Genesis
El consejo divino (1:26)
«Hagamos al hombre» (1:26). Reiteramos aquí la necesidad de recoger del relato inspirado lo que Dios ha querido darnos, sin dedicarnos a cavilaciones inútiles —y a menudo peligrosas— sobre lo que no se ha revelado. Lo revelado es sorprendente y de gran valor, pero sólo se comprenderá plenamente en el marco de la totalidad del plan de la redención y a la luz del propósito de Dios en Cristo.
Tanto en este pasaje como en 2:4–19 se observa el doble aspecto del ser humano. Por un lado aparece como unido a la naturaleza y dependiente de ella; por otro, la trasciende. En palabras de Kidner: «Es descrito como en la naturaleza y sobre ella, en una relación de continuidad y de discontinuidad. Comparte el sexto día con otras criaturas; es hecho del polvo como ellas (2:7, 19), se alimenta como ellas (1:29, 30) y se reproduce de modo semejante… ellas son la mitad de su contexto.» Pero hay algo distinto en el hombre que lo hace infinitamente superior a cualquier otro ser creado. Está destinado a constituir la obra maestra del Creador por la naturaleza de la personalidad que le fue dada. Sin duda, era propósito de Dios tener junto a sí —bien que necesariamente subordinado a su voluntad— un ser con el que pudiese comunicarse y a quien honrara con innumerables privilegios y bendiciones, pero esperando de él también amor, adoración, comunicación, servicio. Y Dios hizo al hombre con una triple composición: cuerpo (el nefesh del AT), alma y espíritu (1 Ts. 5:23). Conviene notar que el acto creador tiene que ver con la totalidad del proyecto y no con sus partes. Cuando Dios dice «Hagamos al hombre» no quería decir «hagamos un cuerpo superior a todo cuerpo animal hasta ahora conocido», ni tampoco «hagamos un alma como principio vivificante del cuerpo»; ni siquiera limitaba su atención al espíritu que haría posible los altos vuelos del hombre en su comunión con Dios. Pensaba en el hombre como persona integral, con una visión holística, como un todo. La concepción radicalmente dualista del hombre, con sus nefastas derivaciones, es fruto de la filosofía griega, no de la revelación bíblica. La grandiosidad de la persona humana podía contemplarla Dios anticipadamente en Aquel de quien pudo decirse con toda propiedad: «¡He aquí el hombre!» (Jn. 19:5). De Él diría también Dios mismo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt. 3:17). No nos sorprenderá, pues, que al final del sexto día, viera Dios que todo lo que había hecho era «bueno en gran manera».
El consejo (1:26). «Hagamos al hombre.» Algunos autores opinan que el plural denota asociación de Dios con los ángeles, lo que incluiría a éstos en el consejo divino; pero esta interpretación carece de fundamento, pues en ninguna parte de la Biblia se sugiere que el hombre fuese creado a semejanza de los ángeles. Tampoco hay suficiente fundamento para ver en la frase un «plural de majestad», dada su ausencia en el hebreo del Antiguo Testamento. Lo más razonable parece tomar en consideración la forma plural del nombre de Dios en el Antiguo Testamento, Elohim, lo que nos llevaría a pensar, como pensaron los antiguos padres de la Iglesia, en la Trinidad divina. En este caso el consejo se limita al Trino Dios. No hay por qué desechar esta interpretación, pues es perfectamente legítimo arrojar la luz de la revelación posterior sobre esta indicación primitiva de una realidad crucial. Toda la Biblia revela las funciones del Padre, del Hijo y del Espíritu, en el marco de una sola voluntad, tanto en la obra de la creación como en la de la redención.
La decisión divina señala la consumación de todo el proceso anterior, y por mucho que pugne con ideas científicas muy en boga en nuestros días, mantenemos, a la luz de las Escrituras, que el hombre no apareció como simple producto del proceso evolutivo, sino que los procesos anteriores —impresionantes, vastísimos, prolongados probablemente a través de millones de años— tuvieron por objeto preparar el escenario donde había de vivir este ser privilegiado, más débil que otros animales en el aspecto físico, pero dotado de inteligencia y de facultades espirituales que le permitirían relacionarse con Dios y ejercer dominio sobre la creación inferior.
Los antropólogos suelen cribar la tierra en busca del «eslabón perdido» que confirme la descendencia del hombre de seres inferiores (antropoides) próximos a él en la escala de la evolución. Pero el hecho más evidente a la observación no es la semejanza física que emparentaría al hombre con sus antecesores animales, sino la gran diferencia mental, moral y espiritual que le separa del animal más desarrollado. Reza el adagio popular que »aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Nada más cierto. El simio seguirá rascándose la cabeza, partiendo nueces y haciendo monerías; entre mono y mona engendrarán monos iguales a ellos, pero ni antes ni después filosofarán sobre el significado de su existencia, ni percibirán la bella armonía de la creación de Dios, ni escribirán, ni se comunicarán inteligentemente con su Creador. El abismo es intransitable aparte de un acto especial de Dios. Y ese acto se describe en el versículo 26.
«A nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (1:26). «Imagen» traduce tselem, y «semejanza», damuth, pero las discusiones de los eruditos sobre estos términos no les ha llevado a acuerdo alguno sobre los matices de diferencia que pueda haber entre ellos. Es más útil señalar una reiteración —incluso un paralelismo—, la cual resalta la importancia de esta obra divina, que multiplicar dudosas especulaciones. Lo fundamental ya se ha hecho constar: lo más notable del hombre no es su semejanza con la creación animal -que existe como hecho anatómico y fisiológico-, sino este misterioso «ser semejante» a Dios.
Los expositores han acostumbrado a poner de relieve a alguno de los aspectos de esa semejanza, pero lo más sensato es tener en cuenta como un todo la globalidad de ellos. Nuestras consideraciones, lógicamente, tropiezan con la dificultad de que el hombre que nosotros conocemos es un ser caído, y hemos de esforzar tanto la razón como la imaginación —dentro de las declaraciones bíblicas— para poder tener una idea de la admirable persona hecha según el consejo divino. De paso podemos notar que aun el cuerpo —en el apogeo de su desarrollo normal— es una maravilla de belleza y adaptabilidad. Un animal desarrolla ciertas capacidades, las propias de su especie, en un grado más elevado que el hombre; por ejemplo, el nadar de un pez o el vuelo de una ave, pero carece de la versatilidad del hombre, que es capaz —bajo entrenamiento y disciplina— de una gran diversidad de ejercicios que le permiten desarrollar numerosísimas actividades espectaculares. Además puede inventar herramientas y máquinas que le ayudan a dominar su medio ambiente.
Pero lo que realmente nos interesa es la personalidad humana, acerca de la cual podemos notar lo siguiente: 1) su razón, que le permite considerar los distintos factores o aspectos de cualquier cuestión con el fin de llegar a claras deducciones. Haciendo uso de esta facultad, el hombre no sólo tiene conciencia de sí mismo; también «filosofa»; quiere saber el porqué de su existencia, su origen, el sentido de su vida, su destino. Pascal demostró la agudeza de su percepción espiritual cuando con lucidez escribió: «El hombre es sólo una caña, la más frágil de toda la naturaleza; pero es una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se arme para aniquilarlo: un vapor, una gota de agua basta para acabar con él. Pero incluso aunque el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que aquello que lo mata, pues sabe lo que es morir y sabe la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo, en cambio, no sabe nada.» Cierto, muy cierto; pero ¿cómo explicar esta superioridad intelectual del hombre si se niega su origen divino? No hay evidencia alguna que justifique la hipótesis de que la inteligencia pueda desarrollarse a partir de lo «no-inteligente». El hombre es inteligente porque fue hecho a imagen de Dios. 2) Su sentido estético, que le permite apreciar toda clase de combinaciones de forma y color, admitiendo algunas como hermosas y considerando otras como feas. En este don el hombre puede reconocer agradecido la bondad de Dios hacia él. 3) Su libertad moral por la que escoge entre acciones alternativas, calificando ésta como buena y la otra como mala. Sin esta libertad que entraña la obligación moral, el hombre no puede ser «hombre hecho a imagen y semejanza de Dios». 4) Su capacidad de buscar a Dios y relacionarse con Él. Ésta es la mayor gloria del hombre, pese a que ha quedado empañada por los efectos de la caída. De esto habremos de decir mucho más al comentar la entrada del mal en el mundo. e) Su dominio sobre la tierra., punto que tratamos a continuación.
«Que tenga dominio» («Señoree») (1:26). Según Delitzsch, el dominio del hombre sobre el resto de la creación «no es contenido, sino consecuencia» de la imagen divina; pero esta distinción poco importa a efectos prácticos. Lo que parece claro es que Dios quiso hacer del ser humano su virrey en el mundo. Von Rad se ha valido de un símil esclarecedor al escribir: «Así como los grandes reyes de la tierra hacen erigir una estatua suya como distintivo emblemático de su voluntad de soberanía, en aquellas provincias de su reino a las que no van personalmente, así también el hombre con su semejanza a Dios ha sido puesto en la tierra como signo de la majestad divina. Es propiamente el mandatario de Dios, llamado a preservar y ejercer la divina pretensión de soberanía sobre la tierra.»
La importancia de tal delegación de autoridad divina fue bien captada y cantada por el salmista: «Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies» (véase Sal. 8:3–8).
Los descubrimientos de la ciencia y los avances de la técnica de todos los tiempos, se derivan de ese dominio otorgado por Dios a los seres humanos. Deplorablemente el hombre caído utiliza sus facultades y su poder para glorificarse a sí mismo, no para glorificar a Dios; es un auténtico usurpador. En su rebeldía, no sólo se opone a Dios, sino que a menudo atenta gravemente contra el maravilloso reino de la naturaleza. El comportamiento antiecológico, tan preocupante en nuestros días, es resultado de un abuso suicida del poder de dominio que el hombre recibió de su Creador. Fenómenos cada vez más amenazantes, como la contaminación atmosférica y de las aguas, la destrucción de la capa de ozono, la desforestación, etc. muestran hasta qué punto la humanidad se ha apartado del propósito original de Dios. Al traspasar sus justos límites, el hombre está creando gravísimos peligros en su hábitat natural. Está cavando su propia sepultura.
«Varón y hembra los creó» (1:27). Tres veces se repite en este versículo el verbo «crear» (bará) que normalmente se reserva para la creación ex nihilo. No vamos a sacar conclusiones inseguras de este hecho; pero la repetición parece destacar tanto la originalidad de la personalidad humana como la importancia de su creación con relación a el plan de Dios. La raza humana existe, llega a realizar sus plenas posibilidades en la tierra y se propaga por su doble constitución sexual. Es importante notar el despliegue en el relato de la creación del hombre: «De manera que Dios creó al hombre a su imagen … varón y hembra los creó.» También el ser humano, a semejanza de Dios, es plural. Dios es trino; el «hombre», es decir, el ser humano, es binario, sin que esto deba dar pie a la idea de que el primer hombre era «bisexual» en el sentido en que hoy se entiende la palabra.
La riqueza psicológica y sociológica de este versículo no ha sido suficientemente ponderada por quienes acusan al cristianismo de antifeminista. En él radica el fundamento de la dignidad femenina y la condenación de todos los abusos que contra la mujer se han cometido a lo largo de los siglos. E. Brunner lo comentaba magistralmente en los siguientes términos: «Doble frase prodigiosa, de una simplicidad tan lapidaria que apenas nos percatamos de que hace desaparecer tras de nosotros todo un mundo de mitos, de especulación gnóstica, de cinismo y de ascetismo, de divinización del sexo y de angustia sexual.»
Más tarde la narración sagrada arrojará luz sobre las relaciones entre varón y mujer, pero nada posterior puede anular el profundo sentido del versículo que estudiamos.
La bendición divina sobre la pareja humana (1:28). La bendición tiene una manifestación doble: 1) la multiplicación de la raza; y 2) su dominio sobre todo cuanto respira, que abarca, sin duda, los reinos vegetal y mineral. No sabemos por qué la primera pareja no tuvo hijos antes de la caída y es inútil preguntar sobre esta cuestión. Lo seguro es que el instinto sexual, con su resultado en la multiplicación de la raza y en la posibilidad de que así sojuzgara la tierra, pertenece al plan primitivo de la creación; en manera alguna fue un producto secundario de la caída. Es preciso distinguir entre la sexualidad, don de Dios, y la concupiscencia, que es la degradación de ese don bajo la nefasta influencia del pecado. Es razonable pensar que fue la concupiscencia lo que en el fondo indujo a los antiguos paganos a relacionar el poder reproductor del hombre con la fertilidad en general, que proyectaban en sus divinidades. De ahí la práctica, generalizada entre los cananeos y otros pueblos, de la prostitución sagrada con orgías sexuales. «Resulta significativo que el poder reproductor sea separado de la semejanza a Dios y situado aparte en una bendición especial.»
1:26 Hagamos… nuestra. La primera clara indicación de la triunidad de Dios (cp. 3:22; 11:7). El nombre mismo de Dios, Elohim (1:1), es una forma plural de Él. hombre. El punto de coronación de la creación, un humano viviente, fue hecho a imagen de Dios para gobernar la creación. nuestra imagen. Esto definió la singular relación del hombre con Dios. El hombre es un ser viviente capaz de encarnar los atributos comunicables de Dios (cp. 9:6; Ro. 8:29; Col. 3:10; Stg. 3:9). En su vida racional, era como Dios en que podía razonar y que poseía intelecto, voluntad y emoción. En el sentido moral, era como Dios porque era bueno y sin pecado.
1:26–28 señoree… sojuzgadla. Esto definía la singular relación del hombre con la creación. El hombre era el representante de Dios en su gobierno sobre la creación. El mandamiento de gobernar lo separaba del resto de la creación viviente y definía su relación como por encima del resto de la creación (cp. Sal. 8:6–8).
1:27 varón y hembra. Cp. Mt. 19:4; Mr. 10:6. En tanto que estas dos personas compartían en igualdad la imagen de Dios y que juntas ejercían el dominio sobre la creación, eran por designio divino físicamente diferentes a fin de cumplir el mandamiento de Dios de multiplicarse, es decir, el uno no podría reproducir descendencia sin el otro.
5. El lugar de los seres humanos (1:26–31)
La firme progresión de los primeros veinticinco versículos del capítulo 1 llega a su punto culminante en el versículo 26. Usando un plural mayestático, el escritor nos lleva a la creación de los seres humanos: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza».
Uno de los hechos notables sobre el universo, que ha salido a la luz gracias a los trabajos recientes sobre la física del Big Bang, es su sorprendente especificidad. El equilibrio necesario entre numerosos factores durante los primeros pasos del universo que conocemos es tan delicado que, con introducir tan sólo un pequeño cambio aquí o allá, este universo no existiría. El tiempo más remoto que se calcula tras la singularidad del Big Bang es el tiempo de Planck (1043 segundos), cuando (se piensa) toda la materia del universo estaba condensada en una esfera diminuta, del tamaño de la cabeza de un alfiler. Desde entonces, la gigantesca expansión del universo en el mundo que experimentamos ha seguido un camino tremendamente específico. Si las proporciones de partículas subatómicas hubieran sido un ápice diferentes de lo que han sido, no podrían haberse desarrollado núcleos más pesados que el helio, que son necesarios para el desarrollo de la vida.
Y si el equilibrio entre la expansión explosiva y la contracción gravitacional hubiera sido distinto, el mundo que conocemos no podría haber visto la luz. El camino que sigue hoy el universo es tremendamente concreto y destinado a la aparición de la vida.
La vida sólo podría haber nacido en un planeta de un tamaño concreto, que siguiera una órbita casi circular a una distancia precisa del sol. Tal y como lo expresaba Peter Hodgson: «Cuanto más se estudia esta evolución, más nos damos cuenta de que era inmensamente improbable que estuviéramos donde estamos». Cita a Freeman Dyson: «Cuando observamos el universo e identificamos los numerosos accidentes de la física y de la astronomía que se han aliado para beneficio nuestro, casi parece que, en cierto modo, el universo sabía que íbamos a llegar».45
Algunos científicos llaman «el principio antrópico» a esta idea de que el universo ha seguido precisamente el camino que conducía a la posibilidad de la vida humana. Para que llegásemos a existir era necesario lo que John Polkinghorne llama «una sintonización muy precisa de los diales cósmicos». Éste es, en un sentido muy real, nuestro mundo.
Por tanto, resulta extraño que la imagen que tenía el mundo antiguo de un universo antropocéntrico, descartada gracias al descubrimiento de Copérnico de que el sol no giraba en torno a la Tierra, se esté reelaborando hoy día desde una perspectiva diferente, debido a los descubrimientos de la física de la cosmología.
Sin embargo, debemos detenernos aquí con una actitud cauta. Por impresionante y relevante que sea el principio antrópico, no debemos atribuírselo al pensamiento del escritor de Génesis. Ciertamente, él mismo nos daría motivos para detenernos debido a otro motivo. Y es que, aunque la creación de los seres humanos es el punto culminante de la narrativa del Génesis, Génesis 1 contiene más cosas. Demasiado a menudo, nos hemos sentido tentados a pensar que el resto de la Creación existe simple y llanamente para nosotros. Pero, como dice con toda razón C. Westermann:
El mero hecho de que la primera página de la Biblia hable del cielo y de la tierra, del sol, la luna y la estrellas, sobre las plantas y los árboles, las aves, los peces y los animales, es una señal inequívoca de que el Dios al que reconocemos en el Credo como Padre de Jesucristo se interesa por esas criaturas, y no sólo por los humanos. Un Dios que sólo se sienta como el dios de la humanidad ya no puede ser el Dios de la Biblia.
Las interpretaciones cristianas del versículo 28, ejerced dominio… se han malentendido muchas veces como si dijeran que el resto de la Creación está ahí exclusivamente para nuestro uso y disfrute. El historiador norteamericano Lynn White, Jr., llegó hasta el punto de describir el cristianismo occidental como «la religión más antropocéntrica que haya habido en este mundo», y culpaba a la enseñanza de la Iglesia medieval sobre el dominio de la humanidad por los horrores de la contaminación. Sin embargo, como demuestra Keith Thomas, no todos los historiadores están de acuerdo con esta conclusión, y argumenta que, junto al énfasis que ponía la Iglesia medieval sobre el derecho de la humanidad a explotar a las especies inferiores, existía una doctrina de la mayordomía y de la responsabilidad humanas. Sin embargo, la historia de la Iglesia no ha sido del todo clara, y es cierto que buena parte de la crisis ecológica de nuestros tiempos puede atribuirse firmemente al egocentrismo humano.
En su obra fascinante The Turning Point, Fritjof Capra lo expresa también así:
El excesivo desarrollo tecnológico ha creado un entorno en el que la vida se ha vuelto física y mentalmente insalubre. El aire contaminado, los ruidos irritantes, las retenciones de tráfico, los contaminantes químicos, los peligros de las radiaciones y muchas otras fuentes de estrés físico y psicológico se han convertido en partes integrantes de la vida cotidiana para muchos de nosotros. Estos múltiples peligros para la salud no son sólo productos incidentales del progreso tecnológico; son características integrales de un sistema económico obsesionado con el crecimiento y con la expansión, que siguen intensificándose en la alta tecnología en un intento de aumentar la productividad.
Aparte de estos riesgos, Capra señala acertadamente unos aspectos posiblemente más peligrosos de nuestra cultura actual: la alteración de los procesos ecológicos que sustentan nuestro entorno natural, y, por tanto, el propio fundamento de nuestra existencia física. El egoísmo humano disfrazado de «productividad», «eficacia» o «competitividad» es lo que da prioridad a los beneficios económicos a corto plazo frente a la preocupación a largo plazo por el bienestar del planeta en el que nuestros hijos y nietos tendrán que vivir. Pero Génesis 1 nos recuerda que el resto de la Creación de Dios (y también nosotros, los humanos) estamos aquí para Él. Existe una comunidad de Creación, y cada parte alcanza su potencial y su máximo rendimiento sólo en correspondencia con otras partes, cuando cada una de éstas sigue la línea de los propósitos creadores que Dios tiene para ella.
Ciertamente, en Génesis 1:28 la creación del hombre y de la mujer va seguida del mandamiento de «ejercer dominio» sobre los peces, las aves y todo ser vivo. Pero, ¿qué significa este dominio?
En ocasiones, este texto se usa, inadecuadamente, para respaldar la idea del señorío masculino y la sumisión femenina, pero no es eso lo que dice el texto. Queda bastante claro que el «dominio» se concede a la criatura humana que ha creado Dios, tanto hombre como mujer.
Como veremos a continuación, hemos de comprender el tipo de dominio que los seres humanos deben ejercer a la luz de su estatus como representantes de Dios, a imagen de Dios (1:27). El capítulo 2 de Génesis nos presentará una imagen de la humanidad como administradores de una finca que es el mundo, que cultivan y protegen el Huerto de Dios. Por tanto, los hombres y mujeres deben ejercer dominio como representantes de Dios, y a la luz de la creatividad divina. Por consiguiente, no puede ser un dominio altanero y explotador, sino una administración responsable, un servicio eficaz, que admita que todas las cosas deben su existencia a Dios. Haremos bien en leer Génesis 1:28 a la luz del modo en que hemos descrito la energía creativa de Dios. Él es quien pone orden en el caos, y también el conservador y sustentador de su mundo. El «sometimiento» humano de la Creación supone tomar parte en todas estas facetas de la labor divina.
Si se entiende a los seres humanos como «reyes de la naturaleza», lo cual quizá esté implícito en el mandamiento de «ejercer dominio» sobre el resto de la Creación, esto sólo puede entenderse así a la luz del gobierno soberano de Dios, comprometido con el bienestar de sus súbditos, cuyas necesidades satisface con benevolencia. Por así decirlo, es «el Siervo Rey». También debemos ser «conservadores» y «sustentadores» del mundo, de manera que podamos cumplir el propósito divino de una comunidad de creación sometida a una interdependencia mutua. En el capítulo 2 a los animales se les considera compañeros del ser humano. Nuestro gobierno, como dice Moltmann, debe ser un «gobierno de paz». Si cambiamos la metáfora, podemos decir que también hemos de actuar como «comadrona» de la Creación que gime con dolores de parto, ayudando a nacer la nueva vida y fomentando las posibilidades de su existencia. Lamentablemente, «someter» se ha entendido a veces sólo como «dominar», y ha encasillado a los humanos en el papel no de siervos que ayudan, sino de señores que oprimen.
Una vez expresada esta advertencia, debemos volver ahora a la gran importancia que este capítulo concede al ser humano. De toda la amplia gama de seres creados, Dios llama a una especie para que sea distinta. El carácter especial del ser humano se describe como su «imagen y semejanza» a Dios.
6. La imagen divina (1:26–27)
Nos llevaría demasiado tiempo analizar las numerosas y diferentes interpretaciones que se han hecho de la expresión «a imagen de Dios». Se han escrito sobre ella libros enteros; se ha debatido si «imagen» y «semejanza» son sinónimos o se refieren a aspectos distintos de la vida y de la fe humanas; los católicos romanos y los protestantes la han abordado desde distintos puntos de vista; los luteranos, los barthianos, los niebuhrianos adoptan formas de pensar diferentes.
Quizá, si lo pensamos bien, esta diversidad no sea tan sorprendente. Y es que la expresión «a imagen de Dios» apunta a la siguiente pregunta: ¿qué significa ser plenamente humano? Sin lugar a dudas, la expresión «a imagen de Dios» tiene algo que ver con nuestra naturaleza humana, y es precisamente la complejidad que supone ser humanos, la diversidad y la distintividad de lo que significa ser hombres y mujeres en este mundo, lo que ha llevado a diversos autores a subrayar distintos aspectos de nuestra naturaleza.
Algunos comentaristas entendieron la palabra «imagen» en un sentido muy físico. Si Dios tuviera que venir a nosotros dentro de las limitaciones de este mundo físico, sería un ser humano. Otros contrastan la estatura que alcanza erguido un ser humano con la de otros animales, y sugieren que esto indica que somos distintos dentro del mundo animal. Muchos escritores analizan el significado de diversas cualidades morales, racionales y espirituales de los seres humanos, y sugieren que «a imagen de Dios» es otra manera de describir la moralidad, la racionalidad o la capacidad de relacionarse con Dios. Aún hay otros que vinculan esta expresión con las palabras que aparecen a continuación en el texto bíblico, sobre «ejercer dominio», y creen que la imagen de Dios se expresa en nuestro dominio humano, y en nuestra creatividad, en el resto del mundo físico. Hay un teólogo en concreto, Kart Barth, que concibe la imagen divina en términos de las palabras «varón y hembra», creyendo que la clave se encuentra en la complementariedad sexual. Otro piensa que lo que distingue a los seres humanos de cualquier otra criatura, y nos vincula a Dios, es nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, y de reflexionar sobre nuestra condición humana. Dios es el ser supremamente consciente de Sí mismo: llevar su imagen supone ser conscientes de nosotros mismos como sus criaturas.
En cierto sentido, como la parábola de los ciegos que intentaban describir un elefante recurriendo sólo al tacto, mientras cada uno de ellos tocaba sólo una pequeña parte del animal, todos los aspectos de lo que supone ser humano tienen su parte de verdad. Todos ellos, en cierto sentido, proyectan luz sobre el significado de la «imagen divina». Pero aún hay que decir algunas cosas más.
Muchas de las formas de abordar el tema de «la imagen de Dios» se centran en alguna capacidad de los seres humanos para ser o hacer determinadas cosas. Es decir, se subraya algo en nosotros, que podemos señalar y decir «aquí se percibe la imagen de Dios».
Como contraste, muchos especialistas en el Antiguo Testamento discreparían de este enfoque. Argumentarían que la imagen no es una cuestión que afecte para que las personas tengan una cualidad determinada, sino al hecho de que Dios ha creado a las personas como sus homólogos, y que los «seres humanos están creados de tal forma que su propia existencia está destinada a ser una relación con Dios». Según este punto de vista, la imagen no radica en algo que tengamos ni en algo que podamos hacer: se centra en una relación.
Antes que nada, tiene que ver con una relación concreta que Dios decide tener con los seres humanos, una relación en la que nos volvemos homólogos de Dios, sus representantes y su gloria en el mundo.
Intentaremos analizar de qué manera se percibe esta imagen desde la perspectiva del Nuevo Testamento. Sólo hay un ser humano concreto de quien se diga específicamente: «Él es la imagen del Dios invisible». El Nuevo Testamento deja clarísimo que, si queremos ver la verdadera «imagen de Dios» en este mundo, la descubrimos en Jesucristo. San Pablo habla de «la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios» y, antes, al referirse a que nos transformamos a semejanza de Cristo, usa la analogía de un espejo: «Pero nosotros todos…, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria».54 ¿Qué sugiere esta analogía del espejo? Podemos ver la imagen de un determinado objeto en un espejo si éste se encuentra en el ángulo correcto o, podríamos decir, si ambos mantienen la relación adecuada. Jesucristo refleja verdaderamente la naturaleza de Dios porque Él mantiene la relación de un Hijo con un Padre: es la imagen de Dios y su gloria en este mundo.
Por tanto, ser «a imagen de Dios», o quizá mejor «como la imagen de Dios», no consiste primariamente en nuestra capacidad de ser o hacer nada. Tiene que ver con la relación que Dios tiene con nosotros y, por derivación, con nuestra relación filial con el Padre. No radica en alguna característica que poseamos, sino en toda nuestra existencia. La verdadera humanidad se encuentra en la comunión personal con Dios, porque es en ella donde su gloria se refleja y donde se aprecia su imagen.
Ahora necesitamos analizar un poco más a fondo qué significa todo esto, observándolo, por así decirlo, desde la perspectiva ventajosa de nuestra fe cristiana.
1. El Dios al que hemos llegado a conocer y adorar en Jesucristo por medio del Espíritu Santo es una Trinidad de Personas en las que la creatividad amorosa y la comunión personal son sinónimas. Dios es «Ser en comunión» (tomando prestada una frase de John Zizioulas). Esto quiere decir que la comunión personal en amor entre Personas constituye el meollo básico de la imagen de Dios. Jesús es la imagen de Dios en este mundo, porque mantiene una relación de comunión amorosa con su Padre. Y reflejamos la imagen de Dios hasta el punto en que crezcamos en la comunión personal con Él y, por tanto, con nuestro prójimo. Algunos filósofos —John MacMurray, por ejemplo— dicen que hablar de «una persona» sólo puede tener sentido cuando hablamos de «personas en relación». Yo soy quien soy, igual que soy en mi relación contigo.
Esta idea se expresa con claridad en un libro que, creo yo, debería estar en las librerías de todos los hogares cristianos y en las listas de lectura de todas las universidades de Teología: es una obra de Margery Williams, The Velveteen Rabbit (El conejo aterciopelado):
El Conejo Aterciopelado se volvió hacia el viejo y sabio Caballo de Piel de la guardería, y le preguntó: «¿Qué es lo Real? ¿Quiere decir tener cosas en tu interior que emiten zumbidos y también una palanca?». El Caballo de Piel repuso: «Lo Real no tiene que ver con cómo estás hecho. Es algo que te sucede. Cuando un niño te quiere durante mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que REALMENTE te quiere, entonces te vuelves Real». «¿Y duele?», preguntó el Conejo. «A veces», contestó el Caballo de Piel, porque siempre decía la verdad. «¿Pasa de golpe o poco a poco?» «No, no pasa de golpe», le dijo el Caballo. «Te va cambiando. Es cuestión de mucho tiempo… Por lo general, cuando eres Real ya se te ha desprendido casi todo el pelo de tantos abrazos, y se te descuelgan los ojos, y tienes un aspecto más bien desaliñado…, pero, una vez seas Real, ya no puedes dejar de serlo. Dura para siempre».
Nos volvemos Reales mediante las relaciones afectivas.
Por supuesto, volveremos a este tema cuando hablemos de Génesis 2, cuando escuchemos a Dios decir que no es bueno que el hombre esté solo.
De pasada, cabe destacar que esta comprensión «relacional» de la imagen divina podría explicar hasta cierto punto el plural divino en Génesis 1:26: «hagamos…». Aunque, probablemente, sea un plural mayestático, muchos comentaristas cristianos también han detectado aquí un atisbo (que el autor de Génesis ignoraba) de lo que mucho más tarde se formuló como la doctrina de la Trinidad.
Por ejemplo, san Agustín dijo:
Cuando leo que tu Espíritu se cernía sobre las aguas, capto una tenue visión de la Trinidad que eres, mi Dios. Pues fuiste tú, el Padre, quien creó los cielos y la tierra en el principio de nuestra sabiduría — que es tu sabiduría, nacida de ti, igual a ti y, como tú, eterna— que está en tu Hijo… Aquí, por tanto, está la Trinidad, mi Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Creador de toda creación.
Independientemente de que Agustín tenga o no razón, no cabe duda de que es válido preguntarse con quién está hablando Dios cuando anuncia su firme resolución: «Hagamos…». La respuesta más probable es que esté «hablando consigo mismo», es decir, que se trate de una comunión entre el Verbo creador de Dios y el Espíritu creador de Dios, dado que, en ambos, el Ser de Dios se aprecia en sus obras creadoras. O quizá esté hablando con su corte celestial, cuyos miembros — como sugiere el libro de Job — ¡se unen a la estrella de la mañana en sus cánticos de alabanza!
2. El Conejo Aterciopelado nos lleva al segundo punto: la verdadera humanidad consiste en convertirse, no sólo en ser. Las relaciones tienen lugar a lo largo del tiempo. Mantener una relación con Dios es, como lo expresaba Westermann, «tener una historia» con Él. Por consiguiente, en cierto sentido, aunque es correcto hablar de Jesucristo como el verdadero Ser Humano, deberíamos hablar de nosotros mismos como humanos en evolución. Comprender la imagen de Dios primariamente en términos de una relación supone verla no sólo como un don de Dios (dado que Él nos llama a tener una relación consigo mismo), sino como una labor que hay que asumir, un destino que hay que alcanzar.
Como decíamos, si queremos contemplar claramente la imagen de Dios, debemos mirar a Jesucristo. Lo que vemos los unos en los otros es un reflejo poco claro, porque nuestra relación con Dios dista mucho de ser perfecta. La historia de la relación entre Dios y nosotros es una historia de perdón, regeneración y resurrección. La labor del discipulado cristiano se puede contar como la historia de la relación que Dios mantiene con nosotros durante el tiempo que vivimos, cuando por su gracia nos ayuda a recuperar «a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo». Por así decirlo, hablamos de un viaje hacia la cualidad de persona. Dios es la Persona real, que nos ama y nos ayuda a convertirnos en personas reales.
3. Ser hechos a imagen de Dios significa que los seres humanos representan a Dios en el mundo. Somos los apoderados de Dios, por así decirlo, en la comunidad de la creación. Moltmann lo expresa de la siguiente manera:
En su calidad de imagen y semejanza de Dios en el mundo, los seres humanos participan en tres relaciones fundamentales: gobiernan sobre las demás criaturas del mundo, como representantes de Dios y en su nombre; son la contrapartida de Dios en el mundo, aquellos con los que Él quiere hablar, y de quienes se espera que le respondan; y son la semejanza del esplendor de Dios, y su gloria en el mundo.
Los seres humanos son los únicos a los que se confiere este estatus: ni los ángeles ni los animales son creados a imagen de Dios. Por tanto, aquí detectamos una afirmación de la naturaleza especial de los seres humanos, que hemos de afirmar frente a las aseveraciones de algunos filósofos humanistas y algunos activistas extremos de los derechos de los animales, que consideran que este «especismo» (como ellos lo llaman) tan reprensible como cualquier otro –ismo (como el sexismo o el racismo), y quienes en ocasiones llegan a colocar los «derechos de los animales» por encima de la santidad de la vida humana. Génesis insiste en que es a los seres humanos a quienes Dios impone el deber y el privilegio de representarle en este mundo.
4. Existen determinadas capacidades humanas que forman parte de la creación de relaciones y de aprender a amar dentro de ellas, y no es de extrañar que éstas se hayan identificado a menudo con uno u otro aspecto de la imagen de Dios. Ciertamente, podemos anhelar ver a una persona sana, llena del Espíritu, fuerte, racional, moral, disfrutando y creciendo por medio de las relaciones que mantiene con otros, una persona en quien la imagen de Dios cada vez es más clara. Una de estas capacidades muy humanas — la racionalidad — es, como dijimos antes, un ingrediente básico en la empresa humana que llamamos ciencia. Existe una correspondencia entre nuestras mentes y el mundo ordenado que está fuera de nosotros que refleja un poco de la Racionalidad (el Logos) de Dios. Sin embargo, hemos de tener cuidado de no sugerir que el bebé que no es moralmente consciente (por no hablar ya del embrión dentro del vientre materno), así como la persona paralítica, la que padece cáncer o el anciano cuya racionalidad se va desvaneciendo, tienen una relación con Dios inferior debido a su incapacidad, sólo por el hecho de que no puedan hacer ciertas cosas. Porque la imagen es una tarea, no sólo un don, una historia y no sólo una condición. Es una labor y una historia que discurre por muchas fases, desde la vida fetal a la ancianidad, pasando por la primera infancia y la edad adulta, de la salud a la enfermedad, de la incapacidad a la capacidad y luego a la dependencia. Lo que importa no es la presencia de determinadas capacidades, sino el hecho de que Dios ha establecido con nosotros una relación particular.
5. Si la imagen de Dios tiene algo que ver con la comunión personal, quizá veamos ahora el sentido de que Barth vincule la imagen divina con la relación entre los sexos. Porque, como quedará claro en Génesis 2, la complementariedad, mutualidad y creatividad de la relación entre los sexos, varón y hembra, en la comunión personal, simbolizada y profundizada en la relación sexual, es uno de los aspectos más profundos de nuestra condición humana. Si la comunión personal en amor forma parte del significado de la relación varón-hembra, dada su expresión más íntima en el peregrinaje del matrimonio, entonces también esto participa del significado de la imagen de Dios.
6. Por último, en Génesis 1:28, la imagen de Dios en los seres humanos varón y hembra se vincula con la bendición de la capacidad reproductiva: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra». Esto supone un marcado contraste con los ritos de la fertilidad paganos, con los que los seres humanos intentaban convencer a los dioses de que fueran fecundos. La procreación significa, estrictamente, la creación «en beneficio de otro», en este caso de aquel que es amor, Dios mismo. Por tanto, la creatividad humana, y sobre todo, la capacidad procreadora del ser humano, forman parte del resultado, en nuestras historias, del amor creador de Dios en nosotros, su imagen. Así, toda la vida se entiende como regalo de Dios. Su bendición, como pasa con todas las bendiciones, no sólo confiere un don, sino también una misión.
Así, la creatividad humana expresa parte de la naturaleza de la creatividad divina y, como deja claro Génesis 1:28, ésta no sólo se encuentra en el proceso de ser fértiles y multiplicarse, sino también en someter la tierra y ejercer dominio sobre ella. A la luz de todo lo que hemos dicho sobre la imagen de Dios, ahora queda incluso más claro que «dominio» no puede entenderse como explotación, sino que debe plasmarse en el tipo de servidumbre facilitadora que conserva un entorno en el que puedan sentirse a gusto las personas que reflejan un poco de la naturaleza del amor y de la creatividad divinos. Génesis 1 pronto nos llevará a Génesis 2, donde se expresa en unos términos más íntimos el significado de la relación entre la humanidad y Dios, y entre ella y el resto del orden creado.
1:26. Hagamos al hombre a nuestra imagen: Algunos han visto en este pasaje, así como en el nombre plural de Dios (Elohim) (V. 1:1 y nota), una designación de la Trinidad, a lo menos, en germen (Terry, R. P. Smith). Pero creo que tenemos en este pasaje un ejemplo del pluralis majestatis, el nos del rey (comp. K y D). La doctrina de la Trinidad es una verdad cristiana, pero no se debe buscar en el primer capítulo del Génesis. Consúltese el capítulo sobre La Biblia como Revelación de Dios.
¿En qué sentido está hecho el hombre en la imagen de Dios? No es en un sentido físico o corporal, puesto que Dios es espíritu. Es más bien en un sentido espiritual y moral.
1:26–28. El escenario estaba puesto para la culminación de la obra creadora de Dios. Él dijo: “Hagamos al hombre”. Mucho antes de que los humanos pensáramos en Dios, él ya estaba pensando en nosotros y haciendo planes para que compartiéramos la vida con él, como miembros de su familia.
Dios abordó la creación de su criatura más alta de una forma diferente a cualquier otra cosa que hizo. Esta vez no dio simplemente la orden creadora: “¡Sea!” Antes de crear al primer ser humano, se comprometió en una solemne deliberación. El lector habrá notado los plurales (“Hagamos… a nuestra imagen… a nuestra semejanza”). El Nuevo Testamento deja bien claro que las tres personas de la Trinidad estaban participando en la obra de la creación. En el relato de la creación, Moisés utilizó un lenguaje consistente que armonizaría en todo con la información que Dios nos iba a revelar después sobre la pluralidad de las personas de la Deidad.
Dios estableció claramente cuál era su propósito al designar al hombre como su criatura superior. Habría de señorear sobre el resto de su creación, “en toda la tierra”. Este programa divino para la raza humana deja bien claro que las criaturas humanas de Dios no fueron otra especie de animal. La humanidad, hombres y mujeres, está claramente diferenciada de los animales, separada para una función diferente de la que el Creador les asignó a sus otras criaturas inferiores. El hombre fue destinado para administrar la tierra para Dios; todos los recursos de la tierra fueron colocados bajo su jurisdicción. Cuando Dios lo bendijo (Génesis 1:28) le mandó sojuzgar la tierra para gobernarla.
La caída en pecado modificó mucho el dominio del hombre sobre la creación de Dios; el mundo creado ya no está completamente subordinado al hombre pecador. Los animales lo atacan y lo matan; las aguas lo ahogan; y al final la tierra lo cubre. Pero la autorización de Dios de “¡llenad la tierra y sometedla!” nunca ha sido revocada.
“Y creó Dios al hombre a su imagen”. Resulta de particular interés que por tercera vez en este capítulo Moisés usó el verbo crear. Este verbo en hebreo se usa únicamente cuando Dios es el autor de la acción, y de una acción única y sin precedente. Moisés había empleado con anterioridad este verbo sólo al describir la creación divina del universo (1:1) y cuando los primeros seres vivientes se movieron por su voluntad (1:21). Aquí, este verbo especial se usa para describir la coronación y culminación de la obra creadora de Dios. Indiquemos otra vez que el verbo crear en sí mismo no implica solamente hacer algo de la nada. Dios utilizó un puñado de tierra para crear a Adán.
Con el objeto de preparar a sus primeras criaturas humanas para el gran mandato de administrar la tierra para él, Dios los hizo a su imagen, semejantes a él. Aquí está la evidencia fundamental de que la humanidad, a la que Dios creó, hombre y mujer, ocupa el lugar más importante de su creación. Algunos estudiantes de la Biblia han visto en la expresión “a la imagen de Dios” sólo una referencia a la humanidad del hombre, a la conciencia de sí mismo, o a su intelecto. Pero éste no es de ninguna manera el significado bíblico del término. (Aun después de que Adán y Eva cayeron en pecado y perdieron la imagen divina, retuvieron su personalidad humana y sus capacidades intelectuales.) La imagen de Dios tampoco puede describir su semblanza física, ya que Dios es espíritu. El Nuevo Testamento describe la imagen divina como un conocimiento especial, saber que de Dios provienen todas las bendiciones (Colosenses 3:10); describe la imagen divina como santidad, la ausencia de pecado (Efesios 4:24).
Para tratar de comprender el concepto de la imagen divina, puede ser útil describir el efecto que tuvo la imagen divina en la personalidad de Adán y Eva sobre su intelecto, emociones, y voluntad. A diferencia de la torpeza mental y la ignorancia con que nacemos, Adán y Eva, comprendían perfectamente con su intelecto lo que Dios quería que supieran. Mientras poseyeron la imagen de Dios, sus emociones estuvieron en armonía con las de Dios; encontraban en su Creador la máxima felicidad. Y a diferencia de la rebeldía con que nacemos, la voluntad de ellos estaba en completa armonía con la voluntad divina. Cada impulso y deseo de ellos concordaba con la buena voluntad del Señor. Creados a la imagen de Dios, fueron réplicas humanas de Dios.
Sabemos que esta bella relación se destruyó cuando Adán y Eva dudaron del amor divino, desobedeciendo el mandato de Dios y arrastrando a toda la humanidad en su caída. Todos sus descendientes, con una sola excepción, vinieron al mundo con una imagen pecaminosa: una mente ignorante del buen plan que Dios tiene para ellos, emociones que se gozan en cosas que desagradan a Dios, y una voluntad que se rebela contra la buena y misericordiosa voluntad de Dios. Sin embargo, el Nuevo Testamento nos trae las maravillosas noticias de que mediante la fe en Cristo se crea nuevamente la imagen de Dios en el pecador, restaurándose la preciosa relación que Adán y Eva una vez tuvieron con Dios.
Mientras vivimos en el mundo pecador, la imagen de Dios sólo se restaura parcialmente en nosotros mediante la fe. Esta nueva naturaleza que el Espíritu Santo crea en nosotros debe coexistir con la imagen pecaminosa que recibimos de nuestros padres. Sin embargo, Juan nos asegura: “Cuando él (Cristo) se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Cuando el creyente entre a la vida eterna, la imagen de Dios le será restaurada totalmente.
“Varón y hembra los creó”. Es significativo que inmediatamente después de esta declaración (que, de hecho, no se hace respecto de ninguno de los animales), Dios les otorgó a sus primeras dos criaturas humanas la bendición: “Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra”.
Jesús una vez se refirió a esta declaración en una conversación que tuvo con los fariseos. En esa conversación, Jesús dejó en claro que la procreación humana no es tan sólo un asunto biológico, el simple resultado de la unión de un hombre y una mujer. Como Dios lo ve, y como él quiere que lo veamos, la concepción humana y el nacimiento deben estar relacionados sólo con la unión marital de un hombre y de una mujer comprometidos de por vida. Las palabras de Jesús a los fariseos combinan citas de Génesis 1 y 2: “El que los hizo al principio, ‘hombre y mujer los hizo’ y dijo: ‘Por esto el hombre dejar y padre y madre y se unir y a su mujer, y los dos serán una sola carne’… Así que ya no son más dos, sino una sola carne; por tanto lo que Dios juntó que no lo separe el hombre” (Mateo 19:4–6). A diferencia de los animales, que se propagan por medio de apareamientos casuales, el Creador omnisciente ideó la reproducción humana como resultado del compromiso de por vida entre dos seres humanos en el matrimonio. El hecho de que en nuestra sociedad casi la mitad de los matrimonios terminen en divorcio no cambia el hecho de que Dios hizo evidentes sus intenciones. Y una cosa más está clara, Dios tendrá la última palabra en la historia del mundo actual, como tuvo la primera en la creación.
Es importante recordar que los primeros dos seres humanos no salieron de la mano de su Creador medio animales, sino como soberanos, con dominio irrestricto sobre toda la creación de Dios. Como, por el pecado, hemos perdido ese dominio, es difícil que apreciemos lo que significó para Adán y Eva. En el mundo pecaminoso en que vivimos, el dominio generalmente señala conquista y con frecuencia explotación. Los dos hijos perfectos de Dios no debían gobernar sobre toda la creación del Señor con el fin de dominarla o aprovecharse de ella, sino para protegerla y preservarla para Dios. En forma similar, los cristianos, los cuales se consideran mayordomos del medio ambiente natural, serán conscientes de los derroches y abusos de los recursos del mundo natural.
1:26–31. Función del ser humano. Si bien el enfoque del relato en su organización y función pueden tener similitudes con la perspectiva del antiguo Cercano Oriente, su razón de ser es muy diferente. En las perspectivas del antiguo Cercano Oriente los dioses crearon el mundo para sí mismo, pues era el ámbito para su regocijo y existencia. Los seres humanos fueron creados solo como un apéndice cuando los dioses necesitaron mano de obra esclava para ayudarles a proveer los recursos para la vida (como los canales de irrigación). En la Biblia, el cosmos fue creado y organizado para funcionar en beneficio de los seres humanos que Dios planeó como la pieza central de su creación.
1:26–31. Creación de la humanidad en los mitos del antiguo Cercano Oriente. En los relatos mesopotámicos de la creación toda una población completa de seres humanos fue creada ya civilizada, usando una mezcla de barro y sangre de un dios rebelde muerto. Esta creación se produjo como resultado de un conflicto entre los dioses y el que organizó el cosmos tuvo que derrotar a las fuerzas del caos a fin de producir orden en el mundo que había creado. El relato de Génesis describe la creación de Dios no como parte de un conflicto de fuerzas que se oponen sino como un proceso sereno y controlado.
1:26, 27. Imagen de Dios. Cuando Dios creó a los seres humanos, los puso a cargo de toda la creación. Los dotó de su propia imagen. En el mundo antiguo, se creía que una imagen llevaba la esencia de lo que representaba. La imagen del ídolo de una deidad, que es la misma terminología que se emplea aquí, debía ser usada en el culto a esa deidad porque contenía su esencia. Esto no sugiere que la imagen podía hacer lo mismo que la deidad ni que tenía su apariencia. Más bien, se pensaba que la obra de la deidad era cumplida por medio del ídolo. De manera similar, se consideraba que la obra de gobierno de Dios había de ser cumplida por los seres humanos. Pero eso no es todo lo que hay en la imagen de Dios. En Génesis 5:1–3 se hace un paralelo entre la imagen de Dios en Adán y la de éste en Set. Esto va más allá del comentario sobre las plantas y los animales que se reproducen según su especie, aunque ciertamente los hijos comparten las características físicas y la naturaleza básica (genéticamente) con sus padres. Lo que reúne la imaginería del ídolo y la del hijo es el concepto de que la imagen aporta la capacidad no sólo de servir en el lugar de Dios (pues su representante contiene su esencia) sino también de ser y actuar como él. Los instrumentos que él aporta para que puedan cumplir esta tarea incluyen la conciencia, la autocomprensión y el discernimiento espiritual. Las tradiciones mesopotámicas hablan de que los hijos son a la imagen de sus padres (*Enuma Elish) pero no hablan de que los seres humanos hayan sido creados a la imagen de Dios, aunque las Instrucciones de Merikaren de los egipcios sí identifican a la humanidad con las imágenes de los dioses que surgieron de su cuerpo. En Mesopotamia, un significado de la imagen se puede ver en la práctica de los reyes cuando establecían imágenes de sí mismos en los lugares donde querían establecer su autoridad. Más allá de eso, sólo son otros dioses los que son hechos a la imagen de dioses (ver el comentario sobre 5:3).
1:26 Hagamos. El uso del verbo en plural en este versículo parece apoyar lo dicho en otras partes de las Escrituras acerca de la función del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la creación (cp. coment. en el vers. 1). hombre. Esta palabra en hebreo (adam) es usada a veces como nombre propio (cp. 5:3), y también como nombre genérico para “humanidad.” El sentido genérico se expresa aquí por el verbo “ejercer” que está en plural en hebreo. imagen…semejanza. El concepto bíblico de la imagen de Dios en el hombre indica que el hombre de alguna manera refleja algunos de los atributos y características de su Creador. Pero esta imagen no puede ser semejanza física, pues Dios es Espíritu (Jn 4:24), sino la semejanza en el intelecto, las emociones, la voluntad y lo moral. Todas estas cualidades estarían determinadas por el hecho de conocer y obedecer la voluntad de Dios. La imagen de Dios en el hombre distingue a la humanidad del resto de la creación y le da una dignidad y valor no compartido por el resto de lo creado. El valor y la santidad de la vida humana están relacionados con la imagen de Dios en el hombre (cp. 9:6). La creación de la humanidad se presenta como el hecho cumbre del Creador. La dignidad y el significado de la vida humana se derivan del hecho de que Dios creó al hombre a imagen suya, (vers. 27) un poco menor que los ángeles y lo coronas de gloria y majestad (Sal 8:5). Cuando el hombre pecó (Gn 3), retuvo la imagen de Dios (Gn 9:6; Stg 3:9), pero perdió la imagen moral y el compañerismo con Dios (Ro 3:10–18; Ef 2:1, 5; 4:17–18; Col 2:13a). La imagen perdida es restaurada en Cristo (Ef 4:24; Col 2:13b; 3:10).
1:27 Creó…Dios. Tres veces en este vers. se dice que Dios creó al hombre. El ser humano no es producto de la evolución, lo que lo haría moralmente irresponsable, sino que él es creación directa de Dios, a quien moralmente es responsable y a quien tiene que dar cuenta.
26. Llegando ahora a la ultima etapa en el progreso de la creación, dijo Dios: Hagamos al hombre—palabras que muestran la peculiar importancia de la obra que estaba por hacerse, la formación de una criatura, que había de ser el representante de Dios, investida de autoridad y dominio como visible cabeza y monarca del mundo a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza—Esta es una distinción peculiar, cuyo valor aparece en el hecho de que las palabras se repiten dos veces. Y ¿en qué consistía esta imagen de Dios?—no en la forma recta o vertical o en las facciones del hombre, no en su inteligencia, porque a este respecto el diablo y los ángeles son muy superiores; no en su inmortalidad, porque no tiene, como Dios, una eternidad pasada como una futura, sino en las disposiciones morales de su alma, comúnmente llamadas justicia original (Ecclesiastés 7:29). Como la nueva criatura no es sino una restauración de esta imagen, la historia de la una arroja luz sobre la otra; y se nos informa que es renovada según la imagen de Dios en conocimiento, justicia y verdadera santidad (Efesios 4:24; Colosenses 3:10). 28
Vv. 26—28. El hombre fue hecho después de todas las criaturas: esto era tanto un honor como un favor para él. Sin embargo, el hombre fue hecho el mismo día que las bestias; su cuerpo fue hecho de la misma tierra que el de ellas; y mientras él está en el cuerpo, habita en la misma tierra con ellas. ¡No permita Dios que dándole gusto al cuerpo y a sus deseos, nos hagamos como las bestias que perecen! El hombre fue hecho para ser una criatura diferente de todas las que habían sido hechas hasta entonces. En él tenían que unirse la carne y el espíritu, el cielo y la tierra. Dios dijo: “Hagamos al hombre”. El hombre, cuando fue hecho, fue creado para glorificar al Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ese gran nombre somos bautizados pues a ese gran nombre debemos nuestro ser. Es el alma del hombre la que lleva especialmente la imagen de Dios. —El hombre fue hecho recto, Eclesiastés vii. 29. Su entendimiento veía clara y verdaderamente las cosas divinas; no había yerros ni equivocaciones en su conocimiento; su voluntad consentía de inmediato a la voluntad de Dios en todas las cosas. Sus afectos eran normales y no tenía malos deseos ni pasiones desordenadas. Sus pensamientos eran fácilmente llevados a temas sublimes y quedaban fijos en ellos. Así de santos, así de felices, eran nuestros primeros padres cuando tenían la imagen de Dios en ellos. ¡Pero cuán desfigurada está la imagen de Dios en el hombre! ¡Quiera el Señor renovarla en nuestra alma por su gracia!
(6) El sexto día, 1:24–31. Nuevamente la tierra participa en la creación de animales, proveyendo las condiciones y los elementos necesarios para la vida. Se los agrupan en tres categorías: animales domésticos o ganado, animales que se arrastran o reptiles y animales silvestres o de la tierra. Estos grupos representan la totalidad de animales terrestres y son clasificados por especies, aunque no se determina una cantidad específica. Termina la creación de lo no humano. Todo lo creado hasta ahora es en preparación a la creación y sustento del hombre en quien de aquí en adelante la revelación bíblica se ocupará en forma especial.
En este relato, se describe a la creación de la humanidad completa, su identidad específica, lugar y propósito en el universo. En 2:4 y 18–23 se describe en forma más detallada e íntima la creación del hombre y la mujer.
Primero se anuncia la decisión y participación de la divinidad toda (Juan 1.1-3; 6:63) de crear al hombre, consistente con la enseñanza bíblica de un Dios trino. Segundo, su identidad y relación especial con Dios (a imagen y semejanza) que lo distingue de todos los otros seres vivientes. Por último su propósito: para ejercer dominio sobre lo creado en tierra, mar y aire. Se aclara que Dios crea al hombre y a la mujer dando así origen a la humanidad completa. Ambos fueron creados a imagen y semejanza, pero con diferenciación sexual. Tres veces se usa el verbo creó, reservado exclusivamente para la actividad creadora de Dios.
La segunda parte de la obra del sexto día se refiere a la creación del hombre.
I. El hombre fue hecho el último de todas las criaturas, para que no pudiese sospecharse que pudo ser, de algún modo, un ayudante de Dios en la creación del mundo. Con todo, fue un honor y un favor para él haber sido hecho el último: un honor, por cuanto el método de la creación fue un avance desde lo menos perfecto hasta lo más perfecto; y un favor, porque no estaba bien que fuese hospedado en un palacio designado para él hasta que dicha mansión estuviese completamente acondicionada y amueblada para recibirle. El hombre, tan pronto como fue creado, tuvo delante de sí toda la creación visible, tanto para contemplarla como para sacar provecho de ella.
II. La creación del hombre fue una señal más importante y un acto más inmediato del poder y de la sabiduría de Dios que la de las otras criaturas. Hasta ahora, Dios había dicho: «Sea la luz», y «Haya expansión», y «Produzca la tierra o las aguas» tal cosa; pero ahora la voz de mando se vuelve en voz de consulta y deliberación, «Hagamos al hombre, por cuya causa fueron hechas el resto de las criaturas: ésta es una obra que tenemos que tomar a pecho». En los otros casos, Dios habla como quien tiene autoridad; en éste, como quien siente un profundo afecto, como si dijera: «Habiendo tomado ya las medidas preliminares, pongamos ahora manos a la obra: hagamos al hombre». El hombre tenía que ser una criatura diferente de todas las que habían sido hechas hasta ahora. Carne y espíritu, cielo y tierra, deben ser juntados en él y debe ser hecho aliado de ambos mundos. Y, por eso, no sólo es Dios mismo el que se encarga de hacerlo, sino que le place expresarse como si llamase a consejo para considerar el asunto de hacer al hombre: Hagamos al hombre. Las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, consultan sobre esto y convienen en ello. Dejemos que gobierne al hombre el que dijo: Hagamos al hombre.
III. Que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios contiene dos palabras que expresan la misma cosa y ponen mayor expresión la una en la otra; imagen y semejanza denotan la imagen más semejante. Aun así, hay entre Dios y el hombre una distancia infinita. Sólo Cristo es la imagen verdaderamente expresiva de la persona de Dios, como Hijo del Padre, que tiene la misma naturaleza. Sólo algo del honor de Dios ha sido puesto en el hombre, quien es imagen de Dios como la sombra en el espejo, o la imagen del rey impresa en la moneda. La imagen de Dios en el hombre consiste en estas tres cosas: 1. En su naturaleza y constitución, no del cuerpo (pues Dios no tiene cuerpo), sino de su alma. Es cierto que Dios ha puesto en el cuerpo del hombre el honor que significa el que el Verbo se haya hecho carne, que el Hijo de Dios se haya vestido de un cuerpo como el nuestro y vestirá en breve al nuestro con una gloria como la del suyo. Pero es el alma, la excelsa alma del hombre, la que especialmente lleva la imagen de Dios. El alma del hombre, considerada en sus tres facultades específicas: entendimiento, voluntad y facultad activa, es quizás el más brillante y claro espejo de la naturaleza, donde se puede ver a Dios. 2. En su lugar y autoridad: Hagamos al hombre a nuestra imagen … y señoree. Al ostentar el dominio sobre las criaturas inferiores, es como si fuera el representante de Dios, o virrey en la tierra. Con todo, el gobierno de sí mismo mediante el albedrío de su voluntad comporta una mayor participación de la imagen de Dios que la que supone el gobierno de las demás criaturas. 3. En su pureza y rectitud. La imagen de Dios en el hombre va también revestida de rectitud y santidad (Ef. 4:24; Col. 3:10). Así de santos, así de felices eran nuestros primeros padres al llevar la imagen de Dios sobre sí.
IV. El hombre fue hecho varón y hembra, y bendecido con la bendición del fruto y de la multiplicación. Dijo Dios: Hagamos al hombre, e inmediatamente añade: Y creó Dios al hombre, llevó a cabo lo que había resuelto. En nosotros, el decir y el hacer son dos cosas distintas, pero no lo son en Dios. Parece que del resto de las criaturas, Dios hizo muchas parejas, pero del hombre, ¿no hizo sólo una? Y de aquí saca Cristo un argumento contra el divorcio (Mt. 19:4–5). Nuestro primer padre, Adán, quedó confinado a una sola esposa; y, si la hubiese repudiado, no había otra con quien casarse, lo cual insinuaba claramente que el vínculo del matrimonio no se había de disolver a placer. Dios hizo solamente un varón y una hembra, para que todas las naciones del mundo pudiesen reconocerse como hechas de una misma sangre, descendientes de una misma estirpe, y ser incitados por ello a amarse los unos a los otros. Les dio: 1. Una cuantiosa herencia: Llenad la tierra, esto es lo que se otorga a los hijos de los hombres. Fueron hechos para habitar sobre toda la faz de la tierra (Hch. 17:26). Éste es el lugar en que Dios ha puesto al hombre para ser un novicio que promocione a un estado superior. 2. Una familia numerosa y perpetua, destinada a disfrutar de dicha herencia.
V. Dios concedió al hombre después de crearle, dominio sobre las criaturas inferiores, sobre los peces del mar y sobre las aves del aire. Aunque el hombre no tiene que proveer para ninguno de ellos, tiene poder sobre todos ellos. Con ello, Dios decidió dar honor al hombre. La providencia de Dios continúa proveyendo a los hijos de los hombres de cuanto es necesario para la seguridad y el mantenimiento de sus vidas.