Mayordomia 1
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Un mayordomo es una persona a la cual “se le encarga el manejo de la casa o la propiedad de otros”. Mayordomía es “la posición, deberes o servicio de un mayordomo”.1 Para el cristiano, mayordomía significa “la responsabilidad que le cabe al hombre por todo lo que Dios le ha confiado, y el uso que de ello hace; la vida, el ser físico, el tiempo, los talentos y capacidades, las posesiones materiales, las oportunidades de servir a otros, y su conocimiento de la verdad”.2 Los cristianos sirven como mayordomos de las posesiones de Dios, y consideran que la vida es una oportunidad divinamente concedida “para que aprendan a ser fieles mayordomos, preparándose de ese modo para la mayordomía superior de las cosas eternas en la vida futura”.3 En sus dimensiones más amplias, por lo tanto, la mayordomía “abarca el uso sabio y abnegado de la vida”.1
Se puede dividir la vida en cuatro aspectos básicos, cada uno de los cuales constituye un don de Dios. El Creador nos concedió un cuerpo, capacidades,La mayordomía tiempo y posesiones materiales. Además, debemos cuidar del mundo que nos rodea, sobre el cual se nos concedió el dominio.
La Biblia nos amonesta a no portarnos “como necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Efe. 5:15,16). Como Jesús, debemos ocuparnos en los negocios de nuestro Padre (Luc. 2:49). Por cuanto el tiempo es el don de Dios, cada momento es precioso.
¿Debiéramos dar tanto como daban los israelitas, o ya no se aplican sus formas de ofrendar? En el Nuevo Testamento, Cristo estableció el principio de la verdadera mayordomía: Los dones que entregamos a Dios deben ser proporcionales con la luz y los privilegios que hemos gozado. Dijo el Señor: “A todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Luc. 12:48). Cuando Cristo envió a sus seguidores en una misión, les dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mat. 10:8). Este principio se aplica también al acto de compartir nuestras bendiciones financieras.
La infidelidad en los diezmos y las ofrendas. En general, los seres humanos ignoran y descuidan los divinos principios de la mayordomía. Aun entre los cristianos, pocos reconocen su responsabilidad como mayordomos. La respuesta de Dios a la infidelidad de Israel provee una clara visión de sus sentimientos en cuanto a esto. Al verlos usar los diezmos y ofrendas para su propio beneficio, les advirtió que lo que hacían era robar (Mal. 3:8), y atribuyó su falta de prosperidad a su infidelidad: “Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado” (Mal. 3:9). El Señor reveló su paciencia, amor y misericordia, al preceder su amonestación con un ofrecimiento de gracia: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Mal. 3:7). Les ofreció abundantes bendiciones, y los desafió a que probaran su fidelidad. “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde. Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos” (Mal. 3:10-12)
Cristo como mayordomo La mayordomía correcta constituye abnegación; es nuestra completa entrega a Dios y al servicio a favor de la humanidad. Debido a su amor por nosotros, Cristo soportó la crueldad de la cruz, el dolor aún más profundo que le causó el rechazo de los suyos, y el inconcebible abandono de Dios. En comparación con este don, ¿qué podríamos dar nosotros? Cristo entregó no solo todo lo que tenía —y lo poseía todo—, sino también se entregó a sí mismo. En esto consiste la mayordomía. Al contemplar ese don supremo nos apartamos de nosotros mismos, rechazando nuestro amor propio, y llegamos a ser como él. La mayordomía nos convierte en una iglesia solícita, que se preocupa por el bienestar tanto de los que pertenecen a la comunión de los creyentes como de los que se hallan marginados de ella. Por cuanto Cristo murió por el mundo, la mayordomía, en su sentido más amplio, también se orienta hacia las necesidades del mundo.
La mayordomía fiel también nos ayuda a obtener la victoria sobre la codicia y el egoísmo. El Decálogo condena la codicia, uno de los peores enemigos de la humanidad. Jesús también nos amonestó contra ella: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Luc. 12:15). El ejercicio regular y sistemático de la generosidad nos ayuda a desarraigar de nuestras vidas la avaricia y el egoísmo.
“Nada tenemos que sea demasiado precioso para darlo a Jesús. Si le devolvemos los talentos de recursos que él ha confiado a nuestra custodia, él entregará aun más en nuestras manos. Cada esfuerzo que hagamos por Cristo será remunerado por él, y todo deber que cumplamos en su nombre, contribuirá a nuestra propia felicidad.