargando el castigo de todos los creerían a través de los tiempos, pudo al mismo tiempo preocuparse inmediatamente por la salvación de un pecador. Pero lo hizo. Cristo nunca estuvo muy ocupado como para no interesarse en guiar a alguien a la salvación. Su compromiso de vida fue traer a los hombres y a las mujeres a Dios.
La conversión de aquel ladrón es tanto notable como dramática. En aquel momento, ¿qué pudo ser tan convincente acerca de Jesús? No había todavía alguna señal externa de que Él era el Cristo de Dios, Salvador del mundo, el Mesías y el Rey venidero. Desde el punto de vista humano, Él no fue sino una víctima. Él estaba muriendo porque había sido totalmente rechazado. En el momento de la conversión del ladrón nadie estaba diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). No había nadie que afirmara que Jesús era el Hijo de Dios, hasta sus amigos lo habían abandonado. Él estaba débil, en desgracia y en una posición de vergüenza extrema. Su crucifixión sería considerada totalmente inconsecuente con algo relacionado al Mesías. Su condición humilde es un tropiezo para los judíos desde el inicio mismo, y las circunstancias de su muerte sólo pueden intensificarlo. En realidad, el ladrón le habla a Cristo y Cristo a él, antes de algunos de los fenómenos sobrenaturales que ocurren que podían haberlo convencido de que esto era obra de Dios. La tierra todavía no había temblado (Mt. 27:51), las tinieblas todavía no habían llegado (Mr. 15:33), los sepulcros todavía no se habían abierto (Mt. 27:52) y el centurión todavía no había dicho: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt. 27:54).
En las circunstancias más desfavorables y poco convincentes que se pueden imaginar, el ladrón estaba convencido de que Jesucristo era el Salvador. Aunque al inicio se unió a su compañero en sus burlas a Cristo (Mt. 27:38, 44) obviamente él tuvo un cambio de corazón y reprendió al otro ladrón cuando afirmó la pureza de Cristo (Lc. 23:40–41). Al pedirle a Cristo que se acordara de él, estaba rogando por el perdón. Por tanto él comprendió la pureza de Cristo y su identidad como Salvador. Su petición de que Jesús lo recordara cuando viniera en su reino muestra que el ladrón afirmó la resurrección de Cristo y su segunda venida. Él supo que la muerte no era el final. La petición también indica que él comprendió la soberanía de Cristo, todo ello reconocido bajo las más improbables circunstancias.
¿Cómo fue posible para el ladrón venir a Cristo bajo aquellas condiciones? Quizá no haya una ilustración más clara de que la salvación no es una obra del hombre, sino una obra soberana de Dios. Dios, no las circunstancias, impactó el corazón del ladrón para convencerlo de la verdad acerca de Jesucristo. Con frecuencia, cristianos profesos tratan de explicar la salvación a partir de la habilidad de la influencia humana y el medio, o apuntan a las circunstancias favorables antes que atribuir la salvación a la inigualable gracia de Dios. Algunos piensan que la salvación ocurre porque el predicador habló bien o como resultado directo de la oración. Pero aunque indirectamente la salvación puede resultar de estos factores, la salvación es el resultado directo de la gracia intercesora de Dios.
Cuando Dios destrozó las tinieblas del corazón de aquel ladrón, él creyó. No obstante fue a través de Cristo quien fue sensible a que Dios lo usara para traer un alma maldita a la salvación.
El deseo de Cristo por la salvación de los pecadores fue constante. Él «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc. 19:10). Pablo escribió que: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Ti. 1:15). Él cumplió esto aún mientras moría en la cruz. Él es nuestro ejemplo para alcanzar a otros con la verdad del evangelio. Él murió perdonando a aquellos que pecaron contra Él y murió brindando la verdad de la vida eterna a un alma maldita. Eso es cómo vivir.
La Tercera Frase: Atiende las necesidades de otros
En Juan 19:26–27 dice: «Mujer, he ahí tu hijo… [Hijo] He ahí tu madre». Jesús murió manifestando amor desinteresado. Parado al pie de su cruz se mantuvo un grupo de cinco personas muy diferente de la multitud que se burlaba. Junto al apóstol Juan estaba María la madre del Señor, quien estaba experimentando toda la furia de la profecía dada muchos años antes por Simeón de que su alma sería traspasada por causa de Jesús (Lc. 2:34–35). Atada por amor a la cruz de su hijo, ella permaneció sufriendo en silencio impotente. A su lado estuvo Salomé; posiblemente su hermana, la madre de Santiago y Juan, también estuvo María la mujer de Cleofás y María Magdalena de quien Jesús echó fuera demonios (Mr. 15:40; Lc. 8:2–3; Jn. 19:25). Parece apropiado que el nombre María signifique en hebreo «amargura».
Los romanos crucificaban a las personas cerca del suelo, por tanto es razonable pensar que Juan y las mujeres pudieron haberlo tocado, quizá lo hicieron. Ellos tuvieron la posibilidad de estar lo bastante cerca para escucharlo hablar suavemente. Cuando Jesús dijo: «Mujer, he ahí tu hijo». Él no la llamó madre porque esa función había terminado. De igual manera, cuando Él comenzó su ministerio la identificó como «mujer» (en las bodas de Caná; Jn. 2:4). En la cruz ella estaba recordando nuevamente que ella necesitaba concebir a Jesús, no como su hijo sino como su Salvador. No obstante su intención no fue llamar la atención hacia Él mismo, sino entregar a su madre al cuidado de Juan y a Juan al cuidado de su madre.
Mientras Cristo moría, su madre estaba en su corazón. Fuera de la multitud al pie de la cruz, la madre de Jesús era quizá la más necesitada de todos. Probablemente José había muerto por aquel entonces o Jesús no habría tenido que hacer tal encomienda. Además el no podía encomendarla a sus medio-hermanos ya que ellos no creían en Él (Jn. 7:5). Él no habría entregado el cuidado de su madre amada en las manos de sus familiares incrédulos.
Una vez más vemos el amor desinteresado de Cristo. En la cruz Él experimentó el peso del pecado del mundo, la agonía de la cruz y la ira del Dios Todopoderoso. Un dolor interno mucho mayor que su dolor externo y aún en medio de su dolor, mostró compasión. Sus pensamientos se dirigieron a alguien más, una demostración de la pureza de su carácter. Así es cómo debemos vivir: Nunca tan agobiados con nuestro propio dolor que perdamos de vista las necesidades de otros (cf. Fil. 2:4).
La Cuarta Frase: Entender la seriedad del pecado
En Mateo 27:46 encontramos la frase más patética: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Jesús murió comprendiendo la seriedad del pecado. Él murió resintiendo sus implicaciones. El pecado separa de Dios. El «abandono» es una de las palabras más dolorosas que una persona puede utilizar para describirse a sí misma, sola y desolada. Jesús sintió el abandono. Su clamor significa: «Dios mío, Dios mío, con quien he tenido comunión eterna y continua, ¿por qué me has abandonado?» En contraste con esa historia de intimidad eternal, el abandono que Cristo sufrió tiene un significado profundo. Se vio al pecado hacer lo que ninguna otra cosa en el universo pudo hacer. Los hombres no pudieron separar al Padre del Hijo; los demonios no pudieron; Satanás tampoco. Pero el pecado le causó al Hijo sufrir la realidad más devastadora en el universo: La separación de Dios. Él quien era en el Padre y el Padre en Él, Él quien era uno con el Padre y el Padre uno con Él, Él que había gozado eternamente la comunión ininterrumpida y perfecta dentro de la Trinidad siente ahora el abandono de Dios. ¿Por qué? Esta cargando el pecado y el pecado separa.
Dios es muy santo para mirar el pecado (Hab. 1:13). Como resultado el pecado separa al hombre de Dios. Cuando Cristo soportó nuestro pecado en la cruz, Él alcanzó el clímax de su sufrimiento. Los soldados se burlaron de Él, machacaron una corona de espinas en su cabeza, lo azotaron, lo golpearon, le escupieron su cara y arrancaron los pelos de su barba. Aún sufriendo dolores más allá de lo que se puede describir —sus manos y sus pies fueron perforados—, Él soportó la cruz y su vergüenza en silencio. Aunque fue vituperado por la multitud vulgar y sufrió los insultos de aquellos que estaban crucificados a su lado, Él no replicó. Pero cuando Dios lo abandonó, experimentó un dolor aún más allá de todo esto y clamó en agonía.
Ninguna lucha terrenal, experiencia dura o problema puede acercarse a la angustia que nuestro propio pecado puede causarnos porque nos separará de Dios. Al igual que Cristo, los creyentes deben estar profundamente angustiados por la separación que causa el pecado. Jesús experimentó personalmente el dolor ardiente que el pecado trae consigo porque lo separó a Él del Padre. Debemos entender las implicaciones de nuestro pecado, que nos llevan lejos de Dios.
La Quinta Frase: Depender de otros
En Juan 19:28 Jesús dice: «Tengo sed». Cristo experimentó las condiciones de la verdadera humanidad. Con su expresión no quiso decir que tuviera sed de Dios, sino que tenía sed de algo que beber. Necesitaba beber algo y no podía obtenerlo por Él mismo. Jesús dependió de otros y nosotros necesitamos hacer lo mismo.
Como Cristo está familiarizado con la necesidad humana, Él es un sumo sacerdote compasivo (He. 2:17–18). El Nuevo Testamento afirma que Cristo fue completamente hombre: hubo momentos en los que Él estuvo desanimado. Momentos en los que tuvo hambre. En los que tuvo sueño. Momentos en los que se sintió alegre. Momentos en los que estuvo afligido. Momentos en los que se quejó. Sintió todas las emociones de la vida humana. Cuando tuvo hambre necesitó alimento, cuando tuvo sueño necesitó un lugar para acostarse, cuando tuvo sed necesitó algo que beber y dependió de otros para satisfacer sus necesidades. En ocasiones Marta y María atendieron esas necesidades, a veces su madre. Como Jesús nosotros debemos estar dispuestos a mostrar nuestra debilidad humana y aprender a vivir de manera dependiente.
La Sexta Frase: Terminar lo que se comienza
En Juan 19:30 Jesús dice: «Consumado es» (gr. tetelestai). Este es un pronunciamiento de triunfo. El principio aquí es que Cristo murió concluyendo la obra que Dios le encomendó.
Una cosa es llagar al final de tu vida y otra es concluirla. Decir que tu vida llegó a su fin puede significar algo muy diferente de decir que tu trabajo terminó. Yo veo ese principio que opera durante el Maratón de Los Ángeles: todos arrancan y todos se detienen, pero no todos concluyen la carrera.
Para muchas personas la vida llega a su fin pero su trabajo no está concluido. Cuando Jesús dijo: «Consumado es». Él quiso decir que había terminado su obra de redención. Él vino a este mundo para «por el sacrificio de sí mismo… quitar de en medio el pecado» (He. 9:26) y eso exactamente hizo. Él cargó nuestros pecados en su propio cuerpo y dio a Satanás un golpe en la cabeza (Gn. 3:15). Así como Cristo concluyó perfectamente lo que Dios le encargó hacer, debemos hacerlo nosotros. Nosotros debemos estar más preocupados por el trabajo que Dios nos ha llamado a hacer que con el dolor que este conlleve. Jesús soportó el dolor porque pudo ver el resultado (He. 12:2). Este es siempre el precio de hacer la obra de Dios, estar dispuestos a movernos a través del dolor y de la dificultad para hacer la obra.
Pablo siguió fielmente el ejemplo de Jesús. Por consiguiente al final de su vida pudo decir: «he acabado la carrera» (2 Ti. 4:7). No obstante en esa misma expresión él afirmó que no fue fácil: él tuvo que luchar para concluir. Esa es la manera en que tenemos que vivir. No viva su vida sólo hasta que llegue a su fin; viva para terminar el trabajo que Dios le ha mandado a hacer.
La Séptima Frase: Encomendarse a Dios
En Lucas 23:46 Jesús clamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Jesús murió encomendándose Él mismo al cuidado prometido de Dios. Nosotros tenemos que vivir de la misma manera, echando toda nuestra ansiedad sobre Dios porque Él tiene cuidado de nosotros (1 P. 5:7). Eso quiere decir que usted debe poner su vida, su muerte y su destino en sus manos. Eso es lo que se entiende por una vida de fe, una vida de confianza total en Dios.
Dios prometió levantar a Cristo de la tumba (Sal. 16:10). Jesús conocía esa promesa porque con frecuencia afirmó que sufriría y moriría pero se levantaría nuevamente (Mt. 16:21; 26:32; Mr. 9:9, 31; Jn. 2:19). Basado en la promesa de Dios, se encomendó a sí mismo al cuidado de Dios. Esa es la única manera de vivir, encomendar su vida a Dios.
Debemos vivir encomendados totalmente a Dios. Romanos 12:1 dice que debemos presentarnos nosotros mismos a Dios como sacrificios vivos. Esto significa que todo lo que somos es suyo y a Él le confiamos los resultados. En 1 Pedro 2:23 dice que Jesús: «encomendaba la causa al que juzga justamente». Él se dio a sí mismo a Dios sin importar cuán grande fuera el dolor, cuán grande la hostilidad o cuán difícil la tarea. Él sabía que Dios haría lo que fuera correcto, juzgaría justamente y haría lo que había prometido. Él estuvo dispuesto a enfrentar la muerte y el infierno (1 P. 2:3) porque sabía que Dios no le fallaría. Ese es el tipo de confianza plena que debemos tener.
El Señor Jesucristo vivió una vida perfecta y murió en una muerte perfecta. Ambos aspectos son ejemplos supremos para nosotros. Sus últimas palabras resumen los grandes elementos de la vida: debemos perdonar a aquellos que pecan contra nosotros, proclamar la verdad a las almas condenadas que están perdidas sin esta verdad, amar desinteresadamente y mostrar compasión a otros, comprender las implicaciones serias del pecado, reconocer nuestra debilidad y permitir a otros atender nuestras necesidades, terminar la obra que Cristo nos entrega para hacer y descansar confiados en las manos de un Dios dedicado cuyas promesas son seguras.
Como resultado de la vida y la muerte perfecta de Cristo, Dios lo levantó de la muerte y lo sentó a su diestra en gloria. Esa fue la afirmación de Dios de la Persona perfecta y la obra de su Hijo; esto afirma que Él levantará a aquellos que son perfectos.
Para cualquiera que es honesto, esto no suena necesariamente como buenas nuevas. Nosotros no siempre somos evangelistas fieles. Con frecuencia somos insensibles al dolor y a las necesidades de otros e ingenuos acerca del poder destructor del pecado. El orgullo nos aparta de vivir en dependencia. La pereza nos impide terminar el trabajo que Dios nos encomienda. Con frecuencia nos descubrimos confiando sólo en aquello que podemos ver. Por tanto sabemos que somos imperfectos y es la incapacidad de la humanidad para vivir en perfección lo que hace a toda la raza humana apta para el infierno.
¿Qué esperanza podemos tener dada esta claridad? En Hebreos 10:14 dice: «porque con una sola ofrenda [Jesucristo] hizo perfectos para siempre a los santificados». Cristo fue el único Dios-hombre perfecto. Dios compasivamente ha provisto que se nos otorgue la perfección de Cristo y a través de Él que nos acerquemos a Dios en perfección.
Los cristianos con frecuencia dicen que están en Cristo porque comprenden que si no estuvieran en Él, Dios no los llevaría a la gloria. Su perfección viene a ser nuestra cuando lo recibimos como Salvador. Su justicia nos viste y su perfección nos oculta. A causa de nuestra identidad con Cristo, Dios nos levantará a la gloria y nos sentará en el trono con Cristo. Esa es la buena noticia del evangelio.
Eso no quiere decir que los cristianos son perfectos en esta vida. Nosotros aún luchamos con el pecado en esta vida, pero esperamos con ansias la perfección en el cielo. Mientras tanto la perfección de Cristo nos cubre y progresivamente somos conformados progresivamente a su imagen (2 Co. 3:18).
Porque Cristo nos ha cubierto con su perfección, nosotros debemos hacer todo lo que podamos para vivir en tanta perfección como sea posible; para perdonar, evangelizar y amar como Él lo hizo. Nuestro deseo de ser libres del pecado debe ser tan grande como el suyo. Debemos depender de otros, terminar lo que se nos asignó y confiar totalmente en Dios de la manera en que Cristo lo hizo. Haciendo esto no ganaremos la perfección, pero estaremos a la altura de la perfección que recibimos de Cristo cuando lo recibimos a Él como Salvador. Eso es el evangelio.
08_La muerte de Jesús nos enseña cómo vivir: una mirada a las siete frases desde la cruz
Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
1 Pedro 2:21
Este sermón se predicó el Domingo de Resurrección y es uno de los pocos sermones de Semana Santa en los que John MacArthur se enfoca más en la crucifixión que en la resurrección. Sin embargo, el mensaje está lleno de esperanza en la resurrección y concluye con una exhortación acerca de la importancia práctica del poder de la resurrección en la vida diaria del creyente.
El mensaje mismo examina las siete frases últimas de Cristo en la cruz. Cada frase tiene una aplicación práctica para nosotros como creyentes. Es una mirada poderosa y conmovedora al mensaje potente que un Cristo casi silente proclamó en la cruz.
Dos días antes a la predicación de este sermón, el Exxon Valdez encalló en la ensenada Prince William de Alaska, derramando casi un cuarto de millón de galones de petróleo en el mar. En el plazo de un año la limpieza total removió todos los indicios visibles del derrame de petróleo. Pero los científicos en la actualidad creen que algunos de los métodos usados en los esfuerzos masivos de limpieza, especialmente la alta presión y los lavados de agua caliente de la línea costera, hicieron un daño ecológico más duradero que el derrame mismo, por la muerte del plancton y otros organismos microbianos que son las bases de la cadena alimenticia del área. Un equipo de científicos que estudiaron la región diecinueve años después dijo que se requería de otra década o más antes de que los hábitats que se afectaron adversamente por los esfuerzos de limpieza regresaran a la normalidad.
Por supuesto que esta historia dominó las agencias de noticias seculares durante la Semana Santa en 1989. Como de costumbre el centro del mensaje de John es intemporal e ignora el alboroto y la histeria que se asocia usualmente a los eventos de actualidad. Sin embargo, al mirar atrás el desastre del Exxon Valdez, casi parece irónico que toda la historia hace una ilustración apropiada de la futilidad de la reforma propia y la necesidad de la gracia divina para la limpieza del pecado.
BOSQUEJO
— La Primera Frase: Perdonar a otros
— La Segunda Frase: Alcanzar a otros
— La Tercera Frase: Atiende las necesidades de otros
— La Cuarta Frase: Entender la seriedad del pecado
— La Quinta Frase: Depender de otros
— La Sexta Frase: Terminar lo que se comienza
— La Séptima Frase: Encomendarse a Dios
SERMÓN
Quiero atraer su atención a 1 Pedro 2:21 que dice: «Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas».
Muchos comprenden que la vida de Cristo es un ejemplo a seguir para los cristianos. Pero me parece que la mayoría de las personas no asume que la muerte de Cristo es un ejemplo y eso es exactamente lo que Pedro dice que es: Que tanto en la muerte como en el sufrimiento Cristo nos ha dejado un ejemplo a seguir. La Biblia nos dice que Él fue el hombre perfecto, que nació sin pecado, no cometió pecado, santo, inocente, impoluto, y apartado de los pecadores. Él es nuestro ejemplo perfecto en esta vida. Nosotros tenemos que ser santos como Él fue santo, puros como Él lo fue, mansos como Él lo fue, sabios como Él lo fue y humildes como Él lo fue. Cristo fue obediente a Dios y nosotros tenemos que imitar su ejemplo. Nuestro servicio debe ser como el suyo y nuestra actitud hacia el mundo debe reflejar su actitud hacia el mundo. Nosotros comprendemos que la vida de Cristo fue ejemplar. Pocas personas lo discutirían.
Sin embargo el tema ante nosotros en 1 Pedro 2:21 es que Cristo es nuestro ejemplo, no sólo en la manera en que vivió, sino también en su muerte. Con frecuencia aprendemos más del carácter de una persona por cómo muere que por cómo vivió.
La revelación más cierta de nosotros mismos generalmente viene durante las pruebas más profundas. Las pruebas revelan el carácter; la adversidad revela la virtud, o la falta ella. Generalmente mientras mayor es el problema, más pura es la revelación de lo que verdaderamente somos. Me doy cuenta de que no siento que conozco a una persona verdaderamente si sólo, lo o la he conocido durante los buenos tiempos. Los tiempos difíciles son los que revelan el carácter. Por tanto, también es real que la revelación más pura y más cierta del carácter de Jesucristo la encontramos en los momentos de sus pruebas más grandes. Nosotros vemos que Jesús —en sus momentos de agonía— fue tan perfecto como lo fue durante su vida. Su muerte sólo confirma el carácter perfecto que manifestó durante su vida.
En su muerte Jesucristo nos enseña cómo vivir. Con frecuencia vemos sus momentos de agonía y nos damos cuenta que su muerte ilustra la seriedad de pecado y la necesidad de un Salvador para pagar el precio por nuestra iniquidad. Reconocemos que por su muerte sustitutiva Él murió en nuestro lugar. Pero Pedro dice que aún hay más que eso sobre la cruz. Cristo no sólo murió por nosotros sino también como un ejemplo para nosotros. Él murió para enseñarnos cómo vivir.
Entonces, ¿cómo vamos a conocer algo sobre Él en su muerte? ¿Cómo se revela su carácter? Su carácter no se pudo revelar por lo que hizo. Él estaba clavado en una cruz e impedido para hacer algo. No se nos pudo revelar por medio de algo que piensa porque nosotros no podemos leer sus pensamientos. El carácter de Cristo se reveló en su muerte por lo que Él dijo. Desde sus primeros años la iglesia ha celebrado la muerte y la resurrección de Cristo recordando sus siete frases últimas en la cruz. De sus palabras en la muerte devienen principios para la vida.
La Primera Frase: Perdonar a otros
En Lucas 23:34 Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Cristo murió perdonando a los que pecaron contra Él. Ese es un principio por el cual vivir. En su muerte Cristo reveló su corazón compasivo, aun después de una vida de experimentar los peores tratos humanos. Cristo creó el mundo y vino a él, pero el mundo no se lo agradeció. Los ojos cegados por el pecado no lo quisieron, ni vieron belleza alguna en Él. Su nacimiento en un establo anunció el trato que recibiría de la humanidad a través de su vida. Poco después de su nacimiento, el rey Herodes trató de matarlo, lo que fue sólo el inicio de la hostilidad de los hombres hacia Él durante toda su vida. Una y otra vez sus enemigos buscaron su destrucción. Su traición vil alcanzó su clímax en la cruz. El Hijo de Dios se ha entregado a sí mismo en sus manos y ellos están en camino a ejecutarlo.
El perdón de Cristo a sus asesinos vino después del juicio falso de acusaciones inventadas. El juez admitió que no encontró falta en Él, sin embargo lo utilizó para aplacar a la multitud que clamaba. Como ninguna muerte ordinaria iba a satisfacer a los adversarios implacables de Cristo, ellos se aseguraron que padeciera la más dolorosa, intensa y vergonzosa muerte imaginable, la de morir colgado de una cruz.
Su perdón vino como si Él hubiera colgado en la cruz (desde una perspectiva humana) a la víctima del odio, la animosidad, la amargura, la venganza, y la maldad vil de hombres y demonios. Desde un punto de vista humano, nosotros naturalmente lo imaginamos clamando a Dios por piedad o sacudiendo sus manos en la cara de Dios por su ejecución injusta. De haber escrito nosotros la historia, lo habríamos mostrado a Él vociferando maldiciones y amenazas de venganza hacia sus asesinos. Pero el Hijo de Dios no hizo nada de esto.
Lo primero que Él dice es una oración, una oración a Dios para que perdone a aquellos que le estaban quitando la vida, y subyacente en su oración de perdón, hay una comprensión de la miseria del corazón humano: «porque no saben lo que hacen» (v. 34). Jesús comprendió el pecado del hombre y la ceguera del corazón humano. Él estaba consciente desafortunadamente de la ignorancia de la depravación. Él sabía que sus asesinos no comprendieron ni la identidad de su víctima ni la inmensidad de su crimen. Ellos no sabían que estaban matando al Príncipe de la vida, a su Creador. Ellos no supieron que estaban asesinando al Mesías.
Los asesinos de Cristo necesitaron el perdón. La única manera de poder llevarlos a la presencia del Dios santo y experimentar por siempre el gozo que Dios ofrece a aquel que está en comunión con Él era si se perdonaban sus pecados. Cristo oró por la necesidad más profunda de quienes lo mataron. Él estuvo más preocupado por perdonar a sus asesinos malvados que por buscar venganza. Ese es el corazón magnánimo de Cristo. Esa es la revelación más real de un corazón puro, porque un corazón puro no busca la venganza. Mientras «le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 P. 2:23).
El perdón es la necesidad más grande que tiene el hombre. Es la única manera de que podamos entrar en comunión con Dios y evitar el infierno; por esto Jesús oró por el perdón. Necesitamos reconocer que apartados de Cristo somos pecadores, indignos de la presencia del Dios santo. Ideales nobles, resoluciones buenas y reglas excelentes por las cuales vivir son inútiles si no se trata con el pecado. Mientras hay pecado entre usted y Dios no tiene ninguna utilidad el intentar desarrollar un carácter hermoso e inspirarse para hacer esto que luego se topará con la aprobación de Dios. Esto sería como ajustarle los zapatos a un paralítico o comprarle espejuelos a un ciego.
La cuestión del perdón de pecados es la cuestión fundamental entre todo lo demás. No importa si yo soy altamente respetado en el círculo de mis amigos si aún estoy en mi pecado. No importa que haya alcanzado un cierto nivel de bondad humana si estoy aún en mi pecado. Jesús comprendió la necesidad profunda del hombre. Él comprendió que la única manera de que el hombre pudiera escapar finalmente del infierno y conocer la bendición era si sus pecados se perdonaban. A Jesús no le importó que el pecado que buscaba perdonar era el pecado de matarlo a Él.
Los cristianos deben estar más ocupados con Dios perdonando a aquellos que pecan contra ellos que ocupados con venganzas. Esteban mientras era apedreado de muerte por predicar de Cristo, oró: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch. 7:60). Él siguió el ejemplo del propio Señor. Así, debemos hacerlo nosotros.
La Segunda Frase: Alcanzar a otros
En Lucas 23:43 Jesús dice: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso». Junto a Cristo crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda. En respuesta al pedido del ladrón —«Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc. 23:42)—, Jesús dice: «hoy estarás conmigo en el paraíso». Nuestro Señor murió brindando la verdad de la vida eternal a un alma condenada.
Es difícil imaginar cómo Jesús, colgando de una cruz, sintiendo el odio venenoso de sus perseguidores y cargando el castigo de todos los creerían a través de los tiempos, pudo al mismo tiempo preocuparse inmediatamente por la salvación de un pecador. Pero lo hizo. Cristo nunca estuvo muy ocupado como para no interesarse en guiar a alguien a la salvación. Su compromiso de vida fue traer a los hombres y a las mujeres a Dios.
La conversión de aquel ladrón es tanto notable como dramática. En aquel momento, ¿qué pudo ser tan convincente acerca de Jesús? No había todavía alguna señal externa de que Él era el Cristo de Dios, Salvador del mundo, el Mesías y el Rey venidero. Desde el punto de vista humano, Él no fue sino una víctima. Él estaba muriendo porque había sido totalmente rechazado. En el momento de la conversión del ladrón nadie estaba diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). No había nadie que afirmara que Jesús era el Hijo de Dios, hasta sus amigos lo habían abandonado. Él estaba débil, en desgracia y en una posición de vergüenza extrema. Su crucifixión sería considerada totalmente inconsecuente con algo relacionado al Mesías. Su condición humilde es un tropiezo para los judíos desde el inicio mismo, y las circunstancias de su muerte sólo pueden intensificarlo. En realidad, el ladrón le habla a Cristo y Cristo a él, antes de algunos de los fenómenos sobrenaturales que ocurren que podían haberlo convencido de que esto era obra de Dios. La tierra todavía no había temblado (Mt. 27:51), las tinieblas todavía no habían llegado (Mr. 15:33), los sepulcros todavía no se habían abierto (Mt. 27:52) y el centurión todavía no había dicho: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt. 27:54).
En las circunstancias más desfavorables y poco convincentes que se pueden imaginar, el ladrón estaba convencido de que Jesucristo era el Salvador. Aunque al inicio se unió a su compañero en sus burlas a Cristo (Mt. 27:38, 44) obviamente él tuvo un cambio de corazón y reprendió al otro ladrón cuando afirmó la pureza de Cristo (Lc. 23:40–41). Al pedirle a Cristo que se acordara de él, estaba rogando por el perdón. Por tanto él comprendió la pureza de Cristo y su identidad como Salvador. Su petición de que Jesús lo recordara cuando viniera en su reino muestra que el ladrón afirmó la resurrección de Cristo y su segunda venida. Él supo que la muerte no era el final. La petición también indica que él comprendió la soberanía de Cristo, todo ello reconocido bajo las más improbables circunstancias.
¿Cómo fue posible para el ladrón venir a Cristo bajo aquellas condiciones? Quizá no haya una ilustración más clara de que la salvación no es una obra del hombre, sino una obra soberana de Dios. Dios, no las circunstancias, impactó el corazón del ladrón para convencerlo de la verdad acerca de Jesucristo. Con frecuencia, cristianos profesos tratan de explicar la salvación a partir de la habilidad de la influencia humana y el medio, o apuntan a las circunstancias favorables antes que atribuir la salvación a la inigualable gracia de Dios. Algunos piensan que la salvación ocurre porque el predicador habló bien o como resultado directo de la oración. Pero aunque indirectamente la salvación puede resultar de estos factores, la salvación es el resultado directo de la gracia intercesora de Dios.
Cuando Dios destrozó las tinieblas del corazón de aquel ladrón, él creyó. No obstante fue a través de Cristo quien fue sensible a que Dios lo usara para traer un alma maldita a la salvación.
El deseo de Cristo por la salvación de los pecadores fue constante. Él «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc. 19:10). Pablo escribió que: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Ti. 1:15). Él cumplió esto aún mientras moría en la cruz. Él es nuestro ejemplo para alcanzar a otros con la verdad del evangelio. Él murió perdonando a aquellos que pecaron contra Él y murió brindando la verdad de la vida eterna a un alma maldita. Eso es cómo vivir.
La Tercera Frase: Atiende las necesidades de otros
En Juan 19:26–27 dice: «Mujer, he ahí tu hijo… [Hijo] He ahí tu madre». Jesús murió manifestando amor desinteresado. Parado al pie de su cruz se mantuvo un grupo de cinco personas muy diferente de la multitud que se burlaba. Junto al apóstol Juan estaba María la madre del Señor, quien estaba experimentando toda la furia de la profecía dada muchos años antes por Simeón de que su alma sería traspasada por causa de Jesús (Lc. 2:34–35). Atada por amor a la cruz de su hijo, ella permaneció sufriendo en silencio impotente. A su lado estuvo Salomé; posiblemente su hermana, la madre de Santiago y Juan, también estuvo María la mujer de Cleofás y María Magdalena de quien Jesús echó fuera demonios (Mr. 15:40; Lc. 8:2–3; Jn. 19:25). Parece apropiado que el nombre María signifique en hebreo «amargura».
Los romanos crucificaban a las personas cerca del suelo, por tanto es razonable pensar que Juan y las mujeres pudieron haberlo tocado, quizá lo hicieron. Ellos tuvieron la posibilidad de estar lo bastante cerca para escucharlo hablar suavemente. Cuando Jesús dijo: «Mujer, he ahí tu hijo». Él no la llamó madre porque esa función había terminado. De igual manera, cuando Él comenzó su ministerio la identificó como «mujer» (en las bodas de Caná; Jn. 2:4). En la cruz ella estaba recordando nuevamente que ella necesitaba concebir a Jesús, no como su hijo sino como su Salvador. No obstante su intención no fue llamar la atención hacia Él mismo, sino entregar a su madre al cuidado de Juan y a Juan al cuidado de su madre.
Mientras Cristo moría, su madre estaba en su corazón. Fuera de la multitud al pie de la cruz, la madre de Jesús era quizá la más necesitada de todos. Probablemente José había muerto por aquel entonces o Jesús no habría tenido que hacer tal encomienda. Además el no podía encomendarla a sus medio-hermanos ya que ellos no creían en Él (Jn. 7:5). Él no habría entregado el cuidado de su madre amada en las manos de sus familiares incrédulos.
Una vez más vemos el amor desinteresado de Cristo. En la cruz Él experimentó el peso del pecado del mundo, la agonía de la cruz y la ira del Dios Todopoderoso. Un dolor interno mucho mayor que su dolor externo y aún en medio de su dolor, mostró compasión. Sus pensamientos se dirigieron a alguien más, una demostración de la pureza de su carácter. Así es cómo debemos vivir: Nunca tan agobiados con nuestro propio dolor que perdamos de vista las necesidades de otros (cf. Fil. 2:4).
La Cuarta Frase: Entender la seriedad del pecado
En Mateo 27:46 encontramos la frase más patética: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Jesús murió comprendiendo la seriedad del pecado. Él murió resintiendo sus implicaciones. El pecado separa de Dios. El «abandono» es una de las palabras más dolorosas que una persona puede utilizar para describirse a sí misma, sola y desolada. Jesús sintió el abandono. Su clamor significa: «Dios mío, Dios mío, con quien he tenido comunión eterna y continua, ¿por qué me has abandonado?» En contraste con esa historia de intimidad eternal, el abandono que Cristo sufrió tiene un significado profundo. Se vio al pecado hacer lo que ninguna otra cosa en el universo pudo hacer. Los hombres no pudieron separar al Padre del Hijo; los demonios no pudieron; Satanás tampoco. Pero el pecado le causó al Hijo sufrir la realidad más devastadora en el universo: La separación de Dios. Él quien era en el Padre y el Padre en Él, Él quien era uno con el Padre y el Padre uno con Él, Él que había gozado eternamente la comunión ininterrumpida y perfecta dentro de la Trinidad siente ahora el abandono de Dios. ¿Por qué? Esta cargando el pecado y el pecado separa.
Dios es muy santo para mirar el pecado (Hab. 1:13). Como resultado el pecado separa al hombre de Dios. Cuando Cristo soportó nuestro pecado en la cruz, Él alcanzó el clímax de su sufrimiento. Los soldados se burlaron de Él, machacaron una corona de espinas en su cabeza, lo azotaron, lo golpearon, le escupieron su cara y arrancaron los pelos de su barba. Aún sufriendo dolores más allá de lo que se puede describir —sus manos y sus pies fueron perforados—, Él soportó la cruz y su vergüenza en silencio. Aunque fue vituperado por la multitud vulgar y sufrió los insultos de aquellos que estaban crucificados a su lado, Él no replicó. Pero cuando Dios lo abandonó, experimentó un dolor aún más allá de todo esto y clamó en agonía.
Ninguna lucha terrenal, experiencia dura o problema puede acercarse a la angustia que nuestro propio pecado puede causarnos porque nos separará de Dios. Al igual que Cristo, los creyentes deben estar profundamente angustiados por la separación que causa el pecado. Jesús experimentó personalmente el dolor ardiente que el pecado trae consigo porque lo separó a Él del Padre. Debemos entender las implicaciones de nuestro pecado, que nos llevan lejos de Dios.
La Quinta Frase: Depender de otros
En Juan 19:28 Jesús dice: «Tengo sed». Cristo experimentó las condiciones de la verdadera humanidad. Con su expresión no quiso decir que tuviera sed de Dios, sino que tenía sed de algo que beber. Necesitaba beber algo y no podía obtenerlo por Él mismo. Jesús dependió de otros y nosotros necesitamos hacer lo mismo.
Como Cristo está familiarizado con la necesidad humana, Él es un sumo sacerdote compasivo (He. 2:17–18). El Nuevo Testamento afirma que Cristo fue completamente hombre: hubo momentos en los que Él estuvo desanimado. Momentos en los que tuvo hambre. En los que tuvo sueño. Momentos en los que se sintió alegre. Momentos en los que estuvo afligido. Momentos en los que se quejó. Sintió todas las emociones de la vida humana. Cuando tuvo hambre necesitó alimento, cuando tuvo sueño necesitó un lugar para acostarse, cuando tuvo sed necesitó algo que beber y dependió de otros para satisfacer sus necesidades. En ocasiones Marta y María atendieron esas necesidades, a veces su madre. Como Jesús nosotros debemos estar dispuestos a mostrar nuestra debilidad humana y aprender a vivir de manera dependiente.
La Sexta Frase: Terminar lo que se comienza
En Juan 19:30 Jesús dice: «Consumado es» (gr. tetelestai). Este es un pronunciamiento de triunfo. El principio aquí es que Cristo murió concluyendo la obra que Dios le encomendó.
Una cosa es llagar al final de tu vida y otra es concluirla. Decir que tu vida llegó a su fin puede significar algo muy diferente de decir que tu trabajo terminó. Yo veo ese principio que opera durante el Maratón de Los Ángeles: todos arrancan y todos se detienen, pero no todos concluyen la carrera.
Para muchas personas la vida llega a su fin pero su trabajo no está concluido. Cuando Jesús dijo: «Consumado es». Él quiso decir que había terminado su obra de redención. Él vino a este mundo para «por el sacrificio de sí mismo… quitar de en medio el pecado» (He. 9:26) y eso exactamente hizo. Él cargó nuestros pecados en su propio cuerpo y dio a Satanás un golpe en la cabeza (Gn. 3:15). Así como Cristo concluyó perfectamente lo que Dios le encargó hacer, debemos hacerlo nosotros. Nosotros debemos estar más preocupados por el trabajo que Dios nos ha llamado a hacer que con el dolor que este conlleve. Jesús soportó el dolor porque pudo ver el resultado (He. 12:2). Este es siempre el precio de hacer la obra de Dios, estar dispuestos a movernos a través del dolor y de la dificultad para hacer la obra.
Pablo siguió fielmente el ejemplo de Jesús. Por consiguiente al final de su vida pudo decir: «he acabado la carrera» (2 Ti. 4:7). No obstante en esa misma expresión él afirmó que no fue fácil: él tuvo que luchar para concluir. Esa es la manera en que tenemos que vivir. No viva su vida sólo hasta que llegue a su fin; viva para terminar el trabajo que Dios le ha mandado a hacer.
La Séptima Frase: Encomendarse a Dios
En Lucas 23:46 Jesús clamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Jesús murió encomendándose Él mismo al cuidado prometido de Dios. Nosotros tenemos que vivir de la misma manera, echando toda nuestra ansiedad sobre Dios porque Él tiene cuidado de nosotros (1 P. 5:7). Eso quiere decir que usted debe poner su vida, su muerte y su destino en sus manos. Eso es lo que se entiende por una vida de fe, una vida de confianza total en Dios.
Dios prometió levantar a Cristo de la tumba (Sal. 16:10). Jesús conocía esa promesa porque con frecuencia afirmó que sufriría y moriría pero se levantaría nuevamente (Mt. 16:21; 26:32; Mr. 9:9, 31; Jn. 2:19). Basado en la promesa de Dios, se encomendó a sí mismo al cuidado de Dios. Esa es la única manera de vivir, encomendar su vida a Dios.
Debemos vivir encomendados totalmente a Dios. Romanos 12:1 dice que debemos presentarnos nosotros mismos a Dios como sacrificios vivos. Esto significa que todo lo que somos es suyo y a Él le confiamos los resultados. En 1 Pedro 2:23 dice que Jesús: «encomendaba la causa al que juzga justamente». Él se dio a sí mismo a Dios sin importar cuán grande fuera el dolor, cuán grande la hostilidad o cuán difícil la tarea. Él sabía que Dios haría lo que fuera correcto, juzgaría justamente y haría lo que había prometido. Él estuvo dispuesto a enfrentar la muerte y el infierno (1 P. 2:3) porque sabía que Dios no le fallaría. Ese es el tipo de confianza plena que debemos tener.
El Señor Jesucristo vivió una vida perfecta y murió en una muerte perfecta. Ambos aspectos son ejemplos supremos para nosotros. Sus últimas palabras resumen los grandes elementos de la vida: debemos perdonar a aquellos que pecan contra nosotros, proclamar la verdad a las almas condenadas que están perdidas sin esta verdad, amar desinteresadamente y mostrar compasión a otros, comprender las implicaciones serias del pecado, reconocer nuestra debilidad y permitir a otros atender nuestras necesidades, terminar la obra que Cristo nos entrega para hacer y descansar confiados en las manos de un Dios dedicado cuyas promesas son seguras.
Como resultado de la vida y la muerte perfecta de Cristo, Dios lo levantó de la muerte y lo sentó a su diestra en gloria. Esa fue la afirmación de Dios de la Persona perfecta y la obra de su Hijo; esto afirma que Él levantará a aquellos que son perfectos.
Para cualquiera que es honesto, esto no suena necesariamente como buenas nuevas. Nosotros no siempre somos evangelistas fieles. Con frecuencia somos insensibles al dolor y a las necesidades de otros e ingenuos acerca del poder destructor del pecado. El orgullo nos aparta de vivir en dependencia. La pereza nos impide terminar el trabajo que Dios nos encomienda. Con frecuencia nos descubrimos confiando sólo en aquello que podemos ver. Por tanto sabemos que somos imperfectos y es la incapacidad de la humanidad para vivir en perfección lo que hace a toda la raza humana apta para el infierno.
¿Qué esperanza podemos tener dada esta claridad? En Hebreos 10:14 dice: «porque con una sola ofrenda [Jesucristo] hizo perfectos para siempre a los santificados». Cristo fue el único Dios-hombre perfecto. Dios compasivamente ha provisto que se nos otorgue la perfección de Cristo y a través de Él que nos acerquemos a Dios en perfección.
Los cristianos con frecuencia dicen que están en Cristo porque comprenden que si no estuvieran en Él, Dios no los llevaría a la gloria. Su perfección viene a ser nuestra cuando lo recibimos como Salvador. Su justicia nos viste y su perfección nos oculta. A causa de nuestra identidad con Cristo, Dios nos levantará a la gloria y nos sentará en el trono con Cristo. Esa es la buena noticia del evangelio.
Eso no quiere decir que los cristianos son perfectos en esta vida. Nosotros aún luchamos con el pecado en esta vida, pero esperamos con ansias la perfección en el cielo. Mientras tanto la perfección de Cristo nos cubre y progresivamente somos conformados progresivamente a su imagen (2 Co. 3:18).
Porque Cristo nos ha cubierto con su perfección, nosotros debemos hacer todo lo que podamos para vivir en tanta perfección como sea posible; para perdonar, evangelizar y amar como Él lo hizo. Nuestro deseo de ser libres del pecado debe ser tan grande como el suyo. Debemos depender de otros, terminar lo que se nos asignó y confiar totalmente en Dios de la manera en que Cristo lo hizo. Haciendo esto no ganaremos la perfección, pero estaremos a la altura de la perfección que recibimos de Cristo cuando lo recibimos a Él como Salvador. Eso es el evangelio.
08_La muerte de Jesús nos enseña cómo vivir: una mirada a las siete frases desde la cruz
Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
1 Pedro 2:21
Este sermón se predicó el Domingo de Resurrección y es uno de los pocos sermones de Semana Santa en los que John MacArthur se enfoca más en la crucifixión que en la resurrección. Sin embargo, el mensaje está lleno de esperanza en la resurrección y concluye con una exhortación acerca de la importancia práctica del poder de la resurrección en la vida diaria del creyente.
El mensaje mismo examina las siete frases últimas de Cristo en la cruz. Cada frase tiene una aplicación práctica para nosotros como creyentes. Es una mirada poderosa y conmovedora al mensaje potente que un Cristo casi silente proclamó en la cruz.
Dos días antes a la predicación de este sermón, el Exxon Valdez encalló en la ensenada Prince William de Alaska, derramando casi un cuarto de millón de galones de petróleo en el mar. En el plazo de un año la limpieza total removió todos los indicios visibles del derrame de petróleo. Pero los científicos en la actualidad creen que algunos de los métodos usados en los esfuerzos masivos de limpieza, especialmente la alta presión y los lavados de agua caliente de la línea costera, hicieron un daño ecológico más duradero que el derrame mismo, por la muerte del plancton y otros organismos microbianos que son las bases de la cadena alimenticia del área. Un equipo de científicos que estudiaron la región diecinueve años después dijo que se requería de otra década o más antes de que los hábitats que se afectaron adversamente por los esfuerzos de limpieza regresaran a la normalidad.
Por supuesto que esta historia dominó las agencias de noticias seculares durante la Semana Santa en 1989. Como de costumbre el centro del mensaje de John es intemporal e ignora el alboroto y la histeria que se asocia usualmente a los eventos de actualidad. Sin embargo, al mirar atrás el desastre del Exxon Valdez, casi parece irónico que toda la historia hace una ilustración apropiada de la futilidad de la reforma propia y la necesidad de la gracia divina para la limpieza del pecado.
SERMÓN
Quiero atraer su atención a que dice:
Jesús ya había pasado los terribles azotes; después, había soportado las burlas de los soldados; antes de todo eso, Le habían estado interrogando casi toda la noche; estaba, por tanto, físicamente agotado, y vacilaba bajo el peso de la Cruz. Los soldados romanos sabían muy bien lo que podían hacer en tales circunstancias. Palestina era una tierra ocupada; todo lo que un oficial tenía que hacer era tocarle el hombro con lo plano de su lanza a un judío para confiscarle para el servicio que fuera, y este tenía que realizar cualquier tarea, por muy humillante y desagradable que fuera.