Creencia que se refleja en la conducta: Primera parte
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19 Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse;20 porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios.21 Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas.
Aquí Santiago presenta una tercera prueba de un verdadero creyente.
La primera fue su respuesta a las pruebas (Santiago 1:2-12).
La segunda fue su respuesta a la tentación (Santiago 1:13-18).
La tercera es su respuesta a la verdad revelada en la Palabra de Dios (Santiago 1:19-27).
Cuando el verdadero discípulo oye la Palabra de Dios, siente algo especial por su verdad y un deseo en su corazón de obedecerla. Una de las evidencias más confiables de la salvación genuina es ese anhelo por la Palabra de Dios ( Sal. 42:1 ).
En Santiago 1:19-27, Santiago fija su atención en dos verdades principales relacionadas con esta evidencia.
En primer lugar, la fe salvadora se caracteriza por una debida aceptación de la Biblia como la Palabra de Dios (Santiago 1:19-21).
En primer lugar, la fe salvadora se caracteriza por una debida aceptación de la Biblia como la Palabra de Dios (Santiago 1:19-21).
En segundo lugar, se evidencia por una correcta reacción a la Palabra, que se refleja en una vida de obediencia.
El presente capítulo trata acerca del primer elemento; el capítulo 7, acerca del segundo.
Así como a un niño recién nacido no hay que enseñarle su necesidad de la leche materna, al niño recién nacido de Dios no hay que enseñarle su necesidad de la Palabra de Dios, su comida y bebida espiritual.
“Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn. 8:31). El genuino discípulo se evidencia por una obediencia constante a las Escrituras.
Jesús advirtió: “Mirad lo que oís; porque con la medida con que medís, os será medido” (Mr. 4:24; cp. Lc. 8:18).
Los verdaderos discípulos de Jesucristo deben prestar atención a lo que oyen y leen, analizando cada idea, cada principio y cada norma a la luz de la infalible y soberana autoridad de la Palabra de Dios.
Sin embargo, los creyentes no estamos abandonados solo a los límites de nuestra propia diligencia y comprensión, sino que estamos capacitados por la presencia interior del Espíritu Santo de Dios para interpretar acertadamente lo que oímos a la luz de la Palabra. “A vosotros”, nos asegura el Señor, “os es dado saber los misterios del reino de los cielos…. Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen” (Mt. 13:11, 16; Mt. 19:11 ).
Pablo también nos asegura que “no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido… el espiritual juzga todas las cosas” (1 Co. 2:12, 15; 9-10 ).
Cuando nuestra fe es verdadera, estamos relacionados con el Dios vivo, de quien fluye hacia nosotros la vida y el poder sobrenatural que nos hace sensibles a su Palabra.
El salmista afirmó: “Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan en la ley de Jehová… Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos… Me he gozado en el camino de tus testimonios más que de toda riqueza” (Sal. 119:1, 10, 14).
Los verdaderos creyentes:
aman la Palabra de Dios,
y su mayor gozo es comprenderla
y cumplirla
y en consecuencia agradar a su Señor.
También dijo Jesús:
El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió (Jn. 14:21-24; Jn. 15:7; 17:6, 17).
La persona que está relacionada con Cristo mediante la fe salvadora, responde gozosa a su Palabra.
Por el contrario, la persona que no tiene interés en escuchar, mucho menos de obedecer a la Palabra de Dios, muestra evidencia de que no pertenece a Él.
“Si permanecéis en mí”, prometió Jesús, “y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Jn. 15:7-8).
En su primera carta, Juan escribe: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Jn. 3:10; 1 Jn. 2:24; 3 Jn. 11).
LOS IMPIOS RECHAZAN EL EVANGELIO Y LA PALABRA DE DIOS.
Debido a la profundidad de la Biblia y sus convincentes verdades, ellos por naturaleza se rebelan contra ella, ya que pone al descubierto su carácter pecaminoso, su naturaleza perdida y su condenación por parte de Dios.
Los incrédulos rechazan finalmente el evangelio junto con el resto de la Palabra de Dios. Rechazan su verdad con la mente y con el corazón. Por consiguiente: “Lejos está de los impíos la salvación, porque no buscan tus estatutos” (Sal. 119:155).
Jesús atacó a sus enemigos, diciéndoles sin ambigüedad: “Procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros… ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra… El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios” (Jn. 8:37, 43, 47; Jn. 10:26-27 ).
La creencia en la Palabra de Dios y la fe en Jesucristo son inseparables.
El creer en una es creer en el otro; y el no creer en una es no creer en el otro. De modo que la mente y el corazón del creyente reciben la verdad de Dios y se someten a ella.
No es que los creyentes podamos sencillamente sentarnos y pasivamente comprender, apreciar y aplicar estas verdades sin una determinación y esfuerzo sinceros. Así como el Señor no nos salvó sin que primero confiáramos en Él, tampoco bendice nuestra vida como creyentes y nos da desarrollo espiritual sin nuestra constante confianza en Él.
Y como la Palabra fue el poder de nuestro nuevo nacimiento, y es el poder de nuestra vida nueva.
Por consiguiente, Santiago revela tres actitudes necesarias para que el creyente reciba de forma adecuada la Palabra de Dios:
1. disposición de recibirla con obediencia (Stg. 1:19-20 ),
2. con pureza ( Stg. 1:21a )
3. y con mansedumbre (Stg. 1:21b ).
1. DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON OBEDIENCIA
1. DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON OBEDIENCIA
Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse; porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios. (Stg. 1:19-20).
Por esto alude a las verdades expresadas:
En primer lugar, la verdad general del poder de la Palabra para regenerar a los creyentes en la iglesia primitiva y convertirlos en criaturas totalmente nuevas; y,
En segundo lugar, la verdad adicional y maravillosa de que aquellos creyentes llegaron a ser, en realidad, “primicias de sus criaturas” (v. 18).
Gracias a la enseñanza del apóstol, así como por su experiencia propia, sabían lo que era ser transformados por la incorruptible simiente de la Palabra y recibir vida eterna en la propia familia de Dios, como sus propios hijos (cp. 1 P. 1:23-25).
En este punto, Santiago hace una clara transición en el énfasis. Como hemos experimentado el poder transformador de Dios y hemos llegado a ser nuevas criaturas, debemos someternos siempre a su Palabra, permitiéndole que continúe su obra divina en nuestra vida y a través de nuestra vida.
SANTIAGO PONE SU ATENCIÓN EN EL PODER DE LA PALABRA DE DIOS en la vida del creyente.
En Santiago 1:18, a las Escrituras se les llama “la palabra de verdad”; en el Santiago 1:21 , “la palabra implantada”; en el Santiago 1:22 , sencillamente “la palabra”; en el Santiago 1:23 , de forma figurada, como “espejo”; y en el Santiago 1:25 , “la perfecta ley, la de la libertad”.
La Biblia no solo se les da a los hombres para salvación, sino que también es “inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Ti. 3:16-17).
Al estar escuchando continuamente y fielmente de la Palabra, nuestro corazón, se siente estimulado a obedecer la Palabra con una entrega voluntaria a sus enseñanzas y verdades.
Exclamamos al igual que David que “la ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos” (Sal. 19:7-8). “Por heredad he tomado tus testimonios para siempre”, escribe otro salmista, “porque son el gozo de mi corazón” (Sal. 119:111).
“Por esto mis amados hermanos” Santiago 1:19 Al dirigirse a sus lectores como mis amados hermanos, Santiago indica claramente su profunda compasión y preocupación por ellos.
EL AMOR DE SANTIAGO PARA ENSEÑAR LA PALABRA DE DIOS
Como todo maestro cristiano prudente, no está simplemente tratando de convencer la mente de ellos de forma simplemente intelectual, sino que también está tratando de alcanzar el corazón de ellos. El afecto que siente por ellos y la obligación que tiene hacia ellos, son igualmente fuertes. Pocas cosas pueden hacer el trabajo de un maestro más eficaz que un amor genuino por aquellos a quienes enseña.
El amor puede derribar barreras, intelectuales y espirituales, que no derribarían hechos y razones. Y sin que importe cuán bien pueda la mente entender y reconocer una verdad, será de muy poco beneficio espiritual al creyente o al reino si el corazón no se siente motivado a abrazarla y someterse a ella personalmente.
En la segunda parte del versículo SANTIAGO 1:19 , Santiago da tres mandatos importantes para que el creyente esté dispuesto a recibir la Palabra de Dios con obediencia.
En la segunda parte del versículo SANTIAGO 1:19 , Santiago da tres mandatos importantes para que el creyente esté dispuesto a recibir la Palabra de Dios con obediencia.
Con los tres pudiéramos engañarnos pensando que son sencillos.
19 Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse;
DEBEMOS ESTAR ATENTOS AL ESCUCHAR O LEER LA PALABRA DE DIOS.
En primer lugar, debemos ser [prontos] para oír, es decir, debemos oyentes atentos, asegurándonos de prestar atención a fin de captar bien el mensaje.
En primer lugar, debemos ser [prontos] para oír, es decir, debemos oyentes atentos, asegurándonos de prestar atención a fin de captar bien el mensaje.
“Aun el necio, cuando calla, es contado por sabio”, observa el escritor de Proverbios, “el que cierra sus labios es entendido” (Pr. 17:28).
En otra parte pregunta retóricamente: “¿Has visto hombre ligero en sus palabras? Más esperanza hay del necio que de él” (Pr. 29:20). En cualquier campo del conocimiento aprendemos escuchando, no hablando (cp. Sal. 119:11; 2 Ti. 2:15).
La exhortación de Santiago es a que los creyentes aprovechen cualquier oportunidad de aumentar el tiempo en el que están en contacto con las Escrituras, para aprovechar cada ocasión privilegiada de leer la Palabra de Dios o escucharla fielmente predicada o enseñada.
El deseo sincero y anhelante por tal aprendizaje es una de las señales más seguras de un verdadero hijo de Dios.
Esto es lo que hace un verdadero creyente:
1. Cuando es especialmente bendecido, acude a la Palabra para buscar pasajes de acción de gracias y alabanza.
2. Cuando está en problemas, busca palabras de aliento, bienestar y fortaleza.
3. En tiempos de confusión, busca palabras de sabiduría y dirección.
4. Cuando es tentado, busca las normas de Dios de pureza y justicia, por poder para resistir. La Palabra es la fuente de liberación de las tentaciones y las pruebas.
Llega a ser el amigo más bien recibido, no solo por las situaciones de las que nos libra, sino también por la bendición que nos presenta: “Una comunión gloriosa, íntima y amorosa con nuestro Señor celestial”.
De forma periódica, cada cristiano debe hacer un inventario personal con relación a su hambre y sed por la Palabra de Dios.
Debe preguntarse con sinceridad: “¿Está de veras mi delicia, como la del salmista, en la ley del Señor; y medito en ella de día y de noche?” (cp. Sal. 1:2); y: “¿Si dejamos de leer la Biblia antes que comience el día, notamos la diferencia en el día y en nosotros mismos?”
DEBEMOS CREAR UNA DISCIPLINA PARA LEER LAS ESCRITURAS.
J. A. Motyer ha escrito:
Pudiéramos preguntarnos por qué el siempre práctico Santiago no procede a bosquejar esquemas de lectura bíblica diaria o algo semejante, porque de seguro esas son las formas en las que ofrecemos un oído presto a escuchar la voz de Dios. Pero él no nos ayuda de esta manera. Más bien, él profundiza más, porque hay poco valor en los esquemas y en el tiempo que dediquemos, si no tenemos un espíritu dispuesto. Es posible ser indefectiblemente puntuales en la lectura bíblica, pero lograr solamente haber quitado el marcador de libros: esta es una lectura desligada de un espíritu dispuesto. Se lee la Palabra, pero no se escucha. Por otra parte, si podemos desarrollar un espíritu dispuesto, esto nos incitará a crear tales condiciones, un método adecuado para leer la Biblia, una disciplina con relación al tiempo y así sucesivamente, por las cuales el espíritu se encontrará satisfecho al escuchar la Palabra de Dios. (J. A. Motyer, The Message of James [El mensaje de Santiago] [Downers Grove, Ill.: InterVarsity, 1985], 64-65)
El verdadero creyente se caracterizará por tal espíritu dispuesto que encontrará la forma de estar en contacto con las Escrituras regularmente, no con el objetivo de cumplimentar un tiempo designado para el devocional, sino para crecer en el conocimiento, comprensión y amor de la verdad, y a través de esto y por encima de esto, crecer en el conocimiento, comprensión y amor del Señor mismo.
Se sentirá deseoso de asistir a las predicaciones y estudios de la Biblia, para que su mente y corazón puedan una vez más estar en contacto con la verdad de Dios.
Estará deseoso, en el día del Señor, de tener comunión con sus hermanos en Cristo y de adorarlo a Él.
En segundo lugar, el creyente que voluntariamente recibe la Palabra con obediencia, debe ser tardo para hablar.
En segundo lugar, el creyente que voluntariamente recibe la Palabra con obediencia, debe ser tardo para hablar.
Esta característica acompaña a la primera. Usted no puede escuchar cuidadosamente mientras está hablando o incluso mientras está pensando lo que va a decir. Muchos debates no rinden fruto alguno por la sencilla razón de que todas las partes están prestando mayor atención a lo que quieren decir que a lo que los otros están diciendo.
En este contexto, por lo tanto, parece que tardo para hablar incluye el concepto de ser cuidadoso de no estar pensando en nuestras propias ideas, mientras otra persona está tratando de expresar las de Dios.
No podemos en realidad escuchar la Palabra de Dios cuando nuestra mente está concentrada en nuestros propios pensamientos. Necesitamos guardar silencio, tanto en nuestro interior como en nuestro exterior.
Sin embargo, la idea fundamental aquí es que, cuando llega el tiempo apropiado para hablar, se debe considerar cuidadosamente lo que se dice. Cuando hablamos para el Señor, debemos tener la gran preocupación de que lo que digamos no solo sea verdad, sino que lo digamos de forma tal que edifique a los que escuchan y glorifique al Señor para quien hablamos. Debemos procurar cada oportunidad de leer la Palabra, de escucharla cuando se predica o se enseña y de analizarla con otros creyentes que aman, honran y buscan obedecerla.
Al mismo tiempo, debemos ser cautelosos, pacientes y cuidadosos cuando tenemos la oportunidad de predicarla, enseñarla o explicarla a otros. Sin duda por esa razón Santiago advierte después: “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación” (Stg. 3:1).
Después de muchos años de predicar y enseñar la Palabra, debo confesar que, aunque el ejercicio de la predicación es la manifestación de mi don espiritual y sin duda da gran satisfacción, no puedo sinceramente decir que saboreo el predicar y el enseñar, o que me complazco con eso. No me precipito al púlpito con todo tipo de euforia o gozo personal. Siempre hay cierta resistencia en mi corazón, no una resistencia a cumplir mi llamamiento, sino una basada en el gran peso de responsabilidad de usar acertadamente y proclamar la verdad de Dios (2 Ti. 2:15).
Según uno de sus biógrafos, cuando al gran reformador y teólogo escocés Juan Knox se le llamó por primera vez a predicar, “se deshizo en abundantes lágrimas y se retiró a su cámara. Su semblante y comportamiento desde aquel día hasta el día que tuvo que presentarse ante el lugar público de predicación, declaraban de forma suficiente el aprieto en el que se hallaba su corazón” (William Barclay, The Letters to Timothy, Titus, and Philemon [Las cartas a Timoteo, Tito y Filemón] [Filadelfia: Westminster, 1975], 50).
CUIDADO CON LA LENGUA
Cuando un joven le pidió a un famoso orador romano que le enseñara el arte de hablar en público, el joven continuó con un incesante caudal de vana palabrería que no dio oportunidad al gran maestro de interponer una palabra. Cuando finalmente llegaron al punto en el que iban a hablar de los honorarios, el orador le dijo: “Joven, a fin de darte clases de oratoria, tendré que cobrarte el doble”. Al preguntarle por qué, le explicó: “Porque tendré que enseñarte dos técnicas: La primera, cómo sujetar tu lengua; la segunda, cómo usarla”.
Es trágico cuando a los nuevos convertidos, sobre todo a personas de renombre, se les anima de inmediato a que comiencen a hablar en público, no simplemente para dar testimonio de su salvación, sino para que comiencen a dar consejos acerca de otros aspectos de la doctrina y la práctica cristiana, para lo cual no están bíblicamente preparados ni tienen experiencia alguna. Esto no solo tiende a fomentar el orgullo y una falsa confianza en el nuevo creyente, sino que casi inevitablemente ofrece ideas superficiales y a menudo erróneas y espiritualmente peligrosas, a aquellos que los escuchan.
Muy consciente de ese peligro, Pablo le advirtió a Timoteo que un obispo, o anciano, no debía ser un “neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo” (1 Ti. 3:6). Más adelante en esa carta añade: “No impongas con ligereza las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos” (1 Tim. 5:22; cp. Ez. 3:17-18; Hch. 20:26-28; He. 13:17).
A juzgar por Santiago 1:26 y Santiago 3:1, algunos creyentes de las iglesias a los que Santiago escribió acostumbraban a decir y a enseñar lo primero que les viniera a su mente, sin pensar cuidadosamente en eso o comprobarlo con las Escrituras. Muchos de los presuntos maestros quizás eran sinceros pero con pobre enseñanza y preparación. Algunos eran orgullosos y arrogantes (vea 4:6) y disfrutaban al escuchar su propia voz y cuando los consideraban maestros y líderes. Algunos, que estaban descontentos, eran dados a criticar y pleitear unos con otros (Santiago 3:14; 4:1-2, 11; 5:9). Y, aunque Santiago no menciona específicamente el problema, parece que también había falsos maestros incrédulos que estaban engañosamente socavando la doctrina y la fe de los miembros de la iglesia, causando gran confusión y daño.
El hombre de Dios a quien Dios ha ungido para predicar su Palabra es compelido a hacerlo con disposición y gozo. Pero también ha de hacerlo con una sensación de temor reverente, asegurándose siempre, por medio de un estudio cuidadoso y paciente, preparación y oración, que no dice nada en el nombre de Dios que no refleje exactamente su Palabra.
En tercer lugar, el creyente que voluntariamente recibe la Palabra con obediencia debe ser tardo para airarse.
En tercer lugar, el creyente que voluntariamente recibe la Palabra con obediencia debe ser tardo para airarse.
El enojo es una emoción muy natural que es casi una respuesta automática, incluso para los creyentes que no están preparados espiritualmente, a casi cualquier cosa o persona que causa daño o desagrada.
Orgē (ira) NO se refiere a un arranque explosivo de nuestro temperamento, sino a un resentimiento interior y profundo que se agita y arde, muchas veces sin que otros lo noten. Por consiguiente es una ira de la que solo conocen el Señor y el creyente, y un peligro extraordinario, ya que puede hospedarse privada y secretamente.
En este contexto, Santiago parece estar refiriéndose en particular a airarse ante una verdad en la Palabra que disgusta, que confronta el pecado o entra en conflicto con una creencia personal, norma o conducta muy apreciada.
IRA Se refiere a una disposición hostil a la verdad de las Escrituras cuando esta no se corresponde con nuestras propias convicciones, manifestadas, aun cuando solo interiormente, contra aquellos que enseñan fielmente la Palabra.
Como se ha observado, el airarse se refleja también en el descontento y contienda general en algunas de las congregaciones a las que escribió Santiago. “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?”, pregunta él. “¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis” (Santiago 4:1-2).
Las personas deseaban que los demás confirmaran sus propias opiniones, aprobaran sus caminos y aceptaran sus propios gustos y aversiones por otros.
La terquedad era suprema, la hostilidad personal, incontrolada y el daño espiritual, enorme. En vez de trabajar juntos con amor a favor de los demás, luchaban unos contra otros para seguir en sus caminos, a pesar de las consecuencias para la Iglesia de Cristo o para su propio bienestar espiritual.
¿Te enojas cuando escuchas la verdad?
Pero aquí el énfasis de Santiago parece estar en aquellos que escuchan la verdad y se resienten cuando esta pone al descubierto sus falsas ideas y su modo impío de vivir.
Pablo les preguntó a los creyentes de Galacia: “¿Me he hecho, pues, vuestro enemigo, por deciros la verdad?” (Gá. 4:16). En la mente de algunos miembros de la iglesia, la respuesta sin dudas era “sí”. En realidad, el que Pablo les dijera constantemente la verdad de Dios, sin hacer concesiones ni omisiones, era la cosa mejor y de más ayuda que pudiera hacer por ellos. Es la cosa mejor y de más ayuda que alguien puede hacer por otros.
Pero a lo largo de la historia de la iglesia, en realidad, a lo largo de la historia de la humanidad caída, incluso los creyentes se han ofendido por la verdad de Dios y con el mensajero que la trajo. Por lo tanto, a veces un pastor debe ser estricto al desafiar y reprender ese resentimiento. “Mas algunos están envanecidos”, le dijo Pablo a la iglesia de Corinto, “como si yo nunca hubiese de ir a vosotros. Pero iré pronto a vosotros, si el Señor quiere, y conoceré, no las palabras, sino el poder de los que andan envanecidos. Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder. ¿Qué queréis? ¿Iré a vosotros con vara, o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Co. 4:18-21).
De una forma similar, pero de algún modo menos específica, Santiago estaba tratando de contener y anular el resentimiento personal y la hostilidad que plagaban a algunas, tal vez a todas, las iglesias adonde con el tiempo llegaría su carta. Muchos de los creyentes en esas iglesias habrían estado bajo su cuidado pastoral en Jerusalén antes de que la iglesia fuera esparcida luego del martirio de Esteban (vea Hch. 8:1; 11:19).
Por supuesto que hay una ira justa, una indignación santa contra el pecado, Satanás y todo lo que deshonra al Señor o arremete contra su gloria. Jesús estaba intensamente enojado cuando vio la casa de su Padre, el santo templo en Jerusalén, convertido en “casa de mercado”y expresó su ira dos veces al expulsar a los responsables por la profanación (Jn. 2:14-16; cp. Mt. 21:12-13). Pero el airarse, el amargarse y el resentirse nunca pueden servir a la causa de Cristo, Stg. 1:20 “ya que la ira del hombre no obra la justicia de Dios”, es decir, no logra lo que es bueno ante los ojos de Dios. Eso es sobre todo cierto cuando la hostilidad es contra la verdad de la Palabra de Dios, ya que en realidad es contra Dios mismo.
DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON PUREZA
DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON PUREZA
Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, (Stg. 1:21a)
Como se analizará ampliamente en la sección siguiente, el verbo principal de esta oración es recibid. Y como este verbo (dechomai), así como el participio relacionado (de apotithēmi, desechando), están en tiempo aoristo, se sobreentiende que la acción del participio precede la del verbo principal.
En otras palabras, desechando [más literalmente, “habiendo puesto a un lado“] toda inmundicia y abundancia de malicia, es una condición por recibir la palabra implantada.
DESPOJAOS DE NUESTRA VIEJA NATURALEZA..
Antes que la Palabra de Dios pueda producir su justicia en nosotros, debemos desechar el pecado de nuestra vida que está entre nosotros y esa justicia.
Pablo emplea la misma figura varias veces en sus cartas. Exhorta a los creyentes de Éfeso: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:22-24).
A los cristianos de Colosas les dice: “Pero Ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Col. 3:8-10).
El escritor de Hebreos dice: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (He. 12:1).
De igual manera, Pedro escribe: “Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación” (1 P. 2:1-2).
Inmundicia traduce rhuparia, que se refiere a cualquier tipo de profanación o impureza moral.
Está estrechamente relacionada con un término empleado para describir la cerilla en el oído, la que deteriora la audición y es por lo tanto, muy apropiado en este contexto.
La inmundicia moral es una barrera muy seria para poder escuchar claramente y comprender la Palabra de Dios.
La inmundicia moral es una barrera muy seria para poder escuchar claramente y comprender la Palabra de Dios.
Malicia viene de kakia, que denota maldad moral y corrupción en general, en especial en cuanto a la intención. Pertenece al pecado que es deliberado y determinado.
Puede residir en el corazón durante mucho tiempo antes de que se exprese exteriormente, y en realidad pudiera nunca expresarse exteriormente.
Incluye, por lo tanto, los muchos pecados “ocultos”que solo conocen el Señor y la propia persona. En este contexto perisseria tiene la idea de abundancia o “predominio” de malicia.
NOTA: La idea aqui es de:
confesar,
arrepentirse
y eliminar todo vestigio y rasgos de maldad que corrompen nuestra vida,
Estas cosas disminuyen el hambre por la Palabra y oscurecen nuestra comprensión.
Cuando alguien obedece a estos mandatos, podemos realmente recibir “la palabra de Dios,… no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en [nosotros] los creyentes” (1 Ts. 2:13).
DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON MANSEDUMBRE
DISPOSICIÓN A RECIBIR LA PALABRA CON MANSEDUMBRE
recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas. (Santiago 1:21b)
Por último, Santiago afirma que los verdaderos creyentes voluntariamente reciben la Palabra de Dios con mansedumbre. Mansedumbre traduce prautēs, que a menudo se traduce como “humildad”.
La forma adjetival se traduce por lo general “manso”, como en la tercera bienaventuranza (Mt. 5:5).
Pero aquí no parece apropiada la humildad, ya que la idea es claramente la de receptividad desinteresada, de echar a un lado tanto a sí mismo como al pecado.
El eminente erudito en griego W. E. Vine describe prautēs como “una gracia incrustada del alma; y el ejercicio de la misma es ante todo y principalmente hacia Dios. Es ese temperamento del espíritu en el que aceptamos su trato con nosotros como bueno y por lo tanto sin disputar o resistir” (An Expository Dictionary of New Testament Words [Diccionario expositivo de las palabras del Nuevo Testamento] [Nueva York: Revell, 1940], 3:55).
Entre otras cosas, la mansedumbre incluye la muy importante cualidad de la docilidad, que obviamente es de suma importancia en cuanto a oír y entender la Palabra de Dios.
El fiel cristiano debe recibir la palabra implantada con:
un espíritu obediente,
manso y dócil,
libre de orgullo, resentimiento, ira y toda forma de corrupción moral.
Implantada viene de emphutos, que tiene el sentido literal de sembrar una semilla en la tierra.
Aquí se emplea metafóricamente para referirse a la Palabra de Dios que se ha [plantado] y que ha echado raíces en el corazón de un creyente (la “buena tierra”de Mt. 13:8, 23) en el momento de la salvación.
Y con la ayuda del Espíritu Santo para interpretarla y dar poder, se vuelve un elemento esencial en la nueva vida espiritual del hijo de Dios, ya que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (He. 4:12).
La Palabra de Dios es el evangelio en su plenitud y “es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Ro. 1:16).
Sin embargo, a pesar de que ya está dentro de nosotros, debemos [recibirla] continuamente, en el sentido de permitirle dirigir y controlar nuestra vida.
Fue de esa manera que los nobles judíos de Berea “recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas [predicadas por Pablo y Silas] eran así” (Hch. 17:11).
La Palabra de Dios Puede salvar vuestras almas, cuando la Palabra trajo la verdad del evangelio a un corazón perdido, mostrándonos el camino de salvación y salvándonos de la paga del pecado (cp. 1 P. 1:23).
La Palabra de Dios es un recurso constante de la verdad de Dios que el Espíritu Santo emplea para evitar que el [alma] de los creyentes sea arrebatada de la familia de Dios, al protegernos del poder y del dominio del pecado.
La Palabra de Dios puede guiarnos a la definitiva y total salvación, cuando seamos glorificados con Cristo en el cielo, separados para siempre de la presencia del pecado.
Es esa verdad la que Pablo declara al asegurarnos que “ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Ro. 13:11).
Es el poder divino que respalda la verdad de la Biblia y que puede comenzar la salvación, mantenerla viva y creciendo, y a la postre llevarla a la gloria final, completa y perfecta.
Hemos sido salvos (justificados) por el poder de la Palabra de Dios;
nos mantiene salvos (santificados) el poder de la Palabra;
y seremos definitiva, completa y eternamente salvos (glorificados) por el poder de la Palabra.