La soberbia de Sodoma 1

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GENESIS 18

DEUTERONOMIO 28: 1.4

 EZEQUIEL 16: 49:50

 

 

 

 

 

 

 

 

El pecado de Sodoma (I)

 

De manera un tanto simplificada se suele identificar el pecado de Sodoma con la práctica de la homosexualidad. La identificación ha resultado históricamente tan clara que incluso el término “sodomita” se usa en diferentes lenguas, incluido el español o el inglés, como equivalente. Las razones para esa utilización del término es obvia.



Efectivamente, en Génesis 18 se describe como la vileza moral de los habitantes de Sodoma queda de manifiesto al intentar mantener relaciones homosexuales con los visitantes de Lot y como ese episodio muestra hasta qué punto el juicio de Dios sobre Sodoma y Gomorra está más que justificado.

Sin embargo, creo que el episodio de Génesis 18 constituye, si se me permite utilizar el símil, sólo los últimos minutos de una película que se ha extendido a lo largo de años, quizá décadas, en la que el tema –bien trágico– es la degeneración moral de una sociedad y la conclusión es que Dios, soberano sobre la Historia, siempre acaba ejecutando Sus juicios sobre pueblos y naciones por razones morales.

Así, el pecado de Sodoma no sería la práctica de la homosexualidad, sino que la práctica de la homosexualidad sería la consumación del pecado de Sodoma y el episodio del Génesis únicamente reflejaría la conclusión de un proceso mucho más amplio.

Afortunadamente, el proceso aparece descrito en Ezequiel 16:49-50:

“He aquí que la maldad de tu hermana Sodoma fue ésta: soberbia, abundancia de pan, abundancia de ocio tuvieron tanto ella como sus hijas, y no amparó la mano del débil y del necesitado. Y se llenaron de soberbia y cometieron abominación delante de mi, y al ver lo que perpetraban, las eliminé”.

La sucinta –pero, como veremos, sustanciosa– descripción de Ezequiel indica sin lugar a dudas cuál es el primer paso de depravación que concluye en la práctica de la homosexualidad (abominación) y el juicio de Dios.

De manera quizá sorprendente para algunos no es la lujuria ni el deseo desaforado sino la soberbia.

Lo que introduce la primera cuña entre Dios y los seres humanos es la convicción de estos últimos de que pueden actuar sin tener en cuenta la ley de Dios y de que, en lugar de someterse a Su Palabra, pueden someter ésta a sus opiniones humanas. Semejante conducta es mera soberbia y tiene consecuencias fatales.

Los ejemplos de soberbia en las Escrituras comienzan en el mismo jardín del Edén cuando Adán y Eva deciden que van a actuar no según el mandato de Dios, sino según lo que a ellos les parece bello a la vista y agradable al gusto (Génesis 3:6).

Por supuesto, ambos podrían haber aceptado humildemente que Dios sabía mejor que ellos lo que era bueno, pero, soberbiamente, hicieron lo contrario con unas consecuencias devastadoras para el género humano.

Esa misma soberbia –cuyo contrapunto es Abraham– es la que hallamos en Babel donde los hombres decidieron prepararse un abrigo frente a cualquier castigo divino y lo único que lograron fue sumirse en la confusión más horrenda (Génesis 11:1 ss).

Esa misma soberbia es la que, a fin de cuentas, hallamos en la descripción del proceso de degeneración moral que Pablo describe en Romanos 1:18-23, al señalar que los seres humanos en lugar de someterse humildemente a Dios, se crearon sus propias (y repugnantes) divinidades y se entregaron a razonamientos que les parecían sofisticados, pero que no pasaban de ser necedades tenebrosas.

El pecado de Sodoma comienza, al fin y a la postre, cuando un individuo o una sociedad decide que su opinión es tan buena –en la práctica, mejor- como la de Dios.

Cuando en lugar de atender a lo que la Escritura enseña, se dedica a indicarnos que esas eran ideas quizá buenas para otros tiempos, pero inaceptables para nuestro día; cuando decide que las enseñanzas sobre la sexualidad o la familia contenidas en la Biblia son inaceptables, porque chocan con la ideología de género o cuando, a fin de cuentas, decide que –en su inmensa soberbia– sabe más que la Palabra de Dios y puede afeitarla o recortarla como si fuera la barba de un gañán, en ese momento se han dado los primeros pasos en el pecado de Sodoma y hacia su trágico destino.

Pero la soberbia, como, Dios mediante, veremos, es sólo el primer paso.

El pecado de Sodoma (II)

 

Sodoma y la `abundancia de pan´

Con tal nombre se entiende un proceso de degeneración espiritual que aboca irremisiblemente al juicio de Dios. Ese proceso descrito en Ezequiel 16:49-50 se inicia con la soberbia, pero tiene como segundo paso la “abundancia de pan”.

A  primera vista, habría que preguntarse qué tiene de malo que el pan abunde y, ciertamente, hay que reconocer que, en sí mismo, no sólo no tiene nada de malo sino que constituye una verdadera bendición.

 

En Deuteronomio 28 se recoge un listado de las bendiciones que recibiría Israel si era leal al pacto con Dios y resulta obvio que entre ellas se encuentra la abundancia económica (v. 3ss), mientras que, en ese mismo capítulo, se anuncia de manera tajante que una de las consecuencias de la desobediencia es la crisis económica (v. 33 ss).

Por otro lado, basta recorrer la vida de personajes como Abraham, Jacob o Job para descubrir que entre las bendiciones que Dios les dispensó se hallaba la abundancia.

Creo que la clave para entender por qué la abundancia de pan forma parte de un proceso de degeneración se halla en pasajes como el de Lucas 4:3-4, donde el Diablo ofrece a Jesús que transforme las piedras en pan –algo que desearían hacer no pocos no siempre con malas intenciones–

Y Jesús rechaza tal posibilidad contestando claramente que el pan no es la primera preocupación del hombre ni tampoco lo único que lo sustenta porque la Palabra de Dios –lo sepa o no– le hace vivir (Deut 8:3).

En esta misma línea creo que hay que entender también el pasaje de Lucas 12:13-21 donde se narra la parábola del rico que había prosperado inmensamente.

Se ha interpretado este texto en no pocas ocasiones como una referencia al que se dedica sólo a aumentar su capital y, de repente, una noche se muere y no puede llevarse nada al otro lado dejando de manifiesto que es un necio.

Temo que el texto original es mucho más profundo que esa interpretación. A decir verdad, nada indica en el pasaje que el hombre se hubiera enriquecido mediante la deshonestidad o el soborno a políticos. Tampoco se nos dice que fuera impío o irreligioso.

Mucho menos puede señalarse que el aumentar beneficios constituya un pecado. Incluso me atrevería a decir que tampoco el texto indica que el hombre rico se murió dejando el pleito de su herencia servido a sus herederos. No.

El pasaje indica que había prosperado (v. 18), que veía el futuro halagüeño (v.19ª) y que sólo podía concebirse como alguien feliz (v.19b). ¡Pobrecito! El mismo día en que llegó a su conclusión vinieron a pedirle el alma.

¿Quién? ¿Los ángeles para conducirlo al Hades? ¡No! Los bienes materiales, esos bienes materiales a los que había convertido en garantía de su felicidad y sentido de su vida y que, en realidad, eran los dueños de su existencia.

El segundo paso en la degeneración de una cultura que no sabe reconocer el lugar de Dios es no saber reconocer tampoco el lugar que los bienes materiales tienen en nuestra vida.

Éstos son buenos y son ciertamente una bendición de Dios, pero cuando sustituyen a Dios resultan tan repugnantes como el acto de inclinarse ante un ídolo para rendirle culto.

Muchas congregaciones no estarían dormidas si sus miembros dedicaran tantos esfuerzos a la oración como a pagar la hipoteca, si ofrendaran tantos recursos a la evangelización como a irse de vacaciones o si pensaran más en sus hermanos que en cómo gastarse el dinero.

Sí, con todos los matices y todas las excepciones que mis hermanos deseen plantear y que yo, de buena gana y de todo corazón, les concedo. Pero lo cierto es que cuando un día colocamos nuestra seguridad y felicidad en lo material, ese mismo día lo material pide –con razón– nuestra alma.

Quizá por eso, en la Biblia encontramos una y otra vez que los juicios de Dios vienen precedidos de períodos de prosperidad y es que la abundancia de pan es uno de los pasos hacia el desastre.

Si volvemos al texto de Deuteronomio 28: 47-8 se nos dice: “Por cuanto no serviste a YHVH tu Dios con alegría y gozo de corazón, por la abundancia de todo, por eso, servirás a tus enemigos que envíe YHVH contra ti, con hambre y con sed y con desnudez y con falta de todas las cosas”.


El cuadro es digno de llevarnos a reflexión y más cuando entre los versículos anteriores aparecen afirmaciones como la de que “el extranjero que se encontrará en medio de ti ascenderá muy alto por encima de ti, y tu descenderás muy bajo” (v. 43). Por supuesto, el ser humano que no sabe dar su lugar a Dios ni a lo material tampoco se lo sabe dar al tiempo, pero de eso, Dios mediante, hablaré la semana que viene.

 

La abundancia de ociosidad de Sodoma

 

El pecado de Sodoma (III)

Cuando una sociedad se aparta soberbiamente de Dios y mal administra los bienes materiales no tarda en dar muestras de que también se vale mal del tiempo. No otra cosa es la abundancia de ociosidad.



Como sucede con la abundancia material, en la Biblia el ocio es considerado en si mismo algo bueno. De hecho, Dios dispuso en la Torah que entregó a Moisés que los hombres descansaran un día a la semana.

En el curso del mismo, no debía hacer cosa alguna ni los israelitas, ni sus hijos, ni sus trabajadores, ni los animales ni tampoco los extranjeros que trabajaban para ellos (Éxodo 20:10).

Jesús y los apóstoles respetaron aquel mandato por más que insistieran en que el cumplimiento nunca debería impedir la compasión o que la celebración se trasladara al primer día de la semana, el domingo (Hechos 20:18). El ocio querido por Dios tiene como finalidad el honrarle y el descansar. El ocio de Sodoma está totalmente centrado en sí mismo y acaba provocando una pavorosa mezcla de insatisfacción, búsqueda del placer y, significativamente, falta de tiempo.

Los que tienen mi edad, o más, saben que nunca ha disfrutado una sociedad de tanto ocio como en la actualidad.

Podemos recordar cómo nuestras madres y abuelas carecían de electrodomésticos que les ayudaran a despachar las tareas domésticas en poco tiempo e incluso, por añadidura, se enfrentaban con tejidos anteriores al tergal, con planchas que no eran eléctricas o con las tablas de lavar.

Por lo que se refiere a nuestros padres, no tenían dos días de descanso a la semana sino, a lo sumo, uno y medio.

En cuanto a los niños, no era extraño que muchos trabajaran en sus horas libres ayudando a sus padres en el comercio o en otros menesteres de carácter doméstico.

Para remate, cualquiera que tuviera que escribir no disponía de un sistema de tratamiento de textos como los que proporciona la moderna informática.

La situación es ahora infinitamente mejor, pero la mayoría de la gente no ha sabido utilizar adecuadamente su ocio e incluso se quejan una y otra vez de que no tienen tiempo para nada. El cómo es posible tener más tiempo para disfrutar que en ningún otro período de la historia y, a la vez, no pararse de quejar de la falta de tiempo es, de manera significativa, una de las marcas más innegables del deplorable estado espiritual en que yace nuestra sociedad.

 

Porque el ocio se ha encaminado a actividades que para nada aprovechan. Los jóvenes pueden pasar la noche pasando de antro en antro –no es del todo claro que se diviertan– y sentir que no tienen tiempo, quizá porque lo desperdician en diversiones que aturden, en sexo ocasional o en el consumo de drogas y de alcohol.

Ese mal de abundancia de ociosidad ha entrado también en nuestras iglesias. En teoría, deberíamos saber disponer de nuestro tiempo “redimiéndolo” (Efesios 5:16) porque sabemos que es corto (I Corintios 7:29) y que debe ser bien administrado. Podría detenerme en el sentido, verdaderamente iluminador y extraordinario, de la palabra que Pablo utiliza para “tiempo”, pero no deseo desviarme ahora del tema principal de esta exposición.

No deja de resultar deplorable que los creyentes se quejen de su falta de tiempo para orar, para leer y estudiar la Biblia, para evangelizar y, si me apuran, para asistir a la iglesia, y, al mismo tiempo, estén notablemente bien informados de la marcha de la liga de fútbol, de la vida y milagros de los protagonistas de la telebasura o de los programas televisivos más populares en ese momento. No deseo incurrir en el pecado de juzgar a mis hermanos, pero si alguien dedica más tiempo durante la semana a ver partidos de fútbol o la televisión que a orar y a leer la Biblia no debería extrañarse de que su vida espiritual fuera mal. Si nuestra escala de prioridades puede analizarse viendo a qué dedicamos el tiempo, poca duda puede haber de que, en no pocos casos, dista de ser espiritual.

Sodoma avanzó en el camino de su juicio y destrucción cuando decidió emplear equivocadamente el tiempo y, en lugar de dedicarlo a Dios, se lo dedicó a sí misma.

Naturalmente, una sociedad soberbia, decidida a emplear todo lo mal que quisiera los bienes y el tiempo, tenía que caer en un egoísmo marcado por la absoluta falta de compasión.

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