Principios del juicio de Dios.
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Principio del juicio de Dios
Principio del juicio de Dios
1 Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo.2 Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según verdad.3 ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios?4 ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?5 Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios,6 el cual pagará a cada uno conforme a sus obras:7 vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad,8 pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia;9 tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego,10 pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego;11 porque no hay acepción de personas para con Dios.
Después de leer la solemne condenación de Pablo contra quienes han abandonado a Dios y se han hundido en los pecados execrables mencionados en Romanos 1:29-31, naturalmente que uno se pregunta cómo es que Dios trata a la persona más recta, moral y religiosa, la cual tiene cierto discernimiento del bien y del mal y lleva una vida externamente virtuosa.
La mayoría de los judíos en el tiempo de Pablo creían en la idea de que hacer ciertas obras morales y religiosas producía justicia. Específicamente, podían ganarse el favor especial de Dios y por ende la vida eterna, guardando la ley mosaica y las tradiciones de los rabinos. Incluso muchos creían que si fracasaban en el esfuerzo por las obras, podrían perderse alguna recompensa en la tierra pero de todas maneras quedaban exentos del juicio de Dios, simplemente por el hecho de que eran judíos, miembros del pueblo escogido de Dios. Ellos tenían el firme convencimiento de que Dios juzgaría y condenaría a los gentiles paganos debido a su idolatría e inmoralidad, pero que ningún judío experimentaría jamás tal condenación. Les encantaba repetir una y otra vez dichos tales como: “De todas las naciones, Dios ama a Israel solamente”, y “Dios juzgará a los gentiles con una vara de medición, y a los judíos con otra”. Algunos enseñaban que Abraham se sentaba afuera de las puertas del infierno para impedir que entrara allí hasta el judío más malvado de todos. En su Diálogo con Trifón, el cristiano Justino Mártir del siglo segundo informa que su oponente judío dijo: “Los que son la simiente de Abraham según la carne, tendrán parte en el reino eterno de todas maneras, incluso si son pecadores, incrédulos y desobedientes hacia Dios”.
Muchas personas hoy día reconocen y procuran mantener los estándares de las Escrituras, y hasta profesan ser cristianas. Sin embargo, puesto que no son verdaderos creyentes en Dios, carecen de los recursos espirituales para mantener esa moralidad divina en sus vidas y son incapaces de dominar su pecaminosidad.
Depositan su confianza en el bautismo que recibieron, en el hecho de ser miembros de una iglesia o de haber nacido en una familia cristiana, en los sacramentos, en los estándares éticos altos, en la ortodoxia doctrinal o en cualquier otra cantidad de ideas, relaciones o ceremonias externas, a fin de garantizar su seguridad espiritual y hasta la eterna.
Nadie puede entender ni apropiarse de la salvación aparte de reconocer que es culpable delante de Dios y que está condenado, totalmente incapaz de alcanzar por sí mismo el estándar de justicia de Dios; y ninguna persona es la excepción a esta regla.
La persona moral por fuera que es amigable y caritativa pero que se satisface con ello a sí misma, es en realidad más difícil de alcanzar con el evangelio que la persona reprobada que ha tocado fondo, reconocido su pecado y abandonado toda esperanza.
Por lo tanto, después de mostrar al pagano inmoral su perdición total aparte de Cristo, Pablo procede con gran ímpetu y claridad a mostrarle al moralista, que ante Dios es igualmente culpable y también está bajo condenación.
Pablo presenta seis principios por los cuales Dios juzga a los hombres pecadores:
conocimiento (v. 1),
verdad (vv. 2-3),
culpa (vv. 4-5),
obras (vv. 6-10),
imparcialidad (vv. 11-15),
y motivo (v. 16).
CONOCIMIENTO
Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo. (2:1)
Por lo cual se refiere a lo que Pablo acabó de decir en la segunda mitad del capítulo 1, y específicamente a la declaración introductoria: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad; porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó” (Romanos 1:18-20).
Dirigiéndose al representante del otro grupo compuesto por personas morales, el apóstol dice: eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas. Como queda claro en el Romanos 1:17 , él estaba hablando principalmente a los judíos, quienes se caracterizaban por juzgar a los gentiles, al considerarlos como inferiores espiritualmente y por fuera del alcance y el interés de la misericordia y el cuidado de Dios.
La expresión quienquiera que seas también Romanos 2:1 abarca a todos los moralistas, incluyendo a los cristianos de profesión quienes creen que están eximidos del juicio de Dios porque no se han hundido en los extremos inmorales y paganos que Pablo acaba de mencionar. El argumento inicial de Pablo es sencillo: en lo que juzgas a otro, señala el apóstol, te condenas a ti mismo, porque es obvio que tienes un criterio por el cual juzgar, lo cual significa que conoces la verdad acerca de lo que es bueno y malo delante de Dios. Aún los gentiles conocen la verdad básica del “eterno poder y deidad” de Dios a través de la revelación natural (1:20). También cuentan con un sentido de lo bueno y lo malo en sus conciencias (2:15). El judío, en comparación, no solamente tenía a disposición esos dos medios para conocer la verdad de Dios sino que también tenía la gran ventaja de haber recibido la revelación especial de Dios a través de las Escrituras (3:2; 9:4). No solo eso, sino que además casi todos los judíos del tiempo de Pablo habrían conocido algo acerca de Jesucristo y sus enseñanzas y afirmaciones, así no hubieran estado dispuestos a creer que Él fuera el Mesías prometido. Tal conocimiento los hacía aún más inexcusables, por cuanto su mayor conocimiento de la verdad de Dios los hacía más responsables del uso que le dieran (véase He. 10:26-29). Pablo estaba diciendo que si hay paganos que relativamente hablando no han recibido la luz divina y no obstante conocen verdades básicas acerca de Dios y se dan cuenta de que merecen su castigo (Romanos 1:19-20, 32), ¿cuánto más debían hacer esto los judíos? El mismo principio se aplica a los cristianos, tanto nominales como verdaderos. Debido a que ellos tienen un conocimiento mayor de la verdad de Dios, son más responsables por él y más inexcusables cuando en su justicia propia juzgan a otros por medio de él. Santiago dio una advertencia especial a quienes aspiran a ser maestros cristianos, recordándoles que debido a su mayor conocimiento de la verdad de Dios, serán juzgados más estrictamente por Él (Stg. 3:1).
El hecho es que los moralistas que condenan el pecado de los demás están llenos de sus propias iniquidades, las cuales deben ser juzgadas por ese mismo criterio. Pero no se trataba solamente de establecer que quienes juzgan a los demás están equivocados cuando tratan de evaluar su estatura moral, sino que también están equivocados en la evaluación que hacen de su propia estatura moral. Tú que juzgas haces lo mismo,
Pablo insiste. Los justos en su propia opinión cometen dos errores graves: subestiman la altura del criterio de justicia de Dios, el cual abarca tanto la vida interna como la externa (el tema del sermón del monte), y también subestiman la profundidad de su propio pecado.
Es una tentación universal exagerar las faltas de los demás al mismo tiempo que se minimizan las propias, fijarse en la pequeña paja en el ojo de otra persona y pasar por alto la viga que hay en el ojo de uno (véase Mt. 7:1-3). Muchos judíos santurrones y ciegos que leyeron estas palabras de Pablo seguramente llegaron a la conclusión de lo que él estaba diciendo no se aplicaba a ellos. Al igual que el líder joven y rico (Lc. 18:21), estaban convencidos de haber hecho un trabajo satisfactorio guardando los mandamientos de Dios (cp. Mt. 15:1-3).
Si alguno tiene conocimiento suficiente para juzgar a otros, entonces es condenado por él mismo, ya que también tiene lo suficiente para juzgar su propia condición a la luz de la verdad.
La CULPA
¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, (Romanos 2:4-5) Aquí el Espíritu Santo por medio de Pablo, afirma que Dios juzga sobre la base de la verdadera culpa de una persona, una culpa que es común a todo ser humano, incluyendo a personas tales como los judíos antiguos, quienes se consideraban a sí mismos eximidos de juicio a causa de su alta estatura moral, su afiliación religiosa o cualquier otra razón externa.
El apóstol primero advierte a sus lectores que no menosprecien las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad.
El famoso comentarista Mathew Henry escribió: “Hay en todo pecado voluntario cometido a sabiendas, un menosprecio de la bondad de Dios”. Todo pecado intencional menosprecia y hace alarde a costa de la benignidad, paciencia y longanimidad de Dios. Menosprecias es la traducción de kataphroneō, que significa literalmente “mirar hacia abajo”, con una actitud de superioridad o pensando con ligereza y desaire acerca de algo o alguien, lo cual implica subestimar su valor verdadero. Por lo tanto, esta palabra tenía muchas veces la connotación de desconsiderar y de despreciar. Por medio del profeta Oseas, Dios proclamó su gran amor por su pueblo, diciendo: “Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo ... Yo con todo eso enseñaba a andar al mismo Efraín, tomándole de los brazos ... Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor; y fui para ellos como los que alzan el yugo de sobre su cerviz, y puse delante de ellos la comida” (Os. 11:1, 3-4).
Por otro lado: “mi pueblo está adherido a la rebelión contra mí”, se lamentaba el Señor; “aunque me llaman el Altísimo, ninguno absolutamente me quiere enaltecer” (Oseas 11:7 ). Parece que entre más gracia mostraba Dios a Israel, mayor era el engreimiento de su pueblo o el desaire que hacían a su gracia.
Sin excepción, toda persona que ha vivido en este planeta ha experimentado de muchas maneras la benignidad, paciencia y longanimidad de Dios. Cada bocanada de aire que entra a los pulmones de una persona y cada bocado de alimento que introduce en su boca tiene su origen en la bondadosa y generosa provisión de Dios.
Él es la única fuente de cosas buenas, y por ende todo lo bueno y valedero que una persona tiene procede directamente de la mano del Dios de gracia.
Esa misma benignidad de Dios se refleja en sus hijos y forma parte del fruto integral del Espíritu que los creyentes deben manifestar en sus vidas (Gá. 5:22). Longanimidad viene de la palabra griega anochē, que significa “contener”, haciendo referencia al juicio. Se empleaba en ciertas ocasiones para designar una tregua, la cual implica el cese de hostilidades entre partes en conflicto. La longanimidad de Dios con la humanidad es una especie de tregua divina temporal que Él ha proclamado en su gracia. Paciencia es la traducción de makrothumia, que en algunas ocasiones se usaba para referirse a un gobernante poderoso quien se abstenía voluntariamente de vengarse de un enemigo o de aplicarle un castigo a algún delincuente. Hasta el momento inevitable del juicio, la benignidad, paciencia y longanimidad de Dios se extienden a toda la humanidad, porque Él no quiere que “ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:9).
Benignidad se refiere a los beneficios que Dios da,
paciencia se refiere al juicio que retrasa,
y longanimidad a la duración de ambas cosas.
DIOS ES BUENO
Durante largos períodos de tiempo el Señor es benigno y longánimo. Esa es la gracia o providencia común de Dios que Él derrama sobre toda la humanidad caída. Los salmistas se regocijaban porque “de la misericordia de Jehová está llena la tierra” (Sal. 33:5), porque “la misericordia de Dios es continua” (Salmo 52:1), a causa de “sus maravillas para con los hijos de los hombres” (Salmo 107:8), por lo cual podemos decir a Dios: “Bueno eres tú, y bienhechor” (Salmo 119:68), y proclamar que “Bueno es Jehová para con todos, y sus misericordias sobre todas sus obras” (Salmo 145:9).
Lo extraño de todo esto es que la mayoría de las personas no perciben a Dios como un ser totalmente bueno.
En lugar de reconocer la gracia de su provisión, paciencia y misericordia, le acusan de ser insensible y falto de amor por permitir que ocurran ciertas cosas. “¿Cómo pudo Dios permitir que ese pequeño infante muriera?”, preguntan, o “¿Por qué Dios permite que esa persona buena padezca dolor y mala salud, y deja que un maleante disfrute de salud y riqueza?” Esas personas juzgan a Dios desde una perspectiva humana incompleta y distorsionada, porque no reconocen que si no fuera por la bondad y paciencia del Dios de gracia, ningún ser humano estaría con vida.
Es únicamente su gracia lo que permite que cualquier persona retenga su aliento de vida (Job 12:10). Antes de que Dios destruyera el mundo con el diluvio, Él esperó 120 años para que los hombres se arrepintieran mientras Noé estaba construyendo el arca y llamándolos al arrepentimiento mediante su ministerio de proclamación como pregonero de justicia (2 P. 2:5). A pesar de sus muchas advertencias y la continua rebelión de Israel, el Señor esperó unos 800 años antes de enviar su pueblo al cautiverio.
En lugar de preguntar por qué Dios permite que le sucedan cosas malas a personas aparentemente buenas, deberíamos preguntar por qué permite que sucedan cosas aparentemente buenas a gente obviamente mala.
Podríamos preguntar por qué no destruye a muchas otras personas por sus pecados, incluyendo a cristianos como ocurrió en el caso de Ananías y Safira (Hch. 5:1-10). Nos deberíamos preguntar por qué Dios no hace que la tierra se trague a la cristiandad apóstata como lo hizo con Coré y sus seguidores a causa de su rebeldía (Nm. 16:25-32). La razón es que Dios “soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, ... para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria” (Ro. 9:22-23).
El propósito de su benignidad no es excusar a los hombres de su pecado sino convencerlos de él y conducirlos al arrepentimiento.
Metanoia (arrepentimiento) tiene el significado básico de cambiar la mente de una persona para que tenga una idea diferente sobre alguna cosa.
En el campo moral y espiritual se refiere a cambiar de perspectiva frente al pecado, pasando de amarlo a renunciar a él, dejar de practicarlo y volverse a Dios para obtener su perdón (1 Ts. 1:9).
La persona que debido a su dureza y a su corazón no arrepentido se hace engreído de la benignidad, paciencia y longanimidad de Dios, no hace más que atesorar para sí misma ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.
Dureza es la traducción de sklērotēs, que se refiere literalmente a callosidad y endurecimiento, y es la palabra de la que se obtiene el término médico esclerosis. La arteriosclerosis tiene que ver con un endurecimiento físico de las arterias que representa una imagen adecuada de la condición espiritual de los corazones que se han vuelto insensibles e incapaces de responder a Dios.
No obstante, la condición espiritual es peor que la física, más allá de lo que puede medirse. El endurecimiento de las arterias puede llevar una persona a la tumba, pero el endurecimiento de su corazón espiritual le llevará al infierno.
Las Escrituras están repletas de advertencias acerca de la dureza espiritual, una aflicción que el Israel antiguo sufrió de forma casi permanente. A través de Ezequiel, Dios prometió a su pueblo que un día “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ez. 36:26).
Jesús recordó a sus oyentes judíos que “por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres” (Mt. 19:8). Cuando los líderes judíos legalistas y justos en su propia opinión estaban esperando a que Jesús sanara en el día de reposo para que les diera una excusa que les permitiera acusarle de quebrantar la ley, Él se quedó “mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones” (Mr. 3:5; cp. 6:52; 8:17; Jn. 12:40).
Citando el Antiguo Testamento en cada instancia, el escritor de Hebreos advierte en tres ocasiones acerca de no endurecer el corazón contra Dios (He. 3:8, 15; 4:7).
Rehusar con obstinación y sin arrepentimiento el perdón del pecado que Dios ofrece en su gracia por medio de Jesucristo, es el peor de todos los pecados.
Hacer eso equivale a amplificar la culpa individual por rechazar la bondad de Dios presumiendo de su benignidad, abusando de su misericordia, ignorando su gracia, y desairando su amor. La persona que hace eso incrementa la severidad de la ira de Dios sobre ella en el día ... del justo juicio de Dios. Cuando la bondad de Dios se toma ligeramente de manera persistente, el resultado es un juicio seguro y proporcional.
El día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios se refiere sin duda al juicio ante el gran trono blanco, en el cual los malvados de todos los tiempos y de todos los lugares serán lanzados al lago de fuego, donde se unirán a Satanás y todos sus demás seguidores del mal (Ap. 20:10-15).
Heine, el filósofo alemán, declaró jactanciosamente: “Dios tiene que perdonar; después de todo, ése es su oficio”. Muchas personas comparten esa presunción, así no la expresen en términos tan temerarios. Se apropian de todas las cosas buenas de Dios que puedan, y continúan pecando con la idea de que Él tiene la obligación de pasar por alto su pecado. El hombre moderno mira con desaprobación el Antiguo Testamento porque le resulta imposible explicar, desde su perspectiva puramente humana, los actos aparentemente brutales y caprichosos por parte de Dios que están consignados allí. Haciendo un comentario sobre el lanzamiento de la New English Bible unos cuantos años atrás, Lord Platt escribió al Times de Londres (3 de marzo de 1970): “Quizás ahora que se encuentra en un lenguaje que todos pueden entender, el Antiguo Testamento será visto como lo que es, una crónica obscena de la crueldad del hombre contra el hombre, o tal vez peor, su crueldad contra la mujer, al igual que el egoísmo y la codicia del hombre avaladas por la apelación a su dios; al fin podrá verse que es la más grande historia de horror que se haya producido jamás. Todos debemos esperar que al fin sea proscrita como algo totalmente inadecuado para la instrucción ética de los niños en edad escolar”. El estudio superficial del Antiguo Testamento parece confirmar ese sentimiento. ¿Por qué razón, preguntan muchas personas, destruyó Dios el mundo entero con el diluvio, a excepción de ocho personas? ¿Por qué Dios convirtió a la esposa de Lot en una estatua de sal, por la simple razón de haberse dado la vuelta para ver la destrucción de Sodoma? ¿Por qué ordenó a Abraham sacrificar a su hijo Isaac? ¿Por qué endureció el corazón de Faraón y después lo castigó por su endurecimiento matando a todos los primogénitos de Egipto? ¿Por qué Dios prescribió en la ley mosaica la pena de muerte para unas treinta y cinco ofensas diferentes? ¿Por qué mandó a su pueblo escogido erradicar por completo a los habitantes de Canaán? ¿Por qué Dios envió dos osos que mataron a cuarenta y dos muchachos por burlarse del profeta Eliseo? ¿Por qué aniquiló instantáneamente a Uza por tratar de impedir que el arca del pacto cayera al piso, mientras que al mismo tiempo permitió que muchos israelitas inmorales e idólatras siguieran con vida? ¿Por qué Dios envió fuego que consumió a los dos hijos de Aarón, Nadab y Abiú, por hacer un sacrificio incorrecto, al mismo tiempo que permitió llegar a viejos a muchos otros sacerdotes que no tenían temor de Él? ¿Por qué no tomó la vida de David por cometer homicidio y adulterio cuando ambas ofensas merecían la pena capital bajo la ley? Nos preguntamos acerca de cosas como éstas, únicamente si estamos comparando la justicia de Dios con su misericordia y no con su ley. El Antiguo Testamento debe entenderse desde la perspectiva de la creación. Dios declaró a Adán: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gn. 2:16-17). Por lo tanto, desde el principio mismo todo pecado era una ofensa capital.
Dios en un acto de soberanía creó al hombre a su propia imagen. Él creó al hombre para glorificarse a sí mismo y para irradiar su imagen y hacer manifiesto su carácter. Cuando el hombre se reveló al creer más en la palabra de Satanás que en la de Dios, Él estaba en todo su derecho de quitarle la vida al hombre.
El hombre es una criatura de Dios que no se creó a sí misma ni puede autopreservarse. Todo lo que tiene es debido a la provisión de gracia de Dios. Aunque según la justicia ellos merecían morir por comer del fruto prohibido, Adán y Eva experimentaron en lugar de eso la misericordia de Dios, y en ese momento quedó activado el plan de salvación, porque se hizo necesario que alguien recibiera el castigo de muerte que Adán y Eva merecían así como lo merecen todos los pecadores que les siguieron.
A la luz de esa provisión es claro que demandar la pena de muerte por tan solo unas treinta y cinco transgresiones como se estipula en la ley mosaica, no era un castigo cruel o inusual sino una reducción sorprendente en la severidad del juicio de Dios. En comparación al criterio original de la creación, el Antiguo Testamento está lleno de la paciencia y la misericordia de Dios hacia los gentiles así como para con su pueblo escogido: Israel. Aún en el caso de las ofensas capitales especificadas, Dios en muchas ocasiones no exigió el cumplimiento estricto de la ley. Cuando el adulterio se convirtió en una práctica común en Israel, en lugar de exigir que todo adúltero fuera sometido a muerte, Dios permitió el divorcio como una alternativa de gracia (Dt. 24:1-4). Hasta una lectura superficial del Antiguo Testamento revela claramente que Dios indultó a más pecadores de los que castigó en vida (personas como David).
Periódicamente, Dios tomaba la vida de alguna persona de una forma dramática, con el propósito de recordar a los hombres qué es lo que en realidad se merecen todos los pecadores. Tales incidentes parecen caprichosos porque no tenían una relación clara con ciertos pecados o grados de pecaminosidad, pero sí mostraban a manera de ejemplo, lo que merecen todos los pecados y los grados de pecaminosidad. Incluso bajo el antiguo pacto, el pueblo de Dios se acostumbró tanto a la gracia de Dios que llegaron a darla por sentado; se acostumbraron tanto a no ser castigados en la forma que merecían, que llegaron a pensar que estaban eximidos de todo castigo en absoluto. De una manera muy similar, los cristianos algunas veces se ofenden cuando Dios no es tan benévolo como creen que debería ser, y se escandalizan con la idea de que Él en realidad los esté castigando por su pecado.
Si Dios no ejerciera ocasionalmente la aplicación del juicio merecido a cambio de sus misericordias inmerecidas, es difícil imaginar cuánto más trataríamos de sacar ventaja de su bondad y abusar de su gracia. Si Él no diera recordatorios constantes de las consecuencias del pecado, nosotros seguiríamos viviendo orgullosamentelevantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. (1 Co. 10:1-11) Cada día que vivamos, deberíamos dar gracias al Señor por ser tan paciente y misericordioso con nosotros, pasando por alto los muchos pecados por los cuales, aun siendo hijos suyos, merecemos su justo castigo. La pregunta crucial no es, ¿por qué ciertas personas sufren o mueren?” sino, ¿por qué sigue con vida cualquier persona? Cuando algunos judíos preguntaron a Jesús “acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos”, Él contestó: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los con las dispensaciones de su gracia. Pablo recordó esto gravemente a los creyentes corintios. Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual;... porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto. Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. (1 Co. 10:1-11)
Cada día que vivamos, deberíamos dar gracias al Señor por ser tan paciente y misericordioso con nosotros, pasando por alto los muchos pecados por los cuales, aun siendo hijos suyos, merecemos su justo castigo.
La pregunta crucial no es, ¿por qué ciertas personas sufren o mueren?” sino, ¿por qué sigue con vida cualquier persona? Cuando algunos judíos preguntaron a Jesús “acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos”, Él contestó: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:1-5).
Obviamente, quienes interrogaron a Jesús pensaban que los adoradores que fueron liquidados por Pilato y los hombres que murieron en el accidente de la torre eran pecadores excepcionalmente perversos y estaban siendo castigados de esa manera por Dios. Jesús contradijo tajantemente esta suposición, diciéndoles que aquellas víctimas desafortunadas no eran personas más pecadoras que los demás judíos. Más que eso, Él advirtió a sus interrogadores que todos ellos eran culpables de muerte y que sin duda alguna sufrirían ese castigo si al final de cuentas no se arrepentían para volverse a Dios.
6 el cual pagará a cada uno conforme a sus obras:7 vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad,8 pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia;9 tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego,10 pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego;11 porque no hay acepción de personas para con Dios.
12 Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados; 13 porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados. 14 Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, 15 mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos, 16 en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio.
Pablo continúa hablando aquí acerca del “día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:5 ). Como se mencionó en el capítulo anterior, “el día de la ira” se refiere al juicio final que Dios hace de toda la humanidad pecadora.
Pedro se refiere a él como “el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos” (2 P. 3:7), y Judas como “el juicio del gran día” (Judas 6).
Pablo explica que ocurrirá en el tiempo de la segunda venida de Jesucristo: “que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino” (2 Ti. 4:1). Será el tiempo “cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Ts. 1:7-8).
Algunos detalles de este juicio final son descritos por Juan: Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego. (Ap. 20:11-15)
Jesús declaró que en aquel tiempo “enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt. 13:41-43). Toda la historia se está moviendo de forma inexorable en dirección a ese día terrible, cuando los pecadores de todas las edades caerán en las manos del Dios vivo (He. 10:31).
Se cuenta la historia de un antiguo gobernante romano llamado Brutus el anciano, quien descubrió que sus dos hijos estaban conspirando para derrocar el gobierno, una ofensa que se castigaba con la pena capital. En el juicio, los jóvenes rogaron a su padre con lágrimas en sus ojos, llamándole con expresiones tiernas y familiares, apelando por todos los medios a su amor paternal. La mayor parte de la multitud que se había congregado en el tribunal también imploró misericordia, pero debido a la gravedad del delito, y quizás debido al hecho de que ser hijos del gobernante hacía todavía más responsables a los hombres y culpables de una traición peor, el padre ordenó y después fue testigo de su ejecución. Como alguien ha comentado acerca del incidente: “El padre quedó perdido en el juez; el amor de la justicia superó todos los afectos paternales”. Dios se ofrece a sí mismo como un Padre para la humanidad caída. Él les implora que acudan a Él para obtener salvación a través de su Hijo, porque Él no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2P. 3:9).
No obstante, llegará un día cuando se terminen las oportunidades para proceder al arrepentimiento.
DIOS JUZGARA SEGUN SUS OBRAS
“el cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; (Romanos 2:6-10)
Aunque este pasaje es sencillo y directo, abarca varias verdades que fácilmente pueden ser mal interpretadas si no se estudian de forma cuidadosa. En el texto de Apocalipsis 20 citado arriba, se nos dice en dos ocasiones que los hombres serán juzgados “según sus obras” (Apocalipsis 20:12-13 ).
Esa es la misma verdad que Pablo destaca en Romanos 2:6-10, declarando rotundamente que Dios pagará a cada uno conforme a sus obras. El juicio por obras es algo que el Antiguo Testamento enseña con claridad. El Señor instruyó a Isaías para que declarara: “Decid al justo que le irá bien, porque comerá de los frutos de sus manos. ¡Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado” (Is. 3:10-11).
A través de Jeremías, el Señor proclamó en términos aún más específicos: “Yo, Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer. 17:10).
Jesús reiteró ese principio de juicio, enseñando que “el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt. 16:27). En otra ocasión Él dijo: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Jn. 5:28-29).
Pablo, el gran apóstol de la salvación por gracia solamente a través de la fe, enseñó enfáticamente que el juicio de Dios sobre creyentes e incrédulos por igual estará basado en las obras. “El que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1 Co. 3:8). Él prosigue explicando: Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego. (1 Co. 3:11-15)
Hablando a creyentes nuevamente, Pablo escribe: “Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5:10). Incluso en aquella admirable epístola de gracia Pablo declara: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gá. 6:7-9).
Dios no juzga sobre la base de la profesión religiosa, las relaciones religiosas o la herencia religiosa de una persona. Él juzga sobre la base de otros criterios, entre los cuales se encuentra todo lo que se ha producido en la vida de una persona. En el día del juicio el asunto a definir no será si la persona es judía o gentil, si es pagano u ortodoxo, si es religioso o irreligioso, o si asiste a una iglesia o no. La cuestión será si su vida ha manifestado o no una obediencia genuina a Dios. En aquel día “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Ro. 14:12).
El criterio subjetivo para la salvación es la sola fe y nada que se añada a esto, pero la realidad objetiva de esa salvación se manifiesta en las obras buenas y piadosas que le siguen y que el Espíritu Santo conduce y capacita a los creyentes para realizarlas.
Por esa razón, las buenas obras constituyen una base perfectamente válida para el juicio de Dios. Las acciones de una persona se traducen en un indicativo infalible de su carácter. “Por sus frutos los conoceréis”, declaró Jesús dos veces en el sermón del monte (Mt. 7:16, 20).
Las obras en la vida de una persona son una de las bases incambiables sobre las cuales Dios juzgará a los hombres. Todo hombre tendrá que comparecer un día ante el Juez divino, quien tiene un registro comprensivo de las obras de ese hombre, y el destino eterno de ese hombre quedará determinado conforme a ese registro.
Por supuesto, debe aclararse que aunque las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, enseñan que el juicio es por obras, en ninguna parte enseña que la salvación sea por obras. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Sal. 115:1). Todas las cosas buenas que una persona tiene o hace vienen de Dios