Etapas de la familia que sirve a Dios
En todos los hogares se presentan problemas y dificultades que pueden provocar un cambio drástico en las actitudes de quienes lo conforman. Las necesidades económicas, el desempleo, la muerte de algún pariente y todo tipo de catástrofes se pueden manifestar en nuestras vidas como pruebas de fe, en donde lo mejor es aferrarnos a Dios para que él sea quien nos saque de las tribulaciones y nos dé una victoria donde su poder en nosotros sea demostrado. En la familia de Job se distinguen claramente tres etapas, las cuales se experimentan en todos los hogares.
Job 1:1-5
1Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. 2Y le nacieron siete hijos y tres hijas. 3Su hacienda era siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas, y muchísimos criados; y era aquel varón más grande que todos los orientales. 4E iban sus hijos y hacían banquetes en sus casas, cada uno en su día; y enviaban a llamar a sus tres hermanas para que comiesen y bebiesen con ellos. 5Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días.
1. Una familia que experimenta la bendición
Era Job un varón reconocido en el cielo y en la tierra como un dechado de virtud. Su temor de Dios lo hacía apartarse del mal y comportarse de forma recta y perfecta. Esto no significa que no cometía errores, sino que procuraba en todo agradar al Creador (1:1). El Señor estaba contento con la vida que este hombre llevaba, por lo que lo llamaba: mi siervo Job. Se complacía tanto Jehová con la conducta de aquel uzita que lo menciona con orgullo como un virtuoso digno de considerarse (1:8; 2:3). Su casa fue bendecida con siete hijos y tres hijas; su hacienda contaba con cabezas de ganado abundante; tenía muchísimos criados y su grandeza sobrepasaba a la de los orientales (1:2, 3). No había nadie tan rico y famoso como el siervo del Altísimo.
En esta familia había convivencia estrecha entre los hermanos y hermanas. Festejaban unos e invitaban a todos para la celebración. Había también vida espiritual, pues tenían un padre con alto sentido de intercesión. Job santificaba a sus hijos e hijas. Se levantaba a diario y ofrecía sacrificios para invocar el favor y el perdón divino para ellos, por si acaso hubieran pecado o blasfemado contra Dios (1:4, 5). Así que la misericordia divina en esta casa se manifestaba otorgando bendición material, económica y espiritual.
Toda familia que sirve a Dios de corazón experimenta etapas de bendición. Es costumbre divina proveer para las necesidades de sus hijos e hijas que viven de la forma que a él le agrada. Nos colma de bienes, nos ayuda, nos da fuentes de empleo y nos brinda socorro y protección contra el mal. Aprendamos a disfrutar los tiempos de bonanza, agradeciéndole al Señor por su gracia y marquemos nuestra memoria con las imágenes de la bondad del Padre, de modo que cuando venga la crisis nos acordemos del cuidado que él ha tenido para con nosotros, y creamos que nunca nos deja ni nos desampara. Tomemos un minuto para dar gracias a Dios por los buenos tiempos de paz y bien que nos ha dado.
2. Una familia que experimenta la prueba
No existe la familia perfecta en la tierra; tampoco la casa en la que sólo se experimente la bendición sin esfuerzos ni dificultades. La Biblia nos enseña que las pruebas son necesarias, son buenas y son herramientas divinas para perfeccionarnos en el propósito de Dios (Santiago 1:2–4). El diablo procura destruirnos a través de la tribulación o la desgracia, pero el Señor hace que todas las cosas ayuden para bien de los que le amamos.
Satanás ve a Job, a su familia y a su hacienda, cercado por la protección divina, prosperado en toda obra de sus manos y con alto nivel de producción en los bienes terrenales. Insinúa que el varón sirve a Dios sólo por conveniencia, no por amor (1:8–10). Desafía al Creador a extender su mano contra todo lo que posee para demostrar que él era como cualquier blasfemo del mundo. Entonces Jehová asume el reto y lo permite con la seguridad de que su siervo la pasará. La prueba es un voto de confianza divina en sus hijos. Pero el Señor pone límites al diablo para que no toque la persona. Luego se desata la desgracia y la tribulación azota la casa del justo. (1:11, 12)
La tragedia de esta familia empezó por el robo de ganado por parte de los sabeos que tomaron los animales y asesinaron a los sirvientes que los cuidaban. Luego un fenómeno destructivo mató las ovejas y a los pastores. Después los caldeos robaron los camellos y mataron otro tanto de la servidumbre. La hacienda familiar se consumió y la violencia criminal vino sobre todo su patrimonio. Cada vez había un criado que escapaba para traer la noticia al varón de Dios. Pero nada golpeó tan duro como el ventarrón que tumbó las cuatro esquinas de la casa en las que convivían los hijos y las hijas de Job y provocó que murieran aplastados. (1:13–19).
Destrucción, pobreza y muerte visitaron a la familia de Job en un solo día. La bendición acumulada en décadas se fue de pronto y quedaron solos el siervo de Dios y su esposa. Pero la palabra del Señor se cumplió porque en lugar de renegar del Creador el justo se humilló, y en medio del dolor agonizante se postró en tierra para adorar. Era un hombre consciente de que las riquezas no le pertenecían, que incluso los hijos e hijas no eran propios. No era dueño de nada pues desnudo llegó al mundo y de la misma forma lo abandonará. Por lo tanto pudo dar gloria a Jehová y bendecir su nombre en la prueba. (1:20–22).
No descansó el diablo y obtuvo de Dios otro permiso para azotar a Job (2:4–6). Ahora tocaría su cuerpo con una sarna maligna que lo invadió de pies a cabeza. Se tiró en el piso sobre ceniza y con un tiesto se rascaba el ardor que le provocaba la enfermedad. Su mujer llegó al colmo de su paciencia y se desesperó con la actitud adoradora de su esposo. Pensaba que ya no tenía caso retener la integridad. Era tiempo de maldecir a Jehová y dejarse morir. Pero el hombre mantuvo la calma y la llamó a considerar las dos partes de la vida. Todo lo que el Señor nos da hay que recibirlo, parezca bueno o malo. El honor y la rectitud se deben retener hasta la muerte (2:8–10).
Todavía falta tribulación por venir. Los amigos del sufriente vienen a consolarlo, pero resultan en fastidio y mal sus acusaciones. Quieren convencer a Job que el mal que padece es resultado de su pecado. Así que se convierten en acusadores (2:11); opresores más que confortadores (4:7, 8; 11:5; 15:20, 21; 20:4–7; 22:4–7). Potenciaron la prueba y llevaron al justo al punto del desquicio. Lo hicieron renegar de su dolor y cuestionar la justicia divina en cuanto a su amargura (7, 10, 16, 24). Tuvo que intervenir el Señor para impedir que su siervo se hundiera en el abismo.
Dios nunca permite pruebas que sus hijos e hijas no puedan pasar. Jamás permitirá que seamos atribulados más de lo que da nuestra resistencia. A su tiempo la tribulación se acaba y llega la paz de nuevo. En el momento indicado, cuando el dolor haya cumplido su propósito y el carácter haya sido moldeado, la fe pulida y el orgullo humillado, viene la curación del Médico divino sobre la llaga. Entonces vemos con claridad que nada de lo malo que pensamos es cierto, que Jehová no es injusto y que siempre hace todo por nuestro bien. Entonces lo conocemos más profundamente, por experiencia propia, y no sólo por lo que oímos de él. Después de la prueba somos mejores creyentes, mejores padres, mejores hijos; mejores familias que glorifican al Señor en el bien y el mal.
De nuevo la bendición invadió la casa. El perdón divino llegó. La oración tomó el lugar que le correspondía en el hogar. Job disculpó a sus compañeros e intercedió por ellos eficazmente, entonces fueron perdonados por su falta. Quitó Jehová la aflicción de su siervo; mientras él oraba por otros obtuvo la sanidad propia. Se multiplicó su hacienda al doble. Sus hermanos y hermanas que lo habían abandonado por un tiempo llegaron de pronto a comer con él, a consolarlo y a regalarle dinero y oro para ayudarlo a salir de su necesidad (42:10, 11).
La bendición divina sobreabundó sobre la familia. El varón de Dios y su mujer fructificaron y se multiplicaron al grado que su postrer estado superó en gloria al primero. 14 mil ovejas, 6 mil camellos, mil yuntas de bueyes, mil asnas. Nueva descendencia le nació, siete varones y tres mujeres llenaron de alegría su casa. Sus hijas eran las más hermosas de la tierra y alcanzaron herencia con sus hermanos. Se le prolongó la vida 140 años más y vio hasta la cuarta generación de sus hijos. La historia finaliza diciendo que murió viejo y lleno de días, como sinónimo de felicidad plena y satisfacción total (42:12–17).
Para todas las familias visitadas por la prueba viene el tiempo divino de la restitución. Es el momento en que el Señor se encarga de que se nos devuelva todo lo que el enemigo nos quitó o lo que la crisis deshizo. La mano divina cura las heridas en el hogar, compone las relaciones, extrae las espinas y aplica sanidad en la casa. Entonces también la economía se compone, el trabajo viene y la mesa cuenta con pan. La comunión con Dios se nota en los miembros de la familia y todos vivimos con renovada esperanza y con una fe más sólida. En medio de la angustia recordemos que la restitución viene con doble bendición.
Conclusión
Las tres etapas de la familia de Job son las mismas para nosotros. Tendremos tiempos de bendición en los que habremos de disfrutar y guardar recursos y memorias que nos ayuden para aliviar las crisis; momentos de prueba en los que hay que recordar la fidelidad divina y confiar en su justicia; y luego vendrá la restitución, donde nos deleitaremos con la gloria superior que nos trae la recompensa de mantenernos firmes en el Señor.