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Orad sin cesar (Capítulo 4: Arrogante)
Arrogante«El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano» (Lucas 18:11–12).Durante varios cientos de años antes del nacimiento de Cristo, los tiempos fueron muy tenebrosos en Israel. El pueblo había abandonado los mandamientos del Señor, y allí donde no se da obediencia a los preceptos de Dios, tampoco existe la verdadera oración.Afortunadamente, había aquellas personas que se dolían por ello, y que buscaban llenas de celo mostrar al pueblo las sendas antiguas, mientras que ellos mismos trataban también de andar en ellas. Eran los fariseos. Por tanto, la intención original de los fariseos era encomiable. Pero cuando lo mejor degenera, llega a ser lo peor. Los fariseos buscaban un mérito al andar en las sendas antiguas. Ya no estaban en deuda con Dios, sino que en realidad Dios estaba en deuda con ellos. Tan puntillosos eran en sus vidas que ya no eran suficientes los mandamientos que Dios había dado; tuvieron que añadirse muchas más estipulaciones. Los escribas llenaron libros a docenas con ordenanzas que inventaron, y los fariseos las practicaban con la mayor exactitud posible. Era comprensible, por tanto, que pensasen, ufanos de su propia justicia, que eran mejores que la muchedumbre que no conocía la ley. Tales fariseos fueron los que más vilipendiaron al precioso Cristo.Lo mismo puede verse aún en la actualidad. Lo mismo que en el caso de los fariseos, hay aquellos que tienen más mandamientos que los que el Señor ha dado en su perfecta ley. Es cosa mortalmente peligrosa cuando el hombre se hace más estricto que el mismo Legislador. Esas personas vuelven a crucificar a Cristo cada día.En realidad, naturalmente, no es cierto que vivan una vida más cumplidora que la que Dios ha prescrito en su santa ley. Esto se hace evidente en la oración del fariseo. Con todas las estipulaciones añadidas a la ley, busca pecado donde no hay pecado que encontrar. Buscan el pecado en muchas cosas y se olvidan de que el pecado no está presente en muchas cosas, sino en todas las cosas. Mejor dicho: en el mal corazón del hombre. Pasan por alto sus pecaminosos corazones a la vez que se sienten fácilmente ofendidos por muchas cosas triviales. No observan de manera estricta aquello que el Señor ha mandado en el primero y gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc. 10:27).¿Pero por qué deberíamos continuar hablando de los demás? De este modo lo que hacemos es encubrirnos a nosotros mismos. Debemos vernos a nosotros mismos en la oración del fariseo para que nuestra soberbia quede al descubierto, y nos sintamos tan avergonzados delante de Dios que terminemos en el aposento del publicano.Ahí está el fariseo, de pie, orando en el Templo, en la presencia de Dios. O, con mayor exactitud, allí está dando gracias, porque dice: «Dios, te doy gracias» (Lc. 18:11). Comienza con acción de gracias. Naturalmente, en sí mismo es cosa buena dar gracias a Dios. La Escritura dice: «Dad gracias en todo». Nunca podremos dar de manera suficiente las gracias a Dios por todas sus misericordias. Si nos diéramos cuenta del hecho de que no dejamos de pecar y de que Dios no deja de hacernos el bien, tendríamos mucha más causa para las acciones de gracias de lo que nunca podemos pensar. Donde este reconocimiento está ausente en nuestra oración, hay mucho que está ausente. La verdadera gratitud siempre glorifica a Dios.Pero no deberíamos comenzar nuestras oraciones de una manera tan mecánica y superficial con «Te doy gracias». En primer lugar, por naturaleza no somos criaturas tan agradecidas. Para vergüenza nuestra debemos decirlo. Segundo, hemos de cerciorarnos que no lo hagamos por mera costumbre o hábito, no sea que demos gracias a Dios por algo que nunca hemos experimentado como necesidad. Me temo que a menudo se hacen acciones de gracias por el perdón de pecados, en tanto que el pecado nunca ha llegado a ser una carga. Se puede hacer una acción de gracias por la sangre de Jesús sin conocer de manera experimental el inmenso valor de esta sangre.En todo caso, el fariseo no tiene un verdadero agradecimiento, porque le da las gracias a Dios que él no es como otros hombres. No habría nada malo acerca de esta oración si hubiera dado gracias de que no actuaba como otros hombres, como ladrones, adúlteros, y semejantes, y solo hubiera dicho: «Oh, Dios, te agradezco que no actúo como otros hombres». Nunca podremos agradecer lo suficiente a Dios el ser guardados de una vida pecaminosa.Pero lo desafortunado acerca de este hombre es que cree que él no es como esos hombres. Esto deja evidente que no se conoce a sí mismo. Él no sabe que también él está lleno de injusticia, si no de hecho, entonces desde luego de palabra o pensamiento. No conoce su naturaleza de pecado, ¿y qué va a hacer un hombre ante el trono de la gracia cuando no conoce su condición pecaminosa?Cuando se trata del pecado, este hombre está ocupado acerca de los demás. Los que no se conocen a sí mismos están siempre metidos con los demás. No parece que tengan ningún pecado propio que confesar a Dios, pero los pecados de otros son proclamados y expuestos públicamente, y condenados de manera vehemente.El fariseo estaba orando a sí mismo. Con frecuencia, las personas se hablan a sí mismas y se imaginan que están orando a Dios. En realidad, en su orgullo no necesitan ni esperan tener respuesta del Señor. Pero la verdadera oración incluye esperar en Dios por su favor y gracia, y escuchar lo que el Señor tenga que decir.Primero, el fariseo dice aquello que él no es, y luego comienza a decir lo que es. «Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano» (Lc. 18:12). Este fariseo hacía mucho más de lo que el Señor demandaba. Si él fuese Dios, haría las cosas de otra manera y mejor. Por tanto, Cristo dice de los fariseos: «Cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar» (Lc. 11:46). A los ojos del fariseo era imposible que las muchedumbres que no conocían la ley fuesen salvas. ¿Cómo podía orar aquella gente ordinaria? A tanta altura se situaban los fariseos sobre las masas que el común de la gente creía realmente que solo los fariseos oraban correctamente. Los fariseos impedían a las gentes ignorantes que entrasen a sus aposentos para orar. Cristo dice de los fariseos: «Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando» (Mt. 23:13).Ahora ha terminado la oración del fariseo. No tiene nada que pedir, sino que presenta ante el Señor una larga lista de buenas obras. Por ello, cree que sería apropiado de parte de Dios que él le dé las gracias por todo lo que él ha hecho en su servicio.Hemos calificado a la oración del fariseo como una oración arrogante. ¿Acaso no es arrogante que el hombre se atreva a acercarse a su Creador como si en el Paraíso no hubiera sucedido nada? El hombre es una criatura caída, ¡y esto es algo terrible! Pero es mucho más terrible cuando desconocemos nuestro estado caído y nunca lamentamos el profundo abismo que resultó. ¡Qué abominación debe de ser esta oración a los ojos de un Dios justo! Pero aún tenemos que relatar el defecto más terrible del fariseo: este fariseo confundía su soberbia con la verdadera piedad. Los fariseos creían servir a Dios. Y acordaos del joven rico en S. Mateo 19. ¿No eran buenas sus intenciones? Sin la luz de la revelación de parte del Espíritu Santo, el hombre puede pensar que su oración es aceptable, mientras que se está engañando respecto a su destino eterno. Pablo, que era también un fariseo, dice esto de sí mismo. Pablo pensaba que oraba bien cuando perseguía a la Iglesia de Dios, y creía sinceramente que su oración era grata a Dios.Tomada en su contexto, Cristo contó esta parábola con vistas a los que confiaban en su propia justicia. El hombre puede ser sincero y engañarse. El pecado puede estar presente en las actividades más sagradas. En la actualidad, esas palabras de Cristo no tienen otro mensaje que el que podamos aprender a ver nosotros mismos aquí. Desde que se ha dado a conocer la oración del fariseo, hay personas que oran así: «Dios, te doy gracias de que no soy como el fariseo». Pero esta puede ser también la oración de un fariseo, una oración donde no hay un conocimiento de uno mismo, donde uno descansa en la creencia de que uno mismo no es tan malo como otros.La arrogante oración del fariseo puede manifestarse en formas diferentes, porque tenemos un corazón astuto. Puede aun suceder que haya fariseos que oren la oración del publicano. La primera cosa por la que deberíamos orar es el conocimiento de uno mismo. Oraremos: «Señor, ¿puede con todo convertirse un fariseo?». Luego imploramos: «Dios, sé propicio a mí, un fariseo». Se precisa de una obra omnipotente de Dios para detener al publicano en su camino de pecado. ¿No podremos por ello decir que se precisa de una doble medida del Espíritu de Dios para quebrantar al fariseo? Los dos viven en nosotros. Pero el fariseo vive profundamente dentro de nosotros, y parece ser tan fiel y piadoso que difícilmente lo distinguimos.No hay un estado más desesperado que no tener conciencia de pecado. ¿Cómo compareceremos delante del Señor con nuestra propia justicia? Aun nuestras buenas obras son trapos de inmundicia, dicen las Escrituras. No son nada más que brillantes pecados, porque en último análisis, y al igual que el fariseo, seguimos dándonos honor a nosotros mismos.Cuando el fariseo nombra a extorsionadores, injustos, adúlteros y publicanos como pecadores, se está refiriendo a la segunda tabla de la ley. Pero está callado por lo que respecta a la primera tabla, que habla acerca de la relación del hombre con Dios. Aunque hayas agolpado en tu cabeza más leyes que las que Dios ha dado, todo es falso en tu vida y en tus oraciones a no ser que tengas la relación que se exige en la primera tabla. El Señor no te pide demasiadas cosas; te pide solo amor. Prefiere ver a un Pedro caído a sus pies, reconociendo con lágrimas amargas que ha pecado contra todos los mandamientos, pero que puede invocar a Dios como testigo de que sigue amándolo.Cuando hemos visto que hemos pecado contra el primer y gran mandamiento, entonces veremos que también somos culpables de transgredir todos los demás mandamientos. Luego nos volvemos los extorsionadores, los injustos, los adúlteros y los publicanos. Luego nos volvemos como somos. La conciencia de esta realidad nos dará la actitud adecuada en nuestra oración a Dios. Nunca podremos llevar demasiada culpa al Señor. Nunca llevamos suficiente culpa delante de él.Esta parábola es contada no solo como una advertencia, sino también para nuestra consolación. Es un consuelo para los que sobrellevan un peso de culpa, para estimularlos a que no se mantengan alejados del trono de Dios debido a su indignidad. Ellos no atribuyen valor alguno a sus oraciones, porque saben que en sí mismos no son nada. Pero esas oraciones sí que son valiosas delante de Dios, como veremos en capítulos posteriores.Tú, hijo de Dios, que por la gracia has llegado a saber que no puedes presentarte ante el Señor con ninguna virtud, no puedes por ti mismo, mientras vivas en esta tierra, elevarte por encima de la actitud del fariseo. En tu caso existe especialmente el peligro de atribuir mérito a los frutos de tu nueva vida. Si los mismos llevan a ser la base de tu posición delante de Dios, y edificas sobre tus lágrimas, sobre tus oraciones, sobre tus experiencias, y todo lo demás que ha surgido de tu decisión de servir al Señor, el resultado será mucha oscuridad en tu vida de oración y mucha esterilidad.Es aún peor cuando un hijo de Dios se hincha por causa de la libre gracia, se eleva sobre otros, cierra la puerta del aposento con cerrojos de dureza y de soberbia, y actúa como si la salvación no fuera tan posible para los demás como lo fue para él. Aquí, la actitud del fariseo se ha reavivado en un corazón regenerado, y Dios no puede usar a su hijo. La iglesia, en la actualidad, no está exenta de este pecado.Se debe usar la cuchilla de la convicción para cortar a los hijos de Dios hasta que queden libres de la soberbia y así libres del yo. Solo la muerte puede dar una plena libertad; en la tierra nos debatiremos con la actitud del fariseo. Recuerda esto, y que tu oración sea continuamente: «Dios, sé propicio a mí, un fariseo».
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