1.3 Las sal y la luz de mundo
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Enseñanza acerca de la sal y de la luz
13 »Ustedes son la sal de la tierra. Pero ¿para qué sirve la sal si ha perdido su sabor? ¿Pueden lograr que vuelva a ser salada? La descartarán y la pisotearán como algo que no tiene ningún valor.
Vv. 13—16. Vosotros sois la sal de la tierra. La humanidad, en la ignorancia y la maldad, era como un montón enorme, listo para podrirse, pero Cristo envió a sus discípulos, para sazonarla, por sus vidas y doctrinas, con el conocimiento y la gracia. Si no son como debieran ser, son como sal que ha perdido su sabor. Si un hombre puede adoptar la confesión de Cristo, y, sin embargo, permanecer sin gracia, ninguna otra doctrina, ningún otro medio lo hace provechoso. Nuestra luz debe brillar haciendo buenas obras tales que los hombres puedan verlas. Lo que haya entre Dios y nuestras almas debe ser guardado para nosotros mismos, pero lo que, de sí mismo, queda abierto a la vista de los hombres, debemos procurar que se conforme a nuestra profesión y que sea encomiable. Debemos apuntar a la gloria de Dios
En cuanto a la sal, Jesús dice: 13. Vosotros sois la sal de la tierra. Aunque la sal tiene muchas características: blancura, sazón, sabor, poder preservativo, etc., es probablemente esta última cualidad, la potencia de la sal como antiséptico, una sustancia que retarda la corrupción, sobre la que se pone el énfasis aquí, aunque la función subsidiaria de impartir sabor obviamente no debe quedar excluida (véanse Lv. 2:13; Job 6:6; Col. 4:6).
Entonces, la sal tiene una función especialmente negativa. Combate el deterioro. Igualmente los cristianos, mostrándose como verdaderos cristianos, están combatiendo constantemente la corrupción moral y espiritual. ¿Con cuánta frecuencia no ocurre que cuando repentinamente se presenta un cristiano en medio de un grupo de individuos mundanos, se retiene el chiste de color subido con que alguien iba a divertir a sus acompañantes, queda sin decirse la expresión profana o queda sin ejecución el plan perverso? Desde luego, el mundo es malvado. Sin embargo, sólo Dios sabe cuanto más corrompido sería sin el ejemplo, la vida y las oraciones de los santos que refrenan la corrupción (Gn. 18:26–32; 2 R. 12:2).
La sal actúa secretamente. Sabemos que combate el deterioro, aunque no podemos verla en operación. No obstante, su influencia es muy real.
Continúa: pero si la sal se vuelve insípida, ¿cómo se podrá hacer salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres. La sal de los pantanos y lagunas o de las rocas en las inmediaciones del Mar Muerto adquiere fácilmente un sabor rancio o alcalino, debido a su mezcla con yeso, etc. Entonces “ya no sirve para nada” sino para ser echada fuera y pisoteada debajo de los pies (cf. Ez. 47:11). Jesús, al caminar por la tierra, vio a muchos fariseos y escribas, personas que abogaban por una religión formal y legalista en lugar de la verdadera religión proclamada por los antiguos profetas en el nombre del Señor. Así, de una manera general, la sal había perdido su sabor en la vida religiosa de Israel. Muchos “hijos del reino” serían echados fuera (Mt. 8:12)
La implicación es clara. Así como no se puede restaurar la sal que ha perdido su sabor, así tampoco aquellos que fueron enseñados en el conocimiento de la verdad pero que entonces se pusieron resueltamente en contra de las exhortaciones del Espíritu Santo y se endurecieron en su oposición, son renovados para arrepentimiento (Mt. 12:32; Heb. 6:4–6). Así, lo que se llama sal, ¡sea verdadera sal! ¡Hay tantas personas que no leen la Biblia, pero que constantemente nos leen a nosotros! Si nuestra conducta no concuerda con nuestro llamamiento, de muy poco valdrán nuestras palabras.
Hemos visto que, en lo principal, la sal tiene una función negativa y actúa secretamente. La luz, por otra parte, tiene una función positiva y resplandece abiertamente, públicamente. Así que las dos metáforas se complementan. En cuanto a la luz, Jesús dice: 14a. Vosotros sois la luz del mundo. La luz en las Escrituras indica el verdadero conocimiento de Dios (Sal. 36:9; cf. Mt. 6:22, 23); la bondad, la justicia y la veracidad (Ef. 5:8, 9); gozo y alegría, verdadera felicidad (Sal. 97:11; Is. 9:1–7; cf. 60:19). Simboliza lo mejor que hay en la sabiduría, el amor y la risa, en contraste con las tinieblas, o sea, lo peor en ignorancia, depravación y desesperación. Cuando se menciona la luz, a veces se pone énfasis en una cualidad—por ejemplo, el conocimiento revelado; en otros casos se pone énfasis en otra de las cualidades, según el contexto lo indique en cada caso. En ciertos casos, el sentido de la palabra “luz” podría ser aun más amplio de lo que alguna de las cualidades por sí sola podría indicar. Podría ser suficientemente amplia como para incluir todas las bendiciones de “la salvación” (cf. Sal. 27:1; Lc. 1:77–79). Quizás sea así también aquí en 5:14.
La luz del mundo
14 »Ustedes son la luz del mundo, como una ciudad en lo alto de una colina que no puede esconderse. 15 Nadie enciende una lámpara y luego la pone debajo de una canasta. En cambio, la coloca en un lugar alto donde ilumina a todos los que están en la casa. 16 De la misma manera, dejen que sus buenas acciones brillen a la vista de todos, para que todos alaben a su Padre celestial.
Nueva Traducción Viviente. (2009). (Mt 5:13–16). .
LA LUZ DEL MUNDO
14 »Ustedes son la luz del mundo, como una ciudad en lo alto de una colina que no puede esconderse. 15 Nadie enciende una lámpara y luego la pone debajo de una canasta. En cambio, la coloca en un lugar alto donde ilumina a todos los que están en la casa. 16 De la misma manera, dejen que sus buenas acciones brillen a la vista de todos, para que todos alaben a su Padre celestial.
Nueva Traducción Viviente. (2009). (Mt 5:14–16).
La afirmación “Vosotros sois la luz del mundo” probablemente significa que los ciudadanos del reino no solamente han sido bendecidos con estos dones sino que son también el medio usado por Dios para transmitirlos a los hombres que los rodean. Los poseedores de la luz se convierten en difusores de la luz. Los creyentes en forma colectiva son “la luz”. Individualmente son “luces” (luminarias, estrellas, Fil. 2:15). Ambas ideas podrían bien haber sido incluidas en las palabras habladas por Jesús, aunque el énfasis está en lo colectivo.
Sin embargo, los cristianos nunca son luz en sí mismos y por sí mismos. Son luz “en el Señor” (Ef. 5:8). Cristo es la verdadera y original luz del mundo (Jn. 8:12; 9:5; 12:35, 36, 46; 2 Co. 4:6; cf. Sal. 27:1; 36:9; 43:3; Is. 49:6; 60:1; Lc. 1:78, 79; 2:32). Los creyentes son la luz del mundo en un sentido secundario y derivado. El es “la luz que da la luz” (Jn. 1:9). Ellos son las luces que recibieron la luz. El es el sol. Ellos son como la luna, que refleja la luz del sol. Sin Cristo no pueden brillar. La bombilla eléctrica no da luz por sí misma. Imparte luz solamente cuando está conectada y abierta la llave, de modo que la corriente eléctrica generada en la planta se le transmite. Así también, en tanto los seguidores de Cristo permanecen en un contacto vivo con él, la luz original, son luz a los demás (cf. Jn. 15:4, 5).
Ahora, puesto que es tarea de la iglesia brillar para Cristo, no debiera permitirse la desviación de su curso. No es tarea de la iglesia especializarse en, ni emitir toda clase de pronunciamientos acerca de problemas económicos, políticos y sociales. “La gran esperanza para la sociedad en la actualidad está en un número creciente de cristianos individuales. Que la iglesia de Dios se concentre en esta tarea y no desperdicie el tiempo y las energías en asuntos que están fuera de su esfera de actividad”. Esto no quiere decir que es siempre condenable un pronunciamiento eclesiástico sobre la posición del evangelio en cuanto a este o aquel problema que no es específicamente teológico. Podría haber situaciones en que un testimonio público iluminador de este tipo se hace aconsejable y aun necesario, porque el evangelio debe ser proclamado “en toda su plenitud” y no estrechamente limitado a la salvación de las almas. Pero la tarea primaria de la iglesia sigue siendo la difusión del mensaje de la salvación, para que los perdidos puedan ser hallados (Lc. 15:4; 1 Co. 9:16, 22; 10:33), los hallados puedan ser fortalecidos en la fe (Ef. 4:15; 1 Ts. 3:11–13; 1 P. 2:2; 2 P. 3:18), y Dios pueda ser glorificado (Jn. 17:4; 1 Co. 10:31). Aquellos que por el ejemplo o el mensaje y las oraciones de los creyentes se han convertido, mostrarán el carácter genuino de su fe y amor ejerciendo su influencia para Dios en todas las esferas.
Continúa: 14b–16. Una ciudad situada sobre un monte no se puede esconder. Tampoco encienden los hombres una lámpara y la ponen debajo del almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Aquí se combinan dos ideas en conexión con el símbolo de la luz: Los seguidores de Cristo deben ser visibles y radiantes. Deben estar “en la luz” y también deben despedir rayos de luz. La primera idea la sugiere la ciudad situada sobre una colina. Esa ciudad, con sus murallas y fortificaciones, “no se puede esconder”. Es claramente visible a todos.
La segunda idea la ofrece la figura de la lámpara puesta sobre el candelero. Esa lámpara “da luz”; “alumbra”. Las lámparas de aquel tiempo se pueden ver en la actualidad en cualquier museo grande y en muchas colecciones privadas. El autor en este momento está mirando uno de estos objetos de terracota en forma de platillo. Este tiene unos catorce centímetros de largo, diez de anchura y unos cuatro de altura. En un extremo tiene una asa; en el otro tiene una extensión como una boquilla con un agujero para una mecha. En la cúspide de la cara superior hay dos agujeros, uno para agregar aceite, y otro para el aire.
Entonces, lo que Cristo está diciendo es esto: que nadie sería tan necio como para encender una de estas lámparas—evidentemente con el propósito de alumbrar todo el contorno—y entonces, inmediatamente, ponerla debajo del almud. Cualquier persona sensata naturalmente pondría la lámpara encendida sobre un candelero. El candelero era generalmente un objeto muy sencillo. Podía ser un anaquel que se extendía de una columna en el centro de la habitación (la columna que sostenía la viga transversal del techo plano), o una simple piedra que proyectaba de la pared, o una pieza de metal ubicada en un lugar prominente usada en forma similar. La idea es que la lámpara, ya encendida y puesta en un lugar prominente, daba luz a “todos los que están en la casa”. Esto se entiende fácilmente si se recuerda que las casas de los pobres, la gente a la cual Jesús estaba hablando (Lc. 6:20), tenían solamente una habitación.
Ahora bien, lo que una lámpara es a una casa debiera ser el seguidor de Cristo para el mundo. La lámpara encendida debe tener la oportunidad de irradiar la luz. En forma similar, los seguidores de Jesús debieran dejar que “alumbre su luz” con el fin de que los hombres vean su conducta, sus “buenas obras”. El Señor pone el énfasis en otras obras, consideradas como producto de la fe (véase sobre el v. 17), porque “los hechos hablan más fuerte que las palabras”.
No es de modo alguno necesario, ni siquiera aconsejable, en esta conexión hacer una separación entre las obras hechas en obediencia a la primera tabla de la ley y las realizadas en conformidad con la segunda. En la enseñanza de Jesús estas dos van juntas aun cuando es verdad que la primera es básica (Mt. 22:34–40; Mr. 12:30, 31; Lc. 10:25–28). Cuando estas obras excelentes, cualquiera sea su naturaleza, se hacen en gratitud por la salvación obtenida por gracia por medio de la fe ellas son agradables a Dios. Esto es válido sea que consistan en afirmarse en Dios en oración (Mt. 6:6; cf. Is. 64:7) y confiar en él (Mt. 6:24–34), o en ayudar a quienes están en necesidad (25:34–40) y amar aun a los enemigos de uno (5:44).
Es inevitable que algunas de estas buenas obras sean vistas por los hombres. Aun los incrédulos oirán a veces los cánticos de alabanza cantados por los hijos de Dios. La gente mundana notará la quieta confianza en Dios manifestada por los creyentes en tiempo de prueba y de angustia. A veces expresarán asombro acerca del modo en que los cristianos se tomarán la molestia, corriendo riesgo de grave peligro y aun de muerte, con el fin de dar ayuda a los enfermos y moribundos. Tertuliano (escribió alrededor del 20 d.C.) dice: “Pero son principalmente los hechos de un amor tan noble que llevan a muchos a poner una marca sobre nosotros. ‘Mirad’, dicen, ‘cómo (los cristianos) se aman unos a otros’, porque ellos mismos (los no cristianos) están animados por un odio mutuo; ‘mirad cómo están dispuestos a morir unos por otros’, porque ellos (los no cristianos) preferirían dar muerte” (Apología XXXIX).
Es bueno que estas buenas obras sean vistas por los hombres. Eso es exactamente lo que Jesús quiere. Considerado rectamente, es también lo que los que las realizan quieren, pero no con el fin de ganar honra para sí, en el sentido de 6:1, 5, 16. Por el contrario, Jesús dice: “… y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Así que, el fin, y hasta cierto punto también el resultado, de ver tales obras buenas será que los hombres, bajo la influencia del Espíritu de Dios, darán a Dios la reverencia que se le debe por haber hecho que la luz alumbrara desde vidas humanas (Is. 24:15; 25:3; Sal. 22:23; cf. 1 Co. 10:31).
Es necesario decir algo sobre esta frase que aparece aquí por primera vez en los Evangelios: “vuestro Padre que está en los cielos”. Un escritor altamente respetado escribe: “Es verdad que aun en el Antiguo Testamento a veces se habla de Dios como Padre, pero no expresa entonces una relación personal entre Dios y el creyente individual sino como una indicación de la relación entre Dios y el pueblo del pacto, Israel; véase, por ejemplo, Is. 63:16”. No logro ver que esta afirmación sea correcta. Aun en el Antiguo Testamento Dios es reconocido como Padre no sólo de la nación (además de Is. 63:16 véanse también 64:8; Mal. 1:1, 6; y cf. Nm 11:12), sino aun del creyente individual, teniéndolo en tierno abrazo y cuidándolo: “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada” (Sal. 68:5). “El me clamará: Mi Padre eres tú, mi Dios, y la roca de mi salvación … para siempre le conservaré mi misericordia” (Sal. 89:26, 28). Aunque en el Sal. 103:13 no se llama directamente “Padre” a Dios, la idea de su paternidad en relación con los individuos está claramente implícita: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen”. Para ellos él es más precioso que un padre terrenal: “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, Jehová, con todo, me recogerá” (Sal. 27:10). Véase también 2 S. 7:14, 15 (cf. 1 Cr. 28:6). Jesús edifica sobre este fundamento del Antiguo Testamento—¿no fue su Espíritu quien inspiró este libro?—y en los Evangelios hace que la palabra sea aplicada a Dios y aparezca con toda su ternura (“Padre”) y majestad (“que estás en los cielos”). Véase también sobre Mt. 6:9. Todos los que han recibido a Jesús como su Señor y Salvador, sean de origen judío o gentil, al dirigirse a Dios tienen el privilegio de decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”.