¿Es Necesaria la Conversión?

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¿Es Necesaria la Conversión?
NO. 1183
Un sermón predicado la mañana del Domingo 19 de Julio, 1874
por Charles Haddon Spurgeon
En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” 2 Corintios 5:17.
Hace unos pocos días prediqué en Lancashire sobre nuestro Señor Jesús y cómo quita el pecado, y la posterior paz de conciencia que goza el creyente. En el curso del sermón relaté mi propia conversión, con el propósito de mostrar que el simple hecho de mirar a Jesús trajo paz a mi alma. La diócesis de Manchester está presidida por un obispo que goza merecidamente de alta estima pública por su celo, dedicación y fortaleza de carácter; y, sintiendo que no estaba de acuerdo conmigo, muy correctamente aprovechó el obispo la oportunidad para advertir a los trabajadores allí congregados, que no llegaran a indebidas conclusiones por causa de mi historia. Lo hizo de una manera tan cortés que yo únicamente desearía que todas las discusiones se condujeran en ese mismo espíritu.
El mejor agradecimiento con que puedo retribuir su cortesía es aclarar el tema, y proteger cuidadosamente sus comentarios de conclusiones injuriosas, de la misma manera que él protegió mis comentarios. No tengo en mente para nada la idea de una controversia, ni albergo ningún otro sentimiento hacia el obispo Fraser, que el expresado con honestidad en una sentida oración para que el Señor le bendiga. Sin embargo, pienso que muchas personas leerán sus comentarios y que, así lo espero, leerán después los míos: y como el punto es de la máxima importancia concebible, y concierne profundamente a las almas de nuestros lectores, es bueno que ninguno de los dos sea malentendido, y que por todos los medios le sea concedida a esta verdad tan vital, la prominencia que merece.
El obispo no duda, ni por un momento, que mi propia conversión haya sido descrita correctamente por mí, y que casos similares hayan ocurrido otras veces: pero teme que otras personas puedan suponer que deben ser convertidas exactamente de la misma manera. Yo comparto plenamente ese temor, y siempre me he preocupado por mostrar que el Espíritu de Dios llama a los hombres a Jesús, de diversas maneras. Algunos son atraídos tan apaciblemente que escasamente se dan cuenta cuándo comenzó la atracción, y otros son afectados tan súbitamente, que su conversión destaca con una claridad meridiana. Tal vez no haya dos conversiones que sean iguales en sus detalles; los medios, los modos, las manifestaciones, todos varían grandemente. Puesto que nuestras mentes no han sido forjadas en el mismo molde, puede suceder que la verdad que afecte a uno sea ineficaz en otro; el estilo de mensaje del sermón que tiene influencia sobre tu amigo puede resultar ofensivo para ti, y aquello que lo conduce a decidir, puede causar demoras en ti. “El viento sopla de donde quiere.” El Espíritu Santo es llamado “el Espíritu libre,” y en la diversidad de Sus operaciones esa libertad es vista con claridad. Una y otra vez les he advertido que no traten de imitar a otros en el tema de la conversión, para que no sean encontrados como una falsificación, y está muy bien que otra voz se una a la mía en esa advertencia.
Sin embargo, en todas las conversiones verdaderas hay puntos de esencial acuerdo: debe darse en todas ellas una confesión penitente de pecado, y un mirar a Jesús para el perdón de esa confesión. También debe darse un cambio real de corazón, de tal magnitud que afecte toda la vida posterior. Donde estos puntos esenciales no se encuentran, no hay una genuina conversión.
El obispo prosigue y comenta acerca de “El Progreso del Peregrino,” de Bunyan, y la descripción del peregrino con su carga a cuestas y cómo encuentra el descanso en la cruz. El obispo no entiende al honesto John, pues dice que “el peregrino, habiendo fracasado en convencer a su esposa que adopte la misma sombría convicción de huir de la ira venidera, y que lo acompañe en su fuga, se encamina solo. Allí tenían a un hombre que abandonó su hogar y sus deberes, dejando a su familia para que se cuidara sola; pero si un hombre permaneciera en casa y su corazón fuera recto, sería salvo en el día de la condenación.” Ciertamente la alegoría no debe leerse de esta manera. John Bunyan nunca pretendió enseñar que los hombres deben abandonar su hogar y descuidar a su familia; nunca nadie lo acusó de que hiciera eso él mismo; durante su encarcelamiento Bunyan trabajó duro, haciendo cordones de zapatos para mantener a su familia, y su afecto por su pobre hija ciega es muy bien conocido. John Bunyan no era un monje, pero fue un verdadero padre, ciudadano y amigo, como podría serlo el mejor.
El pasaje es parte de una alegoría, y representa un hombre que ha despertado y ha resuelto buscar al Salvador, independientemente que otros lo hagan o no; un hombre consciente de su propia condición y responsabilidad, y por tanto con la determinación de seguir el camino correcto, inclusive aunque sus más allegados y amados seres rehúsen prestarle compañía. No se sugiere que abandonó a su familia en los asuntos temporales, pues la alegoría no tiene nada que ver con esto. Estoy seguro que el obispo conoce demasiado bien el valor de la decisión de la mente, y de esa extraña resolución por encontrar justicia que se vuelve singular, para que se atreva a decir una palabra adrede en contra de una de las más valerosas de las virtudes.
El obispo continúa, “El peregrino siguió su camino, y a la vista de la cruz, el gran fardo, que era la carga de sus pecados pasados, cayó de sus hombros. Postrándose ante la cruz, pensó en Aquel que pendía de ella, y en la grandiosa doctrina de la expiación, y la carga cayó de su espalda, y se levantó siendo, como se dice, ‘un hombre convertido.” El obispo está inclinado a pensar que esta historia de la conversión de Bunyan le ha dado color a una gran parte de lo que se llama en estos días, teología protestante. Él ha observado que un gran número de nuestras ideas teológicas provienen más bien de Milton y de “El Progreso del Peregrino,” en lugar de provenir de la Biblia, pues no encuentra un solo caso en la Biblia que sea análogo o se parezca al caso de John Bunyan. Él luego niega que el caso del ladrón que se arrepintió sea pertinente como ejemplo, o inclusive la conversión del apóstol Pablo, e invita a sus oyentes que recuerden que es “mejor no soñar esos sueños de conversión que podría experimentar una persona pero no otra.”
Ahora, en lo que a Milton concierne, el obispo tiene razón, pero yo difiero de su afirmación en relación al “Peregrino” de Bunyan, y no estoy de acuerdo con él para nada en su apreciación de la conversión de Pablo. Él teme que algunos puedan imaginarse que es necesaria una manera particular de conversión, pero yo temo mucho más que, de las palabras del Obispo Fraser, un mayor número de personas infiera que no se requiere de una conversión. Mi miedo no es tanto que digan: “yo debo ser convertido como John Bunyan,” sino que susurren, “todo es una fábula ociosa; el obispo dice que únicamente debemos cumplir con nuestro deber y ser sobrios y honestos, y nos irá bien, ya sea que seamos convertidos o no.” Nuestro texto dice, “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas;” y mi punto es justamente ese, que todo el que es unido a Cristo, ha experimentado un gran cambio.
Yo no establezco normas invariables acerca de cómo debe ser obrada la conversión, pero es imperativa la palabra que dice, “Os es necesario nacer de nuevo,” y la exhortación se dirige a toda la humanidad, “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados.” Aun en esta hora nuestro Señor dice: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.”
Mi línea de pensamiento será así: de acuerdo a nuestro texto y muchas otras Escrituras, un gran cambio es requerido en cualquier persona que quiera ser salva; en segundo lugar, este gran cambio es con frecuencia muy marcado; y en tercer lugar, este cambio es reconocible por distintos signos.
I. UN CAMBIO RADICAL ES NECESARIO PARA LA SALVACIÓN. Este cambio es completo e integral, y opera sobre la naturaleza, el corazón, y la vida del hombre convertido. La naturaleza humana es la misma todo el tiempo, y sería ocioso tratar de cambiar el sentido de las citas bíblicas, diciendo que se refieren a los judíos o a los gentiles, pues a ese paso nos quedaremos sin Biblia. La Biblia está dirigida a la humanidad, y nuestro texto se refiere a cualquier hombre, de cualquier país, y de cualquier edad. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”
Podemos demostrar este punto recordándoles, primero, que en todas las Escrituras los hombres son divididos en dos clases, con una clarísima línea de distinción entre ambas clases. Lean los Evangelios y encontrarán menciones continuas de la oveja perdida y de la oveja encontrada, invitados que rechazan la invitación e invitados que participan del festín, las vírgenes prudentes y las insensatas, las ovejas y los cabritos. En las Epístolas leemos de aquellos que “están muertos en delitos y pecados,” y de otros de quienes se dice, “Y él os dio vida a vosotros;” de tal manera que algunos están vivos para Dios, y otros están en su estado natural de muerte espiritual. Encontramos que de unos hombres se habla como estando ya sea en la oscuridad o en la luz, y se usa la frase: “os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” De algunos se dice que antes estaban alejados y eran ajenos, pero que fueron hechos conciudadanos y hermanos. Leemos de “hijos de Dios,” en contraposición a “hijos de ira.” Leemos de creyentes que no son condenados, y de aquellos que ya han sido condenados porque no han creído. Leemos de aquellos que “se han extraviado,” y de los que “habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas.” Leemos que los que “viven según la carne no pueden agradar a Dios,” y de aquellos que son elegidos, y llamados, y justificados, a quienes el universo entero, aunque se lo proponga, no puede condenar. El apóstol habla de “los que se salvan, esto es, a nosotros,” como si hubiera algunos que son salvos mientras que sobre otros “está la ira de Dios.” “Enemigos” son colocados continuamente en contraste frente a quienes “fueron reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.” Hay quienes están “lejos de Dios por sus malas obras,” y quienes “han sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.”
Podría continuar hasta el cansancio. La distinción entre las dos clases corre a lo largo de todas las Escrituras, y nunca encontramos un indicio que hay algunos que son naturalmente buenos, y no necesitan ser sacados de una clase y puestos en la otra, o que hay personas entre los dos grupos que pueden darse el lujo de permanecer como son. No, debe darse una obra divina que nos haga nuevas criaturas, y que cause que todas las cosas sean nuevas en nosotros, o moriremos en nuestros pecados.
La palabra de Dios, además de describir tan continuamente dos clases, muy frecuentemente y con expresiones enérgicas, habla de un cambio interior por el cual los hombres son conducidos de un estado al otro. Espero no cansarlos si hago referencia a un considerable número de Escrituras, pero es mejor ir de una vez a la fuente. Este cambio es descrito a menudo como un nacimiento. Vean el tercer capítulo del Evangelio de Juan, que es maravillosamente claro y va directo al punto, “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” Este nacimiento no es un nacimiento por el bautismo, pues es mencionado como acompañado de una fe inteligente que recibe al Señor Jesús. Vayan a Juan 1:12, 13, “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” Así que los creyentes son “nacidos de nuevo,” y reciben a Cristo por medio de la fe: una regeneración impartida en la infancia y que permanece adormecida en los incrédulos, es una ficción desconocida en la Santa Escritura. En el tercer capítulo de Juan, nuestro Señor asocia la fe y la regeneración de la manera más íntima, declarando no solamente que debemos nacer de nuevo, sino que quienquiera que crea en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna. Debemos experimentar un cambio tan grande como si pudiésemos regresar a nuestra nada nativa para luego salir de nuevo de la mano del Grandioso Creador. Juan nos informa, en su primera Epístola, capítulo 5, versículo 4, que “todo lo que es nacido de Dios vence al mundo,” y agrega, para mostrar que el nuevo nacimiento y la fe van juntos, “y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe.” Y también dice lo mismo 1 Juan 5:1, “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios.” Allí donde hay fe verdadera, hay un nuevo nacimiento, y ese término implica un cambio completo y radical más allá de toda medida.
En otros lugares este cambio es descrito como dar vida. “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.” (Efesios 2:1). Se dice que somos levantados de los muertos conjuntamente con Cristo, y esto se describe como una manifestación muy maravillosa de omnipotencia. Leemos en Efesios 1:19 acerca de “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales.” La regeneración es verdaderamente un prodigio de la potencia divina, y de ninguna manera es una simple ficción inventada para acompañar alguna ceremonia religiosa.
Encontramos que este cambio es descrito frecuentemente como creación, como por ejemplo, en nuestro texto, “si alguno está en Cristo, nueva criatura es;” y esto tampoco es mera formalidad, o algo que acompaña a un rito, pues leemos en Gálatas 6:15, “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.” Ningún rito externo, aunque sea ordenado por el propio Dios, efectúa algún cambio en el corazón del hombre. Debe haber una creación nueva de la naturaleza entera por la mano divina; debemos ser “creados en Cristo Jesús para buenas obras” (Efesios 2:10), y debemos tener en nosotros “el nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Cuán maravilloso debe ser ese cambio que es descrito primero como un nacimiento, luego como una resurrección de los muertos, y luego como una creación absoluta.
Pablo, en Colosenses 1:13, habla de Dios el Padre, y dice: “el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo.” Juan lo llama un “pasar de muerte a vida” (1 Juan 3:14), sin duda teniendo en mente esa gloriosa declaración de su Dios y Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” (Juan 5:24).
Una vez más, como para llegar al límite de una expresión enérgica, Pedro habla de nuestra conversión y regeneración como siendo “engendrados de nuevo.” Lean el pasaje (1 Pedro 1:3), “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos.” En el mismo tenor habla el apóstol Santiago en su primer capítulo, en el versículo dieciocho: “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.”
Mis queridos amigos, ¿pueden concebir un lenguaje más claramente descriptivo de un cambio sumamente solemne? Si fuese posible describir con lenguaje humano un cambio que es total, completo, entero, y divino, estas palabras ciertamente lo describen; y si tal cambio no es significado por la lengua usada aquí por el Espíritu Santo, entonces soy incapaz de encontrar ningún significado en la Biblia, y sus palabras tienen más bien la intención de aturdir que de instruir, y Dios no quiera que pensemos así. Mi exhortación es para ustedes que tratan de contentarse sin la regeneración y la conversión. Les imploro que no estén satisfechos, pues, nunca podrán estar en Cristo a menos que las cosas viejas pasen, y todas sean hechas nuevas.
Adicionalmente, las Escrituras hablan de que esta gran obra interna, produce un cambio muy maravilloso en el sujeto de ella. La regeneración y la conversión, la una la causa secreta y la otra el efecto manifiesto, producen un gran cambio en el carácter. Lean Romanos 6:17, “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados.” De nuevo en el versículo 22, “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” Observen bien la descripción que el apóstol da en Colosenses 3:9, cuando, habiendo descrito la vieja naturaleza y sus pecados, dice: “No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo.” El Libro abunda con textos de demostración. El cambio de carácter en el hombre convertido es tan grande, que “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:24).
Y de la misma manera que hay un cambio de carácter, así también hay un cambio de sentimientos. El hombre había sido antes un enemigo de Dios, pero cuando este cambio se da, comienza a amar a Dios. Lean Colosenses 1:21, “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él.”
Este cambio de la enemistad a la amistad con Dios, surge en gran medida de un cambio en el estado judicial del hombre delante de Dios. Antes de que un hombre sea convertido está condenado, pero cuando recibe la vida espiritual, leemos que “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.” Esto cambia por completo su condición en lo relativo a la felicidad interior. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo;” paz de la que nunca gozamos antes. “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.”
Oh, hermanos, la conversión nos hace diferentes de manera muy poderosa, pues de lo contrario ¿qué quiso decir Cristo cuando dijo, “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”? ¿Acaso después de todo, no nos da ningún descanso? ¿Acaso el hombre que viene a Jesús permanece tan desasosegado y tan desprovisto de paz como antes? ¡Dios no lo quiera! ¿Acaso no dice Cristo que cuando bebemos del agua que Él nos da, no volveremos a tener sed? ¡Qué! ¿Y se nos dirá que no hay nunca un momento en el que dejemos de tener sed, nunca un momento cuando esa agua viva se convierta en nosotros en una fuente de agua, brotando para vida eterna? Nuestra propia experiencia refuta esa sugerencia. ¿Acaso no dice Pablo en Hebreos 4:3, “Pero los que hemos creído entramos en el reposo”? Nuestra condición ante Dios, nuestro tono moral, nuestra naturaleza, nuestro estado de mente, son hechos totalmente diferentes de lo que eran antes, por la conversión. “Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”
Vamos, amados, en vez de suponer que podemos lograrlo sin la conversión, las Escrituras describen esto como la gran bendición del pacto de gracia. ¿Qué dijo el Señor por su siervo Jeremías? “Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo.” (Jeremías 31:33). Este pasaje es citado por Pablo en Hebreos 10:16, no como obsoleto, sino más bien como cumplido en los creyentes. Y ¿qué ha dicho el Señor por Ezequiel? (Ezequiel 36:26, 27). Escuchen este pasaje lleno de gracia, y vean cuán grande bendición es la conversión: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.” ¿Acaso no es esta la bendición del Evangelio por medio de la cual alcanzamos todas las demás? ¿No es esta la grandiosa obra del Espíritu Santo por medio de la cual conocemos al Padre y al Hijo? Y ¿no es esto necesario para hacernos acordes a la futura gloria? “El que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas.” (Apocalipsis 21:5).
Habrá un nuevo cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra pasarán; y ¿podemos creer que la vieja naturaleza carnal entrará en una nueva creación? Lo que es nacido de la carne, ¿acaso entrará en el reino espiritual? No puede suceder nunca. No; un cambio tan maravilloso como el que se dará en este mundo cuando Cristo lo cree de nuevo, se dará en cada uno de nosotros, si no es que se ha dado ya. En una palabra, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.
¿Saben algo acerca de esto? Confío que un buen número de ustedes lo haya experimentado, y lo estén mostrando en sus vidas; pero me temo que algunos lo ignoran. Que los que son inconversos nunca descansen hasta que hayan creído en Cristo y les haya sido creado un nuevo corazón y les haya sido otorgado un espíritu recto. Que se les grabe muy bien que debe haber un cambio en ustedes que no puede ser obrado por ustedes mismos, sino que debe ser hecho por el poder divino. Está esto para su consuelo, que Jesucristo ha prometido esta bendición a todos aquellos que le reciban, pues les da poder para ser hijos de Dios.
II. En segundo lugar, ahora enfatizo que ESTE CAMBIO ES FRECUENTEMENTE MUY MARCADO EN CUANTO A SU TIEMPO Y SUS CIRCUNSTANCIAS. Muchas almas verdaderamente nacidas de Dios no podrían señalar ninguna fecha, diciendo: “en tal momento pasé de muerte a vida.” Sin embargo, ese momento se dio, aunque no puedan fijarlo con precisión. El acto de la conversión es a menudo, en cuanto a mucho de sus circunstancias, tan rodeado de obras precedentes de gracia restrictiva que parecería ser una cosa muy gradual, y la salida del sol de justicia en el alma es comparable al amanecer de un día, con luz gris al principio, y aumento gradual hasta llegar al esplendor del mediodía. Sin embargo, así como hay un momento cuando sale el sol, así también hay un momento del nuevo nacimiento. Si un muerto fuera restaurado a la vida, podría no saber decir con exactitud cuándo comenzó la vida, pero tal momento existe.
Debe haber un momento cuando un hombre deja de ser un incrédulo, y se convierte en un creyente de Jesús. Yo no asevero que sea necesario que sepamos el día, pero tal tiempo existe. En muchos casos, sin embargo, el día exacto y la hora y el lugar son plenamente conocidos, y podríamos esperar esto, primero, de muchas otras obras de Dios. ¡Cuán especialmente particular es Dios acerca del tiempo de creación! “Y fue la tarde y la mañana un día.” “Y dijo Dios: ‘sea la luz,’ y algunos meses después vino un gris amanecer, y una estrella solitaria.” ¡Oh no, dirán, estás citando de tu imaginación! Lo estoy. La Escritura dice, “Y dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz.” El método de crear de Dios tiene un resultado inmediato; a través de la obra de los seis días Él habló y fue hecho, ordenó y permaneció firme. Generalmente hay una semejanza entre un acto de Dios y otro, y si en la vieja creación el fiat (el hágase) lo hizo todo, parece muy probable ante los hechos, que en la nueva creación el fiat de la Palabra eterna debe ser igual de inmediato y potente en sus resultados.
Miren a los actos de Dios en la persona de Cristo, cuando estuvo aquí entre los hombres. El agua se convierte de inmediato en vino, la higuera se seca inmediatamente, los panes y los peces de multiplican al instante en las manos de sus discípulos. Los milagros de sanidad fueron, como regla, instantáneos. En un instante el Señor pone lodo en los ojos del ciego, y le ordena que se lave; pero alarguen la operación cuanto quieran, de todas formas es resumida muy brevemente en “me lavé y veo.” Aquel paralítico yace en su cama, y Jesús le dice: “Toma tu lecho, y anda,” y al instante aquel hombre lo hace. La lepra era curada simplemente al tocarla, los diablos huían ante la palabra, los oídos eran abiertos instantáneamente, y los miembros secos eran restaurados. Habló a las olas y a los vientos y fueron calmados de inmediato; y en cuanto a las resurrecciones que Cristo realizó, que son sus parábolas actuadas de la regeneración, todas fueron instantáneas. Jesús tomó a la niñita de la mano, y le dijo: “Talita cumi,” y la niña abrió sus ojos y se sentó. Él ordenó que detuvieran el féretro en el que conducían al joven, y dijo: “Joven, a ti te digo, levántate.” Y él se incorporó al instante. Aun el cadáver de Lázaro, que había comenzado a descomponerse, se sometió de inmediato a Su palabra. Solamente dijo: “¡Lázaro, ven fuera!” y allí estaba Lázaro. Como el Señor obró en los cuerpos de los hombres, así obra constantemente en las almas de los hombres, y es de esperarse conforme a la analogía, que Sus obras serán instantáneas. Así son constantemente, pues ¿no están diariamente delante de nosotros?
Podríamos también buscar muchas instancias de resultados vívidos si consideráramos la obra en sí. Si la obra es digna de ser llamada una resurrección, debe haber manifiestamente un instante en el que el muerto cesa de estar muerto y retorna a la vida. Tomen el proceso opuesto, morir: comúnmente decimos que a ese hombre le tomó mucho tiempo morir; esa es una descripción popular, pero estrictamente hablando, la muerte real debe ser instantánea. Hay un momento en el que hay aliento en el cuerpo, y otro momento en el que ya no hay ninguno. Así debe ser en la recepción de la vida; esa vida puede parecer que venga con lentitud al alma, pero no puede ser realmente así; debe haber un instante hasta el cual no había vida, y más allá del cual comenzó la vida. ¿Acaso no es eso evidente en sí mismo? ¿No es maravilloso que ese instante se fije en la memoria, y en muchos casos sea el más prominente hecho en toda la vida de un hombre?
Es llamado una creación. Ahora, la creación es necesariamente una obra que ocurre en un instante, pues una cosa es o no es. No hay un espacio intermedio entre la no-existencia y la existencia; hay la línea más fina concebible entre lo que no es y lo que es. Así, en la nueva creación, debe haber un tiempo cuando no se ha recibido la gracia, y un tiempo cuando se da la renovación, y podemos esperar naturalmente que en una obra tan grandiosa habría, en muchos casos, una marcada línea divisoria en la cual comienza la obra.
Pero, hermanos, no debemos hablar de lo que podríamos esperar; miremos a los hechos. ¿Cuáles son los hechos acerca de la conversión mencionados en la Escritura? Oímos mucho acerca de procesos educacionales que reemplazan a la conversión, pero están entre las muchas invenciones desconocidas en la historia apostólica. El obispo nos dice que no encuentra un solo caso en la Biblia que se parezca al caso de John Bunyan. Es muy curioso ver cómo leemos de manera tan diferente. Yo de inmediato me vuelvo a Pablo, pero el obispo dice que no es un caso aplicable, pues él no sintió que la carga del pecado cayera de sus hombros. No puedo adivinar cómo sabe el obispo lo que Pablo soportó durante sus tres días de ceguera, pero mi propia opinión, basada en lo que Pablo dijo e hizo después, es muy diferente. El hombre era un momento un oponente de Cristo, y al momento siguiente estaba clamando: “¿Quién eres, Señor?” Durante tres días se quedó ciego y ayunó; ¿no estaba sintiendo entonces el poder de la ley, y desechando su justicia propia? Y cuando Ananías vino para hablarle más plenamente del Evangelio, y para ordenarle que se levantase y fuese bautizado, y sus pecados fueran lavados, ¿no le fue quitado el pecado? ¿Acaso permaneció como era antes? Se habló de dos cosas, debía ser bautizado, y también recibir otro lavamiento espiritual: ¿acaso el primero fue real y el segundo no? El apóstol siempre habla de todo ello como si hubiese desechado su propia justicia teniéndola por basura para ganar a Cristo, y continuamente se gloría en tener paz con Dios, aunque no presumía de perfección en la carne. No había alcanzado la perfección, pero había obtenido la salvación. Él se llama el primero de los pecadores, pero esto era una vista retrospectiva; seguramente el Obispo Fraser no quiere realmente insinuar que el gran apóstol permaneció aún como el primero de los pecadores. Si así fuera, debo decir que la moralidad de su enseñanza no es la que uno esperaría de él.
Algunos han afirmado que el caso de Pablo es especial y único. Pero esto es un error, pues él mismo dice que Jesucristo mostró en él toda Su clemencia para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna. (1 Timoteo 1:15, 16). Aquello que sirve de ejemplo no es un caso especial. Aunque el Señor no siempre obra siguiendo un modelo en sus detalles, el caso de Pablo convertido súbitamente, es un modelo más bien que una excepción.
Veamos otros ejemplos. Una mujer samaritana viene al pozo para sacar agua, Cristo le habla, ella es convertida, y se va para contarlo a los hombres de la ciudad. ¿Acaso no es ese un caso de conversión súbita? Zaqueo está en el árbol, él es un rico publicano, y un pecador. Jesús le dice: “Zaqueo, date prisa, desciende;” él desciende, recibe a Jesús en su casa, y demuestra su salvación mediante sus obras. ¿No es esa una conversión súbita? Mateo está sentado al banco de los tributos públicos, otro publicano y pecador: Jesús le dice: “Sígueme.” Él se levanta y sigue a Jesús. ¿Acaso no es esa una conversión súbita? Tres mil personas se reúnen en Pentecostés, y Pedro les predica, y les dice que Jesús, a quien ellos mataron, era realmente el Cristo de Dios; ellos se compungieron de corazón, creyeron, y fueron bautizados el mismo día. ¿Acaso no tenemos aquí tres mil conversiones súbitas? Lo suficientemente súbitas para demostrar mi punto. Más adelante, el carcelero se ha ido a la cama, habiendo asegurado los pies de Pablo y de Silas en el cepo; sus prisioneros oran y cantan himnos a Dios, hay un terremoto, y el carcelero grita alarmado: “¿qué debo hacer para ser salvo?” Él cree en Jesús en ese mismo lugar y momento, y son bautizados él y los creyentes que estaban en su casa. ¿Acaso no son todos “estos casos análogos al peregrino de John Bunyan, y a la forma en que perdió su fardo? Realmente me parece a mí que sería mucho más difícil encontrar una conversión gradual en la Escritura que una conversión súbita, pues aquí se suceden una tras otra, hombres y mujeres traídos a Jesucristo, que no lo conocían antes, en quienes se cumple la Escritura, “Fui hallado por los que no me buscaban.”
Es más, no necesitamos ir otra vez a las Escrituras para esto. El tema de la conversión de almas es uno en relación al cual siento que es un desgaste argumentar, porque estas maravillas de la gracia suceden diariamente delante de nuestros ojos, y es como tratar de demostrar que el sol se levanta en la mañana. Por el espacio de veinte años nunca me ha ocurrido que ninguna semana y yo diría que casi ningún solitario día, no haya oído de personas que han sido convertidas por la sencilla predicación del Evangelio, ya sea aquí o en cualquier otra parte, cuando he dado testimonio de Cristo; y estas conversiones han sido en su vasta mayoría de instancias muy claras y bien definidas. Algunas veces los hijos de padres piadosos que han estado oyendo la palabra durante mucho tiempo, son convertidos, y en ellos el cambio interno es tan marcado como si nunca hubiesen oído antes el Evangelio.
Los infieles se vuelven creyentes, los católicos romanos abandonan a sus sacerdotes, las rameras se vuelven castas, los borrachos dejan sus copas, y, lo que es igualmente notable, los fariseos abandonan el orgullo de su justicia propia, y vienen a Jesús como pecadores. Vamos, si estos fueran el tiempo y el lugar propicios, yo les pediría a los aquí congregados: “hermanos y hermanas, ustedes que han experimentado un gran cambio, y están conscientes que lo han experimentado, y pueden decir cómo les llegó, ¡pónganse de pie!” Y ustedes se levantarían en grandes números como una hueste y declararían: “de esta manera, Dios vino a nosotros por la predicación de Su verdad, y así nos volvió de las tinieblas a la luz maravillosa.” Pluguiera a Dios que cada hombre que me está oyendo en este día hubiera recibido una clara conversión para que fuera muy claro para él que es una nueva criatura y que no tuviera ninguna duda al respecto, como no puede dudar de su propia existencia.
III. En tercer lugar, ESTE CAMBIO ES RECONOCIBLE POR CIERTOS SIGNOS. Algunas personas han supuesto que en el momento en que un hombre es convertido, se considera perfecto. No es así entre nosotros, pues más bien cuestionamos la conversión de cualquier hombre que se considere perfecto. Otros piensan que un convertido debe quedar, a partir de ese momento, libre de cualquier duda. Yo desearía que así fuera. Desafortunadamente, aunque hay fe en nosotros, la incredulidad está también allí. Algunos sueñan que el hombre converso ya no tiene que buscar nada más, pero nosotros no enseñamos eso; un hombre que está vivo para Dios tiene más necesidades que nunca. La conversión es el principio de un conflicto que dura toda la vida; es el primer golpe en una guerra que no tendrá fin hasta que no estemos en la gloria.
En cada caso de conversión estos signos se presentan. Siempre hay un sentido de pecado. Nadie, pueden estar seguros de ello, encontró jamás la paz con Dios, sin haberse arrepentido primero del pecado, reconociéndolo como algo malo. Los horrores que algunos han sentido, no son esenciales, pero una completa confesión del pecado delante de Dios, y un reconocimiento de nuestra culpa, son absolutamente requeridos. “Los sanos,” les dijo Jesús, “no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento.” Cristo no sana a quienes no están enfermos, nunca viste a los que no están desnudos, ni enriquece a quienes no son pobres. La verdadera conversión siempre contiene un sentido humillante de la necesidad de la gracia divina.
La conversión siempre está acompañada de una fe simple, verdadera, y real en Jesucristo; de hecho, esa es la propia señal del rey, y sin ella nada tiene ningún valor. “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Y ese pasaje es colocado junto con “Os es necesario nacer de nuevo,” en el mismo mensaje, por el mismo Salvador, a la misma persona que le preguntaba. Por tanto, entendemos que la fe es la marca del nuevo nacimiento, y donde está, allí el Espíritu ha cambiado el corazón del hombre; pero donde no está, los hombres están todavía “muertos en delitos y pecados.”
La conversión puede ser reconocida, a continuación, por el hecho que cambia al hombre completo. Cambia el principio sobre el que vive; antes vivía para sí, ahora vive para Dios; hacía el bien porque temía el castigo si hacía el mal, pero ahora huye del mal porque lo odia. Hacía el bien porque esperaba ameritar el cielo, pero ahora está libre de ese motivo egoísta; sabe que es salvo, y hace el bien por gratitud a Dios. Sus objetivos en la vida han cambiado: vivía para obtener ganancias o mundano honor; ahora vive para la gloria de Dios. Sus consuelos han cambiado: los placeres del mundo y el pecado no son nada para él. Ahora encuentra consuelo en el amor de Dios derramado abundantemente en su corazón por el Espíritu Santo. Sus deseos han cambiado: ahora está contento con prescindir de aquello que antes anhelaba y ansiaba; y ahora anhela, como el ciervo brama por las corrientes de aguas, aquellas cosas que antes despreciaba. Sus temores son diferentes; ya no teme más al hombre, sino que teme a su Dios. Sus esperanzas también son alteradas. Sus expectativas vuelan más allá de las estrellas.
“Él busca una ciudad que no es construida por manos;
Ansía un país libre de la mancha del pecado.”
El hombre ha comenzado una nueva vida. Un convertido dijo una vez: “o el mundo ha cambiado o yo he cambiado.” Todo parece nuevo. Los mismos rostros de nuestros hijos nos parecen diferentes, pues los vemos bajo un aspecto nuevo, mirándolos como herederos de la inmortalidad. Vemos a nuestros amigos desde una diferente perspectiva. Nuestro propio negocio parece alterado. Aun abrir el negocio por la mañana es realizado por el esposo con un espíritu diferente, y los niños son metidos en la cama por la madre con un ánimo diferente. Aprendemos a santificar el martillo y el arado sirviendo al Señor con ellos. Sentimos que las cosas que son vistas no son sino sombras, y las cosas que oímos no son sino voces de una tierra de ensueño, pero lo que no vemos es sustancial, y lo que el oído mortal no oye, es verdad. La fe se ha convertido para nosotros en “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.”
Puedo continuar hablando de esto, pero nadie me entendería excepto aquellos que lo han experimentado, y que aquellos que no lo han experimentado que no digan que no es verdad. ¿Cómo lo saben? ¿Cómo puede un hombre dar testimonio de aquello que no ha visto? ¿Cuál es el valor del testimonio de un hombre que comienza por decir: “no sé nada de esto”? Si un testigo con credibilidad declara que sabe que tal cosa ha ocurrido sería fácil encontrar a cincuenta personas que digan que no lo han visto, pero su evidencia no sirve de nada. Aquí tenemos hombres de posición, muy hábiles en los negocios, y capaces de juzgar entre la realidad y la ficción como otros hombres, y te dicen solemnemente que ellos mismos han experimentado un cambio de naturaleza maravilloso, cabal, y completo. Ciertamente si su honesto testimonio podría ser aceptado en cualquier corte de justicia, debe ser aceptado en este caso. Hermanos, oro para que nosotros podamos saber qué es este cambio, y si en verdad lo conocemos, oro también para que vivamos de tal manera que otros puedan ver el resultado de ese cambio en nuestro carácter, y pregunten qué significa.
Los fenómenos de conversión son los milagros permanentes de la iglesia. “Las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre.” Y estas son algunas de las cosas mayores que todavía lleva a cabo el poder del Espíritu Santo. Hoy los muertos son resucitados, los ojos ciegos son abiertos, y los cojos caminan. El milagro espiritual es mayor que el físico. Estos milagros espirituales muestran que Jesús vive y da vida y poder al Evangelio. Menciónenme un ministerio que nunca rescate al borracho, que nunca conduzca a la honestidad al ladrón, que nunca abata al justo con justicia propia y lo haga confesar su pecado; que, en una palabra nunca transforme a sus oyentes; y yo estoy seguro que un ministerio así no es digno del tiempo que los hombres gastan en escucharlo. Ay del hombre que al fin tenga que confesar un ministerio infructífero en conversiones. Si el Evangelio no convierte hombres, no crean en él; pero si en efecto lo hace, se convierte en su propia evidencia y debe ser creído. Puede ser tropezadero para algunos, y para otros, locura, pero para todos aquellos que creen, es poder de Dios para salvación, salvándolos del pecado.
Amados lectores, espero que nos encontremos todos en el cielo; pero para encontrarnos en el cielo, todos debemos ser renovados, pues dentro de aquellas puertas de perla, nadie puede pasar excepto los que son nuevas criaturas en Cristo Jesús nuestro Señor. Que Dios les bendiga, por Cristo Señor nuestro. Amén.[1]
[1] Spurgeon, C. H., & Román, A. (2008). Sermones de Carlos H. Spurgeon. Bellingham, WA: Logos Research Systems, Inc.
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