La Oracion Improcedente
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«Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (Santiago 4:3).
Las cosas no estaban bien en la congregación a la que Santiago dirigió esta carta. Sus integrantes tenían fe, pero era una fe sin obras. Santiago la nombra como una fe muerta, lo que implica que también había algo que andaba mal con su vida de oración.
Vemos que seguían practicando la oración, porque nuestro texto dice: «Pedís». Pero era una oración improcedente: «Pedís mal». Con esto, Santiago nos da entender que sus oraciones no consiguen su propósito. No asciende el grato olor de la oración hasta el trono de la gracia; Sus oración se quedaban atascada antes de llegar a su meta, porque ante Dios es un olor abominable. Muchas personas tienen una vida de oración regular, y también perseveran en la oración, pero sus oraciones nunca recibirán respuesta porque su actitud de oración no es correcta, aunque creen que lo es.
El aposento mismo no hace que nadie ore en verdad, y la oración —ni siquiera la oración abundante—, no es prueba de una verdadera vida espiritual, de una conversión verdadera. En el aposento hay vírgenes insensatas que hacen lo mismo que las vírgenes prudentes, pero que carecen del verdadero espíritu de oración. A pesar de su fe y de sus oraciones, la situación no era buena en la congregación a la que se dirige Santiago. Había mucho que estaba mal en su vida diaria, y la vida de oración no puede florecer donde hay un caminar impío en la vida.
Los pobres eran oprimidos por los ricos. Se habían apartado mucho del «buena comunión » de los tiempos de Pentecostés, cuando los ricos vendían sus bienes para ayudar a los pobres. Ahora era lo contrario: los ricos se aprovechaban de los pobres. Había también muchos «maestros». Cada uno pensaba que sabía más que nadie. No eran pobres en espíritu, porque las personas mansas no tienen una gran opinión de sí mismos. Esos «maestros» eran expertos en analizar la verdad en diversas doctrinas, mientras que olvidaban que ellos mismos necesitaban ser quebrantados. Desde luego, no habían aprendido a practicar la doctrina que Cristo había enseñado a su Iglesia cuando dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11:29).
«Las guerras y los pleitos» (Stg. 4:1) no eran cosas desacostumbradas en esta congregación, porque cuando alguien, aunque sea un hijo de Dios, cree saberlo todo, habrá guerras y pleitos, habrá divisiones y unos pisotearán a otros. Y lo peor es que cada uno pensará que está librando la buena batalla de la fe. Pero la batalla de la fe es algo muy distinto de librar una guerra civil. La lucha de la fe permanece y permanecerá en tanto que la Iglesia militante esté en la tierra. En la lucha de la fe, el creyente se olvida de sí mismo, mientras que en la «guerra» solo se edifica a sí mismo.
A estas personas Santigo dice en nuestro texto: «pedís». Si solo por una vez esos ricos, esos maestros y esos rebeldes no supiesen cómo orar, la situación sería totalmente diferente. Ellos creían que oraban bien, a pesar de que su vida de oración no influía en su conducta diaria. Santiago 4:2 nos dice que no pedían, porque en realidad era como si no estuvieran orando en lo absoluto.
Se dijo una vez de un cierto granjero que se había convertido a Dios. «¿Cómo lo sabes?», preguntó uno. La contestación fue: «Ya no maltrata a sus caballos». ¿Cómo puede alguien acercarse al trono de Dios y al mismo tiempo hacer daño a sus semejantes, y cosas peores que hacer daño físico? «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso», dice la Escritura (1 Jn. 4:20). Esos mentirosos pueden estar tan endurecidos en sus corazones que no se dan cuenta de ello ellos mismos, y siguen orando. ¿Por qué oran, y para qué propósito piden? Santiago dice: «Para gastar en vuestros deleites» (Stg. 4:3). Oramos mal cuando no hemos muerto al yo, y deseamos de Dios cosas que solo tienen que ver con nuestro yo —nuestros propios intereses, nuestra autoestima, y todo aquello que tiene que ver conmigo — aun en las cosas espirituales.
Pensemos, por ejemplo, en Esaú. Grande y duro como era, se postró llorando a los pies de su padre, rogando una bendición. ¡Ay!, Esaú estaba interesado en los beneficios, no en el Benefactor. La cuestión es: ¿para qué oramos, y qué haríamos si se nos concediese nuestra petición? «Para gastar en vuestros deleites». Aquí tenemos a alguien que no está de rodillas orando a Dios. En realidad, tenemos exactamente lo opuesto. Dios es echado de su trono, y el hombre espera que Dios se incline ante el rey «Yo», que ha usurpado el trono. Esto es orar de manera improcedente.
Santiago llama a esas personas adúlteros y adúlteras. Una adúltera no se preocupa de dónde le viene su recompensa. Así sucede con los que se dedican a esta mal llamada oración. Poco les importa de quién reciban los beneficios. Quieren los beneficios, pero no al Dador.
Ahora entendamos lo que dice Santiago: «Pedís, y no recibís». Esta oración nunca recibirá respuesta. ¿Acaso el gran Dador separará su bendiciones de él mismo? Entonces Dios no sería Dios. Esto no significa que la petición nunca sea concedida. Es bastante posible que parezca que se dan y que ellos aceptan bendiciones como respuesta a la oración. Pero esto empeora aún más las cosas, porque a veces Dios da cosas con su izquierda: da en juicio, y no en su favor.
Siguen estando con nosotros aquellos que oran a un dios a su propia manera solicitando su peticiones . Nunca han aprendido a amar al Dios verdadero. Por ello, tampoco aman a su prójimo. Dicen: «Id en paz, calentaos y saciaos» (Stg. 2:16). Esos «maestros» creen que lo saben todo, y se sientan como reyes en sus tronos, juzgando a otros. Creen que sus oraciones producen un olor fragante de incienso para Dios. Les es necesario comprender las palabras de Santiago: «Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse» (Stg. 1:19). La gracia nos enseña a escuchar y a ser conscientes de nuestra propia ignorancia. En el aposento, Dios solo puede usar a personas que han aprendido a ver su propia ignorancia.
Luego tenemos a los luchadores. Quizá luchan por la verdad de Dios, pero es posible mostrar celo por la ley de una manera carnal. Aun cuando los hombres creen que están luchando por la verdad de Dios, pueden estar estorbándole. Lo peor es que cuando alguien ora de esta manera puede imaginarse que está experimentando cercanía con Dios. El diablo entra con él en el aposento como un ángel de luz. Uno puede estar interesado en sus propios deseos egoístas sin ser ni siquiera estar consciente de esto. Si alguien fuese realmente consciente de sus malos deseos, no se atrevería a venir a Dios en tal condición ante Dios . Por eso necesitamos la obra reveladora del Espíritu. Por eso, nuestra primera oración debería ser: «Señor, Descubrir mi yo ante mí mismo».
Puedo aun pedir la conversión, protección, salvación, el Cielo, y pedir mal. Por ejemplo, puedo orar por mi conversión sin desearla. Puedo pedir ser salvo sin dolerme por mi estado de perdición. Puedo pedir la salvación pero sin reconocer mi pecado. Puedo pedir el Cielo y, sin embargo, no querer al Dios del Cielo. Puedo orar por todo aquello que poseen los hijos de Dios y, sin embargo, sentirme satisfecho sin el Señor mismo.
¿Sigue alguno pensando que puede orar? ¡Espero que no! Quien piense tal cosa se engaña. Y puedo comprenderlo si alguien exclama ahora: «Si la cosa es así, entonces dejemos de orar, porque solo puedo orar de manera improcedente, y esto es abominación para Dios». Una reacción así es bien comprensible. Pero la Palabra de Dios no nos dice con esto que deberíamos dejar de orar. Los que oran de manera improcedente no son rechazados porque piden demasiado al Señor. ¡Se trata de que no piden lo suficiente! El problema es que piden cosas para satisfacer a su propio ego. Una verdadera oración se interesa ante todo por Dios y su causa, y luego por tu prójimo. Una oración así siempre te dará beneficios, porque cuando te interesas en la causa del Señor, también experimentas una bendición para tu propio corazón.
Nunca vamos a estar demasiadas veces ante el trono de la gracia; nunca podremos pedirle demasiado al Señor, solo demasiado poco. Por tanto, no nos detengamos, ¡no abandonemos! Satanás acude también en esta ocasión, y nos dice: «No puedes orar; ¡tu oración es solo cosa pecaminosa a los ojos de Dios, y lo mejor es dejarlo!». Satanás emplea todos los medios para impedir que ores en secreto en el aposento. Por tanto, lo primero que se debemos orar es: «Señor, enséñanos a orar» (Lc. 11:1): una oración por una oración. Al mismo tiempo, ora así: «Señor, enséñame a morir a mis deseos, a mi orgullo, a mi autoestima».
Hay una oración que nunca ha sido rechazada, y es: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc. 18:13). Esta oración nunca podrá ser elevada demasiadas veces. Aquí un pecador nunca pide demasiado; una oración así no es improcedente. Dios se complace en los que necesitan de su gracia.
Se puede saber cuándo un miembro del pueblo de Dios ha estado en el aposento. Allí se han postrado tan humildemente ante Dios que han perdido todas las armas de guerra y de rebelión. Allí, «muchos maestros» han perdido su maestría. También allí han muerto a sus deseos. Se han vuelto personas a las que Dios puede emplear y que pueden significar algo para los demás.
Lo que necesitamos, por tanto, es un actitud en nuestra oración que puede purificar nuestros corazones llenos de deseos propios, y que está dispuesto a santificar nuestras oraciones.