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Capítulo Seis
El Servicio Cristiano y la Guerra Espiritual
Esto no puede afirmarse más claramente: Dios tiene únicamente un obrero, el Espíritu Santo. En todo lo que esperamos llegar a ser y en todo lo que anhelamos servir a Dios, nunca tomaremos el control del Espíritu Santo. Dios jamás cederá su soberanía a sus criaturas. De hecho, en la sublime humillación de nuestro Señor por su poderoso amor encarnado, Jesús siempre ha mantenido la distinción entre Dios y el hombre. Jesús no ora ni habla al Padre como lo hacemos nosotros, al decir: “Nuestro Padre” sino “Mi Padre” (cf. Juan 20:17). Únicamente a través del Unigénito del Padre es que somos adoptados en la familia del Padre. Aun así, permanecemos siendo criaturas, hijos e hijas; así como Él es Hijo-Creador. Esto significa que nuestra dependencia en el poder de Dios tiene que ser constante y absoluta, así como Jesús afirma tajantemente: “Cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17:10). Mientras que Pablo declara: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13), y Jesús agrega: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
Hay un gran peligro en la intrusión de la carne (la humanidad caída) al servicio cristiano. Sin lugar a dudas es por esta razón que, en momentos de alta estrategia espiritual, Dios deja muy en claro que la autoridad, iniciativa y ejecución de su voluntad permanecen siempre y solo en sus manos. Un ejemplo de esto lo tenemos en Éxodo 14, cuando el Mar Rojo impedía que los israelitas se escaparan de los egipcios. Algo tenía que hacerse, ¡de una vez! Moisés volteó y miró al pueblo afligido con pánico y gritó: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Éxodo 14:13–14).
Y no se quedaron con los brazos cruzados. Dios dijo que se movieran adelante hasta la orilla del mar para que vieran lo que haría a favor de ellos, y lo hicieron; porque la salvación, que es por gracia, también es por fe, y es el don de la gracia de Dios. En este caso, el hecho de que la redención haya sido dada toda por Dios fue reconocido posteriormente por Moisés e Israel cuando entonaron su cántico de triunfo:
“Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete. Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré. Jehová es varón de guerra; Jehová es su nombre.” (Éxodo 15:1–3)
Este mismo énfasis lo encontramos en la historia de David. En gratitud por sus victorias sobre los enemigos de Israel, anheló edificar una casa para Jehová; pero Dios le respondió: “Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa” (2 Samuel 7:11). La casa que anheló David y que finalmente edificó Salomón fue hecha de madera y piedra. La casa que Dios prometió edificar a David fue su linaje, que culminaba en Cristo y finalmente en nosotros los hijos de Dios. Esta casa es hechura de Dios, aunque ayudamos en su edificación y somos parte de esta, y finalmente moraremos allí un día. El delicado balance entre la operación de Dios y nuestra cooperación con Él queda perfectamente expresado en la exhortación de Pablo: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:12–13).
Un Dios tan poderoso no compartirá con nosotros su honor y gloria: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria” (Isaías 42:8); “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios” (2 Corintios 5:17–18a); “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).
Dios es el único obrero, porque todo lo que hacemos en Él es por medio de su poder. Aquellos que procuran servirle y pelear por Él tienen que estar moral, intelectual y emocionalmente convencidos de que toda la gloria es suya, y que el Dios no creado jamás compartirá su prerrogativa con sus criaturas. Lo que comparte son sus bendiciones, y el que está en Cristo puede ser saciado, ciertamente más de lo que se imagina.1
1 Still, W. (2014). Hacia la madurez espiritual: Vencer el mal en la vida cristiana. (S. W. Moore & J. R. M. Gómez, Trans.) (Primera Edición, pp. 81–84). Graham, NC: Publicaciones Faro de Gracia.